Argentina/España
José Manuel G. Torga (3/9/2012)historia-de-una-amistad-alejandro-aguado-y-jose-de-san-martin
La figura de Alejandro Aguado [Alejandro María Aguado Remírez de Estenoz (1785-1842), Marqués de las Marismas del Guadalquivir] merece salir del largo olvido que la tiene relegada en los desvanes de la Historia.

El documentado libro de Armando Rubén Puente representa una valiosa aportación para desempolvar el nombre con sus obras, en la complicada peripecia que le correspondió vivir, disponiendo de una voluntad que tampoco le dejaba, ni mucho menos, al albur de las circunstancias.

En el desarrollo de la biografía del militar español y banquero en Francia, el meticuloso cronista que es Puente incorpora una trayectoria, primero de proximidad y luego de amistad, con el general San Martín. En tierras galas compartieron años de estrechas relaciones que dieron paso, tras el prematuro fallecimiento de Aguado, en un viaje a Asturias, a la labor de San Martín como albacea testamentario.

Armando Rubén Puente, por su triple variedad de nexos con Argentina, España y Francia, estaba en las mejores condiciones para abarcar y comprender los ámbitos de los personajes de su obra. Y, mediante un trabajo exigente, que salta a la vista por la multiplicidad de las fuentes utilizadas, construye un texto rebosante de datos y detalles de todo género.

Sevillano por nacimiento, Alejandro quedó huérfano de padre con pocos años. Su progenitor, de ascendencia riojana, ostentaba el título de conde de Montelirios, que la familia, enriquecida en la práctica de los negocios, había obtenido por su poder económico. La madre, una criolla habanera, poseía bienes en Cuba. Cuando enviudó fue su primo, el general Gonzalo O’Farril Herrera, natural también de la Perla del Caribe, quien la aconsejó sobre la educación de su hijo Alejandro, uno de los varones, dentro de la numerosa prole de doce miembros.

Las pesquisas llevadas a cabo por Puente le permiten desmentir la condición de judíos de los Aguado, atribuida reiteradamente en diferentes publicaciones.

Bautismo de fuego
El cadete Alejandro Aguado recibió su bautismo de fuego en la Bahía de Algeciras, donde combatió, desde el fuerte de Santiago, frente a navíos británicos.

Sobre unos supuestos encuentros iníciales entre Aguado y San Martín, el autor del libro que comento, Armando Rubén Puente, señala, textualmente, en sendos párrafos:

«El lector habrá seguido hasta aquí los pasos de Alejandro Aguado y José de San Martín desde 1801 hasta 1810, años en los que sus caminos se cruzaron y separaron varias veces, y espero que coincidirá conmigo en que las ocasiones que con mayor probabilidad pudieron conocerse fueron quizás en Sevilla, tras la victoria de Bailén, en Madrid al mes siguiente, o en Sevilla en el otoño de 1809″.

«No he podido -prosigue- encontrar constancia documental de ello, salvo las cartas en las que el Libertador menciona a Aguado, citas que son las que han hecho volar la fantasía de los historiadores y hablar de la amistad que habría existido entre ambos durante los años de la llamada Guerra de la Independencia. Lo que sí tengo claro y creo que habré convencido al lector es que nunca pertenecieron al mismo regimiento y que no participaron juntos en acción militar alguna». No obstante deja consignado que en alguna carta San Martín llegaría a referirse a Aguado como su «compañero de regimiento».

Armando Rubén Puente
Armando Rubén Puente

Alejandro Aguado, en la órbita de su tío el general O’Farril, se alineó del lado del rey José I Bonaparte. En su familia, como en otras, sobre todo de las de alto copete, había surgido la división entre patriotas y afrancesados josefinos.

En Extremadura, Alejandro Aguado se curtió  como combatiente. Entre otros momentos, dejó huella en su memoria la batalla de La Albuera, que evocaba épicamente, años después en Francia. Ascendido a capitán, recibió la condecoración de la Orden Militar de España, conocida extraoficialmente como «La Berenjena».

Distinguido por el mariscal Soult, Duque de Dalmacia, Aguado llegó a coronel de lanceros. Tras la derrota de los ejércitos napoleónicos en España, a mediados de 1813, pasa a Francia <<acompañado de su esposa que viajaba en un «cabriolet» tirado por dos mulas; con ellos iban ocho criados y diez caballos». Un decreto posterior de Fernando VII prohibía el retorno a España de los afrancesados colaboracionistas, saltándose un compromiso opuesto que firmó en el Tratado de Valençay. El destino futuro del sevillano, exiliado antes de cumplir los 30 años de edad, le aguardaba en París.

De los ultramarinos a la banca
Su actividad comercial se iniciaría bajo el marbete de «Epiceries fines. Produits coloniaux». De España, con apoyo familiar, recibía aceitunas, aceite de oliva, pasas, almendras, así como vinos de Jerez y de Málaga. De Cuba, frutas tropicales, café, azúcar, ron y tabacos. De la tienda de ultramarinos selectos pasó a ampliar su dedicación con la perfumería, incluyendo la fabricación de cosméticos como el «Jabón de las Sultanas».

Exportó también a España productos franceses y creó diversas empresas para la gestión de propiedades de otros españoles en Francia, como el cobro de deudas, la intermediación y otras dedicaciones que le descubrieron la mecánica de la Bolsa, sin pisar el «parquet», pero actuando como en paralelo desde el Café Tortoni.

Con 39 años, el negociante se convertiría en banquero. «Del mismo modo -explica Puenteque había sabido adelantarse un siglo en imaginativas fórmulas publicitarias también fue un iniciador  de lo que hoy llamamos ingeniería financiera, pero también en proyectar grandes explotaciones agrícolas industriales y mineras  que la muerte prematura le impidió realizar».

Javier de Burgos, ante las dificultades del Gobierno de Fernando VII de contratar empréstitos en Europa, negoció en París con Alejandro Aguado, quien se lanzó a fondo a las finanzas y pasó a ser el banquero del Monarca de España, el Rey felón, aquel que le había vetado el retorno a su nación.

Para contrarrestar campañas orquestadas en la Prensa francesa, los fondos de reptiles, en manos de agentes españoles, pagaron a ciertos periodistas de órganos como «L’Aristarque Français» o «La Quotidienne». En el primero de ellos escribía Sebastián Miñano, controlado por el embajador de España y  sufragado por Aguado,  de quien fue un hombre de confianza. Sebastián Miñano y Bedoya empleó entre otros seudónimos los de «Justo Balanza» y «Un espagnol témoin oculaire». Había trabajado como redactor con Javier de Burgos en los diarios liberales «El Imparcial» y «El Censor».

La situación ruinosa de la Hacienda española representaba por aquellas calendas todo un precedente, «mutatis mutandis», de la ruina actual, donde faltan réplicas de Aguado, a tenor de la consideración que sigue, salida de la pluma de su biógrafo más actual: «El futuro de la economía española dependía de un hombre, Alejandro Aguado, el único que en París seguía comprando los títulos que en pocos días habían bajado diez puntos, tranquilizando a aquellos rentistas que conocía y haciendo frente a los especuladores; en suma, poniendo su fortuna , su inteligencia y su esfuerzo en sostener el crédito de España».

Aguado llegó a ser uno de los grandes banqueros de Francia, donde se le consideraba en posesión de la primera fortuna personal de aquel país.

Con sensibilidad artística reunió una extraordinaria colección de pintura y fomentó directamente la ópera.

Los jueves, el banquero sentaba a la mesa, en su palacio parisino, a editores de Prensa, periodistas, escritores como Balzac y prohombres de la música como Rossini.

Financió la publicación cultural «Revue de París», en cuyas páginas colaboraron destacadas firmas literarias, algunas de ellas muy representativas del romanticismo francés.

Sólida amistad entre Aguado y San Martín

Durante años, el general San Martín, en París, tuvo su residencia no lejos de la mansión del banquero Aguado, y su casa de campo, a treinta kilómetros de la capital francesa, también estaba próxima al palacio preferido del financiero español. Curiosamente, ese «chateau» del magnate, en Évry, radicaba en el espacio territorial denominado Petit Bourg, mientras que la residencia del caudillo suramericano -adquirida con apoyo económico de su craso amigo- pertenecía al Grand Bourg.

Aparte de las asiduas visitas a domicilio, para departir en las estancias de aquellas viviendas, ambos personajes pasearon juntos muchas veces a caballo por los bosques del Petit Bourg, pero también de París.

Las transferencias que correspondían al general San Martín, por las pensiones que tenía asignadas y por las rentas de sus propiedades al otro lado del Atlántico, no llegaban, en ocasiones, con la debida regularidad. A causa de ello, su economía particular presentaba inestabilidades y baches.

José Manuel G. Torga
José Manuel G. Torga

Utilizando fórmulas discretas y elegantes, Aguado apoyaba por sistema al  célebre criollo, con quien estrechó fuertes lazos de afecto y confianza. Como consecuencias de ese proceso, se produjo la elección de San Martín para encomendarle, por parte del potentado,  la intervención en el reparto de su herencia y en la tutela de sus hijos, que como albacea llevó a cabo sin escatimar tiempo ni dedicación. «Deseando dejar a mis ejecutores testamentarios – había dispuesto el marqués de la Marismas del Guadalquivir en testamento ológrafo depositado en la notaría- una muestra de mi afecto, les lego todas mis alhajas que tengo de mi uso personal y además una suma de treinta mil francos». En nota a pié de página, Armando Puente concreta: «El Libertador recibió las condecoraciones de su amigo Alejandro: la Gran Cruz de Carlos III y la de Isabel la Católica, la josefina Orden Militar de España, la griega Orden del Salvador, dos relojes de bolsillo, cuatro pares de gemelos y seis alfileres de corbata de oro con piedras preciosas. Al morir San Martín esas joyas fueron heredadas por su hija. No hay noticias de qué pasó luego con ellas».

Alejandro Aguado realizó inversiones en España y no resulta gratuito pensar que,  con el tiempo, hubiera retornado a su tierra natal. Nada extraño cuando afirmaba: «en cuanto a los franceses jamás congeniaré con ellos».

En su viaje final a Asturias –«Haremos aquí un Manchester español» proclamaba-  comprobó la marcha de sus empresas (minas y la Carretera carbonera, la primera de peaje realizada en España); pero, además, contaba con efectuar  nuevas aportaciones millonarias en francos. Una apoplejía, sin embargo,  segó su vida en Gijón, cuando contaba solo 56 años y cabía esperar  otras iniciativas suyas, continuadoras de sus éxitos económicos.

Armando Rubén Puente ha sabido plasmar en esta obra, caracterizada por una amplia investigación, el recorrido vital de un español sobresaliente en las finanzas, así como su amistad con un caudillo hispánico.