Franco y Juan Carlos
Franco y Juan Carlos

España
Diego Camacho (29/9/2013)
Es indudable que durante todo este reinado, Juan Carlos I ha tenido una importancia determinante en el desarrollo de lo que ha sido nuestra vida política. Su llegada a la Jefatura del Estado no fue normal ni fácil. Nombrado a dedo por el general Franco, encarnaba la instauración de una monarquía en un Reino que no había tenido rey ni regente, durante casi cuarenta años, sino que había estado dominado por un dictador militar.

Tampoco era el legítimo heredero del último rey de la Casa Borbón, Alfonso XIII, pues ese título lo ostentaba su padre don Juan, que se encontraba exilado en Portugal y de quien el dictador no quería saber nada. Por esa razón la monarquía no se restauraba con el heredero legítimo de la última casa reinante, sino que se instauraba por deseo del general en el marco de los Principios del Movimiento Nacional, con el respaldo del Ejército y con los poderes heredados, esta vez sí, del franquismo.

Cualquiera sabía, incluso Franco, que las premisas que habían servido para conservar el poder durante la dictadura no eran validas para dar continuidad y legitimidad al nuevo régimen político que iba a instaurarse. Para comenzar, las Leyes Fundamentales que habían sustentado la democracia orgánica no eran válidas para articular una democracia inorgánica y no por que fueran malas, sino porque habían sido aprobadas en el marco de un sistema autoritario no representativo. Para edificar un nuevo edificio político era necesario hacerlo con unos cimientos nuevos. La dificultad residía, una vez que se opta por el camino de la reforma y se descarta la ruptura con el régimen anterior, en hacerlo sin violentar la legalidad.

Torcuato Fernández Miranda que pilotaría el cambio político durante los primeros tiempos lo sintetizaría con la frase “de la ley a la ley”. Ello implicaba una voluntad firme de cambio por parte de los políticos del régimen y un posibilismo pragmático por aquellos que habían estado en la oposición al general.

Por otro lado, era bastante esperpéntico que la nueva monarquía española tuviera en el trono al hijo de aquel a quien las casas reinantes europeas consideraban que era el que tenía los derechos legítimos para ocuparlo. Esa situación no podía prolongarse más de un tiempo prudencial si no era a costa de correr el riesgo evidente de caer en la deslegitimación dinástica.

Los dos objetivos prioritarios de la Casa Real serian, pues, conseguir variar esos dos factores políticos para poder encarar su asentamiento y continuidad con ciertas garantías de éxito. En su logro es de justicia reconocer la habilidad del rey y la de sus asesores iniciales. El harakiri institucional llevado a cabo por las últimas Cortes franquistas es también muestra del patriotismo, más o menos obligado, de los privilegiados del anterior régimen. Con la abdicación a sus derechos por parte del conde de Barcelona, el rey lograba restablecer la legitimidad dinástica. Logrados ambos objetivos ya podía encararse con ciertas garantías el nuevo momento político. Fueron tiempos en los que la habilidad de Palacio y la generosidad de la clase política dominante marcharon de la mano y llenaron de esperanza a muchas personas deseosas de un cambio profundo. Ello permitió, en poco tiempo, culminar una transición política sin traumas por la que los españoles creyeron que al fin podrían recobrar su libertad política y la soberanía nacional. Que el resultado final no fuera el deseado es otra historia, como diría Rudyard Kipling, pero en aquellos momentos sí fue posible pensar que la meta estaba a nuestro alcance.

Juan Carlos I, a quien Santiago Carrillo en un alarde de prospectiva política equivocada apodó “el Breve”, fue consciente de que además de contar con el apoyo militar del testamento de Franco, necesitaba otros apoyos tanto en el interior del país como entre las principales naciones aliadas para apuntalar y estabilizar su reinado. EEUU y Francia eran las dos naciones que podían allanar las enormes dificultades con las que se iba a encontrar en el ámbito internacional durante los primeros tiempos. Ambas naciones representaban a nivel mundial y regional, respectivamente, el respaldo diplomático decisivo para apadrinar los primeros pasos de un rey cuyos apoyos no eran incondicionales y que, además, era mirado con gran escepticismo o abierta desconfianza, por unos y otros, de ser capaz de liderar un proceso político tan complejo. Sobre todo cuando la opinión dominante sobre él, existente en las cancillerías extranjeras, era de “no estar especialmente dotado intelectualmente”.

El respaldo del Vaticano, gracias sobre todo a la influencia del Opus Dei, sería el tercer factor exterior que apuntalaría el apoyo interno a la Corona, entonces tan necesitada. Es un hecho que la habilidad del rey superó todas las expectativas iniciales y consiguió afianzar el trono. Es también evidente que hubo que pagar un precio, pero de ello hablaré en otro apartado.

Don JUan y Juan carlosLA CORONA Y LAS FUERZAS ARMADAS
Los tres Ejércitos fueron desde el primer momento de la transición el principal apoyo que tuvo el nuevo Jefe de Estado para comenzar su reinado. Por los poderes heredados de Franco el trono estaba más cerca de una monarquía absoluta que de la deseada monarquía parlamentaria. A la muerte del general eran las Fuerzas Armadas el principal poder fáctico que había en España. Sus cuadros de mando estaban formados por profesionales que habían desarrollado sus carreras en los años de paz que siguieron a la guerra civil, a excepción del alto mando que estaba constituido por aquellos que en 1939 habían terminado la guerra como oficiales. Los militares en su gran mayoría eran franquistas, aunque esa mayoría también pensaba que el caudillismo del general terminaría cuando él desapareciera. Franco debía saberlo pues, en el testamento de Estado que dictó a su hija Carmen, les pidió a todos la misma lealtad para con el nuevo rey que la que le habían dado a él durante todos esos años. Los soldados aceptaron el último deseo de su jefe moribundo como su última orden. Quien conozca el sentido del honor y el respeto a la palabra dada que se profesa en la carrera de las armas, comprenderá la fuerza y el vigor que tenía esta última voluntad para el porvenir político del nuevo rey.

La aceptación literal de esta orden fue muy útil para Juan Carlos, pues acalló las voces o las dudas que podían oírse en las salas de banderas. Aunque generaba un problema y era que residenciaba la lealtad de las Fuerzas Armadas en el rey en lugar de hacerlo en el pueblo español. Era volver a la concepción de Canovas del Castillo, durante la Restauración alfonsina, de considerar al Ejército como el último baluarte en la defensa de la monarquía frente a la agitación social que amenazaba, en aquellos tiempos, a las casas reinantes europeas. Era también volver ideológicamente al siglo XVIII, a la concepción monárquica del despotismo ilustrado del “Estado soy yo” y donde el Ejército era propiedad de la Corona en su sentido más amplio. En resumen era primar la idea del rey soberano antes que la del rey constitucional. Era vincular a las FFAA con la Casa Real antes que con la nación, que es en donde debe encontrarse residenciada la soberanía nacional en una monarquía constitucional y verdaderamente democrática. Es este extremo una de las principales causas del distanciamiento, nunca superado, existente entre la sociedad civil y los militares. Hoy, es francamente difícil identificar a nuestros soldados como la nación en armas y por esa razón la Defensa Nacional no es un tema prioritario en el ánimo del ciudadano pero, y lo que es más grave, tampoco preocupa a sus señorías, pues deben pensar que afrontar el problema sólo puede dar quebraderos de cabeza sin ningún rédito electoral.

De esta manera se produce durante la transición una disonancia legal entre aquello que el rey hereda del régimen anterior, en el ámbito militar, y lo que tiene que ser legislado para que la Constitución de 1978 pueda homologarse con las existentes en otras naciones libres. Es evidente que a estas alturas ni Carlos III ni Canovas del Castillo, por muy buenos que resultaran en sus respectivas épocas, pueden constituir un modelo a seguir para organizar un Estado moderno y estable. Se impone una reflexión sobre las atribuciones y sobre el papel que debe tener el Jefe del Estado en relación con las Fuerzas Armadas. Actuar dentro de ese marco político proporciona estabilidad a la Corona, prestigio a los ejércitos y seguridad a la nación. Salirse de él nos lleva a la situación que estamos viviendo.

El artículo 62, de la Constitución, es el que habilita al Rey para ejercer el mando supremo de las Fuerzas Armadas. Es bastante frecuente oír, incluso a políticos en ejercicio, que el Rey ostenta el mando de las Fuerzas Armadas lo que es cierto en su vertiente simbólica y representativa, aunque no en el sentido categórico que comporta el mando militar y que intenta dársele. Según el mismo texto legal, su persona no está sujeta a responsabilidad y sus actos para ser válidos han de estar refrendados, salvo para los asuntos de la Casa Real. Dicho de otro modo no tiene capacidad para decidir pues la responsabilidad de una acción política del Rey recae en la persona que la ha refrendado, por eso el Rey en nuestro sistema reina pero no gobierna. Rasgo que caracteriza a cualquier monarquía parlamentaria, por ejemplo la británica.

El rey Juan Carlos, Santiago Carrillo y Torcuato Fernandez Miranda
El rey Juan Carlos, Santiago Carrillo y Torcuato Fernandez Miranda

La condición esencial para ejercer el mando, según señalan las Reales Ordenanzas, es precisamente la capacidad de decisión y el amor a la responsabilidad, que no es compartible ni renunciable. Es el corolario indispensable para el buen ejercicio del mismo. En resumen, el Rey no puede ejercitar el mando supremo de los ejércitos, al carecer de ambos requisitos, aunque sí tiene la más alta representación de los mismos. De la misma manera que ostenta, también, el nivel representativo más elevado del Estado pero no puede adoptar decisiones sobre el mismo como elegir a los altos cargos. Por los mismos motivos, el comandante supremo de los ejércitos que tiene capacidad de decisión y es responsable de sus órdenes, tampoco podría ser rey de España con arreglo a nuestra Constitución.

En la persona de Juan Carlos I, se da una circunstancia única en la historia al ser entronizado como rey absoluto, sucesor a título de rey de un dictador militar, y convertirse en breve plazo en un monarca constitucional. Así su legitimidad original provenía del llamado régimen del 18 de julio. La rápida recuperación de las legitimidades dinástica, con la renuncia del conde de Barcelona, y popular, con la aprobación de la Carta Magna, permitió que de una manera nada traumática el régimen político pudiera cambiar en España sin producirse la tan temida confrontación social. Es también evidente, que el mando supremo de los ejércitos recibido del general Franco deja de pertenecer al jefe del Estado una vez que el pueblo recupera su soberanía y es aprobada la Constitución de 1978.

N. de la R.
El autor es Coronel del Ejército y Licenciado en ciencias Políticas y Sociología.