Antonino G. Gator (27/1/2006)fusilamientos-2-de-mayo
La gran polémica nacional quedó abierta tras el discurso pronunciado y la sanción recibida por el teniente general Mena Aguado. Luego ha sido continuada por las tomas de posición de otros militares -en activo o retirados- de políticos, politólogos, periodistas y ciudadanos en general. Quedan, sin duda, flecos pendientes, al menos en el terreno de la elucubración, ejercitando la libertad de pensamiento.

 Algunos zanjan la cuestión, de un modo simple, recordando algo evidente. Por supuesto que las Fuerzas Armadas están subordinadas al poder civil, legítimamente representado por el Gobierno español, salido de las urnas. Dentro de la normalidad, no existe la menor duda, con arreglo a la estructura piramidal.

Pero dentro de la libertad -que para el presidente Rodríguez Zapatero es su patria y para uno, nada menos que una aspiración, junto a otras, en el seno de la Patria española -dentro, insisto, de la libertad, compartida con ciudadanos de otras patrias, daremos rienda suelta a la especulación racional. Hay gobiernos que mienten -el PSOE  ha acusado ad nauseam de ese pecado capital al último gobierno del PP -como hay gobiernos que se saltan normas de la Carta Magna. El Tribunal Constitucional ha tenido que poner, repetidamente, las cosas en su sitio.

Una vulneración singularmente grave sería la hipotética Gobierno versus Constitución en su artículo 8º. Como es sabido, nuestra Constitución vigente designa ahí como garante expreso a una institución: las Fuerzas Armadas.

Bajo la égida del Gobierno, claro está, salvo el caso límite, hemos de pensar, de un gobierno imaginario, casi inconcebible, que renunciara a la soberanía e independencia de España, a defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional. Atributos de la Patria en su concepción más genuina.

Precisamente, además, el vigente Código Penal suprimió, como circunstancia eximente de la responsabilidad criminal, la «obediencia debida». Luego, los militares que cumplieran órdenes transgresoras de aquellos deberes, recibidas de un gobierno que maquinara contra obligaciones tan trascendentales, cargarían con la responsabilidad penal correspondiente.

Con memoria histórica podemos evocar lejanos antecedentes de altísimas traiciones que permitieron sentarse en el trono de España a José Bonaparte. La reacción patriótica no se produjo de arriba abajo, sino, muy al contrario, de abajo arriba. Modestos oficiales como Daoiz, Velarde y Ruiz, el sencillo alcalde de un Móstoles rural –Andrés Torrejón–  y una valerosa Manuela Malasaña, suplieron la tibieza patriótica de toda una élite afrancesada.

¿Dónde queda hoy la última ratio frente a un atentado de lesa Constitución? El Tribunal Constitucional, sin duda, podría dictar una sabia sentencia.  Mas ¿cuando llegaría ese fallo salomónico? Tal vez, por desgracia, cuando la Patria, troceada,  resultara ya irrecuperable. Para un territorio, a la sazón desintegrado del suelo y de la soberanía española, tanto el ordenamiento como el fallo del Tribunal Constitucional serían papel mojado.