España
Diego Camacho (30/3/2018)
La situación en Cataluña adquiere, cada día que pasa, tintes más grotescos. La secesión al burlar la legalidad evitando incumplir las advertencias del Tribunal Constitucional o del Tribunal Supremo para eludir al juez, adopta un tono de si menor arriesgando lo menos posible. De otro lado el Gobierno, con el artículo 155 pero instalado en una atonalidad que le lleva de la debilidad al pánico, por no gozar de la iniciativa política. Entre los dos se mueven otras fuerzas coyunturalmente afines que intentan la radicalización o introducir un nuevo factor de desconcierto, aunque hasta el momento con un éxito relativo.

Lo que está en juego es la Constitución, el Estado de Derecho y en definitiva la existencia de España como entidad política en el concierto internacional.

Los independentistas han logrado partir la sociedad catalana en dos y ahondar en la exclusión para avivar la división social. Han generado una dinámica fuerte gracias a unas promesas utópicas, pero la utopía no constituye un obstáculo para el objetivo final, sino todo lo contrario. También gracias a haberse constituido en una meta a alcanzar para lograr el borrón y cuenta nueva de la corrupción, que atenaza a una parte importante de la clase dirigente catalana. Labor de varias décadas, siempre con la inestimable ayuda del Gobierno central, bien por ceguera, por incompetencia, por tactismo electoral o una mezcla de las anteriores.

Como decía más arriba, la indolencia del Gobierno le ha hecho perder la iniciativa, casi siempre ha ido a remolque de los acontecimientos. Era más fácil ver a donde iban los secesionistas que a donde pretendía llegar Rajoy. El hecho más objetivo y preocupante es precisamente la escisión social, que sin duda es un éxito intermedio en el camino hacia la independencia. Bien es verdad que no ha sido adecuadamente explotado, creo que por la debilidad conceptual y anímica de los líderes más que por otra razón.

La detención, o no, del ex presidente huido no es un factor verdaderamente determinante en la solución del conflicto. La recuperación del Estado de Derecho y la plena vigencia de la Constitución en Cataluña son los requisitos previos y necesarios, aunque no suficientes, para alcanzar la armonía social. Ideas como el gobierno de concentración o el apoyo de la violencia callejera, en las actuales circunstancias, solo propiciarían el desarrollo de una situación urbana pre revolucionaria.

En una sociedad democrática, la revolución tiene como objetivo táctico prioritario, la quiebra del Estado de Derecho. Ello se alcanza cuando la mayor parte de la población:  1º desconfía de sus líderes políticos, 2º considera que la justicia es servil a intereses ajenos a la ley, 3º percibe al poder legislativo como una reunión de colegas que trabajan de espaldas al interés nacional y 4º cuando ven al gobierno incapaz de asegurar la seguridad y la propiedad. Cuando se dan todos esos requisitos esa sociedad está madura para sufrir un proceso revolucionario, que tanto puede orientarse a la toma del palacio de invierno como en llevar a Hitler a la cancillería de la República de Weimar.

La unidad nacional, es la defensa del interés general. La desmembración de nuestra nación no beneficia a los españoles, ni a la mayor parte de los europeos. No es de recibo que personas que se etiquetan de la izquierda progresista, apoyen opciones nacionalistas, que son en su esencia excluyentes y totalitarias, en lugar de defender la solidaridad y la igualdad social en la unidad descentralizada que hoy día es España.