Antonino G. Gator El Coyote (14/04/2006)conde-don-julian
Se cuenta del maniobrero conde de Romanones que no le hacía ascos a la compra de votos, aunque, por supuesto, procuraba pagar lo menos posible a los electores de su feudo alcarreño. El jefe político directo del partido judicial, le informaba si el adversario se había adelantado a contratar el pago por algunas papeletas ante los comicios. La cojera de Romanones no le impedía movilizarse y averiguar cuánto había cotizado el otro candidato en liza.

– Tres pesetas, señor conde -contesta el paisano al salir de su hermetismo inicial.
– ¡Vaya, hombre!, se ha quedado corto. Venga, dame las tres pesetas, toma un duro y ¡claro está! vótame a mi.

Mediante ese truco, el aristócrata, terrateniente y político, acorazado con conchas de galápago, había pagado una peseta menos que su contrincante, había redondeado el precio por el voto y había cerrado el pacto en segunda vuelta, con  aspiración a definitiva.

Ahora la marrullería está sublimada. Sin el chalaneo, bolsa en mano, para cerrar trato con vecinos individuales de los pueblos, el cuadro presenta tintes mucho más siniestros.

Un presidente de Gobierno ha trepado a la cúspide del poder ejecutivo sobre los hombros de una formación humana del tipo «castellets». El cambalache por el apoyo para la elevación y el mantenimiento arriba, no es una dádiva de su bolsillo. Es algo peor: un título de nación, credencial para el progresivo desenganche de España.

Luego, pero en relación con lo anterior, está el denominado proceso de paz para el País Vasco y otras tierras españolas -nada menos que con Navarra- reivindicadas a través de una supuesta voluntad independentista. Van a recoger el fruto del árbol sacudido por sangrientas explosiones terroristas.

Todo ello tratado con sordina, mixtificado con palabras al servicio de la ocultación, el equívoco y la falsedad sin ambages.

Maquiavelo, apartado de sus funciones político-diplomáticas escribió sobre argucias del poder; pero hasta se duda si pretendía recomendarlas solamente o, más bien, descubrirlas.

Guicciardini, contemporáneo del anterior, en sus Advertencias y Consejos Políticos, hacía concesiones: «…no alabo a quién vive siempre con simulación y artificio, pero si excuso a quien alguna vez usa de ambos». Está comedido, como se ve.

En nuestro tiempo se va mucho más allá. Dos franceses, el periodista Denis Jeambar y el profesor de Filosofía y Ciencias Políticas Yves Roucaute, firmaron al alimón un libro traducido al español con su título de «Elogio de la traición» (Gedisa, Barcelona,1999). «No traicionar -escriben, desde  el Preámbulo- es perecer: es desconocer el tiempo, los espasmos de la sociedad, las mutaciones de la historia. La traición, expresión superior del pragmatismo, se aloja en el centro mismo de nuestros modernos mecanismos republicanos».

 «Regla lejana e inevitable -aseguran algo después los autores- del gobierno de los hombres, factor fundamental de cohesión social, la traición es una necesidad imperiosa en los Estados democráticos desarrollados».

Con muchas referencias históricas, desde los apóstoles Pedro y Judas hasta Talleyrand, De Gaulle o Mitterrand, aluden al retorno de España a la democracia: «Un proceso que Juan Carlos llevó a cabo apoyándose en la legitimidad recibida del dictador para destruirla y reemplazarla por la legitimidad democrática. Juan Carlos pudo realizar esta transición no violenta de un régimen a otro gracias a la complicidad de otro maestro de la negación: el socialista Felipe González».

Es una pena que esos ensayistas galos que titulaban el capítulo 5, «La ultramodernidad de la traición» y el 6, «El porvenir pertenece a los traidores», no hubieran conocido a Rodríguez Zapatero. No sé si lo incluirían entre los que tipifican como grandes traidores o entre los traidores heroicos. Tal vez habrían esperado todavía algo más para dedicarle un apartado especial.

La Constitución vigente, prometida y olvidada puntualmente, preveía, en su artículo 102, hipotéticos supuestos de responsabilidad criminal del Presidente y los demás miembros de algún Gabinete español e, incluso, la posible acusación por traición.

Cada vez queda más vaciada de contenido la Carta Magna. Aznar ya madrugó para ahuecar el artículo 30, que comienza: «Los españoles tiene el derecho y el deber de defender a España». El mandato resulta difícil: hay una España menguante y no hay servicio militar obligatorio.

Las traiciones memorables de Talleyrand dejaban a salvo algo primordial: «Los regímenes pasan, Francia queda». Las picardías de Romanones no liquidaban Guadalajara. Ahora, Alfonso Guerra vota el nuevo Estatuto catalán y nos compara con el desguace de la antigua URSS. ¿Resistirá España el proceso de traición? Las traiciones del Conde Don Julián y del Obispo Don Oppas requirieron ocho siglos de Reconquista. Tampoco se pensaba entonces que la cosa fuera tan grave.