Telescopio

Sin Acritud…
Venancio Díaz Castán (4/3/2018)
Cuando ya creía que no podría obtener muchos más datos de la figura de este médico de Colmenarejo, la curiosidad me hizo bucear un poco más en la hemeroteca y pude dar con una historia más para completar la anterior. La paternidad pertenece a don Mario Roso de Luna, un cacereño de Logrosán que también había descubierto un cometa en 1893. Entre sus ocupaciones contaba con las de abogado, teósofo, astrónomo y escritor. En calidad de esta última, además de publicar varios libros en relación con ciencias ocultas, religiones, espiritismo y astronomía, era colaborador literario en varias publicaciones periódicas de la época, entre ellas La Esfera (1), que es la que nos ofrece la información.

Fue en el verano del año 1927 (cuatro años más tarde del descubrimiento) cuando el señor Roso fue a entrevistar al doctor Bernard. Nos cuenta que fue en una mañana del mes de agosto cuando bajó del tren en la estación de Villalba, y, recorriendo un camino polvoriento, llegó andando a Galapagar en donde el alguacil le informó de que aquel por quien preguntaba vivía en Colmenarejo, dos kilómetros más allá. Por el camino le recogieron unos muchachos que cargaban piedra en un camión. Llegaron pronto al pueblo. La primera casa que se toparon era la de don Arturo. En ella era legible un gran cartel que anunciaba la entrada en el casco urbano. En lo alto de la azotea divisaron una especie de cajón negro alargado con un tubo metálico sobrepuesto. Era el telescopio con su colimador. Cuando fueron a llamar a la puerta les advirtió un hombre grueso que salió de una taberna que había justo al lado:

-¡No llamen! El doctor duerme porque ha estado mirando las estrellas. Se acostaba cuando me levanté.

Resultó ser el alcalde del pueblo. Era patente su admiración por él. No obstante, el médico se dio cuenta de lo que sucedía y, acostumbrado como estaba a ser interrumpido por causa de su profesión, dijo desde la ventana:

-Esperen, que enseguida me levantaré.

Roso nos lo describe así: delgado, de baja estatura, de unos cincuenta años, bigote entrecano y recortado, ojos claros de mirada inteligente y pelo castaño con pocas canas….

Don Arturo conoció de inmediato al viajero.

-Es usted el de Logrosán, el que descubrió un cometa en 1893.

-El mismo.

Se dieron un abrazo. Para entonces, Mario Roso de Luna era un hombre muy famoso por los motivos antes mencionados que, entre otras distinciones le habían merecido la concesión de la medalla de la Orden de Isabel La Católica y el nombre de una calle de Madrid que hasta entonces se llamaba del Buen Suceso. Pasada la contienda civil, las nuevas autoridades le devolvieron el nombre primitivo, probablemente por antipatía política con su titular.

Don Arturo les recibió en el despacho biblioteca, en donde el escritor pudo apreciar gran cantidad de revistas apiladas y las estanterías repletas de libros hasta el techo. Los autores que destacaban eran Reclús, Flammarión, Victor Hugo, Letamendi, Darwin, Veressaief, Spencer, Schopenhaüer, Galdós, Diderot, Tolstoi, Poe, etc. Abundaban los temas de literatura, medicina, astronomía y música, porque, según le confesó era un apasionado de la música de Richard Wagner.

En las paredes pudo observar Roso la medalla concedida en Londres en 1923, una carta zodiacal para situar los planetas, una reproducción de Las Hilanderas de Velázquez, un tríptico representando los retratos de Bach, Beethoven y Wagner y muchas fotografías ampliadas de planetas, de las nebulosas de Andrómeda y Orión, y de estrellas variables, hoy llamadas novas.

?Casa del Doctor Arturo Bernard Acín.

Diríamos que era el estudio de un auténtico polígrafo. La entrevista no se hizo esperar:

-Nací en Huesca en 1884 –dijo respondiendo a la pregunta sobre su origen.

-Y, ¿cómo es que siendo médico hizo la carrera de Náutica?

Contestó diciendo que sin duda la astronomía había sido su pasión durante la infancia.

Recordaba que con tan solo diez años cayó en sus manos el primer Atlas de Estrellas que, con la obra de Augusto Arcimís (2) El telescopio moderno, constituyeron la base de su aprendizaje de las constelaciones en pocos días. Sin embargo su padre quería a toda costa que fuese médico. Sin que él lo supiese simultaneó en Barcelona los estudios de Medicina con los de Náutica. Al finalizarlos embarcó como médico en barcos de la naviera Pinillos (3) y de Navigazione italiana. Atravesó en varias ocasiones el Atlántico y el Mediterráneo hasta que la guerra mundial interrumpió estas navegaciones, hecho que le obligó a ejercer en tierra. En primer lugar trabajó en Viella (Lérida), posteriormente en Moralzarzal, y por último en Colmenarejo.

-Cuénteme cómo fue el descubrimiento del cometa.

Recordaba con emoción aquella madrugada del día 12 de octubre de 1923. Estaba ocupado en el estudio de una estrella variable, cuya salida esperaba que ocurriese hacia las tres. Le dio tiempo para dormir unas horas, y a las tres despertó bruscamente, como movido por un resorte.

Enfiló sus gemelos Zeiss por la ventana del dormitorio y vio cambios en la zona que estudiaba, por lo que echó enseguida mano de su anteojo marino montado en un trípode. Describía estos cambios celestes a su interlocutor con gran lujo de detalles, de modo que solo siendo un estudioso o un iniciado sería posible comprenderlos. Lleno de emoción, tomó las coordenadas del astro sospechoso. Transcurrida media hora comprobó que se había movido unos minutos hacia el Sur, y que, por tanto, se trataba de un cometa. El resto de la historia ya lo conocemos. Nadie lo había visto hasta el día 14 en que lo hizo Dubiago, el astrónomo ruso de Kazán.

-Al venir me he dado cuenta de que tiene usted un buen observatorio.

-Cosa de mis compañeros médicos– respondió.

Y contó cómo el farmacéutico Picavea promovió una suscripción en la revista Archivos de Medicina, Cirugía y Especialidades para entre los compañeros regalarle un aparato mejor.

-Las primeras quinientas pesetas vinieron de Argentina, y las siguientes, hasta mil quinientas, se reunieron muy pronto, y con ellas en mi poder -aquí están las facturas- he conseguido el telescopio que va usted a ver si me acompaña hasta el terrado.

Los muchachos del camión cargado de piedra habían permanecido estupefactos durante la entrevista. Don Arturo les había permitido contemplar con su aparato la fachada y la huerta del monasterio de El Escorial como si este se hallase a un tiro de piedra. Ahora aceptaban también la invitación de subir al observatorio por una empinada escalera que les condujo a una pequeña azotea de unos tres metros cuadrados. Allí estaba instalado, con su buscador, el negro tubo prismático que vieron al llegar. Les fascinó ver los barrotes de las rejas del Monasterio como si estuviesen a pocos metros. A Roso le asombró la cantidad de aparatos auxiliares que había en la terraza, todos ideados por su dueño, entre ellos un interruptor de mercurio, un reloj de sol construido con baldosines de Ariza, etc. Por desgracia, el astrónomo no contaba con la característica cúpula protectora de los observatorios, y era de suponer que durante las sesiones tendría que soportar el gélido aire nocturno del Guadarrama.

Arturo Bernard Acín

Charlaron sobre otras investigaciones que habían llevado ambos a cabo mientras bajaban a otra pequeña habitación que servía de laboratorio al sabio de Colmenarejo. Allí se encontraban un par de sextantes, un espectroscopio Zöllner para estrellas, aparatos meteorológicos, un micrometro, un ocular micrométrico, buscador, llaves para graduar, cristales de colores para la Luna, cronómetro de bolsillo, cronógrafo rattrapante de dos manillas, una instalación de radiotelefonía para oír las señales horarias, etc. En definitiva, un completo laboratorio repleto de instrumentos para llevar a cabo investigaciones astronómicas. Mucho más de las 1.500 pesetas que le recogieron, pero muchísimo menos de lo que costaba cualquier observatorio norteamericano.

A continuación don Arturo les propuso un almuerzo al que deseaba invitarles. Los muchachos del camión se excusaron porque debían seguir trabajando; no obstante le rogaron que les permitiese volver una noche para ver las estrellas, a lo que el médico astrónomo accedió afectuosamente. La planta baja de la casa estaba ocupada por una pequeña tienda de ultramarinos («La Moderna») y por las dependencias de sus propietarios. En su comedor dispusieron para ellos una buena mesa con blanco mantel y platos de la Cartuja. El menú consistió en huevos, carne asada, pan y vino pardillo.

De aquel modo finalizaba un feliz encuentro entre dos científicos que hasta entonces se conocían exclusivamente por las publicaciones y que a partir de aquel día serían amigos.

NOTAS:
1.- La Esfera, nª714, sept.1927, pgs. 42-43
2.- Científico español, astrónomo aficionado y primer metereólogo profesional de España. Fue profesor en la Institución Libre de Enseñanza de Giner de los Ríos.
3.- Empresa de transporte marítimo española fundada en 1840. Es una de las más antiguas.