Sin Acritud…torga2
José Manuel G. Torga (31/1/2011)
Ha caído en mis manos un tercer libro de un autor del cual conocía dos  obras anteriores, aparte de algunos datos que están en los libros de historia. Me refiero a Diego Hidalgo Durán, una personalidad interesante, propia de su época (1886-1961), de cuya desaparición se cumple medio siglo en estos días.

Había nacido en la localidad de Los Santos de Maimona (Badajoz). Estudió la carrera de Derecho y ganó la oposición a notarías, cumplidos los veinticuatro años. Afiliado al Partido Republicano Radical, obtuvo acta de diputado por la circunscripción de su provincia extremeña.

En 1929 ve la luz su libro «Un notario español en Rusia», que revela su curiosidad por conocer,  sobre el propio  terreno, el régimen comunista, por entonces  una experiencia llena de interrogantes.  Explicaba además, que había espoleado aquel interés la lectura de un artículo, publicado en la Revista de Derecho Privado, del catedrático Nicolás Pérez Serrano, una figura, por cierto, reconocida, antes y después de la Guerra Civil, por su predicamento en materia de Derecho Político, compatible con su labor como abogado ejerciente con éxito notable.

Entre las observaciones llamativas de Hidalgo Durán en la Rusia roja se encuentra la coincidencia que percibía entre los miembros de aquellas Juventudes comunistas y los Luises de los jesuitas en España. Allá se interesa, naturalmente,  por un  paisano suyo – de Villanueva del Fresno- que se alistó en Rusia como soldado y llegó a ser general, inspector de las Academias Militares Rusas. A partir de esa aproximación, y vuelto a España, Diego Hidalgo prepara su libro «José Antonio de Saravia. De estudiante extremeño  a general de los ejércitos del zar», editado en 1936.

Con el estilo riguroso y llano de las actas notariales, los libros de Hidalgo Durán, apenas lucen pasajes coloristas. Entre éstos, puede traerse a colación el contraste que describe sobre el contacto en Rusia entre el Duque de Osuna y el General Saravia, » dos extraños personajes  españoles de tan distintas características, que llevaron a la lejana Rusia algunas de las más genuinas singularidades de nuestra raza: el boato, la esplendidez y la fanfarronería, todo ello lleno de buena fe, de que fue portador el Duque de Osuna, y el valor, el arresto y la sencillez, que fue el único bagaje que a aquellas tierras llevó José Antonio de Saravia«.

Diez meses que pudieron cambiar la historia de España
En el intervalo que va de uno a otro de esos dos libros, sale a la calle el que titula «¿Por qué fui lanzado del Ministerio de la Guerra?» (1934).

En efecto, Diego Hidalgo, que había desempeñado brevemente el cargo de Ministro de la Guerra, concretaba en el subtítulo el centro de atención de aquellas páginas (menos de 200): «Diez meses de actuación ministerial». Puntualiza, desde el mismo prólogo, con referencia expresa a la Revolución de Asturias, que le correspondió afrontar, lo que sigue: «Para muchos es inútil este trabajo: conocen mi actuación antes y durante el movimiento de Asturias, la maniobra del ataque y las armas utilizadas para desalojarme del Ministerio de la Guerra; pero habrá otros deseosos de conocer las vicisitudes del incidente político del que, sin esperarlo, fui uno de los protagonistas».

El pórtico de la obra exhibe esta dedicatoria: «A los republicanos que sirven a la República por arraigada y desinteresada convicción». Parece toda una proclama.

Como es sabido, el ministro Hidalgo Durán llamó a Franco a su lado con el fin de  que le asesorase, en la actuación militar, para resolver el conflicto armado de Asturias. Los detalles previos son menos conocidos, por lo que me ha llamado la atención el breve capítulo 6 que paso a reproducir literalmente.

diego-hidalgo<< El ascenso del general Franco. El día 31 de enero de 1926 ascendió a general de brigada el famosos coronel Franco, jefe de la Legión. Ascendió por  méritos de guerra. Aunque Franco debía ser general, por los imponderables, su ascenso se tramitó conforme a todos los preceptos legales. Pero el 28 de enero de 1933 un decreto le anuló el ascenso y Franco pasó a ser uno de los «congelados». Esto es a la cola de los generales de brigada.

En la primera y única vacante de general de división ocurrida durante mi permanencia en el Ministerio de la Guerra ascendí al General Franco.

A la letra de la ley, en las páginas del Anuario Militar, el general Franco aparecía en uno de los últimos lugares, pero en mi ánimo estaba el primero.

Y hoy, fuera ya del puesto que he ocupado, bien puedo vanagloriarme de que haya sido durante mi actuación el ascenso a divisionario del general Franco.

En la hora de los ataques a un ministro permítasele que soslaye el escrúpulo del pecado de la vanidad». Hasta aquí la amplia cita.

Del general que se documentaba a Jakim Boor
El por qué confió en Franco se entiende mejor cuando leemos las cinco páginas elogiosas que le dedica por otro lado, a partir del  momento en que le conoció en Madrid y, luego,  le trató en un viaje a Baleares.

Bastará con seleccionar algunas perlas: «su fama era justa»… «posee en alto grado todas las virtudes militares»… «exigente, a la vez que comprensivo, tranquilo y decidido»… «no divaga jamás»… «consagrado a documentarse». Finalmente trata de adornarse con alguna pluma que le regatean: «Tengo derecho a enterar al país… que sin haber hecho yo el nombramiento, el general Franco, con su técnica y sus admirables condiciones, hubiera presenciado los sucesos de Asturias a través de la Prensa en las lejanías de las islas Baleares».

Cuando llega la Guerra Civil, Diego Hidalgo Durán salva la vida mediante la huída y se exilia en Paris. Finalizada la lucha fratricida regresa a España y, curado ya de la inquietud política, vive en Madrid, donde ejerce su profesión de notario.

Franco, tras la victoria, en 1939, al frente de los sublevados, desempeñará el poder con carácter vitalicio. Encuentra tiempo para escribir artículos sobre uno de los que debieron constituir sus temas obsesivos. Van apareciendo en el diario Arriba y, finalmente, bajo el título «Masonería», constituyen un tomo que, firmado con el seudónimo J. (Jakim) Boor, lleva el pie de imprenta de Gráficas Valera.

Un historiador que siguió esa pista pintoresca, relataba que Franco quiso luego simular la existencia de un auténtico Jakim Boor, por el procedimiento de hacer incluir ese nombre en una relación de las audiencias civiles del Jefe del Estado -él mismo- que habían de publicar todos los diarios españoles por entonces. Finalmente terminaría figurando la misma identidad en una esquela mortuoria  con la finalidad de  dar carpetazo a la trayectoria del ficticio personaje.

Se llegó a decir, entre políticos y periodisrepublicasturtas, que el Franco ensayista sobre materias masónicas había buscado referencias al respecto de Diego Hidalgo Durán. Aunque éste no figura como masón, por su pertenencia al Partido  Republicano Radical, de Lerroux y Martínez Barrio, en cuyas filas hubo una amplia nómina de destacados masones, sí debía saber bastante sobre la cuestión.

Decreto de 19 de julio de 1934
Los hechos hasta aquí recogidos, y registrados editorialmente por Diego Hidalgo Durán,  han quedado acotados. Hay que diferenciar, claro está, las meras conjeturas. Políticamente, Franco y él, en muchas cosas,  no estaban próximos ¡qué duda cabe!

Al ministro Hidalgo Durán se debió una disposición que pretendía alejar a los ejércitos del partidismo. Fue el decreto de 19 de julio de 1934, por el que se prohibía -como él mismo recordaba- «a todos los militares, sin distinción, ser socios, afiliados o adheridos a centros, partidos, agrupaciones o sociedades que revistan carácter político y a organizaciones o entidades sindicales».

Las circunstancias del año 34 aproximaron a dos personalidades bien diferenciables. Entonces, desde luego, el ministro de la Guerra, Hidalgo Durán creyó y confió en el general Franco.