Harold Olmos (30/11/2008)
El episodio salvaje de Achacachi se veía venir, al igual que otros que pueden estar guardados en el armario del horror. Una primera observación es que los campesinos, sobre todo del altiplano, se sienten en el poder, lo que en sí no es malo. Lo malo es que se sientan investidos de una omnipotencia que los lleva a aplicar una justicia falsa y asesina bajo la creencia de que están por encima de la ley y son inmunes, inclusive cuando convierten a seres humanos en antorchas.

Una segunda reflexión es que se sienten envalentonados con la convicción de que el proyecto de Constitución privilegia sus formas de «justicia» (el del lunes fue un asesinato. Punto). El Gobierno debe ser terminante diciendo que esa forma de actuar es propia de salvajes, que lo avergüenza ante el mundo y que la repudia. De otra manera, será visto como complaciente con la barbarie.

Lo ocurrido en Achacachi, donde el vicepresidente García Linera declaró que fue allí que aprendió a matar, es el peor revés sufrido por el proyecto de Constitución, ya considerado ilegal por gran parte de la ciudadanía que vio su grotesca aprobación en Sucre y Oruro en jornadas de violencia que todos quisieran olvidar. Y, más aún, cómo se acorralaba al Congreso, con el espectáculo bochornoso de miles de campesinos encabezados por el Presidente que exigían que se vote, «por las buenas o por las malas», para llevarlo a referéndum.

Si de algo no necesitaban ni el Gobierno ni su partido era que turbas enfurecidas de la ciudad más aymara del país tomasen un autobús que transportaba a una presunta banda de asaltantes, desalojasen a los ocupantes, quemasen el vehículo y luego los trasladasen hasta un estadio. Allí se los desnudó y se les regó gasolina y querosén antes de prenderles fuego y rodearlos para azotarlos, golpearlos y contemplar el macabro espectáculo. Es una pesadilla que el presidente Morales no olvidará fácilmente. En el fondo, la conciencia le gritará que de alguna manera él lo alentó cuando decía que la ley era hecha para ser incumplida, que sus asesores se encargarían de corregir errores para legalizar un instrumento ilegal, que éste es el Gobierno del retorno al mundo ilusoriamente plácido de hace 500 años, aunque sea una ironía que los victimados fuesen parte de quienes supuestamente deberían ser vengados por siglos de explotación.

Una tercera observación es la ausencia de seguridad y de justicia, no sólo para los pueblos indígenas, sino para todos los bolivianos. Los asesinatos y asaltos son rutina en casi todo el país. Muchos lugares parecen tomados por bandidos que delinquen amparados en la inoperancia policial. Ignoro cuál era la situación de la justicia antes del actual Gobierno, pero la delincuencia no nace de la noche a la mañana. Se incuba también en la deshonestidad de las autoridades, en su complacencia con los delitos y las frustraciones de la población que, aun antes de Evo Morales, ve desaparecer diariamente sus esperanzas de vivir mejor.

Quizá deba llamarse a Unasur, tan comedida para evaluar la masacre de Pando pero que no abrió la boca por los refugiados en Brasil ni encogió el ceño cuando el gobierno originario se negó a obedecer al Poder Judicial y amenazó con procesar a quienes se atrevieron a decirle que debe trasladar a Leopoldo Fernández a Sucre, porque así lo dicen las leyes que quiere suprimir con su proyecto de Constitución.

En otras partes, crímenes así han horrorizado a toda la sociedad. Cuando hace algunos años un periodista fue descuartizado en Río de Janeiro, la sociedad brasileña se movilizó escandalizada y no paró hasta que la Policía capturó al narcotraficante y sus secuaces que habían matado al reportero quemándolo hasta convertirlo en cenizas.

¿Qué más nos queda a los bolivianos ver? Este lunes me asalta el temor de que nuevos episodios estén al acecho.

N. de la R.
Los sucesos acaecidos en la ciudad de Achacachi (Bolivia), donde una turba causó la muerte de dos personas y otras nueve resultaron heridas. Los sucesos tuvieron lugar el lunes 17 de este mes. Los comunitarios flagelaron y quemaron a once personas, acusadas de cometer robos.
Este artículo se publica gracias a la gentileza de su autor, el periodista boliviano Harold Olmos. El autor acaba de jubilarse y ha regresado a su país desde Brasil, donde ha sido jefe de la AP, agencia en la que ha trabajado 37 años.