bolsa-de-dineroSin Acritud…
Venancio Díaz Castán (1/8/2012)
A medida que pasa el tiempo le va confiriendo uno menos importancia a lo que piensen los demás sobre defectos, deficiencias e ignorancias que se acarrean. Una de ellas es la del juego de la bolsa, es decir, el juego del dinero. Desde pequeños, acostumbrados a la carestía de los alimentos y su escasez, nuestros padres nos recomendaban con signos de rigor prohibitivo que no se jugase con las cosas de comer, a las que se daba cierto carácter sacro, en especial al pan.

Si se caía un trozo al suelo, se le besaba como pidiéndole perdón, y al ser partido por el padre o la madre en la mesa, trazaban con la punta del cuchillo en el envés una señal de la cruz con la que lo convertían en el objeto sagrado que había costado el sudor de la frente, tal como preconizaba el precepto bíblico. Si el pan era sagrado no había de serlo menos el elemento necesario para comprarlo: el dinero, el salario obtenido con dureza por el trabajador, administrado minuciosamente para alimentar a la familia durante todo el mes. A nadie en su sano juicio se le ocurriría jugar con él, salvo que estuviese fuera de sus casillas o, por la razón que fuere, le sobrase y, contraviniendo cualquier recomendación bíblica o evangélica, se dedicase a apostar la manera de perderlo o de ganar mucho más sin esfuerzo alguno para él.

En España no pasará de un cinco por ciento la cifra de afortunados que pueden dedicarse a este deporte que tiene su cancha en un palacio de la plaza de la Lealtad de Madrid. Este divertido juego, en el que es corriente hundir un buque lleno de plátanos para equilibrar el mercado, o hacer desaparecer toda la especie del atún rojo para elevar el precio del stock congelado, es el que se permiten desarrollar unos pocos miles de personas que no tienen la menor idea de lo que es coger un pico, poner un ladrillo, trabajar en un taller de confección, bajar a la mina, subir a un tractor o cumplir una jornada laboral completa en una tienda. Estos ciudadanos, para los que el dinero no es una necesidad, sino una diversión, son los que deciden cuál ha de ser su sueldo, el coche que pueden comprar, el crédito al que pueden acceder, el grado de cobertura de su sistema sanitario, la calidad de la enseñanza de sus hijos, y muchas cosas más. Ellos deciden lo que le costará la gasolina, el pan, la carne, las vacaciones y hasta los gastos de su entierro.

Y usted, amigo mío, amiga mía, no tiene otra opción que pagar y callar. Le dicen que es libre porque puede elegir cada cuatro años al grupo político que mejor cree representarle, pero nunca le dicen que, sea cual sea, quien va a gobernar es ese cinco por ciento que juega con el dinero sin importarle que todo pueda irse a la mierda. Es el juego. Es la nueva religión, que ya tiene más de un centenar de años: el capitalismo. Hoy día, para que una cosa parezca menos mala, le ponen al lado la palabra «libre», y en vez de capitalismo le llaman «libre mercado». Pero es lo mismo. Todo es mucho más barato y mejor cuando es privado, hasta el ejército. A esto le llaman «externalizar servicios». El objetivo y el esfuerzo de unos que mandan, unido a la complicidad de quienes dicen estar en la oposición, es crecer de manera capitalista, aún a costa de saber a ciencia cierta que cada punto de crecimiento supone la emisión de varios miles de toneladas más de contaminación a la atmósfera. Fuera del capitalismo no hay salvación, dicen quienes lo equiparan a la Iglesia Católica en un acto de crujir de huesos de su fundador.

Venancio Díaz Castán
Venancio Díaz Castán

Usted y yo, amiga mía, estamos fuera de juego. No sabemos casi nada ya de lo que dicen los periódicos y nos causa cierto estupor lo que parecen saber los que en ellos escriben. Le ahorraré la orgía de términos económicos que se ha apoderado de las páginas de lo que antes eran noticias de otro cariz, pero reconózcame que sería preciso hacer un curso para estar al día si ello mereciese la pena. Ni usted ni yo tenemos credibilidad -crédito-, ni dinero -liquidez- para que se nos tenga en cuenta más que a la hora de votar. Eso sí, le aseguro que hasta los que afirman estar más cerca de los necesitados participan de ese eufemístico libre mercado que a usted y a mí nos ignora por completo, salvo que le toque la lotería y decida jugar a la bolsa. Ante este tipo de opiniones se suele argumentar que el mundo está hecho así y que no tiene remedio, y que es demagogia cuanto se aparte de su credo. Y usted me dirá: vale, aporte soluciones. Ahí es nada, como si uno cobrase por ello. Sólo pretendía compartir con usted su ignorancia y su estupor, que ya es bastante. De ese «hazlo tú» estamos exentos quienes un día creímos y luego, viejos y acusados de utópicos, dejamos de creer. Pero, si se empeña, un día le diré lo que pienso si no se lo cuenta a nadie.

N. de la R.
El autor de este artículo es escritor y doctor en Medicina.