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Diego Camacho  (13/2/2012)
La afirmación del Rey, cuando más arreciaban las informaciones sobre la presunta comisión de variados delitos económicos de los duques, «la ley debe ser igual para todos», era en realidad un eufemismo que ocultaba aquello que realmente quería expresar «la ley debe proteger el privilegio de algunos». Puesto que ha sido la propia Casa Real quien ha pedido un trato diferenciado para el duque en el juzgado. Esta petición al juez evidencia que en el ánimo del monarca la defensa del Estado de Derecho es un dato a tener en cuenta siempre y cuando no afecte a su familia.

En este año celebramos el 200 aniversario de la «Pepa», primera Constitución que tuvo España gracias a que la familia real había vendido la Corona a Napoleón y el trono estaba vacante, pues a José I no se le reconocía la legitimidad para ocuparlo. Su artículo 1º afirma que «la Nación Española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia o persona». Fernando VII al regresar a España, obligado por Napoleón, lo primero que hizo fue derogarla para restaurar el Antiguo Régimen.

Desde que Muñoz Torrero lograra que se aprobasen, por aclamación, el principio de soberanía nacional y la división de poderes que suponían una limitación de la potestad real y el deseo de configurar la nación como un Estado constitucional, la monarquía ha supuesto durante estos años un obstáculo para concretar y consolidar esta aspiración del pueblo español. A diferencia de la Corona inglesa, que asumió sin reservas su nuevo papel político en la sociedad, los Borbones nunca se han creído el aserto de «marchemos francamente y yo el primero por la senda constitucional». La frase  se haría célebre pues mientras Fernando VII se la repetía al pueblo, escribía también a los reyes que formaban la Santa Alianza para que enviaran un ejército francés que invadiera España y restaurara su poder absoluto.

La instauración en el trono de España de Juan Carlos I, por el general Franco, hizo concebir esperanzas en que la nación por fin hubiera encontrado el camino hacia su libertad y pudiera salir del laberinto de regímenes totalitarios o autocráticos que habían ocupado el Poder durante esos dos siglos. La dudosa legitimidad de su origen y la precaria legitimidad dinástica, conseguida finalmente gracias a la renuncia del titular, así lo permitían pensar. El Rey para consolidar la monarquía necesitaba más que ninguno de sus antecesores, si exceptuamos a Fernando VII, al pueblo español. En ambos casos estos reyes lograron consolidar su trono mientras que a la nación se le secuestraba, de diversas formas, su soberanía.

Vulnerar el Estado de Derecho para mantener el privilegio de los duques, acusados de apropiarse de dinero público y de cometer toda serie de delitos económicos para enriquecerse, es un error que comete la Casa Real y que afecta tanto a los ciudadanos como al prestigio internacional de España.

La primera responsabilidad en este asunto corresponde al propio Rey que, conocedor de las  andanzas de la pareja desde 2005, no tomo medidas para cortarlas de raíz ni alejar de la Casa Real a aquellos empleados que estaban colaborando con los duques para afanar el dinero público. El campeón de balonmano «recaudaba» como yerno del Rey y nunca se le ha dicho que utilizara la posición de su suegro en vano, en su lugar el propio Rey le buscó un trabajo en Washington bastante bien remunerado en Telefónica. En pocas fechas se verá si esta empresa está privatizada o es también de propiedad real.

El blindaje judicial que la Constitución otorga al monarca no es trasladable a los otros miembros de su familia, a pesar de ello el Rey sí tiene una responsabilidad moral y de ella no puede eximirle ningún juez, pues se encuentra localizada en la razón de los ciudadanos y aunque no vaya a ser formalmente encausado por ella si los ciudadanos le retiraran el apoyo del que ha venido gozando, la Jefatura del Estado se quedaría sin ese contenido moral. No vale decir que el Príncipe de Asturias no está implicado, toda la Casa Real está implicada. A Todos nos afecta de una manera u otra.

En segundo término la mayor responsabilidad del ducado de Palma corresponde a la Infanta. No vale ni el que es tonta, que no lo es, ni el que está enamorada aunque lo esté. Cualquier mujer de cualquier lugar sobre la que se comprobara que las acusaciones eran ciertas -si no lo son ya deberíamos saberlo-, sería tildada de ladrona. En todo caso, el desprestigio internacional que conllevan unas acusaciones, como las aparecidas en la prensa, sobre una Infanta de España, aunque no haya sido imputada, es enorme. La situación pone de manifiesto dos cosas, la primera es que la Infanta no ha estado a la altura de su título y que el prestigio de su país ha quedado por detrás de su afán de enriquecimiento; la segunda, es la precariedad del sistema judicial español al no haberla imputado, cuando es socia al 50% y además se ha beneficiado ostensible y públicamente del negocio «sin ánimo de lucro».

El duque consorte ha sido el que ha puesto la cara y ha aprovechado el «modus operandi» imperante. Además de plebeyo no parece que tenga muchas luces y en todo caso si alguien paga, él será el primero, aunque no es el principal responsable a pesar de los esfuerzos que realizan en el Museo de Cera para convencernos de lo contrario.

La Casa Real se encuentra delante de su particular Rubicón, cruzarlo como Cesar y apostar por el Estado de Derecho, o no hacerlo, e intentar que prevalezca el interés de su familia aunque sea delictivo e impresentable. Por favor, devuelvan el dinero.

N. de la R.
El autor es coronel diplomado en Operaciones Especiales, licenciado en Ciencias Políticas y miembro de la Junta Directiva de APPA (Asociación para el Progreso de los Pueblos de África).