Europa/Economía
Fabian Lindner (29/11/2011)crisis-economica-en-europa
En la actual crisis de la deuda, Alemania son los Estados Unidos de 1931. La historia alemana demuestra que forzar la caída de la economía de otros países no augura otra cosa que problemas en el futuro. 

Un país se enfrenta a un abismo económico: el gobierno se encuentra al borde de la bancarrota y pone en práctica feroces medidas políticas de austeridad; los empleados sufren grandes recortes salariales y los impuestos aumentan de forma drástica; la economía se desploma y se disparan las tasas de desempleo; la gente se pelea en la calle mientras se derrumban los bancos y el capital internacional huye del país. ¿Grecia en 2011? No, Alemania en 1931.

El jefe del gobierno no se llama Lucas Papadimos sino Heinrich Brüning. El «canciller del hambre» recorta por decreto el gasto público, ignorando al Parlamento, mientras el PIB cae sin fondo. Dos años más tarde Hitler llegará al poder, ocho años después comenzará la II Guerra Mundial. La situación política actual todavía es distinta, pero los paralelismos económicos son terroríficos.

Como en los actuales países de la crisis, el problema clave de Alemania radicaba en la deuda externa. Los EE. UU. eran el mayor acreedor de Alemania, las deudas alemanas se cifraban en dólares. Desde mediados de los años 20, su gobierno había ido pidiendo prestadas grandes sumas en el exterior para hacer frente a los gastos de las reparaciones de guerra destinados a Francia y Gran Bretaña. El crédito externo financió también los rugientes años veinte de Alemania, el boom económico posterior a la hiperinflación de 1923. Al igual que hoy España, Irlanda y Grecia, el auge de la década de 1920 se debió a una burbuja crediticia.

La burbuja reventó cuando los mercados financieros se hundieron en 1929. Los inversores y banqueros norteamericanos se vieron seriamente afectados, perdieron la confianza y redujeron sus riesgos, sobre todo sus inversiones en activos europeos. El flujo crediticio hacia Alemania, Austria y Hungría se detuvo de súbito. Los inversores norteamericanos no querían reichsmarks – la divisa alemana- sino dólares, una moneda que el Reichsbank alemán no podía imprimir. La retirada del dólar de Alemania -sobre todo de los depósitos bancarios alemanes- llevó rápidamente al agotamiento de las reservas de divisas del Reichsbank.

Para poder ganar dólares, Alemania tenía que convertir en superávit su enorme déficit por cuenta corriente. Pero como hoy los países de la crisis, Alemania se encontraba atrapada en un sistema de divisas con tasas de cambio fijas, el patrón oro, y no podía devaluar su moneda. Sin embargo, aun abandonando el patrón oro, el canciller Brüning y sus asesores económicos temían los efectos inflacionarios de una devaluación y una repetición de la hiperinflación de 1923.

Sin liquidez en dólares del exterior, la única manera en que podían darle la vuelta a la cuenta corriente era una feroz deflación de salarios y costes. En dos años, Brüning recortó el gasto público en un 30%. El canciller subió los impuestos y los gastos de seguridad social ante un desempleo y una pobreza crecientes. El PIB real cayó en un 8% en 1931 y en un 13% un año después, el paro subió hasta el 30% y el dinero siguió desparramándose fuera del país. La cuenta corriente pasó de un inmenso déficit a un pequeño superávit.

Pero no había suficientes dólares disponibles en los mercados del mundo. En 1939, el Congreso norteamericano había introducido el arancel Smoot-Hawley para impedir la entrada de importaciones. Los países con deuda en dólares quedaron aislados del mercado norteamericano y no pudieron seguir pagando sus deudas. La situación no mejoró cuando el presidente Hoover propuso una moratoria de un año para toda la deuda externa de Alemania. A la moratoria se opusieron Francia -que insistía en el pago de las reparaciones de guerra alemanas- y el Congreso norteamericano. Cuando el Congreso aprobó finalmente la moratoria en diciembre de 1931 era demasiado reducida y llegó demasiado tarde.

En el verano de 1931, los bancos alemanes comenzaron a fallar, llevando tanto a la contracción del crédito como a los enormes paquetes de ayuda pública para salvar a los bancos más grandes. Los bancos tuvieron que cerrar y el gobierno declaró la suspensión de pagos sobre sus deudas. La moratoria de Hoover y una política de expansión fiscal con Von Papen, sucesor de Brüning, llegaron demasiado tarde: las bancarrotas y el desempleo siguieron aumentando y los nazis ganaron terreno político.

Los paralelismos con la actual situación económica son aterradores: Grecia, Irlanda y Portugal tienen que aplicar feroces políticas de austeridad bajo presión de los países acreedores y los mercados financieros con el fin de transformar sus balances por cuenta corriente de déficit en superávit; el desempleo griego se encuentra en un 18%, el de Irlanda está en un 14% y el de Portugal en un 12%, el de España llega hasta el 22%. Y los que podrían ayudar no hacen lo suficiente: Alemania y los banqueros centrales alemanes exigen una austeridad drástica y sólo ofrecen a cambio consejos y ayuda insuficiente, demasiado poco, demasiado tarde, hoy igual que entonces.

Mucho se habría hecho por Alemania en 1931 si los EE. UU. -y también Francia- hubieran proporcionado la liquidez necesaria a los bancos alemanes y a su gobierno. Tal vez se hubiera podido evitar la radicalización política. Pero los EE. UU. estaban volviéndose aislacionistas. No querían implicarse en los desordenados asuntos de Europa.

Hoy desempeña Alemania el papel de los EE. UU. Tanto el parlamento como el gobierno dudan en proporcionar la ayuda necesaria para los países de la crisis: en el seno del FESF, Alemania está dispuesta a garantizar sólo hasta 211.000 millones de préstamos a los países de la crisis. Con esto no es suficiente. En 2008 las garantías para el sistema bancario alemán fueron de 480.000 millones.

Alemania insiste todavía en sus actuales superávits de cuenta corriente. Estos son, por definición, los déficits de los países de la crisis. Por lo tanto, no dejan que estos países puedan conseguir el dinero necesario para cubrir su deuda. Por ende, Alemania se opone ferozmente a créditos de liquidez por parte del BCE. Los economistas alemanes y los banqueros centrales justifican la pasividad del BCE por la amenaza de inflación. Pero mezclan las lecciones históricas de la hiperinflación de Alemania en 1923 con su crisis de deflación y desempleo de 1931.

Este error de juicio puede volverse fácilmente en contra: en toda Europa la reputación de Alemania va ya decayendo, aumentan de forma drástica las tensiones políticas en los países de la crisis con cifras inéditas de paro, y la ruptura cada vez más probable de la eurozona amenazaría la economía de Alemania, especialmente sus bancos y exportaciones.

Los EE. UU. aprendieron duramente la lección de que debían hacerse responsables de la estabilidad económica mundial. La II Guerra Mundial fue una de las consecuencias de la crisis de 1930 que podrían haberse evitado.

Después de haber fracasado a la hora de estabilizar el sistema económico mundial a principios de los años 30, para 1945 los EE. UU. habían aprendido que sólo la cooperación económica podía llevar a un mundo próspero y en paz. Mediante el Plan Marshall y la apertura de sus mercados a las exportaciones europeas, permitieron a Europa reconstruir su destruida economía. Mientras tanto, los exportadores norteamericanos aprovecharon el ansia europea de inversiones y bienes de consumo.

Hasta principios de los años 70 del pasado siglo, los EE. UU. dirigieron el sistema de comercio y divisas internacionales -el sistema de Bretton Woods-, garantizando así la prosperidad económica, un libre mercado con equidad social y, de este modo, los requisitos económicos previos de la socialdemocracia.

Tanto la opinión pública como los políticos de Alemania deberían aprender de la historia. La solidaridad con los países de la crisis va a largo plazo en interés de Alemania. El gobierno alemán debería dejar de abusar de su poder de dictar el declive económico a otras naciones. La alternativa es el estancamiento económico y el aumento de las tensiones entre las naciones europeas. Aún resuena el veredicto: los que no aprenden de la historia están condenados a repetirla.

N. de la R.
Fabian Lindner
estudió ciencias políticas y economía en Alemania y Francia. Trabaja como economista en el Instituto de Política Macroeconómica (IMK) de la Fundación Hans-Böckler y redacta la bitácora «Herdentrieb» en el semanario alemán Die Zeit. La traducción es de Lucas Antón.
Este artículo se publica con la autorización de  www.sinpermiso.info.