Carles Puigdemont y Mariano Rajoy.

España
Josep Jover (10/6/2017)
La doctrina del «Destino manifiesto» (en inglés, Manifest Destiny) es una frase e idea que expresa la creencia en que Estados Unidos de América es una nación destinada a expandirse desde las costas del Atlántico hasta el Pacífico. Esta idea es también usada por sus partidarios para justificar otras adquisiciones territoriales. Los partidarios de esta ideología creen que la expansión no solo es buena, sino también obvia (manifiesta) y certera (destino). Esta ideología podría resumirse en la frase: «Por la Autoridad Divina o de Dios».

La frase pasó a convertirse con el tiempo en una doctrina.

El origen del concepto del Destino Manifiesto se podría remontar desde la época en que comenzaron a habitar los primeros colonos y granjeros llegados desde Inglaterra y Escocia, al territorio de lo que más tarde serian los Estados Unidos. Pues un puritano de la época escribió:

«Ninguna nación tiene el derecho de expulsar a otra, si no es por un designio especial del cielo como el que tuvieron los israelitas, a menos que los nativos obraran injustamente con ella. En este caso tendrán derecho a entablar, legalmente, una guerra con ellos así como a someterlos…con la ayuda de Dios»

Todo imperio, en cualquier momento histórico, acuña su «destino manifiesto» que impregna y justifica todas sus actuaciones expansivas y todas las vulneraciones y aberraciones imaginables.

Esa idea y concepto, que ya vemos en la Roma Imperial, fue apropiado por españoles, ingleses, franceses y portugueses para realizar sus respectivas conquistas, pues estas se realizaron también “en el nombre de Dios”. Sin embargo podría decirse que la expresión Destino Manifiesto fue usada por primera vez en 1845, por el periodista John L. O’Sullivan quien escribió en la revista “Democratic Review” de Nueva York:

«El cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la Providencia, para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno. Es un derecho como el que tiene un árbol de obtener el aire y la tierra necesarios para el desarrollo pleno de sus capacidades y el crecimiento que tiene como destino…»

A lo largo de su historia, desde las 13 colonias hasta la actualidad, el Destino Manifiesto hizo nacer la convicción del pueblo norteamericano de que la «misión» que Dios les dio, como pueblo, fue explorar y conquistar nuevas tierras, con el fin de llevar a todos los rincones la «luz» de la democracia, la libertad y la civilización. Esto, por supuesto, implicaba la creencia de que la república democrática era la forma de gobierno favorecida por Dios. Todo el que se oponía a ella, además atacaba a Dios y era merecedor del peor de los castigos, genocidio incluido.

El paso siguiente, una vez ocupado el territorio, es integrar como propio lo conquistado “porque es la voluntad de Dios», que forma parte indisoluble ya del imaginario social del imperio. El territorio conquistado es ya «uno, grande y libre». Los indígenas deben adoptar las nuevas costumbres, creencias e idioma. De no hacerlo, se convierten en parias, permanentemente vejados e insultados.

“Porque este imperio (sic), sí que es un imperio justo y que durará mil años.”

Pero… ¿y qué pasa cuando “ese imperio” está de retirada…?

La pérdida territorial por parte de la metrópoli es absolutamente dolorosa, a la par que se siente incomprendida. «Cuba es parte esencial de la corona española», «Cuba es España” bramaban los periódicos en 1889… ·«Filipinas es la Estrella de Oriente de España” decían los poetas… “Repican las campanas de España por Cuba y Filipinas, las iglesias están llenas de gente rezando por la patria»; pero más recientemente, y en otros lares: “La India es la Joya de la corona del imperio británico” o “los argelinos son los franceses del sur”…. y ni los cubanos y filipinos se sentían ya españoles, ni los indios, británicos, ni los argelinos, franceses.

Y si queremos ir a una experiencia más reciente en carne propia, sólo recordemos a los guineanos, que habiendo caído en el peor de los infortunios, con un sátrapa esquilmador detrás de otro, poco piensan en volver a ser españoles.

Y ello con la incomprensión, dolor y desesperación de los unos y de los otros.

Lo cierto es que la metrópoli, y principalmente sus ciudadanos más sencillos,  son incapaces de ver que los «separatistas» puedan pensar, por un momento siquiera, que ser «americano», español, inglés o francés no sea el mejor regalo que la Providencia puede hacerle a una persona.

Y se hallan mil razones para justificarlo y otras mil para demonizar al separatista, quien es objeto de las más crueles chanzas, de múltiples y diarias vejaciones, vejaciones que el ciudadano de la metrópoli que no es del territorio en conflicto, entiende como justas y normales. En el imperio sólo se escuchan los alaridos de los que representan los intereses políticos y económicos de las “clases extractivas” y dirigentes de la capital, que en la mayoría de los casos es una cuasimonarquia (USA, Rusia, Francia) o monarquía a secas (España, Inglaterra).

Este, «el separatista», a su vez crea un imaginario propio cuya fuerza es, precisamente, la expulsión de la metrópoli y de lo que ésta significa.

El “proceso”, se repite en la historia. La presión a la que es sometida la zona rebelde, pasa de los políticos, que no se atreven a dar soluciones impopulares ni han gestionado bien el cambio social,  a los jueces y fiscales, cosa que sólo hace aumentar la tensión y acaba convirtiéndose la metrópoli en una fuerza ocupante, donde deciden los más oscuros policías, jueces y militares, defensores todos de un concepto “unionista” antes que democrático y justo.

Existen grandes paralelismos en el modo en que procedió el imperio británico en la India con lo que pasa en Catalunya. Posiblemente, la única diferencia es que no hay «hombres de estado» de talla histórica, como los hubo en los años cincuenta en Inglaterra y en el subcontinente asiático.

Y desgraciadamente, la historia nos enseña que, en los estadios finales, se pasa por una fase de violencia, física, verbal, económica y política, hasta que la metrópoli es vencida o, a veces, con un golpe abusivo de fuerza, aplaza unos años lo inevitable.

Josep Jover

Sólo el caso de Chequia y Eslovaquia es un ejemplo de «entente»; es la excepción que confirma la regla.

La llave de bóveda, fue la aceptación de un referéndum organizado en la zona secesionista. Hoy, checos y eslovacos están más próximos que antes del referéndum, y evitaron que el país se desangrara, social y económicamente.

Claro, que también son excepciones puntuales al discurso unionista de los imperios decadentes, sólo en Europa y en los últimos años, Eslovenia, Lituania, Estonia, Letonia, Macedonia, Kosovo, Montenegro.

Y en un futuro próximo contaremos con Groenlandia.

Otro principio que es válido en ése y en otros casos, es que el fenómeno del separatismo genera más dolor cuanto más podrida por la corrupción está la metrópoli y las élites que administraron, en la más pura connivencia, la zona que se quiere independizar.

Y aquí estamos.

N. de la R:
Nos parece un exceso literario decir que “Existen grandes paralelismos en el modo en que procedió el imperio británico en la India con lo que pasa en Catalunya”. Las diferencias son de tal calibre que con sólo reflexionar unos segundos, y repasar la historia de los hechos en las dos “situaciones”, tendremos una respuesta casi automática. Para el autor de este texto, la “única diferencia” es que ahora –en el caso de Cataluña y España- no hay “hombres de Estado”,

Respecto a la “corrupción” de la metrópoli estamos totalmente de acuerdo, pero un vistazo al noreste de la península, nos muestra un panorama muy generalizado en la clase política y empresarial que supera en mucho al famoso 3%.

Del extenso CV de Josep Jover, extraemos que es abogado de reconocido prestigio, profesor y director del Bbufet Estudis Jurídics.