En el Aeropuerto de Barajas (agosto de 1970). De izquierda a derecha: Eugenio Suárez, Julio Camarero, que fue director de “El Caso”  y la esposa de Camarero; éste regresaba de Montevideo, donde había sido encarcelado por motivos políticos. A la izquierda, detrás de Suárez, el autor del artículo  que ilustra la foto.
En el Aeropuerto de Barajas (agosto de 1970). De izquierda a derecha: Eugenio Suárez, Julio Camarero, que fue director de “El Caso” y la esposa de Camarero; éste regresaba de Montevideo, donde había sido encarcelado por motivos políticos. A la izquierda, detrás de Suárez, el autor del artículo que ilustra la foto.

España
José Manuel González Torga (7/1/2015)
Pocas horas antes de entrar en 2015, con los fríos invernales, el periodista y antiguo editor de Prensa, Eugenio Suárez Gómez, dejó de toser al mundo. Algo más que un simple decir, porque trataba de publicar su libro “Toser y contar”. Sin embargo su mala salud de hierro, sostenida a base de “chutes” de oxígeno bien dosificados, le abandonó a los 95 años. Podía creerse que era una crisis más, cuando había llegado la última, la inmisericorde.

Perdió, a su pesar, el elevado mirador sobre la playa de Salinas y también su colaboración habitual en el diario asturiano “La Nueva España”, la que, según me contó, le daba popularidad en el entorno del Principado. Ese leído rotativo acaparó la valiosa colaboración de estos últimos años firmada por quien trabajaba con la consideración de decano de los articulistas españoles en activo. Había ganado una fortuna, pero el infortunio sobrevenido no le permitió jubilar su pluma o su teclado.

Contó con tiempo para ver publicadas sus obras “Corresponsal en Budapest” (con sendas ediciones en 1946 y 2007) y “Caso cerrado”, una a modo de autobiografía, jugando para el titulo con su creación periodística más genuina: el semanario de sucesos “El Caso”, campeón de las cifras de tirada de su época. 

En mi libro “El Periodismo en el laberinto” le dediqué unas cuantas  páginas. Entonces trataba de acuñar, como efigie, una cara del medallón que merecería exhibir los textos elegidos con carácter emblemático:Emilio Romero (El gallo del franquismo) y Eugenio Suárez (Antifranquista arrepentido)”. No voy a repetirme ahora con lo expuesto allí. Sólo reiteraré su propia ampliación sobre tal auto-etiqueta de sus memorias: “Cuando digo que soy un antifranquista arrepentido, quizá quiera expresar que estoy descontento, no de mis apreciaciones de aquellos tiempos, sino por la forma en que se tratan, enjuician y explican los avatares por los que pasé yo, y treinta o cuarenta millones de españoles, durante casi cuarenta años. Yo no soy antifranquista a moro muerto; lo fui de aquel peligroso señor”.

Rico y con leyenda
Conocí a Eugenio Suárez en el apogeo de su éxito, cuando “El Caso” le proporcionaba pingües beneficios, no por la Publicidad, que las páginas de crímenes y de delitos en general no la atraían, sino por los márgenes de la venta de ejemplares, lo que suponía una riada de pesetas. A expensas de la revista de sucesos creó una cadena de publicaciones periódicas, en algunas de las cuales colaboré.

En su antedespacho de editor llamaba la atención un perchero adornado permanentemente con una variedad de sombreros, tan diversos como el tricornio de guardia civil, la teja de cura o el castoreño de picador. 

Eugenio contaba con rasgos de chulería. Para la leyenda de la época figuraba el tiro disparado con arma corta contra una pared de su propio despacho. Causó la correspondiente alarma a Cándido Calvo, redactor-jefe, quien ocupaba la dependencia al otro lado del muro. La bala no traspasó el tabique pero Cándido, por si las moscas, reforzó la separación medianera con una estantería cargada de libros.

La desgracia de Suárez fue su ajetreada vida sentimental. Terminó con su primera esposa –Marichu García Revuelta– mediante un acuerdo económico amistoso. Luego situó sus bienes en bloque de tal manera que quedaron en otras manos “velis nolis”, algo que los tribunales terminaron refrendando. Éste fue su triste caso que sin derramamiento de sangre, constituyó para él una especie de óbito empresarial.

Mi amigo Manuel Funes Robert, economista y abogado, acuñó un palabro para definir lo sucedido. Decía que Eugenio Suárez había sido “despolijado” (fusión entre los términos despojado y desvalijado, para reforzarlos si posible fuera). Lo cierto es que la víctima propiciatoria perdió inmuebles, muebles y hasta las cabeceras de sus publicaciones. Alguna vez le comenté a Eugenio mi sorpresa sobre su comportamiento tan ingenuo y temerario, insospechable en una persona que profesionalmente, por su condición de periodista especializado en sucesos, dominaba todo el repertorio de conductas humanas turbias, engañosas y peligrosas en general. No disponía de ninguna justificación lógica. Resulta evidente que los sentimientos humanos, a veces, enervan el raciocinio más elemental.

Con la ayuda de Jesús Polanco obtuvo y mantuvo colaboraciones en “El País” y en la cadena radiofónica SER. Así vivió algunos años, bastante a trancas y barrancas.

El periodista de cochazos con chófer, de tertulia elitista en el distinguido bar Balmoral – del barrio madrileño de Salamanca- con algún Fierro (de la familia que había amasado el segundo capital más elevado de España por entonces) y otros prebostes, aun sostuvo  el tipo después en la barra de Embassy. Más tarde terminó dejando Madrid y, con una selección, por títulos y encuadernaciones, de su antigua biblioteca, buscó el retiro en Asturias, la patria chica de sus mayores.El Cocodrilo Leopoldo

El pasado verano le visité, acompañado de mi colega y amigo  Carlos Cuesta Calleja, quien, como tantos, deseaba conocerle. Tuve la satisfacción de invitarles en un restaurante de Salinas.

La herencia que retornó
Eugenio
reencontró a su hijo menor, Borja -fruto de una segunda y frustrante relación matrimonial– después de muchos años de distanciamiento. Ahora bien, la peripecia vital de nuestro personaje llega a rizar el rizo hasta lo rocambolesco. Le había premuerto otro hijo, discapacitado, de su primer matrimonio; y de él terminó heredando lo que en su día había dispuesto para proporcionar a aquél un medio de subsistencia.

De vuelta de tantas vivencias de distinto signo, el inagotable periodista, el singularísimo ser humano, me confesaba que le hubiera gustado compartir sus últimos años con su primera esposa. Algo imposible porque también ella había fallecido antes. Como llegó a ocurrir con cinco de sus siete vástagos.

Nadie podrá negarle a Eugenio Suárez la versatilidad y el garbo para escribir así como para sobrevivir. Trabajó, entre otros medios, como corresponsal de “Paris Match”.

En 1983 obtuvo el premio Luca de Tena y diez años después el González Ruano.

Aseguraba que la clave había sido que casi todos los miembros de esos jurados eran buenos amigos suyos. Con ese cierto grado de cazurrería, cuando le pidieron, en el trance del segundo de dichos galardones, unos párrafos sobre su currículo, contestó: “Adjunto las líneas biográficas que me pide. Quizá algunos reyes godos han sido despachados solo con dos fechas, a veces equivocadas”.

En 1994 donó a la Asociación Española de Amigos de las Hemerotecas, su colección particular de las publicaciones que había editado. Nada menos que 280 tomos (El Caso, Sábado Gráfico, Velocidad, Cine en 7 días, Discóbolo, El burladero, y El Cocodrilo Leopoldo). Félix Rodríguez Madiedo, asturiano de Llanes,  gestionó que ese valioso conjunto hemerográfico pasase a la Universidad San Pablo CEU. Así resultó en un acto académico del 9 de mayo de 1995, con la entrega simbólica de los volúmenes por parte de Eugenio Suárez y una disertación del catedrático de Historia del Periodismo, José Altabella.

Eugenio conservó su estilo personal, con las aristas suavizadas por el paso de los años. Ahora, cuando ha dejado de toser y de contar, lo primero, por supuesto, no compensa lo segundo. Quienes fuimos sus amigos y tuvimos la satisfacción de conversar con él, está claro que le echaremos de menos. Hemos perdido un ingenio de la Corte, dondequiera que se hallara o que encuentre. La de los Magos, por las fechas, o la Celestial para un siempre jamás. El caso es que… ¡Adiós maestro!