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Eugenio Pordomingo (9/5/2005)
El espectáculo que nos está mostrando estos días el Imperio no es, que se diga, muy edificante. Estábamos acostumbrados -sobre todo últimamente-, a oír, más que ver, cosas espeluznantes en torno a la guerra en Irak y Afganistán. Recordábamos la aventura bélica en Vietnam, con aquellas horribles escenas de niños abrasados por gases químicos y los verdes campos de la campiña vietnamita «fumigados» con venenos de todo tipo y marca.

Todo eso se nos quedó grabado en la retina, como una foto fija, impregnada de dolor y rabia, en la que no estaba ausente la huida vergonzosa de Saigón , cuando las tropas norvietnamitas  tomaron la capital, sin excluir el acto simbólico de hacer otro tanto con la embajada norteamericana. Era un 27 de abril de 1975.

Los estrategas del Pentágono y los ejecutivos de las multinacionales aprendieron mucho de todo aquello. Imagen y sonido juntos son muy peligrosos. El pueblo no debe ver y oír ciertas cosas. No está preparado para ello. Hay que evitarle ese sufrimiento.

La operación se completa, mejor dicho, va pareja, con un proceso de deseducación, donde se trata, y se suele conseguir, la desaparición de todo tipo de ideales. Lograr la uniformidad es la meta. Que todos vistan, consuman y se comuniquen a través de una misma lengua.

A continuación viene  la invasión -no siempre es física- con el «estilo de vida americano», eslogan con el que Superman revoloteaba por el espacio mostrándonos su poderosa fuerza. Las hamburguesas, cocacolas y revolver al cinto, se van imponiendo después, poco a poco.

Pero la cruda realidad no se puede ocultar. Los ciudadanos se van dando cuenta de lo que verdaderamente son y del rol que ocupan en esta sociedad. El «Katrina», igual que lo fue Chernobyl  y el «Muro de Berlín», en su momento, ha venido a mostrarnos la fragilidad del Sistema.

El «Katrina» ha «desnudado» al sistema; y nos lo está mostrando toda la debilidad de su andamiaje.

La Gran América ha pedido ayuda a la Vieja Europa, como el multimillonario acude con desasosiego al diván del psiquiatra. Creen que lo tienen todo, pero carecen de lo más importante.

Fue el escritor Alexis de Tocqueville uno de los primeros en percatarse (1832) de lo que se nos avecinaba. Y lo plasmó en  «La Democracia en América»Tocqueville  se percató que el régimen político y las condiciones de vida de aquella sociedad iban a generalizarse, a extenderse, a la mayoría de los países, comenzando por la Vieja Europa.

El escritor francés entendió que la propagación del «modelo democrático» americano era imparable, y definió sus características, tratando de imaginar su evolución.

Fruto de su análisis, nos previno del advenimiento de una sociedad «igualitaria», fundada sobre el individualismo, la agitación y el aislamiento, más marcados aún cuando, paradójicamente, «cada uno se volverá más similar al prójimo». Su visión fue la siguiente: «Veo una multitud innumerable de hombres semejantes e iguales que dan vueltas sin descanso en torno a sí mismos para procurarse pequeños y vulgares placeres».

Su visión sobre el futuro de la sociedad fue implacable: servidumbre y orden apacible: «un poder singular, tutelar, todopoderoso, activado por una red de pequeñas reglas complicadas, minuciosas y uniformes, que no quebranta las voluntades, pero las aplaca, las doblega y las dirige; raramente fuerza a actuar, pero se opone sin cesar a la acción; no destruye, impide nacer; no tiraniza, molesta, comprime, enerva, apaga, embrutece, y, en fin, reduce a cada nación a no ser más que un rebaño de animales tímidos e industriosos, donde el gobierno es el pastor.»

El peligro para los ciudadanos no es sólo externo, como dijo Tocqueville, sino que es interno. Anida en nosotros, en lo más profundo de nuestro ser. Es la inconsciencia de la servidumbre. Esa «servidumbre voluntaria», en la que el hombre se encuentra cómodo y seguro.

El hombre actual no es ciudadano, sino simple siervo o súbdito. Pero lo peor es que no se percata de ello. Vive envuelto en constantes «halagos institucionales»,  envueltos en palabrería y aderezados  con algunos pequeños placeres. Ya decía el escritor y ensayista Ángel Ganivet que «la furia con que el mundo actual busca el placer prueba que carece de él».

El hombre actual es su propio opresor. No son los «neocon», ni su estrategia mundial, a los que hay que echar la culpa de todo; que va. La cosa viene de antaño… Es un proceso de aculturación mundial, sorprendente, inédito en la Historia del mundo por su extensión, mimetismo y fuerza.

La solución  posiblemente la propuso hace ya muchos años antes, entre 1500 y 1600, el jesuita español Francisco Suárez. Él fue el que analizó con más profundidad el «origen del poder». Sin Poder no hay posibilidad de influir.

Suárez es contrario a la teoría del origen divino de los reyes (Poder) que con tanto ardor se defendió en los países protestantes. El «poder real» no viene inmediatamente de Dios – de acuerdo con Suárez-, sino que el poder real tiene que fundamentarse en el consentimiento del pueblo. Es el pueblo quien tiene el Poder, la soberanía. Por eso el pueblo puede retirar legítimamente su consentimiento a los soberanos indignos de ejercer el Poder que él ha depositado en sus manos.

En esta teoría subyace un claro desarrollo de la soberanía popular que más tarde se desarrollaría, adquiriendo nuevas fundamentaciones religiosas y laicas. Las ideas de Francisco Suárez, unidas a las de otros pensadores españoles de la época, fueron las que dieron origen a los movimientos independentistas de la  América Hispana.

No hay que buscar culpables en George Bush, en la Agencia Federal de Control de Emergencias, ni en la CIA, ni airear las críticas que ha hecho el ex secretario de Estado, Colin Powell, como si fuera el albacea de la moral, la honradez o la libertad.

El germen, el gen, está dentro de todos nosotros. Incluso de los críticos a ese sistema. Porque lo que no sirve es el propio Sistema…

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