Internacional
torgaJosé Manuel González Torga (22/7/2006)
Ni el periodismo ni la divulgación relativos a la ciencia y a la tecnología constituyen especies exentas para la mixtificación. Un escándalo sonado, a la vez que complejo fue, hace veinte años largos, el proceso y sentencia de reclusión contra Pierre Charles Pathé, autor de una obra divulgativa (1) prologada por el presidente de la Asociación de Escritores Científicos de Francia, François Le Lionnais.

El affaire Pathé sacó a la luz la actividad desinformadora, a través de años, por este francés, hijo de uno de los célebres empresarios cinematográficos que popularizaron el apellido.

Durante la guerra fría, Pierre-Charles Pathé, editor de una lettre d’information titulada Synthesis, sostuvo una actividad de intoxicación informativa como agente de influencia de la Unión Soviética, para la que trabajaba y de la que cobraba. Por lo mismo, el grueso de su producción periodística y divulgadora estaba infiltrada de parcialidad político-ideológica (2).

El periodista científico en su condición de profesional especializado, participa, como testigo y como transmisor, en la aventura del conocimiento. Vive, en calidad de espectador de primera fila, la emoción del descubrimiento. Todo ello, sin embargo, requiere mantener el juicio despejado. Disponer de una fuerte dosis de rigor. No perder el equilibrio ni la mesura.

Un antiguo periodista español, Luís Morote, juzgado en Consejo de Guerra, al defenderse como periodista, argumentaba así (3): «Qué ¿se trata de averiguar un secreto científico? Pues nuestro deber es prestarnos, si el caso llega, a que el experimentador y el sabio ensayen en nosotros como en ánima vilis» (criatura insignificante).

Morote era un  corresponsal temerario, durante la Guerra de Cuba, que viajó desde La Habana, por su cuenta y riesgo, hasta el campamento del Generalísimo Máximo Gómez, jefe supremo del ejército mambí, en cuya tienda se coló sin previo aviso. Acusado de espionaje, resultó absuelto y pudo relatar su experiencia. Había corrido el riesgo de ser fusilado.

Tal tipo de acciones no sólo no son exigibles  a nadie; ni siquiera resultan convenientes. A pesar de que despierten admiración cuando, excepcionalmente, salen bien.

El periodista no tiene por qué convertirse en cobaya, como propugnaba Morote. Necesita, eso sí, informarse a fondo para conseguir informar rectamente.

Habrá de estar en guardia, con diligencia, para no ser sorprendido por algún iluminado carente de cualquier aportación de verdadero interés. El periodista especializado, el divulgador, estará al tanto de la metodología científica. Por supuesto filtrará toda manifestación de las seudociencias.

Un periodista debe saber detectar la noticia y además calibrarla con arreglo a su justa valoración para ofrecerla al público con la presentación  proporcional que corresponda a su importancia. Selecciona lo que debe divulgarse.

La misión se torna peliaguda cuando una falsedad cuenta con avales suscitados espontáneamente a distancia. El historiador de la ciencia Jean Rostand (4) acierta a captar este curioso síndrome: «a partir del momento en que un hombre que goza de cierta autoridad -apunta este biólogo y publicista francés- declara la existencia de un fenómeno ilusorio, se encontrarán, o al menos podrán encontrarse, otros hombres que, sin ser discípulos suyos ni ser embaucadores, vuelvan a descubrir este mismo fenómeno».

En muchos casos, decidir sobre los aspectos determinantes no ofrecerá especiales dificultades. Incluso, ante las dudas, el informador especializado no evitará cerciorarse, con algún experto científico de su confianza, sobre esos aspectos problemáticos. Con frecuencia, sin embargo, eso no puede resolverse con la premura requerida por el ritmo periodístico para informar sobre novedades de interés. En España ha aflorado alguna vez la conveniencia de poder acudir en consulta a una especie de equipo de académicos de guardia que, en materias científicas, estuvieran disponibles, de modo similar a como actúan los académicos de la Lengua con respecto a los textos noticiosos de la agencia EFE. Determinados académicos de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales han mostrado su aquiescencia, mas la idea no ha pasado al estadio de la organización práctica.

Los mayores inconvenientes se presentan cuando nos hallamos ante un tema en punta, de difícil comprobación y originado en una fuente  cuya fiabilidad, en principio, no está cuestionada.

Más allá de la provisionalidad inherente a los pasos sucesivos con que avanza la ciencia, no resulta excepcional que algunos científicos mantengan un margen de duda, coincidente con la fe en sus apreciaciones. Muchos fenómenos ampliamente estudiados mantienen incógnitas sin despejar aún cuando, sobre la marcha, resulte indispensable haber tomado determinaciones ineludibles.

En España, la masa de afectados por el síndrome tóxico ha representado una de las tragedias sociales que marcan los últimos veinticinco años. Pues bien, un especialista del Instituto de Investigaciones Biomédicas de Madrid, Ángel Pestaña, escribía: «Transcurridos quince años desde sus inicios en mayo de 1981, el síndrome del aceite tóxico (SAT) sigue siendo un problema sanitario por las secuelas crónicas que todavía afectan a una parte importante de los enfermos y un reto científico por la incertidumbre acerca de su etiología y patogenia».

Las noticias científicas falsas pueden proceder de una fuente, en principio idónea; pero que, en un momento determinado, considere de buena fe como real algo sobre lo que informa y que terminará resultando ficticio. Esa cadena de engaño involuntario no permite su inclusión entre los fraudes aunque suponga, eso sí, fracaso.

Miguel Ángel Almodóvar (6), con lenguaje un tanto informal tipificaba a los calificados de descuideros (por apropiación de descubrimientos de otros), plagiarios (copistas de artículos con simples retoques) y marqueteros (anticipan experimentos inconclusos aventados con técnicas de marketing).

Los comportamientos fraudulentos implican dolo, abuso de confianza con resultado damnificador. Para su sistematización, considero diferenciables tres amplios géneros de supuestos:

1) Los derivados del propósito de mantener en secreto o camuflar determinadas investigaciones y resultados científicos para lo cual se llega a desinformar sobre hechos producidos a través de las comunicaciones referentes a los mismos. El fraude informativo, por razón de Estado o de otros fuertes intereses, conlleva ocultación o tergiversación de realidades científicas y/o tecnológicas. Cabe que los científicos sean, casi como los demás, sujetos pacientes de estas mentiras.

2) Los derivados de actuaciones de científicos que, por si o por sus equipos, transmiten avances inciertos o indebidamente gestados de cuyo carácter son conscientes desde el inicio o a partir de un determinado momento, tras el cual persisten con contumacia en tergiversar la verdad.

3) El plagio y otras variantes de usurpación respecto al trabajo de otros investigadores. Abarca desde la apropiación de hipótesis y otras ideas ajenas hasta la copia de procedimientos y material de experimentación, así como el hurto de documentos variados, incluidos papers con la explicación detallada de un hallazgo con su itinerario experimental. Plagiarios y descuideros -en el léxico de Almodóvar– quedarían comprendidos en esta categoría.

Dentro del primer apartado destaca, entre otros de especial importancia, el tema nuclear, rodeado de singulares medidas de secretismo.

En un análisis retrospectivo sobre experiencias con armamento atómico, el diario madrileño El Mundo (8), resumía: «Estados Unidos y la Unión Soviética realizaron pruebas nucleares en su terreno y sobre sus propias tropas. Las terribles secuelas aún afectan a cientos de personas que sobrevivieron entonces». Francisco Herranz, en una crónica desde Moscú, indicaba que «en Orenburgo, Samara, Ekaterimburgo, Cheliabinsk y otras ciudades de este pasillo de la muerte existen todavía muchas instalaciones atómicas que trabajan con uranio y plutonio. En los años 50, en plena Guerra Fría, ésta era sin duda la región más secreta de toda la URSS. Y también la más contaminada». Dentro del informe  a dos bandas, Fermín Gallego, hacía constar que «Estados Unidos también expuso soldados propios a los efectos del arma nuclear en el desierto de Nevada y en las Islas del Pacífico, entre 1951 y 1958».

Pasaron bastantes años hasta que el conocimiento de la verdad fue abriéndose camino. Un rígido secreto había quedado establecido desde el desarrollo del proceso en Los Alamos (Nuevo México) para construir las primeras bombas atómicas. La prueba realizada en una zona próxima de desierto representó una potencia equivalente a cinco mil toneladas de TNT. A los periódicos de Santa Fe, donde se había oído el estruendo y contemplado los efectos visibles, se les informó[1] de que «se trataba de una explosión en un depósito provisional de municiones».

Una importante experiencia científico-militar quedaba oculta tras la versión noticiosa de un suceso inventado. Pero el asunto presenta facetas aún más rocambolescas. No había ninguna certeza sobre los efectos para las poblaciones en áreas inmediatas. Con Julius Robert Oppenheimer (8), calificado como el Padre de la Bomba A, director del laboratorio secreto de Los Alamos, ocupaba la dirección militar, el «General Átomo», Leslie R. Groves. Éste preparó de antemano varias notas de Prensa para difundir la más adaptable a las circunstancias. Dos de ellas representaban magnitudes dispares: una aludía a «Violenta explosión hoy; no se han producido daños materiales, ni pérdida de vidas humanas»; otra estaba dispuesta a reconocer: «Una gigantesca explosión ha dado hoy como resultado enormes destrucciones y grandes pérdidas de vidas humanas» (9).

Notas

(1) Pathé, Pierre-Charles. «Destino : año 2000. De Arquímedes a las técnicas de mañana». Ediciones Martínez Roca, Barcelona, 1970.

(2) Cathala, Henri Pierre. «Le temps de la désinformation». Stock , París, 1986, pp.135 y s.

(3) Morote, Luis. «En la manigua. Mi Consejo de Guerra», Madrid, 1912, p. 26

(4)Rostand, Jean. «Ciencia falsa y falsas ciencias». Salvat/Alianza, Madrid, 1971, p. 15.

(5) Pestaña, Angel. «La investigación del síndrome del aceite tóxico. Estudio bibliométrico y comparación con el síndrome de la eosinofilia mágica».  Mundo Científico, La Recherche.  Nº 176, Febrero,1997, p.131.

(6) Almodóvar, Miguel A.»El fraude en la Ciencia. Publicar, trucar, trincar y perecer». El Europeo, Nº 47, Madrid, Otoño 1993, pp.12 y ss.

(7) Redacción del Diario y textos firmados: «Cobayas humanas. Soldados soviéticos y americanos fueron sometidos a explosiones nucleares por sus propios gobiernos». El Mundo. Suplemento 7 Días, Domingo, 14-11-1993.

(8) Goodchild, Peter. «Oppenheimer». Salvat,  Barcelona, 1985, p. 9.

(9) Ibid., p. 130.