España
Manuel Funes Robert (24/1/2013)trasplante-de-organos
Hace varios días los medios de comunicación volvieron a destacar las bondades que yo he venido denunciando como tráfico de órganos. En la propia y dolorosa experiencia y en un artículo publicado en EL PAIS en abril de 2001 (y sospechosamente silenciado por otros medios) apoyo esta denuncia.

Dicho  artículo denunciaba  los secretos del funcionamiento administrativo del trasplante  de órganos. Citaba expresamente a la ONT y descubre su autor lo que resultaba sospechoso al haberse convertido dicho centro en una organización demasiado poderosa. El autor, centrándose en la administración burocrática del tema, deshace el argumento del altruismo y solidaridad que tanto se invoca, como si fuera la base moral suficiente para tamaño quehacer. Y la referida organización se muestra orgullosa de que España sea el país donde los trasplantes autorizados por las familias alcanzan mayores cifras.

En el articulo citado aparecen los siguientes párrafos trascendentales no incluidos en la primera fase de mi campaña por aludir a la trama financiera de la ONT y no al aspecto médico en que centraba mi argumentación:

«La excepcional eficacia del modelo español en conseguir donaciones no se debe a supuestos dispositivos o conceptos de trabajo nuevos, sino sencillamente a que la ONT ha creado fuertes estímulos financieros que en otras naciones no se aplican (…) Las remuneraciones resultantes son en todo caso elevadas y sumadas a la paga ordinaria alcanzan cifras insólitas en la sanidad públicas, entre 12 y 18 millones de pesetas, que reciben los equipos de trasplantes (…) que sirven a velados y coincidentes intereses políticos y económicos. (…)La ONT no puede decir toda la verdad, enseña las cifras de donaciones que muchos países ven con asombro, pero esconde la corriente de dinero que las empuja.(…)El tema debe ser oficialmente explicado a los ciudadanos. No basta con que ostente el primer lugar del mundo en la donación de órganos, porque tal puesto no se debe a que sea el mejor, sino que está engrasado con dinero y privilegios».
(Enrique Costa Lombardía, economista)

Pero la peligrosidad del proceso tiene un origen que forma parte de la raíz misma del hecho. De un lado, el trasplante solo es eficaz y tanto más, cuanto más rápidamente se hace a partir del momento de la muerte. Y por otro, ese momento no puede fijarse con seguridad nada más que cuando aparecen signos de descomposición. Y al aparecer dichos signos, el trasplante se convierte en una operación inútil. La medicina nos dice que fuera del rigor mortis -la rigidez cadavérica-  ningún signo asociado con la muerte es concluyente por si solo para asegurarnos de que ésta se ha producido. Es el conjunto de indicios, y entre ellos como esencial, el referido rigor, lo que permite asegurar el fallecimiento. Y el definitivo, como acabamos de decir, es incompatible con la eficacia del trasplante por el tiempo que hay que esperar a que se evidencie.

La ley del Registro Civil prohíbe dar licencia de enterramiento sin que se constate la aparición de estos signos indiscutibles y encomienda en casos de duda al encargado del registro el examen por si mismo del presunto cadáver. Y este es el drama invencible de esta moderna técnica tan en auge en nuestros tiempos. La eficacia exige aproximarse tanto al momento de la muerte que, llevados de esas prisas, demos por muerto al que no lo está. La ley habla de dos encefalogramas planos en un espacio de 7 horas. Tampoco es método concluyente, porque lo que parece plano puede no serlo. En suma, el trasplante ha de hacerse sobre cuerpos calientes, que pueden no estar muertos. El otrora cardenal Ratzinger, al opinar sobre el tema en nombre de la Iglesia, utilizó la frase «cadáveres calientes», que por ser calientes pueden no ser cadáveres. Y como en la muerte se piensa muy poco, millares de familias se ven sorprendidas en momentos en que no saben reaccionar por la argumentación interesada y no siempre altruista de estas obras tan benéficas en apariencia.

Se cuentan las vidas que se salvan con los trasplantes y no se cuentan si algunas podrían salvarse con una negativa familiar a tiempo. El estado de coma ha dado y dará grandes sorpresas, siendo espectacular y reciente la de José Mario Armero,  que resucitó al cabo de varios meses de respiración asistida, asistencia a la que puede ponerse fin con una firma precipitada y anticipada de unos familiares debilitados por la angustia del momento.

Analicemos en detalle las precauciones legales nacidas como medio de resolver el problema de la rapidez que exige el trasplante. Se impone la obligación de efectuar en el comatoso dos encefalogramas en el espacio de siete horas; si ambos son planos se tiene por muerto al enfermo. Si se necesitan dos es que no basta con uno. Y si se imponen siete horas es que no sirve con seis. El autor médico de estos criterios, convertidos en ley, puede enfrentarse con otro facultativo que piense que debieran ser tres pruebas con intervalos de quince horas, «para estar más seguro». Ello equivale a aceptar como muy probable la muerte, pero también como posible, la vida. No se puede encontrar con seguridad el número y separación de encefalograma que constituye el equilibrio entre el mínimo exigible para estar seguros de la muerte y el máximo necesario para estar seguro de la eficacia del trasplante.  Lo cual nos conduce a la conclusión dramática de que la vida o la muerte se decide mediante el calculo de probabilidades. Y por la ley de los grandes números, habida cuenta de los miles de trasplantes que se efectúan, se acepta como prácticamente cierta la existencia de trasplantes en vivo.

Los familiares llamados por los representantes de la ONT en clínicas y sanatorios deben negarse a todo dialogo con ellos cuando se les pida la autorización. Deben responder que sólo cuando conste la muerte de manera cierta por los indicios de toda la vida pensarán si dan o no la autorización. Quienes se dejan o dejaron sorprender por esa pregunta pueden echar sobre sus vidas una cruz perpetua.

Manuel Funes Robert
Manuel Funes Robert

La conclusión fundamental es que aparte del consejo dado a los familiares, el trasplante debe solo aceptarse en casos de autorización previa y escrita del donante y en accidentes en los que la muerte puede ser evidente a los pocos minutos de producirse. Acto seguido, cuando los expertos han desplazado la responsabilidad a los inexpertos familiares, proceden o pueden proceder a suprimir la ventilación tras lo cual el moribundo, efectivamente muere en nombre del altruismo y la solidaridad.  Dicha ley contiene una reserva significativa: prohíbe certificar la muerte a los médicos que atienden al receptor. El legislador sale al paso de una concesión inconfesable a favor del receptor y en contra del donante. Lo que el Legislador no pudo prever es que mucha más prevención que el médico del receptor debería suscitar la aparición de un organizadísimo centro de presión cuyos titulares parecen haber montado su vida y futuro político en el número de aceptaciones familiares conseguidas sea cual sea la causa y las características y el drama. Como si se tratase de un mérito hispano, el fundador de la ANT nos dice que en España se encuentran 33 donantes por millón de habitantes frente a los 10 de Holanda, 12 de Alemania, 13 del Reino Unido y 5 de Grecia. Nos dice también que tan importante diferencia se ha logrado por la ONT en 10 años.

Y en su masiva y bien financiada campaña de promoción de donaciones, nos obsequia frecuentemente con reportajes haciéndonos ver la velocidad con que se recogen y transportan los órganos donados, con ayudas de jets privados y con la intervención de cientos de personas que se mueven a velocidad de vértigo recibiendo por ello las remuneraciones de escándalo a que se refería el artículo de EL PAIS. Como siempre, se les escapa algún detalle mortal para sus propósitos. Y es que la velocidad del procedimiento se aplica velocísimamente al diagnostico de la muerte del donante. Todo se hace velozmente y lo presentan como un mérito; el examen del moribundo también se hace velozmente y por tanto, con grave riesgo de matar a una persona para salvar a otra.