La España Otorgada

Servicios de Inteligencia y Estado de Derecho

Diego Camacho

Fernando J. Muniesa

Índice

 

Confesión de parte.........................................................................................

2

El arte de la guerra: entre Sun Tzu y Clausewitz................................................

8

Del derecho divino a la soberanía popular........................................................

26

Los años de la guerra fría ..............................................................................

38

En la estela del franquismo ............................................................................

51

Genética militar y seguridad nacional ..............................................................

72

Tres hitos en la inseguridad del Estado............................................................

84

Control y descontrol de los Servicios de Inteligencia........................................

141

El punto de inflexión y reflexión estratégica ...................................................

162

Los nuevos retos de la inteligencia del Estado ................................................

176

La precariedad jurídica del sistema ...............................................................

187

El contubernio de El Escorial ........................................................................

201

Corona, Fuerzas Armadas y Servicios de Inteligencia ......................................

214

Una reforma de rodillo parlamentario ............................................................

228

El deterioro del modelo de defensa nacional……………………………………………………………241

Epílogo a la primera edición………………………………………………………………………………………265

Adenda a la segunda edición…………………………………………………………………………………….276

ANEXOS:

 

I

Sistema español tradicional de información-inteligencia ...........................

284

II

Marco reorganizado de la comunidad de inteligencia................................

285

III

El “Llamamiento de 1973” ....................................................................

286

IV

Manifiesto e Ideario de la Unión Militar Democrática ................................

290

V

Segundo Manifiesto de la Unión Militar Democrática ................................

306

VI

Declaración Institucional del Gobierno presidido por Rodríguez Zapatero

 

 

sobre la Unión Militar Democrática ........................................................

313

VII

Informe del Defensor del Pueblo sobre la regulación del secreto oficial.......

316

VIII

Informe del Consejo de Europa sobre el control de los servicios de

 

 

seguridad interior en los Estados-miembro .............................................

325

ÍNDICE ONOMÁSTICO .................................................................................

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Confesión de parte

Los Servicios de Inteligencia, además de ser un instrumento esencial para la gobernación de un país, conforman un mundo lleno de controversias y situaciones engañosas, alimentadas en buena medida por el poco conocimiento que se tiene de ellos y por el tratamiento mitificado que reciben de forma recurrente. Sobre él planean también con demasiada frecuencia intereses no legítimos, derivados de su enorme capacidad para obtener y filtrar información de gran valor en la toma de decisiones tácticas o estratégicas, tanto en el ámbito político como en el económico, e incluso en el plano de la vida social o profesional.

De ahí que su tratamiento público pueda ser inconveniente para algunos y hasta malinterpretado por otros, aunque se realice desde una perspectiva crítica o de mera denuncia constructiva. No obstante, ese es precisamente el enfoque del libro que tiene en sus manos: un análisis objetivo de nuestro modelo de seguridad nacional enmarcado históricamente en el contexto occidental y democrático del que nuestro país forma parte incuestionable.

Sin embargo, parece que el lector no tendrá más remedio que valorar las reflexiones y sugerencias que contiene sin poder abstraerse de la constante polémica suscitada en ese entorno de actividad, en particular durante la etapa del CESID (Centro Superior de Información de la Defensa). Aquél fue un periodo ciertamente controvertido que conllevó el corolario de su imprescindible reforma, aceptada sin discusión por todas las fuerzas políticas con representación parlamentaria al margen de sus posteriores matices partidistas, y que alcanzó un nuevo hito de frustración con la Ley 11/2002, de 6 de mayo, reguladora del Centro Nacional de Inteligencia (CNI).

Los lectores interesados en el tema, sacarán sus propias conclusiones. Pero vaya por delante que éste no es un libro de encargo ni condicionado intramuros del sistema por favores de ningún tipo. Nada tiene que ver con aquellos otros de falsa investigación periodística que, transcribiendo datos y versiones maquilladas de operaciones con origen inequívoco en archivos oficiales, han constituido auténticas hagiografías personales o institucionales insertas en campañas de imagen perfectamente identificables.

Bien al contrario, este libro responde a conocimientos y vivencias profesionales de sus autores muy próximas a la realidad cotidiana de los Servicios de Inteligencia. Sin profundizar en el submundo de lo que algunos autores han definido como “alcantarillas del Estado”, ni de desvelar tampoco informaciones clasificadas ni cuestión alguna de

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naturaleza sensible, esa imperceptible actividad no deja de ser cuestionable al incrustarse en la misma nervadura del poder con total impunidad para desviar su actuación al servicio espurio de intereses personales, grupales e incluso institucionales.

La idea de recoger ese conjunto de experiencias y aspiraciones profesionales en un trabajo sistematizado sin intención destructiva o escandalosa, con el único objeto de reabrir y documentar el debate sobre los Servicios de Inteligencia y el Estado de Derecho, nace como consecuencia de una esperanza política defraudada al concluir el primer mandato de gobierno otorgado al Partido Popular en el nuevo régimen democrático (primavera del año 2000). Se reafirma cuando, a continuación, esa misma formación renueva su victoria en comicios legislativos obteniendo una mayoría parlamentaria absoluta que, por la facilidad con que se logra, quizás sorprendiera incluso a sus propios líderes. Y, finalmente, se culmina con la oportunidad perdida durante la VII Legislatura de las Cortes Generales para que el actual CNI no reflejase más que un simple aggiornamento del antiguo CESID, sin su radical adecuación al sistema democrático.

La joven historia del nuevo CNI, con algunos sucesos poco edificantes tanto desde la óptica política como desde la praxis profesional, que trataremos más adelante, no deja de avalar la tesis de seguir arrastrando, más o menos, el mismo sistema de seguridad nacional del régimen franquista. Eso si, revestido con signos externos de identificación distintos y socialmente más presentables.

En cualquier caso, no deseamos hacer ningún alegato de tipo partidista ni plantear disquisición alguna en materia de marketing electoral. Simplemente advertimos el incumplimiento de una promesa política (la reforma profunda del modelo de Seguridad Nacional) que constituyó uno de los ejes fundamentales en el debate público del momento y el hecho, en efecto preocupante, de que tal circunstancia no invalidara la progresiva consolidación del PP en las urnas. Porque, por esa vía de falsos compromisos o de promesas regeneracionistas incumplidas, se camina de forma irresponsable hacia el descrédito del sistema democrático y de los principios y valores que lo sustentan, suplantándolos con un “todo vale para ganar” que tarde o temprano se termina convirtiendo en “desde el Gobierno vale todo”, como acredita la historia política de nuestro país.

Este peligroso deslizamiento político hacia la confusión entre medios y fines, comenzó en el interregno electoral que va desde las elecciones generales de 1993 hasta las de 1996, cuando los conservadores, tras una prolongada travesía del desierto como principal partido de la oposición, comenzaron a desarrollar una estrategia de lucha electoral

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basada justamente en la defensa a ultranza del Estado de Derecho. Eran los momentos del “¡váyase señor González!” y de la presión judicial que terminó encarcelando a José Barrionuevo, ex ministro del Interior, a Rafael Vera, ex secretario de Estado de Seguridad, al general Enrique Rodríguez Galindo, hombre clave de la Guardia Civil en la lucha contraterrorista, y a otros servidores del Estado entre los que también se quiso incluir al propio Felipe González, entonces presidente del Gobierno… Para desalojar a los socialistas del poder se abanderó de forma extremadamente combativa una regeneración democrática “a fondo”, que, según sus promotores, erradicaría la corrupción y el desprecio generalizado a la norma legal, situación devenida durante los últimos años de gobierno socialista hasta poner en peligro el sistema democrático y constitucional que se disfrutaba desde 1978.

Una vez ganadas las elecciones de 1996, y aunque no dispuso de mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados, José María Aznar consiguió formar Gobierno contando con el leal apoyo de los partidos nacionalistas-regionalistas (Convergència i Unió, Partido Nacionalista Vasco, Coalición Canaria y Partido Aragonés) para afrontar una legislatura sin sobresaltos. A pesar de ello, la promesa de revitalizar la democracia cayó en el olvido desde el momento en que el nuevo presidente se instala en su despacho de Moncloa. Algo después, cumplido el rodaje gubernamental y con la oposición arrinconada, se iniciaba un periodo de complacencia política facilitado por el excelente comportamiento de la economía, que funcionó como elemento justificativo o de compensación por el olvido de las promesas regeneracionistas que habían resultado determinantes para alcanzar el poder.

La buena evolución de los indicadores económicos, consecuencia de un ciclo muy favorable a escala mundial, fue aprovechada por el Consejo de Ministros de forma atrevida y eficaz, lo que permitió liberalizar el sistema productivo y aumentar su competitividad. En un breve plazo de tiempo se consiguieron resultados espectaculares, como la reducción de la inflación y del déficit público (gracias respectivamente a la contención salarial y a la venta del patrimonio empresarial del Estado) o la dinamización de la actividad productiva que permitiría reconducir el anterior incremento en las tasas de desempleo.

Es indudable que esta percepción de buen momento económico, sin duda con más luces que sombras, hay que anotarla como haber en la gestión del primer gobierno presidido por José María Aznar, de la misma manera que habrían de contabilizarse en su contra las consecuencias del descontrol económico producido por la coyuntura depreciativa del euro, por el repunte inflacionista o por el aumento del precio del petróleo

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y de las viviendas experimentado durante su segundo mandato electoral, sin que se aplicaran las medidas correctoras de política económica necesarias para paliar los efectos de esas circunstancias desfavorables.

Unos aspectos negativos de su balance político-económico, a los que más tarde habría que añadir también los agravantes específicos aflorados en la versión española de la crisis económica global iniciada en 2008 en Estados Unidos: la explosión de la “burbuja inmobiliaria” y la escasa solidez de los créditos financieros afectos.

No obstante, este libro no incide para nada en la economía del país, sino que matiza su deriva política. Si hacemos esta pequeña digresión es para situar al lector en nuestro momento histórico y comprender mejor que al PP le haya resultado tan poco costoso incumplir su promesa electoral más emblemática, puesto que cuatro años después (elecciones generales para la VII Legislatura) alcanzaría una victoria aun más resonante de mayoría absoluta.

Dejando a un lado los errores tácticos y la falta de coherencia interna de la oposición socialista, la bonanza económica vivida en la antesala del siglo XXI fue decisiva para configurar la naturaleza del voto continuista por delante de otro tipo de consideraciones, lo que no deja de ser un signo de modernidad y madurez electoral. Con ello se confirmaba que, en definitiva, la reconducción desde la incertidumbre y el deterioro político a la estabilidad y al progreso económico era la mejor coartada para no acometer las reformas prometidas en tiempos de oposición, que sin duda ilusionaron a muchos ciudadanos con la esperanza de que José María Aznar restaurara los comportamientos democráticos de un país que llevaba ya demasiados años transitando por el camino de la corrupción, de forma desde luego preocupante.

Sin embargo, no deja de ser lastimoso que, de nuevo, se desaprovechara una época de vacas gordas bien favorable para acometer las auténticas reformas políticas que hubieran situado a España en el nivel real de prestigio que le corresponde en el mundo. A la clamorosa necesidad de articular un poder judicial independiente, ciego y equitativo, como condición indispensable para disfrutar del Estado de Derecho, hay que añadir la necesidad de contar con unos Servicios de Inteligencia integrados con plenitud en el régimen de monarquía parlamentaria, cuya soberanía reside de forma inequívoca en la voluntad popular.

Al considerar que nuestro modelo de Seguridad Nacional es todavía inadecuado, propio del régimen anterior y perjudicial para la consolidación del orden constitucional, la opción de aportar ideas para enriquecer el debate sobre su reforma era inevitable. La información y la inteligencia se entremezclan con la historia, la economía, la personalidad

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de los estadistas, las creencias religiosas, la diplomacia, las decisiones estratégicas, las pasiones humanas y hasta con el azar... Todos esos fenómenos se relacionan al incidir, para bien o para mal, en el quid agendum (¿qué hacer?) de la vida política. Son los instrumentos previos a la decisión y a la acción, inseparables a la vez de las circunstancias del momento y de la fórmula de organización y convivencia social en la que se asientan. Todo se inicia con informaciones que van transformándose en inteligencia mediante un proceso de elaboración y análisis para ser utilizada en la toma de decisiones.

Después de la derrota de Napoleón y de restaurar a Luís XVIII en el trono de Francia, los defensores del antiguo régimen fueron plenamente conscientes del enorme poder alcanzado con la victoria de Waterloo y por la feliz conclusión del Congreso de Viena, pero tampoco ignoraron el impacto social que en el mundo había producido la revolución francesa. El “tercer Estado” tomaba conciencia de su gran fuerza ideológica y revolucionaria.

Los príncipes victoriosos de las guerras napoleónicas y artífices del Congreso de Viena, organizado para restaurar en sus tronos a los reyes legítimos y recuperar el equilibrio continental roto desde el estallido de la revolución francesa y la llegada del primer imperio, supieron que la época del absolutismo monárquico tenía los días contados y que el acceso de la burguesía al poder era un hecho inevitable. Las grandes cabezas del siglo (Metternich, Talleyrand, Castlereagh y Bismarck) consiguieron crear un sistema de equilibrios internacionales que salvaguardaba los intereses de casi todas las casas reinantes en el continente hasta el estallido de la “gran guerra”, en 1914.

En Francia, donde el impacto revolucionario había sido mayor, la Casa de Borbón intentó afianzarse en el poder ofreciendo por un lado garantías a los beneficiarios de la época napoleónica y, por otro, viabilizando las aspiraciones del tercer Estado mediante la instauración de un sistema denominado de “Carta Otorgada”, que es el antecedente del constitucionalismo moderno.

La legitimidad en el ejercicio del poder real estaba sustentada tradicionalmente por el derecho divino de los monarcas, que era transmitido por herencia. En adelante sólo se hablará del principio de legitimidad, sin concretar el origen ni las razones de la misma. La soberanía seguiría residiendo en el rey y, por eso, los límites impuestos al ejercicio de su autoridad eran concesiones graciosas, que se daban o quitaban según conviniera. El poder legislativo tuvo su lugar de expresión en las asambleas de representantes, pero ni los ministros eran responsables ante ellas, ni tal institución gozaba de autonomía legislativa. Los jueces eran nombrados por el monarca, aunque no podían ser destituidos.

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Se conservaban formalmente los tres poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) pero casi como en el antiguo régimen, pues no estaban divididos y mucho menos contrapesados entre sí. En definitiva, también bajo el nuevo concepto de legitimidad, el principio de soberanía nacional seguía conservándose en la figura del rey. El sistema de “Carta otorgada” fue, en realidad, el último dique construido por el absolutismo monárquico para no ser desplazado del poder por la clase revolucionaria emergente: la burguesía.

En España, el ocaso del régimen franquista consumado en 1975 genera una situación política que presenta ciertas semejanzas con la experimentada en Francia en 1815, sobre todo en el ámbito de la seguridad nacional, la inteligencia, la diplomacia, los ejércitos… Este libro intenta mostrarla y hacer ver también que la realidad actual, en efecto poco recomendable, no es fruto de una casualidad, sino consecuencia de todo un proceso histórico. Si en su día el modelo conservado de situaciones anteriores pudo resultar útil para tutelar con éxito la transición política, hoy es inservible por ineficaz y por actuar de freno en el perfeccionamiento de nuestro sistema democrático.

Parafraseando a Ortega y Gasset, es cierto que en algunos aspectos España sigue invertebrada, pero no podemos olvidar que la transición fue un logro político de gran importancia que nos ha permitido llegar a donde hoy estamos, venciendo numerosos obstáculos, mirando distraídos hacia otro lado en multitud de ocasiones o restando importancia a hechos realmente graves. En definitiva, para avanzar políticamente se tuvieron que dar muchas complicidades de silencios e hipocresías, sin que por ello en estos momentos se pueda justificar, ni en términos históricos ni éticos, el seguir cultivando jardines políticos al margen de la Constitución.

Ya hemos alcanzado la mayoría de edad política y económica; ahora nos falta creer en nosotros mismos y esa reafirmación pasa por el discurso de la coherencia. La Constitución no puede ser bandera sólo frente al separatismo: también hay que llenarla de contenido en las Cortes Generales, en el Consejo de Ministros, en la acción judicial… Y si nuestro modelo de convivencia y organización política no satisface a un número significado de nuestros conciudadanos, habrá que analizar y sopesar si lo que propugnamos es objetivamente satisfactorio y si en España el poder ejecutivo es, o no es, el principal garante del Estado de Derecho. Desde la perspectiva que nos ocupa, creemos que no. Y por ello, tras exponer nuestros argumentos, aportamos también algunas ideas para una adecuada reforma de nuestros Servicios de Inteligencia: el primer paso para enterrar esa parte de la España “otorgada” que repudiamos.

Los autores

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El arte de la guerra: entre Sun Tzu y Clausewitz

Frente al modelo teórico de “guerra absoluta” descrito por Clausewitz en su “Tratado de la Guerra”1, retomado un siglo más tarde por Hitler al exigir a la Wehrmacht el acatamiento total de sus planteamientos políticos, el teórico militar chino Sun Tzu había establecido mucho antes, en el periodo de los “reinos combatientes” previo a la unificación de China, que la suprema manifestación de la estrategia no era precisamente la gran batalla de aniquilación: ”Todo el arte de la guerra está basado en el engaño. Los expertos en el arte de la guerra someten al enemigo sin combatir. Toman las ciudades sin tener que recurrir al asalto y derrocan un Estado sin operaciones prolongadas”.

Desde esta perspectiva, la obra de Sun Tzu titulada “El arte de la guerra”2, conocida también como “los trece capítulos” porque con ese desglose establece una serie de máximas para que los estrategas de la época pudieran prevalecer frente a sus enemigos, propone ya formas de lucha más innovadoras que el simple enfrentamiento entre ejércitos armados. Y constituye, al mismo tiempo, el antecedente más remoto de lo que entonces se denominaba “espacio entre” y que, por evoluciones semánticas (fisura, división, dividir, espiar), llegó más tarde a conocerse como “espionaje”.

1Carl von Clausewitz (1780-1831) dejó inconcluso su “Tratado de la Guerra” integrado por ocho libros, de los que sólo el primero estaba terminado cuando su viuda publicó el compendio de sus obras completas entre 1832 y 1834. No obstante, sus contenidos han ejercido efectivamente una gran influencia sobre las doctrinas políticas y estratégicas modernas.

2Sun Tzu, “El arte de la guerra” (Editorial Fundamentos, 1974), con comentarios de Fernando Montes y Marisa Amilibia. También se han consultado “El arte de la guerra ilustrado” (Editorial EDAF, 1999), con comentarios de Thomas Cleary, y otra versión posterior de la misma obra original compilada con notas de estudio por el Grupo DENMA (“The art of war, new translation”), editada en castellano por la Editorial EDAF en 2001.

El maestro Sun Tzu, tratadista al servicio del país o Estado de Wu en un periodo impreciso que sus estudiosos sitúan entre los siglos VI y IV aC, nos ha legado un ideario estratégico y filosófico realmente admirable por su concreción y originalidad, que ha constituido, además, el núcleo fundamental del pensamiento militar en el Extremo Oriente. Su escuela de seguidores se inició en los milenarios “reinos combatientes” de China, previos a la unificación gestada por el primer emperador Shi Huang-di, alcanzando también a Mao Tse

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Los trece capítulos de la magistral recopilación de Sun Tzu están impregnados de la filosofía y religiosidad de Lao Tse, uno de los creadores más significados del taoísmo, y apareció como respuesta a los problemas de una sociedad desgarrada por una larga y sangrienta guerra civil. Su enfoque racional y práctico es la razón última en donde hay que buscar su perdurabilidad en la historia de las ideas. Al releer hoy sus máximas, se tiene una sensación parecida a la que se experimenta con la lectura de Platón o de Aristóteles: la frescura y modernidad derivada de su pensamiento.

Las claves para la adecuada comprensión de las prácticas estratégicas propuestas por el maestro Sun Tzu, residen en el análisis de todos los elementos que confluyen en la batalla, así como en el conocimiento del momento psicológico del enemigo en cada situación de conflicto. La actualidad y validez de este sistema, tan próximo en efecto al taoísmo filosófico, se puso de manifiesto al término de la II Guerra Mundial. El Japón destrozado física y moralmente después de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki, se refugia justo en el “tao” para afrontar su futuro y lograr al cabo de los años una hegemonía en el continente asiático que, sin ser idéntica a la ambicionada antes de iniciarse el conflicto, le ha proporcionado, al margen de cualquier iniciativa bélica, unos resultados materiales similares. Y, lo que es más importante, le ha facilitado una continuidad en su influencia regional que el dominio militar no garantizaba en modo alguno.

El tratado de Sun Tzu, que concibe la guerra y la política como un todo, se adelanta a Clausewitz en más de dos milenios; pero, a diferencia de los planteamientos de éste, inunda su visión de la estrategia con una gran dosis de humanismo, sin perder por ello de vista el racionalismo práctico al que antes hacíamos referencia. Esa manera global de entender el tratamiento de cualquier crisis, así como la necesidad de alcanzar la comprensión sobre la relación que existe entre las fuerzas intervinientes, si se quiere derrotar al adversario, constituye sin duda una valiosa aportación a la ciencia política.

En sus comentarios sobre “El arte de la guerra”, Thomas Cleary nos recuerda que

“para Sun Tzu el triunfo ha de lograrse alcanzando el equilibrio entre los aspectos materiales y espirituales del problema”. Olvidarse de cualquiera de ellos conduce con toda seguridad al fracaso, pues desnaturaliza la razón de la lucha o propicia la corrupción, que es el mejor alimento de la decadencia.

El objetivo paradigmático consiste en llegar a ser invencibles, para lo que es necesario lograr previamente una posición de fuerza inexpugnable basada en el dominio

Tung, victorioso en la revolución comunista frente al general Chang Kai Chek, y a los estrategas que dirigieron los ejércitos japoneses durante la II Guerra Mundial.

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profundo de todos los factores materiales, políticos y psicológicos que intervienen en el conflicto. La mejor manera de alcanzar esta meta es hacerlo “sin combatir” y ahí reside el verdadero éxito: disuadir al oponente sin necesidad de presentar batalla.

“El conocimiento profundo consiste en ser consciente de la perturbación antes de que surja la perturbación; de ser consciente del peligro antes de que surja el peligro; de ser consciente de la destrucción antes de que surja la destrucción; de ser consciente de la desgracia antes de que surja la desgracia. La acción poderosa consiste en entrenar el cuerpo sin ser agotado por el cuerpo; en ejercitar la mente sin ser dominado por la mente; en actuar en el mundo sin verse afectado por el mundo; en llevar a cabo las tareas sin verse obstaculizado por las tareas. En definitiva, consiste en conciliar de manera permanente los polos positivo y negativo del hacer y del no hacer”.

El párrafo precedente, incluido en el libro “Del equilibrio y la armonía”3, resume el ideal de los filósofos taoístas conocido como “el conocimiento profundo y la acción poderosa” y también del propio Sun Tzu. Además, podría ser suscrito en su totalidad por cualquier organismo encargado de velar por la seguridad de cualquier colectivo humano, en cualquier territorio y en cualquier época de la historia.

El maestro de guerreros, en diálogo con sus glosadores al estilo que Platón haría perdurable en nuestra cultura, analiza los diferentes elementos que intervienen en el problema para comprender la incidencia real que tienen en el conflicto y, por tanto, para advertir si esa influencia es determinante en el desarrollo del mismo, o si tiene tan sólo un carácter secundario. Ello permite comprender el significado de los movimientos que realiza el adversario en el desarrollo de su propia estrategia y, en consecuencia, decidir con mayor acierto el camino a seguir en cada momento.

De la mano de Sun Tzu se nos revela que los fundamentos esenciales en la actuación del hombre ante los problemas centrales de la guerra, y hasta de la vida, están concebidos ya en la noche de los tiempos, y también que la filosofía básica para elaborar un diseño estratégico válido en cualquier entorno de guerra, estaba descubierta antes de que existieran las fuerzas de caballería y de la invención del estribo. Ello, no cabe la menor duda, minimiza la importancia de nuestro progreso al evidenciar que la raíz de los problemas actuales es prácticamente la misma que los generaba hace más de dos mil años, aunque las variables materiales, y por ende la situación que se debe analizar,

3 Mencionado por Thomas Cleary en la obra, ya citada, “El arte de la guerra ilustrado”.

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hayan cambiado también de forma sustancial. Las crisis que vivimos hoy en día pueden haberse recreado con formas y naturalezas novedosas, pero las causas reales que las originan siguen siendo invariablemente las mismas.

La clave del éxito radica en atacar de manera que el adversario no sepa como tiene que defenderse, o en defenderse de manera que quien ataca no sepa como hacerlo, o como perfeccionar su ataque. Es decir, hay que conocer al contrario evitando que el contrario te conozca. Siguiendo de nuevo la obra de Cleary, el instrumento que se debe utilizar para abrir el camino de la victoria, no es otro que “dominar las aparentes contradicciones y encontrar solución a las paradojas” que nos presenta la vida. Y para ello es necesario considerar puntos de vista diferentes, pues sólo así puede alcanzarse el equilibrio entre tesis y antítesis, entre el yin y el yang. Únicamente desde el equilibrio se pueden resolver los problemas más cruciales o, si se prefiere, a partir del “justo medio” donde también Aristóteles y San Agustín situaban la virtud.

Sun Tzu iniciaba sus máximas en “El arte de la guerra” con un capítulo dedicado a la estrategia y a la dirección política del país, señalando la necesidad que tienen los líderes políticos o militares de utilizar a los espías con racionalidad: “Sólo el soberano esclarecido y el general de valía que sepan utilizar como agentes a las personas más inteligentes, tendrán la certeza de realizar grandes cosas”.

La victoria se posibilita, pues, con una adecuada utilización de la información previa. Y esta no se logra “ni con fantasmas, ni con espíritus, ni por analogía, ni tampoco por medio de cálculos; debe obtenerse de personas que sean capaces de conocer y valorar la situación del enemigo”.

Para Sun Tzu existen cinco clases de agentes, que deben coexistir de forma simultánea, sin que se conozcan sus actividades. Cuando se logra que todos ellos estén activos en la eficacia, se evidencia el llamado “genio organizativo” del gobernante.

El agente indígena es el procedente del país enemigo, mientras que los agentes internos son funcionarios enemigos captados directamente por nosotros. Su recluta se realiza, según indica Sun Tzu, entre los desafectos al régimen o entre familiares de quienes son perseguidos o represaliados.

Entre los funcionarios del enemigo se encuentran los inteligentes que han sido destituidos, los castigados por haber cometido errores y también los sicofantes y validos que ambicionan la riqueza. Los que han sido injustamente confinados en rangos inferiores, los hombres de mérito que no han logrado nombramientos de responsabilidad, los que quieren aprovecharse de las turbulencias políticas para obtener más poder personal y los de doble faz que siempre actúan orientados a favor de donde sopla el

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viento. Cualquiera de ellos, prosigue el maestro de la guerra, puede ser abordado en secreto y sobornado para que desvele la situación de su país e informe acerca de los planes que se tramen contra el nuestro. También pueden provocar disensiones entre el soberano y sus ministros, de forma que no reine entre ellos un acuerdo perfecto.

Los agentes dobles son aquellos que trabajan para el enemigo y, sin perder esa condición, son contratados por nosotros. Sobre ellos, recogiendo un comentario de Li Ch’uang, el maestro Sun Tzu nos aconseja: “Cuando el enemigo envía espías para huronear lo que hago y dejo de hacer, los obsequio generosamente con vino y los hago volver convertidos en mis propios agentes”.

El agente liquidable es aquel de los nuestros al que de forma deliberada proporcionamos informaciones falsas para que sean trasladadas al enemigo. Cuando éste conoce la verdad, aquél es inevitablemente ejecutado.

El agente vivo o flotante es quien nos proporciona información válida. Sobre él, y en esta ocasión con un comentario puesto en boca de Tu Mu, el autor de “El arte de la guerra” aclara: “Son gentes que pueden ir y venir y transmitir informes. Como espías flotantes debemos reclutar hombres inteligentes, pero de apariencia estúpida, y hombres intrépidos, a pesar de su aspecto inofensivo; hombres ligeros, vigorosos, audaces y valientes, acostumbrados a las tareas humildes y capaces de soportar el hambre, el frío, la suciedad y la humillación”.

En consecuencia, en el entorno militar nadie es tratado con tanta consideración como los agentes secretos, ni a nadie se le otorgan recompensas tan grandes como a ellos, ni hay asunto más secreto que el espionaje. Si no se les atiende con la conveniencia adecuada pueden convertirse en renegados y trabajar para el enemigo filtrando nuestra propia información, razón por la que se les debe respetar y recompensar confiando en que harán bien su trabajo. Tan suicida es no mantener secretos propios como renunciar al espionaje del enemigo.

Tampoco se deben utilizar espías sin sagacidad y conocimientos, ni servirse de ellos sin humanidad y justicia. No facilitarán la verdad sin sutileza, siendo necesario reconocer que son útiles en todas partes, pues resolver cualquier asunto exige un conocimiento previo del mismo que no siempre se tiene al alcance de la mano.

Si un agente divulga prematuramente planes relacionados con operaciones secretas, él y todos aquellos a quienes se los ha comentado, sentencia Sun Tzu, deben morir. Se elimina al espía por filtrar información y se elimina también a quien la difunde para que deje de hacerlo.

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Siempre que se quiera atacar a un ejército, asediar una ciudad o matar a una persona, primero se ha de conocer la identidad de los generales enemigos, de sus aliados, sus habitantes, sus centinelas y sus criados; así pues los espías deben averiguar todo sobre ellos. Antes de atacar y combatir, hay que sopesar el talento de los servidores del enemigo y enfrentarse a cada uno de acuerdo con sus capacidades.

Lo esencial para el gobernante es conocer y controlar las cinco clases de espionaje, lo que depende de los agentes dobles. Éstos siempre deben ser bien tratados, pues sólo averiguando la situación del enemigo mediante su acción enmascarada se pueden utilizar los demás tipos de espionaje. El espionaje es de importancia capital para las operaciones militares y los ejércitos dependen de él para cumplimentar con éxito sus acciones. Nunca será ventajoso actuar sin conocer la situación del enemigo, pero tal conocimiento no es posible sin ejercer el espionaje.

El autor de los trece capítulos sin duda más reveladores sobre el origen y las claves del espionaje, concluye sus máximas sobre la materia recordando que las operaciones secretas son esenciales en la guerra; de ellas depende el ejército, afirma, para realizar cada uno de sus movimientos. Y las cierra con un broche de oro, incuestionable a fuerza de sencillo, que atribuye a Chia Lin: “Un ejército sin agentes secretos es como un hombre sin ojos y sin oídos”.

Sun Tzu necesita pocos comentarios porque, como señalábamos al principio, se explica por sí mismo. En su filosofía se reconocen una gran imaginación y enormes conocimientos militares, en combinación con una excepcional síntesis conceptual. La vigencia de sus ideas a lo largo de casi 2.500 años refrenda su indudable genio como estratega de la guerra y de la política: dos potencialidades del hombre íntimamente asociadas.

Bajo esta consideración, sus recomendaciones tácticas son de nuevo incuestionables:

“Cuando el enemigo avanza, nos retiramos. Cuando el enemigo para y acampa, lo molestamos. Cuando el enemigo trata de evitar el combate, atacamos. Cuando el enemigo se bate en retirada, lo perseguimos…”.

Pero toda esta reveladora filosofía, junto con la necesidad que tiene la humanidad de conocer aquello que ignora y que condiciona su futuro más inmediato, y en definitiva de continuar su incansable avance en busca de la verdad suprema, constituye la base mental para generar cualquier actividad que pretenda influir en su libertad y seguridad institucional. La evolución y creciente complejidad de las relaciones internacionales, que en última instancia son el instrumento para proteger y ampliar los intereses de la comunidad, van a influir también de forma decisiva en la conformación y el desarrollo de

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los Servicios de Inteligencia, junto con la propia naturaleza de los regímenes a los que sirven.

En la civilización griega, la lucha política estuvo marcada por la rivalidad de las “ciudades-Estado” y por una característica que perdurará, sin grandes cambios, hasta el siglo XIX: la precariedad de las comunicaciones. En efecto, para transmitir sus mensajes o desplazarse de un lugar a otro, el hombre sólo disponía de la vela, el remo o el caballo. Esta limitación fue determinante para cualquier planeamiento de adquisición y explotación de la información.

Y esa situación, caracterizada por las limitaciones de la ubicuidad humana, condiciona otro instrumento, el diplomático, que en realidad sólo será eficaz tras la derrota de Napoleón, cuando en 1815 finalizan los congresos de Viena y de Aquisgrán y se reconocen internacionalmente una serie de convenciones y normas para asegurar el trabajo de los agentes diplomáticos en el exterior.

Hasta ese momento, los problemas del transporte y la comunicación, junto con las inseguridades que acarreaban, serán, en síntesis, factores condicionantes del quehacer de los enviados a países extranjeros, casi siempre acogidos con desconfianza al ser considerados como una fuente de información inestimable para sus soberanos o señores y advertir que su conocimiento del eventual enemigo era peligroso para la seguridad del reino visitado. En la antigüedad, estos enviados tenían carácter esporádico o puntual para cumplir misiones concretas y por eso sólo podían rendir informes a su regreso o, alternativamente, contratar comerciantes que llevasen noticias a su país de origen, pero sin poder establecer una red informativa permanente.

En Esparta aparece, quizás, el primer sistema de comunicación secreto cuando sus cinco éforos deseaban hacer llegar mensajes confidenciales a un general o embajador en misión oficial. Para ello se utilizaba un bastón cilíndrico de madera, enrollando oblicuamente a su alrededor una estrecha tira de papiro o cuero en la que se escribía el mensaje en sentido longitudinal, de manera que no sobrara ni faltara bastón. Una vez escrito el mensaje, se enviaba la tira sin el bastón, quedando ésta configurada por una serie de letras sin sentido alguno. El destinatario que disponía de un bastón de idéntico diámetro y longitud que el utilizado por el éforo, sólo tenía que acoplar la tira para poder leer con claridad el mensaje que había recibido. Tucídides4 da el nombre de “escitala” al conjunto de bastón y tira, mientras que Plutarco5, por su parte, lo llama “correa”.

4Tucídides, “Historia de la guerra del Peloponeso” (Editorial Gredos, 2000).

5Plutarco, “Vidas paralelas” (Amigos del Círculo del Bibliófilo, 1980).

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Si consideramos el espionaje como la obtención de información secreta, los oradores o heraldos de las ciudades-Estado griegas pueden considerarse no sólo el antecedente de los embajadores, sino también los primeros espías que aportan una información de calidad, al ser escogidos en función de su elocuencia, inteligencia y habilidad. Y ello aunque la principal tarea que tenían encomendada fuese la de abogar, con la excelencia de su discurso, por la causa de su ciudad ante las asambleas populares de la liga anfictiónica, como la de Delos, o ante las asambleas de las ciudades-Estado rivales.

En su “Historia de la guerra del Peloponeso”, Tucídides recoge numerosos ejemplos de esa oratoria, así como ideas muy elaboradas sobre estrategia indirecta, sobre la importancia de conservar la superioridad marítima como medio decisivo para resistir el empuje de los peloponesios en el Ática o sobre la generación sistemática de sorpresa y decepción en el adversario, atacándole en sus puntos débiles y rehuyéndole cuando se presenta en orden de batalla. De esta forma arengaba Pericles a los atenienses poco antes de iniciarse la guerra contra Esparta y sus aliados.

Pero las conferencias anfictiónicas acabaron por no funcionar debido a dos razones. La primera es que varias ciudades-Estado quedaron al margen de las mismas. Y, en segundo lugar, porque no estaban dotadas de fuerza colectiva suficiente como para imponer sus resoluciones a los reinos más poderosos; situación muy similar a la que en el siglo XX tuvo que afrontar también la Sociedad de Naciones y después la ONU, instituciones que, no obstante, tuvieron una gran influencia estabilizadora y contribuyeron al progreso del entendimiento internacional y a un incipiente arbitraje en la solución de problemas regionales comunes. La llegada al poder de Alejandro Magno acabó con el espíritu de la anfictionía: la cooperación cedió paso a la subordinación, perdiéndose, en buena medida, la esencia misma de la libertad y de la convivencia democrática que habían hecho florecer los atenienses6.

La aparición del imperio romano prolonga la situación generada durante la breve hegemonía macedónica. Con su consolidación, los pueblos vecinos se ven sometidos a una interrelación de tipo colonial, aunque es ahí, en la utilización que hace Roma de la fidelidad a los pactos suscritos con otros pueblos sin distinción de razas y aplicables en cualquier circunstancia, donde se encuentra la razón más profunda de su creciente influencia mediterránea, no sólo basada en su poderío militar. El pacta sunt servanda será su mejor “imagen de marca” y servirá como tarjeta de presentación para romanizar el mare nostrum, llegando además a nuestros días como uno de los pilares del derecho internacional público.

6 Harold Nicolson, “La diplomacia” (Fondo de Cultura Económica, 1975).

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Entonces, según recoge Harold Nicolson en su obra “La diplomacia”, todos los pasaportes y salvoconductos para circular por las carreteras romanas se estampaban sobre placas dobles de metal unidas de forma especial. Esos permisos metálicos se llamaban “diplomas” y más tarde se ampliaron como soporte de otros documentos oficiales no metálicos, en especial aquellos que conferían privilegios o contenían acuerdos con tribus extranjeras. A medida que se iban acumulando estos documentos, surgió la necesidad de introducir en los archivos imperiales un orden y una clasificación que permitiera su utilización permanente. En ese momento nace la profesión de “archivero” y los métodos de documentación, tan necesarios en el trabajo de información y en su aplicación básica para planificar la solución de cualquier problema.

Cuando los emperadores ven peligrar su poder, tratan de conservarlo utilizando varios métodos. El primero es debilitar a los bárbaros enfrentándolos entre sí. El segundo consiste en granjearse la amistad de los pueblos fronterizos con subsidios o encuadrándoles en sus tropas auxiliares, como sucedió con los visigodos en tiempos del rey Alarico II. Y el tercero es lograr la conversión de sus jefes al catolicismo, lo que automáticamente generaba una comunidad de intereses al estar el trono en esa época unido al altar y provenir el poder de un único y sobrenatural origen.

En cualquier caso, para alcanzar sus objetivos, los emperadores necesitaban estar perfectamente informados de las ambiciones, debilidades y recursos de los déspotas que podían convertirse en una amenaza, de forma que sus enviados, además de representar los intereses de la corte, debían suministrar informes sobre la situación interna de las otras cortes que visitaban y de sus relaciones con las tribus vecinas. Por ello, era preciso contar con hombres que, además de poseer dotes declamatorias adecuadas, fueran buenos observadores y conocieran con precisión los intereses del imperio.

Así, los reyes y emperadores cubrían sus necesidades de información utilizando la confidencia y el rumor del palacio o del zoco. En las relaciones internacionales, el soberano se informaba esporádicamente con las noticias que le facilitaban sus enviados “diplomáticos”. Pero en el interior de cada reino la recogida de información era más completa y sofisticada, además de poseer un carácter continuo, ya que la conservación del poder constituía la principal preocupación de cualquier gobernante. En esa dinámica, a mayor necesidad se va implantando más y mejor organización. Por ello, tanto en la antigüedad como en la edad media, los reyes tenían una información incipiente en el interior de sus dominios y solo un sistema de confidencias esporádicas sobre los reinos vecinos.

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Es interesante señalar que, sin haber existido un contacto permanente ni fácil entre el mundo oriental y el occidental por la dificultad de las comunicaciones, tampoco se ha conocido una sistematización similar a la realizada por Sun Tzu sobre la guerra y la estrategia en otros pueblos ribereños del Mediterráneo. Sí existe, no obstante, una concordancia en la filosofía y en la praxis combativa de ambas culturas, razón por la que, al leer a los historiadores griegos, se comprende fácilmente que el arte de la guerra es consustancial con el hombre desde que vive en sociedad y lucha con otras comunidades por prevalecer primero y por dominarlas después.

Más tarde, ya en los albores del renacimiento, se inicia la costumbre de establecer en las principales cortes representaciones con carácter permanente. A Venecia le correspondió ser la pionera de esa iniciativa en Europa. Sus embajadores fueron responsables ante la Señoría de toda la información sensible que afectaba al reino ante el que estaban acreditados. Una vez establecidos, estos enviados plenipotenciarios montaban a su alrededor una red que les permitía satisfacer las necesidades informativas de la República, práctica que con el tiempo imitaron muchos reinos montando misiones permanentes por toda Europa. En estas representaciones se daba gran importancia a la imagen del rey que trasmitía el enviado, por lo que, generalmente, eran asignadas a personas afines y pertenecientes a la alta nobleza. Además, representar al soberano constituía un gran honor y, en consecuencia, el propio enviado era quien solía correr con los gastos oportunos.

No es de extrañar que Italia fuera la cuna del espionaje organizado en Europa, pues sus ciudades-Estado, que estaban sometidas a fuertes rivalidades, no sufrieron los rigores del feudalismo como el resto del continente (excepción hecha de España que estaba inmersa en su lucha contra el Islam), relacionándose además por múltiples intereses comunes. Pero aquella península se convertiría, sobre todo, en un territorio donde los reinos vecinos más poderosos competían con fuerza por la hegemonía regional, siendo las alianzas entre esos príncipes italianos las que a menudo inclinaban la balanza de uno u otro lado. Durante siglos, Italia soportó que en sus territorios acampasen con frecuencia ejércitos extranjeros. La información se convertiría así en el principal instrumento de supervivencia política, mientras no se tuvieran, como era el caso, medios materiales suficientes para asegurar la libertad y la independencia.

Con la unificación de España tras la conquista de Granada por los Reyes Católicos (1492), y solucionado el problema sucesorio de Castilla (1476), la corona española entra en un periodo de paz interna a la vez que sus ambiciones internacionales experimentan una fuerte expansión. El descubrimiento de América, la política mediterránea y los

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enlaces matrimoniales, serán los tres ejes principales sobre los que pivotará ese engrandecimiento.

A raíz de uno de estos matrimonios, el de Catalina de Aragón con Enrique VIII de Inglaterra, es precisamente cuando Fernando el Católico introduce la sistematización informativa con el fin primordial de salvaguardar los derechos sucesorios de María Tudor y la prominencia de los intereses españoles en la corte inglesa.

En este periodo es cuando se inician en Europa los balbuceos de la “información activa”, que poco a poco se va haciendo más extensiva, facilitando también la comunicación y el contacto, pues si por un lado es necesario conocer mejor al posible rival para derrotarlo, tampoco deja de considerarse conveniente realizar intercambios y establecer lazos de todo tipo. Y esta es una característica de la modernidad del renacimiento, pues ayuda a romper las barreras y el ocultismo medieval.

Por otra parte, hay que considerar que la nueva práctica del espionaje corre pareja con la evolución de la diplomacia, ya que ambas (información y política exterior) se complementan para satisfacer las necesidades del soberano en el ámbito internacional, necesitándose también una a otra para poder desarrollar su función con mayor eficacia. Así, la historia de la diplomacia está estrechamente influenciada por las acciones informativas que se realizan en cada momento, de cuyo resultado dependía en gran manera el objetivo final que se deseaba alcanzar.

El desarrollo de la información-inteligencia desde su primitiva praxis en la antigüedad hasta que se imponen los descubrimientos del siglo XIX, recorre caminos análogos en los diferentes países europeos, directamente relacionados con los avatares de la historia de cada uno. Aquellos que han tenido claras sus aspiraciones en la acción internacional, y que se dotaron de los medios necesarios para alcanzarlas, han podido, en mayor o menor medida, preservar su posición internacional. Los que por el contrario perdieron su ambición o su coherencia, o pretendieron afrontar sus retos antes de estar debidamente preparados para ello, han visto a la postre como su propia decadencia y la posición dominante de alguna potencia extranjera sobre sus intereses les impedía defender su soberanía con eficacia.

Existe, pues, una constante en la ascensión y decadencia de los pueblos centrada en la cohesión interna, que es la mayor fuente de legitimidad desde el momento que genera poder y por tanto respeto. La ausencia de identidad interna generó la caída del imperio romano y la descomposición de la monarquía hispánica, de la misma manera que cuando existió conllevó su florecimiento.

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Con la hegemonía europea en manos de la Casa de Austria y con el temible Felipe II ejerciendo en el trono de España, Madrid será el lugar donde se establecen las principales redes de influencia de las diferentes cortes que aspiran a incidir en algún momento sobre las decisiones del llamado “rey prudente”. La ausencia de validos en este reinado, la utilización sectorial de los secretarios reales y el estrecho control regio que se ejerce sobre ellos tras la experiencia de Antonio Pérez, y sobre todo el carácter desconfiado y retraído del monarca, harán ciertamente difícil la aproximación inicial a su persona, siendo todavía más inalcanzable poder mantenerla durante largo tiempo cuando por fin se hubiera conseguido.

No obstante, como se deduce leyendo la obra de Karl Justi sobre Velázquez7, que nos introduce magistralmente en la sociedad cortesana del barroco español y en las prácticas al uso para conseguir información, influencia y poder, el hombre más poderoso del orbe tenía una afición por la bufonería que le servía de escape frente a la seriedad impuesta en todos sus actos regios, siendo en efecto personalmente amante de burlas y chanzas. Como consecuencia de ello, los bufones, o los “hombres de placer” como se les llamaba entonces, eran los encargados de provocar el real agrado y también personajes privilegiados a los que todo les estaba permitido. No había rincón de palacio que tuvieran prohibido ni ocurrencia suya que hubiera de ser censurada. Estaban siempre presentes en los almuerzos reales y formaron parte inexcusable de su séquito cuando Felipe II viajó a Inglaterra para casarse con María Tudor.

En ese contexto cortesano, no era de extrañar que las diferentes monarquías europeas utilizaran a los bufones como el medio más rápido y seguro para aproximarse al favor de Felipe II, sobre todo considerando que su gusto por ellos aumentó con la edad y el padecimiento de gota. Esa era la razón por la que en las misiones más delicadas se prefería utilizar a personas dotadas con gran sentido del humor: así verían facilitado el muy restringido acceso a Su Majestad Católica. Bien explícito al respecto sería un despacho, comentado también en la obra de Justi y fechado el 19 de mayo de 1598, en el que el embajador veneciano en Madrid relataba a la Señoría el hecho de que el gran duque de Toscana, Fernando I, hiciera portador de sus regalos de esponsales para el archiduque Alberto y la infanta Isabel Clara Eugenia a un pretendido bufón florentino, cuya habilidad le granjeó rápidamente el favor real, acreditando a la vez sus dotes negociadoras y su sutileza como informador en todo lo relacionado con aquel matrimonio.

7 Karl Justi, “Velázquez y su siglo” (Editorial Istmo, 1999).

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Una prueba del prestigio que tenía la bufonería en esa época, se acredita con la noticia de que incluso Lope de Vega actuara de cómico chocarrero durante el matrimonio de Felipe III.

En el archivo de Mantua se conservan también las cartas del buffone Jerónimo Fonati, quien al llegar a Valladolid en 1604 fue recibido por los grandes de la corte y, de inmediato, presentado por éstos al Rey: su primera “actuación” le valió el obsequio real de cierta vestimenta valorada en 500 escudos. De inmediato, el embajador anunciaba por escrito a su duque que aquel personaje “le podrá dar plena información de la Corte española, de la que ha conocido, en muy poco tiempo, toda favorable y adversa fortuna”.

Durante el reinado de Felipe IV los bufones llegan al cenit de su influencia, proliferando en el teatro, las audiencias y en todo tipo de recepciones. Ningún lugar les estará vedado. A veces se daba el caso de que, para ganar importancia, personas de la corte tomaban el aspecto de bufones, como sucedió con el ayuda de cámara Manuel Gómez, quien se convirtió en uno de los personajes con más influencia sobre el rey en los últimos años de su vida, y también en actor principal del intento de casamiento entre la hija de don Luís de Haro y el duque de Módena. Los grandes y los embajadores se disputaban su amistad, pues podía deslizar la palabra que más interesara en el momento y el lugar más adecuados. En 1661, el embajador de Toscana, Vieri Castiglioni, le pagaba seis piezas “de a ocho” por facilitarle una audiencia real.

La naturaleza “bufa” de los depositarios de la influencia y la información durante el predominio de la monarquía hispánica, marcaría el sello de su decadencia.

En esa misma época se contempla también el auge del liberalismo político y económico. Y serán precisamente aquellas naciones que impulsan en su territorio la filosofía liberal las que, al conseguir un mayor reconocimiento de sus modernas propuestas en el concierto de las naciones, obtendrán más beneficios históricos.

En Inglaterra es donde, a mediados del siglo XVI y durante el reinado de Isabel I, se organiza el primer “servicio secreto”. El jefe pionero de este tipo de organismos modernos es un secretario de Estado, sir Francis Walshingam, lo que es completamente lógico al surgir la diplomacia y el espionaje de una necesidad única: acercarse y conocer a otras comunidades con las que se van a mantener relaciones para defender intereses muchas veces contrapuestos y casi siempre vitales. Aunque en este caso el motivo hay que buscarlo en una razón dinástica, como fue afianzar al último miembro de la Casa Tudor frente a las aspiraciones de la Casa Estuardo.

Ese es el momento en el que empiezan a utilizarse en Europa las escrituras secretas, las cartas autenticadas, los sellos y los códigos. Es un periodo muy difícil en la historia de

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Inglaterra, ya que, en el campo internacional, la enemistad con el rey de España, Felipe II, y la posibilidad de ver invadidas sus islas por las tropas de Alejandro Farnesio, se agravaron con la amenaza de guerra civil a consecuencia de la rivalidad existente entre la reina virgen y María Estuardo.

Walshingam envía por primera vez agentes a su principal amenaza: España. Estos utilizarán la embajada de Madrid para su apoyo informativo y, junto con los espías enviados a Flandes, descubrirán a tiempo los preparativos de la Armada Invencible que Felipe II lanzaría contra Inglaterra. El espionaje inglés estuvo ayudado de manera decisiva en ese incuestionable éxito por las indecisiones del rey prudente.

De esa forma, y una vez más, el factor humano toma carta de naturaleza como determinante en el desarrollo de la historia de los pueblos. La derrota de “la Invencible” marcará el comienzo de la decadencia psicológica de nuestra monarquía, mientras que la decadencia militar se pospone hasta el siglo siguiente. Para Inglaterra supone la garantía de su seguridad geográfica hasta que aparezcan las ambiciones hitlerianas, y también el encontrar un acomodo en el marco internacional frente a España, al tiempo que resolvía su problema interno al diluirse la amenaza de guerra civil con el ajusticiamiento de la reina escocesa.

En tiempos de Cromwell, a mediados del siglo XVII, la información se divide en dos ramas, externa e interna, y se desarrolla la censura postal. El primer presupuesto aprobado para esta tarea es de 70.000 libras esterlinas.

Lo que caracteriza al sistema inglés a partir de Isabel I es la continuidad y la tenaz insistencia con que intenta alcanzar sus objetivos estratégicos, centrados en tres aspiraciones: la conservación de la independencia de las Islas Británicas, asegurar el comercio mundial con la libertad de navegación por todos los mares del mundo y, finalmente, considerarse enemigo natural de cualquier nación que amenace la independencia de los países pequeños. Todo ello hará que Inglaterra establezca una política internacional de equilibrios de poder, que se irá perfeccionando a lo largo de los años según vaya consolidando el suyo y, en consecuencia, su estatus internacional.

Esa concepción equilibrante de la política, tendrá dos características sumamente pragmáticas: evitar planteamientos a largo plazo y no adquirir compromisos continentales de carácter permanente. Con ella se conseguirá mayor libertad de acción y decidir en cada momento lo que aconseje la situación para obtener el mejor resultado.

La inspiración mercantilista de esta actitud es tan evidente como su validez práctica, sobre todo sí se consideran los resultados materiales obtenidos. Palmerston destacaría más tarde con acierto la singular característica de la diplomacia inglesa, mantenida

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durante siglos: “Política estrecha es suponer que a éste o aquél país, debemos señalarlo como nuestro eterno aliado o perpetuo enemigo. Nuestros intereses son eternos y perpetuos, y esos intereses es nuestro deber conseguir”8.

En la vecina Francia, las redes clandestinas se desarrollaron principalmente durante el reinado de Luís XIII y de su valido, el cardenal Richelieu. Durante la regencia de Ana de Austria, el también cardenal Mazarino continuó el sistema ideado por su antecesor, que termina logrando la perfección durante el reinado de Luís XIV. La conocida novela de Alejandro Dumas, “Los tres mosqueteros”, recoge quizás las primeras aventuras de espías y agentes dobles basadas en hechos más o menos ciertos.

La situación política de Francia en ese periodo se caracteriza por una fuerte rivalidad con España en el ámbito internacional. El duelo entre el cardenal Richelieu y el conde- duque de Olivares se desarrolla en el marco de la guerra de los Treinta Años, durante la que aquél maniobra con habilidad, primero para aislar internacionalmente a España y después para derrotarla en Rocroi (1643). Esta batalla consumaría la decadencia española, iniciada cincuenta años antes, marcando un punto de inflexión en la hegemonía europea que, a partir de ese momento, se decanta cada vez más por la Casa de Borbón en detrimento de la Casa de Augsburgo. Y ello hasta que en Europa se consolide definitivamente la hegemonía francesa gracias a la paz de Utrecht, cuando se instala en el trono de España la rama cadete de los Borbón y se consigue un sistema internacional estable hasta la revolución francesa.

En el interior, Francia también se había visto desgarrada por las guerras de religión durante la segunda mitad del siglo XVI, resueltas en 1598 con el edicto de Nantes por el que se reconocía a los hugonotes libertad de conciencia, libertad limitada de culto, igualdad política y derecho al sostenimiento de más de cien plazas fuertes. Durante la influencia de Mazarino, a partir de 1648, se produce también un movimiento, conocido como “la fronda”, en contra de la política absolutista del ministro y que unió a la alta nobleza y a la burguesía de una manera circunstancial, pues los intereses sustanciales de ambas eran completamente dispares. Después de los dos destierros impuestos al cardenal, se afianza el absolutismo real y se inicia el declive político definitivo de la alta nobleza.

Durante las guerras de religión francesas, España apoyó al partido católico de los Guisa enajenándose la voluntad del primer Borbón en el trono de Francia, Enrique IV. Más tarde, en la época de “la fronda”, Felipe IV respalda decididamente al partido de Ana

8 Universidad de Cambridge, “Historia del mundo moderno” (Editorial Sopena, 1980).

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de Austria, lo que a medio plazo le supondría perder gran parte de su influencia entre la alta nobleza francesa.

En el establecimiento de sus redes clandestinas, Richelieu se sirvió de las ya existentes en el medio eclesiástico para obtener unos resultados óptimos, asegurándose, además, una fidelidad máxima con unos costes mínimos. El gran impulso a las tareas de información se produce durante el reinado de Luís XIV, quien por primera vez sistematiza e integra la información diplomática con la procedente del espionaje, a raíz de suscitarse la sucesión al trono de España y la posibilidad de colocar en el mismo a uno de sus nietos. Su acierto proporcionaría a Francia un estatus privilegiado que se mantuvo durante todo un siglo.

Por otra parte, las redes informativas religiosas se vieron complementadas también con una legión de falsos monjes, aventureros, viajantes anónimos y hermosas mujeres que aparecían y desaparecían en los lugares más insospechados y sensibles9. Es la primera vez que, con carácter general, el rey contrasta de forma sistemática la información de sus embajadores con la que le proporcionan los espías, mientras que la de éstos se tamiza con la que le llega de sus representaciones permanentes o con la que le aportan sus enviados diplomáticos en misiones especiales.

El rey Sol establece por toda Europa un complejo de información mucho más eficaz que el del resto de sus rivales, tanto por su moderna organización como por la operatividad de sus planteamientos. A la hora de sustentar decisiones políticas o militares nunca se encuentra desasistido en el plano informativo. Recompensa con generosidad los servicios prestados y se asegura la fidelidad ad personam al haber sido capaz de generar en sus súbditos el convencimiento de que el mejor informado del reino era el propio rey. Y evita depender en ese ámbito de cualquier enviado diplomático o de cualquier espía singular, siendo él mismo quien dirige, orienta y marca las prioridades y los plazos necesarios para cumplir las misiones.

Con su sucesor, Luís XV, el sistema entra en crisis al propiciarse el favoritismo y descuidarse el control de la eficacia y de la lealtad. El “gabinete negro” de madame De Pompadour será todopoderoso en la corte y capitalizará el poder del rey pero sin su control personal, sirviendo antes a los intereses de quienes lo integran que al del propio monarca, que ostenta la soberanía y es a quien se debe servir en un régimen absolutista. Con Luís XV se pondrán los cimientos del edificio revolucionario que estalla en el reinado siguiente, consolidando la ruina de la dinastía borbónica con el desconocimiento que se tiene en Versalles de la realidad vital parisina. Días antes de la toma de la Bastilla, y

9 Lucien Bély, “Espions et ambassadeurs au temps de Louis XIV” (Editions Fayard, 1990).

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después de un invierno especialmente cruel, María Antonieta y sus cortesanos se deslizaban en trineos por los jardines de Versalles, utilizando harina como nieve. El eficaz sistema organizado por Luís XIV se había perdido, dando paso a otro útil, sobre todo, para acoger a tipos oportunistas y hábiles que terminarían propiciando el derrumbe del régimen absolutista.

Por entonces, la situación en España era muy desfavorable. En los últimos años del reinado de Felipe II se pierde la iniciativa política y se anuncia una decadencia definitiva consumada con los Austria menores, quienes de forma progresiva la van incrustando en todos los ámbitos del reino. La dinastía, agotada políticamente, llega además a los albores del siglo XVIII con pocas posibilidades de continuidad debido a la falta de descendencia de Carlos II. La guerra de Sucesión se salda con una victoria de la Casa de Borbón y con la entronización en España del duque de Anjou (Felipe V), mientras en Europa, después de la paz de Utrecht, se instaura un nuevo orden internacional y un equilibrio continental que perdurará hasta la revolución francesa, y que saltará definitivamente en pedazos cuando Napoleón Bonaparte accede al poder con el golpe del 18 brumario (9 de noviembre de 1799).

Para España, la llegada de los Borbón significa la aceptación definitiva de su papel internacional como potencia de segundo orden y la admisión de la tutela francesa en la política exterior, con la excepción de algún breve periodo de tendencia anglófila. Esa subordinación a Versalles hace que no exista un campo informativo autónomo y que se esté más pendiente de las directrices que llegan de la corte francesa que de articular un sistema para proteger los intereses del reino como es debido. Los primeros monarcas borbónicos, llenos de melancolía por el paraíso perdido, sólo piensan en recuperarlo de alguna manera, reflejando su nostalgia en la construcción de los palacios de La Granja y Madrid, que ocupan verdadera y prioritariamente la atención real.

En los días del absolutismo y su aggiornamento (el despotismo ilustrado), el país en su más amplia concepción, con todos sus territorios y sus habitantes, se consideraba propiedad absoluta del soberano reinante, que decidía sobre la guerra y la paz. Esa es la razón de que en los siglos XVI al XVIII la acción directa o indirecta de información se oriente esencialmente hacia los soberanos y hacia su entorno de influencias, como táctica más acertada para conocer sus verdaderas intenciones. En esa época adquiere gran importancia en toda Europa conocer lo que se gesta en la corte, antes que lo que se vive en la calle. Aunque cuando la inquietud ciudadana crezca en dimensión e importancia política, el país entre en la revolución.

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Ante esa situación, los métodos empleados para obtener información de calidad se basan, sobre todo, en la corrupción de la corte. El soborno era algo tan natural como en época más actual lo serán los “comisionistas”, llegándose a emplear todos los medios imaginables para obtener el apoyo del favorito de turno y, si ello no era posible, para maquinar su sustitución, haciéndole perder el apoyo real. Es un momento cumbre del espionaje y la diplomacia de boudoir (alcoba), que consiste en alcanzar un grado de intimidad con el soberano suficiente como para servirse de él y lograr que tome decisiones acordes con las intenciones del rival, del aliado y de personas o grupos ajenos a los intereses generales del reino, para quienes, en definitiva, se termina trabajando.

Al fin y al cabo, tampoco el entorno real se sustraería, entonces como después, a la conflictividad de las pasiones humanas. Aún más, quizás no sea gratuito recordar al respecto la frase recogida por Ángel Ossorio y Gallardo en relación con el pensamiento de Francesc Cambó: “Los regímenes políticos no se derrumban ni perecen por el ataque de sus adversarios, sino por la aflicción y el alejamiento de los que deberían sostenerlos”. En nuestros días, el ex jefe de la Casa del Rey, Sabino Fernández Campo, ya fallecido, precisaría con mayor adecuación esta misma realidad al periodista Manuel Soriano: “Las monarquías no caen por los republicanos, sino por su propia obra”10.

10 Manuel Soriano, “Sabino Fernández Campo. La sombra del Rey” (Ediciones Temas de Hoy, 1995).

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Del derecho divino a la soberanía popular

La revolución francesa y el primer imperio napoleónico marcan un hito en la historia de Europa en todos los órdenes. Después de la derrota del emperador y de restaurar en el trono a Luís XVIII (año 1814), se inicia un proceso legitimista por todas las cortes europeas para recuperar el antiguo régimen, que se prolonga hasta la I Guerra Mundial. El nuevo marco de relaciones internacionales se acordará en el Congreso de Viena de 1815 y será válido hasta que en 1918 se derrumben los imperios centrales: Alemania y Austria. Ese siglo estará marcado por el nacimiento y auge de los nacionalismos, la revolución y la irresistible ascensión de la burguesía al poder político. Para perdurar, las casas reales han de aliarse con el tercer Estado y respaldar la nueva ideología, primero aceptando una fórmula de Carta Otorgada y más adelante con el parlamentarismo constitucional.

Se trata, por tanto, de un siglo agitado, de lucha continuada para protagonizar la hegemonía continental y que, además, testimonia la aparición del nuevo colonialismo europeo en África y Asia. La derrota francesa en Sedán acabará definitivamente con la monarquía en el país vecino, mientras el imperio alemán se materializa con un claro papel de árbitro regional. Gran Bretaña amplia sus rutas comerciales hacia la India y ejercerá como fiel de la balanza continental en su reconocida política de equilibrios, volcándose hacia uno u otro lado según aconseje la situación internacional.

Es un periodo en el que, de manera prácticamente generalizada, la estabilidad interna predomina sobre los asuntos de política exterior. La revolución es la preocupación principal de los príncipes europeos y, por ello, cuando aparece la amenaza desestabilizadora se olvida cualquier rivalidad. La Santa Alianza es una plasmación de esta solidaridad coronada “entre primos”, que se activa con la mínima señal de alarma. En consecuencia, la información estará orientada, de manera prioritaria, a detectar y

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detener cualquier brote revolucionario. En segundo término se atenderán las necesidades exteriores.

En Francia es Fouché quien organiza su primer sistema de espionaje interior. Sobrevive al Directorio, a Napoleón (de quien es ministro de la Policía General) y a Luís XVIII. Tras la caída definitiva de Napoleón después de “los cien días”11, renuncia a la Presidencia de la República en una memorable cena mantenida tête à tête con Talleyrand, dando lugar a que Luís XVIII pueda ser restaurado por segunda vez. Fouché es el inventor de los expedientes personales y aunque Napoleón no se fía de él, tampoco se atreve a sustituirlo: Josefina recibía 30.000 francos al mes como uno de sus agentes de influencia.

Por su parte, Napoleón crea un servicio propio de información de naturaleza militar y exterior, nombrando a Savary jefe del mismo. El principal agente será Schulmeister, a quien se confía el secuestro del duque de Enghien, distinguiéndosele oficialmente por la información de interés táctico que aporta en las batallas de Ulm y Austerlitz. Derrotado el emperador, Schulmeister llegaría a ser jefe del servicio de información austriaco, a las órdenes directas de Metternich.

A partir de 1815, el servicio de información francés prestará mayor atención a la amenaza interior que a la amenaza exterior debido, como se ha comentado, a las fuertes tensiones revolucionarias, siendo este abandono del ámbito informativo internacional uno de los factores que influirán en el desastre de Sedán (1870) y en el hundimiento del segundo imperio de Napoleón III. Esta derrota se instalará como una vergüenza en el corazón de los franceses, quienes a partir de entonces generan un temor ante su vecino oriental que termina siendo atávico. A consecuencia de ello, su política exterior será tensa, rígida y poco pragmática, sin ninguna tolerancia, a la vez que imbuida de la grandeur inspirada por su superioridad cultural. Una gran pasión por la lógica, el derecho y el realismo extremado, harán que ese periodo sea poco favorable a sus intereses europeos.

En Alemania, el siglo XIX supone alcanzar el sueño de unión mística del pueblo en torno a Prusia y a las fuerzas elementales de la naturaleza. Su política exterior se fundamentará en la fortaleza nacional hasta el triunfo de la guerra franco-prusiana, y en la moderación una vez lograda la hegemonía europea. Bismarck culminará su “triple alianza” internacional con Austria-Hungría e Italia (1882) para articular la estabilidad continental y consumar el aislamiento de Francia, bien es verdad que ayudado por la

11 En 1815, Napoleón abandona la isla de Elba y toma de nuevo el poder. A continuación se produce su derrota frente a ingleses y prusianos en Waterloo y su abdicación definitiva. Este periodo de su corta reentrada en la historia, se conoce como “los cien días”.

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propia torpeza francesa. En este periodo, la información alemana prestará una atención prioritaria al ámbito exterior, puesto que el interés del Estado se centra en construir un gran imperio alemán y para ello primero es preciso derrotar a Francia y después aislarla. El espionaje germánico se dedicará a impedir la revancha de la nación vecina y a orientar su potencia militar y su orgullo nacionalista hacia la aventura colonial.

Gran Bretaña proseguirá su política de espléndido aislamiento frente a los problemas del continente, pero propiciando siempre un equilibrio instrumental que preserve la estabilidad europea. Tras las guerras napoleónicas reforzará su inteligencia naval con objeto de garantizarse la hegemonía en el mar y asegurar la libertad de navegación. Al mismo tiempo, organiza una serie de redes en los puertos más importantes del mundo como apoyo para sostener su imperio de ultramar.

En Estados Unidos, el primer servicio de información aparece durante la guerra de la Independencia frente a Inglaterra y está organizado por el propio George Washington, que pone al frente del mismo a un amigo personal: el comandante Talmadge.

Durante la presidencia de Abraham Lincoln se funda la famosa “Agencia de Detectives Pinkerton” que opera en el ámbito interior y realiza misiones oficiales para la Casa Blanca. Al estallar la guerra de Secesión falla inicialmente la información nordista, teniéndose que implicar el propio presidente en la captación de agentes. Entonces se nombra a Baker jefe del servicio, mientras que los sudistas consiguen sus primeras victorias, como la de Mannasas, empleando mujeres para obtener información que comprometa al ejército de la Unión.

Italia, que después de la caída del imperio romano no había llegado a ser más que una concepción geográfica, accede a la unificación de la mano de Camilo Benso, conde de Cavour, consiguiendo con ello una participación creciente en los asuntos continentales. Desde el primer momento, la política exterior italiana se abre paso gracias a su excelente información, que le permite cosechar éxitos significativos apoyándose más en su habilidad diplomática para comprender la realidad internacional que en su fuerza militar o económica. El caso italiano es un claro exponente de como una inteligencia creativa es capaz de compensar ciertas carencias de tipo material.

En su libro “La diplomacia”, Harold Nicolson recuerda que la agilidad y la maniobra incesante son los dos ejes sobre los que gira la política exterior de Italia. Sus gobernantes no actúan bajo una concepción mercantil como los ingleses, ni tampoco son seguidores ciegos de la política de poder como los alemanes; sus parámetros de actuación son la búsqueda del camino más eficaz para alcanzar el objetivo en el menor tiempo posible y siempre con la vista puesta en el momento presente, sin hipotecas del

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pasado. En ese sentido, su política es la antítesis de la alemana, pues basa el poder en la diplomacia y no en la fortaleza de sus ejércitos, aunque tampoco es similar a la de Francia, puesto que considera que aliados y enemigos son intercambiables, bien al contrario de lo que hace nuestro vecino que asienta la estabilidad de su política exterior en alianzas perdurables y sólidas. Finalmente, la diplomacia italiana también es antitética de la británica pues no busca, como ésta, el éxito y el objetivo perdurable, sino el inmediato.

En la táctica negociadora de Italia puede observarse como, generalmente, se provoca la tensión bilateral al límite de lo soportable para llegar a la negociación final en las condiciones más extremas posibles, en las que el oponente tiene fundadas sospechas de la escasa voluntad política de arreglo y de las grandes probabilidades que existen para llegar a la confrontación. En esa situación de pre-ruptura, y sentados in extremis en la mesa de negociación, es cuando aparecen los datos conciliadores y las ofertas constructivas de arreglo. El oponente considera que su análisis político era incorrecto y se genera una corriente de empatía y distensión: la hipótesis más peligrosa deja entonces de ser la más probable y el éxito parece estar al alcance de ambas partes. Es destacable la capacidad italiana para comprender hasta donde llegan los intereses accesorios del oponente y en donde empiezan los esenciales, a los que no se puede renunciar.

Como factor determinante en todo ese periodo, hasta que finaliza la I Guerra Mundial, hay que considerar que en la política exterior el constitucionalismo va a remplazar al boudoir, aunque esa sustitución se efectúe de forma paulatina. Algunas cortes reales todavía consideran que las relaciones internacionales son una especie de jardín privativo y que, en consecuencia, la acción exterior se identifica con su persona. La realidad es otra, pues la Constitución de las diferentes monarquías europeas ya no legitima al rey para desarrollar esa política exterior como lo hacían sus antepasados, los monarcas del despotismo ilustrado.

Guillermo II, emperador de Alemania, concertó en 1905 una entrevista secreta en Björkoe (Finlandia) con su primo, el zar Nicolás II. Durante la misma, ambos soberanos sellaron una alianza entre sus países, pero, cuando cada uno regresó al suyo, los ministros correspondientes se negaron a refrendar el tratado suscrito de motu proprio, haciéndose público para su mayor oprobio que el acuerdo de Björkoe se consideraba nulo. Entonces, recuerda de nuevo Nicolson, ya se estimaba que “el capricho personal o las relaciones familiares no eran suficientes para determinar la política y los intereses de las naciones”.

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Puede decirse que, al ser este proceso de cambios paulatino y no traumático, la figura del monarca presentaba tonos más bien grises en las relaciones exteriores del país, siendo frecuente que los contactos e iniciativas que podía protagonizar en las fases iniciales se produjeran con el acuerdo previo de sus gobiernos. En definitiva, la personalidad del protagonista era la que hacía que esta proyección exterior fuera beneficiosa, como sucedió en el caso del rey británico Eduardo VII, o enojosamente perjudicial en el del emperador alemán Guillermo II.

Durante las últimas décadas del siglo XIX y en las primeras del XX, en las monarquías constitucionales de Europa funcionó lo que vino en denominarse “la internacional de los monarcas”, especie de masonería coronada que a veces trascendía de su obligación constitucional y del respeto debido a sus ministros y súbditos. Según Nicolson, el motivo de esa “confraternidad” iba más allá de los lazos familiares y suponía algo mucho más profundo: “la conservación del principio monárquico y la solidaridad ante la soledad que existe alrededor del trono”. Un ejemplo de como esas relaciones entre soberanos podían ser eficaces y laudatorias, si se mantenían con sentido común y modestia, lo ofrece la reina Victoria: bien conocido es el contenido de sus cartas a la emperatriz de Alemania y al zar Alejandro II para evitar en 1875 una segunda declaración de guerra a Francia por parte de Bismarck, poco después de proclamarse la III República, lo que sin duda hubiera significado un desastre de incalculables proporciones para el país galo.

Los descubrimientos científicos emergentes en el siglo XIX tuvieron, al igual que en cualquier otro ámbito de la actuación humana, una influencia decisiva en el campo de la información y en la creación de “inteligencia”. Las distancias se acortaron de manera impensable, el motor fue desplazando con rapidez los viajes a caballo y en barco de vela y la conquista del aire permitió, en adelante, concebir el mundo no en dos sino en tres dimensiones. Este acercamiento a lo antes remoto incrementaría el volumen informativo en términos de progresión geométrica, naciendo entonces la posibilidad de contrastar la información y de enriquecer el análisis al utilizarse fuentes muy dispares.

A la minimización temporal de las distancias geográficas hay que añadir el impulso experimentado en las comunicaciones con inventos como el teléfono y el telégrafo, que incidieron de manera decisiva en la prensa y también en la ampliación del campo informativo. Los países exóticos se acercan mucho más y ya no lo serían tanto, sin tener que someterse necesariamente a la literatura de “viajeros en casa”, popularizada por Richard Ford a principios del siglo XIX. Para acceder al conocimiento de naciones lejanas, herméticas o ignoradas, bastaba comprar el periódico de la localidad en donde se vivía, que las acercaba de forma ciertamente impensable poco antes.

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Este auge de la prensa, que gracias al desarrollo económico e industrial consigue proyectarse con rapidez fuera de una ciudad o región, va a originar también de manera inmediata la aparición de la opinión pública. Y ésta se irá conformando de forma progresiva como un auténtico poder político con el que cada vez será más necesario contar (el cuarto poder), tanto sí se quiere gobernar como si se pretende que alguien deje de hacerlo.

La opinión pública es un elemento determinante en la profundización democrática de los países que habían llegado a consagrar la soberanía popular frente al derecho divino, bien por vía revolucionaria como Francia, bien por una evolución política sin traumas como en Gran Bretaña, o gracias a la independencia de la metrópoli como en Estados Unidos. La fuerza de este nuevo poder todavía no ha conocido sus límites, pues la conciencia de su propia influencia se va realimentando día a día. Los Servicios de Inteligencia irán prestando, a su vez, más atención a este fenómeno sociológico según vaya evolucionando la libertad política en sus naciones respectivas.

De forma simultánea, se asistirá también a una creciente internacionalización de los conflictos. Los intereses políticos y económicos obligan a que la información adquiera un grado de fiabilidad más acentuado que en épocas pasadas, lo que permitirá adoptar decisiones con un mínimo margen de error, ya que lo puesto en juego no es, como en el siglo del barroco, una o dos plazas fuertes, sino asuntos cuyos resultados pueden hipotecar el futuro de los países durante varias generaciones. Para ello será necesario que la información cambie cualitativamente y trascienda de su inicial objetivo limitado a conocer una situación, para permitir vaticinar sus escenarios de futuro más probables y peligrosos. Este es el momento en el que surge la “inteligencia informativa”, al principio de manera incipiente pero enseguida con un impulso equiparable al que, de la mano de la revolución científica, hoy experimentan otros campos del conocimiento humano.

La influencia monárquica en la acción exterior persistirá, como ya hemos señalado, hasta finalizar el primer conflicto mundial del siglo XX. Pero desde 1815 se irá desplazando suavemente hacia concepciones más democráticas y menos señoriales. El centro del poder se traslada, en consecuencia, desde la corte a los consejos de ministros, mientras los pueblos van recuperando poco a poco una soberanía que irá siendo nacional según se vaya avanzando por el camino de la libertad política. Los Servicios de Inteligencia abandonarán el cuidado de los intereses del soberano para, de forma paulatina, ocuparse del interés general. El reino se convierte en nación, el súbdito en ciudadano y el favorito en gobernante por votación popular. La “razón de Estado” abre paso al Estado de Derecho y los monarcas dejan de ser la encarnación del propio Estado

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para convertirse tan sólo en su símbolo. El final de la I Guerra Mundial marca el logro generalizado de esa meta, aunque antes ya hubiera sido alcanzada por algunos países europeos y otros tarden todavía varias décadas en lograrla.

Como consecuencia de todos los factores de cambio señalados, el marco de las relaciones internacionales sufre una transformación profunda, pero no brusca. En los países con un régimen de libertades y una visión democrática de la política, los derechos nacionales exclusivos y excluyentes heredados de los intereses dinásticos, son sustituidos poco a poco por los intereses internacionales comunes. No de una manera perfecta, porque la comunidad internacional no sabe dotarse de los medios necesarios para ello y porque existe también cierta dificultad para que las naciones hegemónicas renuncien a su política de poder. Pero, no obstante, lo que sí se consigue de forma inmediata es su reconocimiento en términos declarativos y de principios, hecho que sin duda marca el inicio de una voluntad política diferente en el ámbito internacional.

Este nuevo marco de interrelación, si bien se inicia en 1815 y supera la etapa que coincide con el absolutismo monárquico, no es innovador en la historia, ya que se recrea cada vez que aparece un peligro común. Pero, hasta ese momento, la amenaza había tenido nombre propio y a la comunidad internacional no le importaba olvidarse de sus intereses particulares para derrotar al enemigo que ponía en peligro la estabilidad continental. Después de 1918 la amenaza ya no tiene nombre propio, sino que se identifica con la naturaleza genérica del fenómeno, la guerra, que se debe evitar a toda costa estableciendo un sistema de relación entre países basado en la solidaridad y en los objetivos comunes, más que con la dominación. El fracaso de la Sociedad de Naciones, que facilita la irresistible ascensión al poder de los fascismos europeos, propiciará la II Guerra Mundial (el mayor desastre de nuestra civilización). Pero no cabe la menor duda de que este intento fallido de normalización internacional actuó de acicate en lo que se considera la meta más importante del siglo XX: lograr la paz entre todas las naciones del mundo gracias a una política de concordia y cooperación universal.

Por otra parte, el periodo transcurrido entre las dos guerras mundiales trajo consigo la profundización en los valores expansivos del sistema democrático y liberal, cuyos avances científicos serán la razón última que permita el progreso en todos los ámbitos sociales, económicos y políticos.

En el periodo entre guerras, Francia crea un servicio de inteligencia que recibe el nombre de “Deuxième Bureau”, más tarde convertido en Dirección General de la Seguridad Exterior o DGSE, (Direction Générale de la Sécurité Extérieure). Este organismo, dependiente del Ministerio de Defensa, será responsable de todo aquello que

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afecte a la seguridad nacional fuera de las fronteras metropolitanas. La pérdida del imperio colonial después de la II Guerra Mundial centrará toda su atención. En paralelo, la misión de inteligencia interior se cubrirá con la Dirección de Vigilancia del Territorio o DST (Direction de la Surveillance du Territoire), dependiente del Ministerio del Interior. Pero también aparecen otros servicios que se adscriben al palacio del Eliseo o a Matignon, residencias respectivas del presidente y del primer ministro de la República, y que según las épocas adoptan diferentes nombres: no disponen de medios para adquirir información humana o técnica, aunque sí salvaguardan la independencia de estos altos gobernantes y su seguridad institucional, al desvincularse de posibles actuaciones erróneas de la DGSE o de la DST.

Para Francia, el aledaño país germánico será una obsesión permanente. Por ello busca en el Tratado de Versalles una revancha de su derrota en Sedán y del derrumbamiento del segundo imperio napoleónico que se produjeron en el siglo anterior.

En Gran Bretaña, Winston Churchill da un fuerte impulso al servicio de inteligencia exterior a comienzos del siglo XX, cuando ocupa el cargo de Lord del Almirantazgo, siendo sir Reginald Hall el encargado de su reestructuración y adecuación a los nuevos retos del imperio británico. Se denomina “Secret Intelligence Service” (SIS) y más adelante MI6, y dependerá del Ministerio de Asuntos Exteriores, siendo dirigido al principio por Stuart Menzies. El servicio de inteligencia para el interior se denomina “Security Service” (SS) y más tarde MI5, dependerá del Ministerio del Interior y su jefe más emblemático fue sir Roger Hollis. También se crea el “Military Intelligence Service” (MIS), dependiente del Ministerio de Defensa.

A pesar de su diversidad, las características más acusadas de los servicios secretos británicos, incluso desde el propio Walshingam, han sido la continuidad y la permanente modernización, alcanzada por una doble vía: la coherencia en la política exterior y el respeto a la costumbre y a la tradición.

Hasta la II Guerra Mundial, Gran Bretaña continúa practicando una inconfundible política de equilibrios en el continente, asegurando la libertad de navegación y comercio por los mares del mundo que le permita conservar su imperio ultramarino. Después del Tratado de Versalles, su protagonismo internacional se irá decantando del lado de Estados Unidos. Ambos países suscribirán una “alianza de hierro” por la que la nación más dinámica y poderosa del mundo asumiría los objetivos estratégicos de su antigua metrópoli, tanto en Europa como en su política exterior global.

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Durante la I Guerra Mundial, los Estados Unidos crearon el G-2, integrándolo en el Ejército Expedicionario, y la OSS12 en la segunda gran conflagración. Ambos servicios tendrán inicialmente un carácter militar y su dependencia se adscribirá al comandante en jefe de las Fuerzas Armadas (el propio presidente de la Nación), aunque delegada en la Jefatura del Estado Mayor. Más tarde, al concluir la II Guerra Mundial, surgirá la CIA como agencia estatal que, a partir de Reagan, tendrá rango ministerial. Este nuevo servicio se dotará con una acumulación de medios inimaginable y, aún sin tener tradición histórica, se convierte en líder de la comunidad de inteligencia occidental nada más iniciarse la guerra fría. Entre los dos conflictos mundiales se crea el FBI, con dedicación exclusiva en el ámbito interior.

La toma de conciencia del poder real que tiene la opinión pública, se consolida al final de la I Guerra Mundial. Al mismo tiempo, el hecho de que ésta asumiera de forma generalizada que Europa se había dejado arrastrar a una guerra sangrienta debido a la frivolidad y ambiciones inconfesas de algunas casas reales europeas (no legitimadas para sustanciar las relaciones exteriores aunque lo hicieran con la aquiescencia de los primeros ministros), terminó conllevando el control democrático de la política internacional y su ejercicio por aquellas personas que constitucionalmente debían hacerlo. En definitiva, se trataba de acabar con la diplomacia secreta, muy utilizada en las dos últimas décadas del siglo XIX, evitando así que los poderes fácticos continuaran actuando al margen de la soberanía popular y de los intereses nacionales. Siguiendo de nuevo a Nicolson, dos fueron los instrumentos legales utilizados para ello: el registro y la ratificación.

El artículo 18 del Pacto de la Sociedad de Naciones, obligaba a que todas las que lo suscribieron registraran en su secretaría cualquier tratado o compromiso internacional con otro Estado, para que fuera publicado y conocido por el resto de la comunidad internacional cuanto antes. De esa manera se evitaban las alianzas y los pactos secretos que tan perjudiciales habían sido para el mantenimiento de la paz, puesto que, en

12 La OSS (“Office of Strategic Services”) fue creada el 13 de junio de 1942 como unidad de servicios secretos del Departamento de Guerra estadounidense por el presidente Franklin D. Roosevelt, quien nombró director de la misma al coronel William J. Donovan, conocido como “Wild Bill” (Bill el Salvaje), dotando su funcionamiento con grandes recursos económicos. El nuevo presidente Harry S. Truman ordenó su desarticulación formal con fecha 20 de septiembre de 1945, aunque la organización existente hasta entonces constituyó el embrión fundacional de la ulterior CIA (“Central Intelligence Agency”).

La intensa presencia y actividad de la OSS en España, estuvo respaldada con una dotación de casi 150 agentes y subagentes y al menos otros 200 informadores locales (muchos de ellos del máximo rango político, militar y diplomático), controlados por Gregory H. Thomas como director adjunto para España y Portugal. Durante su escasa vida operativa, el objetivo primordial de la OSS en nuestro país se centró en controlar a los servicios secretos destacados por los países del Eje y en reconducir las afinidades germanófilas del régimen de Franco hacia posiciones aliancistas y en particular pronorteamericanas, según se desprende de la documentación conocida como “Donovan Microfilms” (informes de la OSS microfilmados por su director antes de desarticularse) conservados en el “National Archives of the USA”, Washington, DC.

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definitiva, dichos acuerdos siempre tuvieron como meta lograr el aislamiento de alguna potencia rival, que de manera automática lo consideraba como una grave amenaza para su seguridad. En consecuencia, ésta se veía obligada a realizar una serie de iniciativas o maniobras de distracción con objeto de romper su cerco político, que lógicamente podían estimarse como peligrosas por las otras potencias, que a su vez, y para evitar la nueva amenaza, ponían en marcha los acuerdos secretos haciendo saltar en mil pedazos el equilibrio internacional establecido con anterioridad, iniciando, de nuevo, la escalada bélica.

La ratificación era la aprobación definitiva por parte de la autoridad soberana de los acuerdos alcanzados por sus representantes. Este instrumento ratificador ya existía antes de finalizar la I Guerra Mundial, pero poco más que como un mero convencionalismo, pues los enviados plenipotenciarios lo eran en función de una confianza real que, como tal, no podía fallar.

En cualquier caso, durante el periodo entre guerras la ratificación toma un valor decisivo y complementario del instrumento de registro como salvaguarda del orden mundial. Bien conocido es el papel jugado por el presidente de Estados Unidos en la negociación del Tratado de Versalles y la negativa posterior del Senado norteamericano a ratificarlo, a pesar de haber sido convenido personalmente por el propio Thomas Wilson. La consecuencia fue que este país jamás perteneció a la Sociedad de Naciones y que, además, su negativa a reconocer un acuerdo del que su máximo representante había sido principal valedor originó un gran desconcierto, aunque también es verdad que los gobiernos europeos apreciaron en este mecanismo una vía para establecer el control democrático en sus políticas internacionales.

No obstante, hay que tener en cuenta que ese incremento del control democrático llevó aparejada también una serie de circunstancias negativas. Entre ellas cabe destacar, en primer lugar, una mayor inseguridad en los procesos de negociación, pues no se tenía la certeza de que los compromisos mantenidos por sus protagonistas pudieran respetarse más tarde, aunque el problema quedaba compensado en gran medida al darse tal posibilidad en todos los intervinientes. Y también comportaba una mayor lentitud negociadora, puesto que los instrumentos de control siempre hacen necesaria la consulta, sin que esa posible dilación constituya a priori un factor negativo dado que, a veces, también evita consumar errores.

El periodo entre los dos conflictos bélicos supone un avance cualitativo en el control democrático de los asuntos exteriores, pero también un interregno para establecer una solución del equilibrio continental que al final de la I Guerra Mundial no se pudo alcanzar.

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España, encapsulada en su neutralidad, se quedó al margen de toda esta problemática, aunque no de sus costes. En nuestro caso, la conflictividad tomó forma mucho más dolorosa con una contienda civil. La tutela de nuestra política exterior, bien por Francia o bien por Alemania, sigue siendo una constante lamentable a lo largo de todo ese periodo. La acción exterior en materia de inteligencia es raquítica y prácticamente limitada al norte de África. España no necesita esta ayuda porque carece de cualquier aspiración autónoma en el exterior: está volcada en el interior y en la estabilidad borbónica, que son los objetivos, casi exclusivos, que se plantea el Estado.

El fracaso de la Paz de Versalles al marcar unos objetivos que difícilmente podían ser cumplidos por la República de Weimar (1919 a 1933), el aislamiento de Estados Unidos (replegado en su hemisferio y desentendido de los asuntos europeos), la consolidación de la revolución soviética y, finalmente, la fuerte depresión económica mundial, son los factores más determinantes en la irresistible ascensión y consolidación del fascismo europeo. Éste acabará con la precaria estabilidad continental y provocará otra guerra mundial que dejará pequeña a la anterior, cuya conclusión significó el fin del concierto europeo y de la tradicional política de equilibrios, dando paso a una situación bipolar y a una política de bloques.

Es en estos años postreros de lucha por la consolidación democrática y de auge de los descubrimientos científicos, cuando surge el espía moderno, en contraposición al existente en otras épocas en las que los métodos empleados eran tan diferentes como las condiciones sociales y políticas con las que aquellos desarrollaban su actividad. Sin embargo, su filosofía poco ha variado desde los tiempos del maestro Sun Tzu, pues el objetivo ha permanecido a través de los tiempos aunque hayan cambiado los medios disponibles para alcanzarlo. Este nuevo espía va perdiendo, si bien nunca del todo, su halo romántico y aventurero, asimilándose cada vez más a un funcionario pero sin llegar a confundirse exactamente con él.

El servicio del espía a la nación, en lugar de su servicio a la corona, irá reconduciéndole de súbdito a ciudadano, implicándole cada vez más en el verdadero interés general y haciéndole participar más activamente en los asuntos nacionales. Su lealtad habrá cambiado de sentido al desplazarse del “derecho divino” a la “soberanía popular”. Y este cambio en el destino de la lealtad se verá acompañado, además, con un nuevo espíritu de eficacia en el desempeño del trabajo, que sustituirá la aduladora deslealtad de callar lo que los gobiernos no quieren oír por una “objetividad práctica”, sea cual sea el contenido de esta.

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La precisión será otra característica de este nuevo espía, facilitada por las innovaciones tecnológicas y por el menor tiempo que requieren los procesos de información, lo que permite que se incremente el contraste informativo y la competencia. Y en esta precisión radica también uno de los ejes de su propia ética: sin ella no es nadie y la salvaguarda de la objetividad será la meta insoslayable que habrá de alcanzar si realmente quiere servir a su país. Deberá contrastar su propio análisis de forma continuada y, todavía mucho más difícil, variarlo si los acontecimientos posteriores así lo exigen. El deseo de lucirse, el miedo a quedar en evidencia, la impaciencia y la tendencia a elaborar profecías que tienen casi todos los seres humanos, serán aspectos negativos contra los que tendrá que luchar de forma permanente.

Pero la precisión ha de escoltarse con la veracidad, pues si esta no existe la mayor amenaza para cualquier gobierno serán sus propios Servicios de Inteligencia. A veces, queriendo ser más precisos se incurre en falta de veracidad. En todo caso, y como ya advertía el maestro Sun Tzu, siendo el agente doble el más importante por ser capaz de proporcionar la información más decisiva, es también el más peligroso por su proximidad con el enemigo.

Finalmente, la discreción será ahora tan necesaria como lo fue en tiempos pasados, pues pasar desapercibido es esencial para la supervivencia y para evitar un protagonismo que sólo puede entorpecer la actividad informativa. La discreción está, no obstante, condicionada por el tiempo marcado para lograr la misión, tiempo que señala cada gobierno y que puede obligar a actuar de forma menos cauta, pero si esta premura no existe es conveniente aplicar el criterio de Talleyrand: “et surtout pas trop de zèle” (sobre todo poca prisa). La capacidad de olvidarse de sus propias opiniones y adaptarse al medio, permitirá al espía ser discreto y seguir utilizando la imaginación, que sin duda alguna es su mejor arma de trabajo.

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Los años de la guerra fría

El sistema de seguridad nacional, tal y como hoy se conoce en los países democráticos, es el resultado de la evolución política, socioeconómica, tecnológica y estratégica que se produce al finalizar la II Guerra Mundial y del nuevo marco internacional condicionado por la guerra fría que sostuvieron, durante dos generaciones, las dos superpotencias emergentes.

La caída del muro de Berlín y la desaparición de la URSS, originaron un punto de inflexión estratégica determinante en la nueva orientación de las diferentes organizaciones de información-inteligencia de aquellos países. Este aspecto se tratará más adelante como análisis prospectivo, pero ahora interesa profundizar en las condiciones que permitieron al mundo libre dotarse, a partir de 1945, de un modelo de servicios secretos integrado en la realidad del sistema democrático y que proporcionará la seguridad necesaria para poder alcanzar una victoria final o de prevalencia sobre el otro bloque antagónico.

Los Servicios de Inteligencia han sido un instrumento esencial para la profundización democrática y el perfeccionamiento del Estado de Derecho en los países occidentales, dado que se encontraban ciertamente al servicio del interés general. Desde esta perspectiva, sus ámbitos de actuación al finalizar la II Guerra Mundial son dos: el interno y el externo. En el primero el objetivo primordial es la defensa del orden constitucional. En el segundo la acción de inteligencia se extiende más allá de las propias fronteras para, como misión genérica, defender o hacer prevalecer los intereses nacionales en el concierto mundial.

En uno y otro caso, éstos servicios coexistirán con dos instituciones básicas en la organización del Estado, la policía y la diplomacia, sin que la labor de ninguna de ellas pueda ser sustituida, aunque sí complementada en su propio beneficio. La definición y

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planificación adecuada del espacio y del tiempo marcará la capacidad de los gobiernos para organizar su orden interno y su acción exterior.

Muy pronto, esos dos campos de actuación tradicionales se verán complementados o interconectados también con el tecnológico, que irrumpe de forma revolucionaria. La defensa de los conocimientos propios, y también la del conocimiento de los aliados, unido al deseo de alcanzar los que aún son desconocidos en los innumerables sectores científicos de carácter estratégico, constituirá un terreno abonado para que los Servicios de Inteligencia penetren en él de forma cada vez más intensa y extensa, con personal altamente cualificado y con la utilización de las técnicas más avanzadas en misiones de seguridad nacional.

El reposicionamiento internacional de los países durante la guerra fría vino determinado por sus propios avatares históricos y por el papel que cada uno de ellos podía desempeñar en el contexto político-económico, extendido al del desarrollo tecnológico en mutación permanente. Así, en menos de cincuenta años, hemos contemplado la evolución de una Alemania ocupada por las cuatro naciones aliadas vencedoras de la II Guerra Mundial, hasta convertirse en el país europeo de referencia que, todavía con tropas extranjeras en su territorio, conseguía un liderazgo económico envidiado por los países que antes le controlaban militarmente. Todo ello gracias por supuesto a la tutela de Estados Unidos, país que asumió las consecuencias de la I Guerra Mundial y procuró no reiterar la misma historia: el hundimiento de la República de Weimar y el nacimiento del III Reich, gracias a la humillación que el tratado de Versalles impuso a los imperios centroeuropeos perdedores en aquella conflagración.

No obstante, el plan norteamericano de nuclear la integración de la Europa occidental alrededor de una parte de la vencida Alemania, encontró fuertes resistencias. La más importante fue la de Francia, el adversario tradicional en la lucha por la hegemonía continental, cuya posición internacional al concluir la contienda en 1945 era muy débil, considerando la colaboración prestada a Hitler por el Gobierno de Vichy y el recelo que había suscitado la estancia del general De Gaulle en Londres durante la contienda.

Además, hay que tener presente que Francia no fue invitada ni a Yalta ni a la Conferencia de Potsdam. En este aspecto, la historia estaba repitiéndose, puesto que en 1815 Francia también fue excluida del Congreso de Viena por los países que habían derrotado a Napoleón, aunque al término de la misma y de la mano del antiguo prelado y

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ministro de Asuntos Exteriores, Talleyrand, su diplomacia logró ser reconocida en un plano de igualdad con los otros aliados13.

Por ello, posteriormente, como sostiene James Joll en su estudio sobre la historia europea a partir de 187014, el objetivo prioritario del general De Gaulle se centró en lograr para su país un estatus equivalente al del resto de las potencias ganadoras, sin que pudiera presentar en consecuencia objeciones serias al plan de Estados Unidos sobre Alemania. Sin embargo, más tarde, en 1965, sí que pudo frenar el proyecto norteamericano de dotar a la OTAN con poderes supranacionales en Europa y desviar la idea de una Comunidad Europea de Defensa hacia un Mercado Común del Carbón y del Acero.

En el teatro del Pacífico, los Estados Unidos reproducen la pauta marcada en Europa, ofreciendo un gran respaldo internacional al imperio del sol naciente. Así, sus dos principales adversarios en la II Guerra Mundial, Japón y Alemania, pasan a convertirse en aliados económicos referenciales en las dos regiones más importantes para sus intereses estratégicos durante y después de la guerra fría.

La URSS, una de las dos superpotencias emergentes después del último conflicto bélico mundial y líder del otro bloque ideológico, acaba desapareciendo como tal al subordinar, en su modelo, la libertad social y política de sus ciudadanos en beneficio de una mayor competencia con Estados Unidos en los campos militar, espacial y tecnológico. En definitiva, se perseguía la victoria material sobre el capitalismo pero desde una ideología marxista sui generis, como si a menor libertad aumentara la eficacia productiva, falacia que en sí misma conllevó la inviabilidad del sistema.

Sin embargo, es obligado señalar que de todos los países de la Europa oriental solamente Austria, Finlandia, Grecia y Yugoslavia escaparon a su dominación, que quedó firmemente establecida a finales de 1948.

Los comunistas fueron derrotados en la contienda civil de Grecia y Stalin se abstiene de intervenir, quizás pensando que aquél país tenía cierto valor estratégico para Gran Bretaña, similar al que Polonia tenía para la URSS, y que Churchill le había apoyado en 1944 convenciendo a Mikolajczyk, el primer ministro polaco que tuvo exiliado su gobierno en Londres, de que aceptara sus reclamaciones fronterizas. Al homólogo británico le interesaba, ante todo, no cuestionar zonas de influencia vitales para los intereses de las grandes potencias, lo que permitía la conservación de su estatus internacional y la

13Sobre este tema se recomienda la lectura de “Mémoires de Talleyrand” (Éditions Jean de Bonnot, 1967) y la de “Un mundo restaurado” de Henry A. Kissinger (Fondo de Cultura Económica, 1973).

14James Joll, “Historia de Europa desde 1870” (Alianza Editorial, 1976).

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prevención de conflictos, que era en definitiva lo que preservaba el equilibrio internacional.

En Yugoslavia, fuente tradicional de inestabilidad europea, el mariscal Tito, que había combatido con éxito contra las fuerzas invasoras de Hitler, contó al final del conflicto con la decidida ayuda de británicos y norteamericanos para liberarse de la tutela soviética.

En Austria, país que al acabar la contienda quedó ocupado por rusos, franceses, británicos y norteamericanos, se asiste de inmediato, en 1945, a una derrota electoral de los comunistas, quienes únicamente obtienen el 5 por 100 de los sufragios. La URSS se resiste a abandonar su zona de ocupación y sólo al morir Stalin, en 1955, la situación se desbloquea y las tropas soviéticas regresan a sus acuartelamientos de origen, con la condición de que se mantenga la independencia y neutralidad del Estado austriaco.

Finlandia, que fue ocupada exclusivamente por la URSS, enfrentaba un Partido Comunista muy débil a un Partido Social Demócrata fuerte y decidido a mantener la independencia nacional, circunstancia que en 1948 impide a los comunistas adueñarse del poder. Stalin prefiere de nuevo no complicarse la vida y acepta también una Finlandia independiente pero neutral.

Francia y el Reino Unido, dos naciones con derecho a veto en el Consejo de Seguridad de la ONU por su condición de potencias aliadas, y que al concluir la II Guerra Mundial mantienen importantes dominios coloniales, soportan a raíz de la crisis de Suez el desmoronamiento de sus antiguos imperios, perdiendo el liderazgo regional que tenían antes de iniciarse el conflicto en beneficio de Estados Unidos. Como restauración equilibrante, esta superpotencia financia a su vez la reconstrucción de ambos países y les asigna un estatus internacional privilegiado.

Además, en el caso del Reino Unido se fortalece la “alianza de hierro” con su antigua colonia americana, al tiempo que se consolidan los principios estratégicos defendidos a lo largo de todo el siglo XIX y comienzos del XX, que son asumidos por su principal aliado desde una posición hegemónica. En paralelo, el esplendoroso aislamiento británico mantenido en su época de mayor gloria frente al continente, deja paso a una “integración condicionada” en algunos asuntos europeos. Asimismo, la búsqueda de un equilibrio compensatorio mediante alianzas temporales dentro de Europa, es sustituida por políticas de contención y disuasión al variar el concepto estratégico de seguridad con la aparición de los dos grandes bloques en permanente litigio. Quien dicta las reglas del juego son las dos superpotencias, razón por la que los países europeos actúan a uno y otro lado del muro de Berlín como meros comparsas, con muy poca capacidad para influir de manera decisiva en las crisis que se producen.

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Francia, por su parte, muy afectada en su prestigio internacional por los fracasos que ha de afrontar en Suez, Indochina y Argelia, mantiene el estatus de aliado crítico y paladín de una autonomía europea que le permita influir en su propio destino. Es la visión continental de la “política de equilibrios” y uno de los pilares de la construcción europea, con grandes resortes en Oriente Medio y el norte de África.

España, país recién desgarrado por una sangrienta confrontación civil cuando se inicia la II Guerra Mundial y gobernado por una dictadura militar, soporta unos años de recelos internacionales y sólo recibe apoyo significado de los países aliados al iniciarse la década de los 60. Entonces pasa de ser una nación pobre, despreciada por su régimen político y sin papel que jugar regionalmente, a convertirse en un país de economía emergente y cada vez más confortable, que en dos generaciones se coloca entre los diez más ricos del mundo, con un estatus y margen de maniobra internacional creciente en concordancia con su desarrollo económico.

A lo largo de la segunda mitad del siglo XX, los cambios internacionales han afectado profundamente a casi todos los países del mundo y, salvo excepciones, se asiste a una mejora considerable de las condiciones de vida en las naciones desarrolladas y de la esperanza de desarrollo en países que, a principios de siglo, tenían un horizonte incierto. En paralelo, los sistemas de seguridad nacional experimentan la correspondiente evolución, que siempre deviene con mayor facilidad cuando se trata de cambios materiales, en función del crecimiento presupuestario o del acceso a nuevas tecnologías, que cuando se trata de variar concepciones filosóficas y de funcionamiento operativo de acuerdo con el papel que los cuerpos y fuerzas de seguridad tienen dentro del Estado.

Esta última reflexión es aplicable al caso español, pues el cambio de régimen que se inicia en 1975 con la muerte del general Franco, y que se consolida en 1978 con la recuperación del Estado constitucional, se produce mediante consenso de todas las fuerzas políticas con representación parlamentaria, pero sin incluir en el mismo ese sistema de seguridad nacional que, como veremos más adelante, no sólo mantiene inicialmente las estructuras creadas por el almirante Carrero Blanco, sino que después sufre incluso una regresión en términos de praxis democrática ciertamente llamativa. Por esta razón, el incremento presupuestario y el acceso a más y mejores medios, no se ha visto acompañado de una nueva filosofía ni de un cambio en la idea de cómo y para qué utilizarlos. Nuestros Servicios de Inteligencia han vivido un proceso acumulativo de mejoras materiales, pero sin dar respuesta adecuada a los retos que reclama una sociedad moderna y democrática.

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En ese décalage de adecuación entre el desarrollo de los medios y la pobreza de fines a los que los servicios secretos españoles han venido sirviendo, intervienen dos factores. El primero afecta también a otras instituciones y es el resultado de haber encarado el cambio de régimen político por vía de reforma y no de ruptura, lo que, como consecuencia, impidió que se afrontaran decididamente aquellos asuntos que, como la “inteligencia del Estado”, se consideran delicados o de salvaguarda interesada y que “convenía” dejar para más adelante. Luego, al pasar el tiempo y mirar hacia atrás con una distancia superior al cuarto de siglo, que es a todas luces un periodo suficientemente amplio y prudente como para haberse atrevido a reformar en “algo” su organización y funcionamiento, la sensación de vacío y frustración democrática sigue siendo inevitable.

El segundo factor es la ausencia de un modelo inequívocamente democrático, motivada en cierto modo por un complejo político posterior de inferioridad ante el tema. La mayoría de los líderes partidistas, y hasta de los líderes de opinión, intentan pasar de puntillas por lo que, al parecer, consideran el gran oráculo de la seguridad nacional, sin darse cuenta de que, precisamente por su enorme capacidad para obtener y utilizar información de forma privilegiada, el poder legislativo no está legitimado para delegar esa delicada cuestión en otras manos.

En este punto, cuando el político carente de referencias deja el problema a merced de los técnicos (y peor todavía es que estos técnicos “delegados” fueran los mismos de antes, educados en el franquismo más beligerante), es donde el sistema democrático quiebra y se entrega a discrecionalidades interesadas. Todo ello reconociendo a las personas implicadas su readaptación como “demócratas de toda la vida” y el más acendrado amor a la patria o al Estado. Lo que pasa es que su Estado es “otro Estado”, el antiguo, al que en esa materia todavía seguimos atados y que tampoco se quiere reformar a fondo. Y de tal situación no puede extraerse otra evidencia que la de preservar por intereses ocultos una organización diseñada para servir a un sistema autoritario y no al Estado de Derecho.

Por tanto, lo esencial es delimitar un modelo que compatibilice las necesidades de la seguridad nacional con los principios y valores democráticos, siendo España una nación que recuperó su libertad política hace poco más de dos décadas y no desea volver a perderla. Modelo que ha de ser al mismo tiempo sólido y flexible, adaptable a la evolución que vaya experimentando la sociedad española. A estas alturas de la vida nacional, y en esta materia, no se puede seguir arrastrando el consejo dictado por San Ignacio de Loyola para no hacer mudanzas en tiempos de aflicción, simplemente porque tal circunstancia ya no existe.

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Una nación realmente viva siempre tiene problemas que resolver, pero lo cierto es que nuestro país se enfrenta a una dinámica de desarrollo ascendente desde mucho antes de la muerte de Franco. Además, ya ha transcurrido el tiempo democrático suficiente para que se pueda, y se deba, afrontar un cambio del modelo de seguridad nacional sin hurtar los auténticos valores constitucionales a la soberanía popular ni a la propia eficacia del sistema. Tres partidos políticos distintos han gobernado España desde que en 1978 se aprobó la vigente Carta Magna, prometiendo diversos líderes una reforma democratizadora de los actuales Servicios de Inteligencia en sus discursos políticos y programas de partido.

Y también hay que tener en cuenta que cuando la vida interna del país no se enmarca con criterios de salvaguarda democrática, o cuando algunas minorías consideran que ésta es insuficiente, se termina abriendo un camino de escisión para plasmar por otras vías las legítimas aspiraciones de los ciudadanos. Por desgracia, hay que reconocer que esta formulación de “democracia imperfecta” es una de las causas que todavía impiden resolver los problemas de identidad nacional que padecemos.

En la dinámica mundial de confrontaciones, después de la victoria aliada de 1945, el bloque occidental propugnaba en lo político la defensa de los valores democráticos y en lo económico el modelo de libre mercado aplicado a toda su área de influencia. Este modelo, liderado por Estados Unidos, se oponía al proyecto defendido por la otra superpotencia, la URSS, que imponía la economía planificada con una superestructura totalitaria en todos los países dominados por su influencia.

Los dos ejes de la estrategia aliada después del último conflicto mundial, democracia y libre mercado, eran los principios defendidos tradicionalmente por la burguesía occidental desde el siglo XVI. En el siglo XX se vivirán en toda su plenitud política y entonces esta burguesía podrá alcanzar casi todos los resortes del poder objetivo, que, después de la derrota de Napoleón, el Congreso de Viena de 1815 había atemperado hasta el comienzo de la I Guerra Mundial.

Oscilando entre sus dos pilares estratégicos, los aliados siempre han estado dispuestos a sacrificar algunos atributos del primero (la democracia) para obtener más ventajas materiales en el segundo (el libre mercado), sobre todo si la disyuntiva se plantea en países de su área de influencia y aunque estos se correspondan con intereses de segundo o tercer orden. Se caracteriza así el modelo con una clara dependencia de sometimiento y de relaciones desiguales, lo que por otro lado ha sido la norma seguida por los países hegemónicos con sus aliados a través de la historia.

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Por esta razón, los valores políticos y económicos del mundo libre tendrán un tratamiento distinto según sea el país donde se apliquen y también el momento político o económico del que se trate. Ello viene a suponer que el peso de la situación internacional prima más que el principio formulado, criterio lógico si las relaciones internacionales anteponen el punto de vista de los intereses sobre cualquier otra consideración. Esta subordinación de lo político frente a lo económico ha introducido un doble lenguaje en las relaciones internacionales, que siempre ha perjudicado a los países medianos y pequeños frente a sus aliados más poderosos.

A pesar de la diferente vara de medir utilizada para aquellos países “subordinados”, los más ricos e influyentes sí que pondrán especial cuidado en preservar su propio modelo de vida, naciendo de esta realidad determinante la necesidad de articular los Servicios de Inteligencia de forma y manera que no pongan en riesgo los logros democráticos de la sociedad civil, y contribuyendo más a su avance y a la consolidación del Estado de Derecho que a su regresión o a la conculcación del principio de legalidad. Todo ello sin dejar de preservar la obligada eficacia en el desarrollo de sus misiones y buscando continuamente el necesario equilibrio entre la protección del Estado y la defensa de las libertades individuales, como forma más adecuada para consolidar el modelo político y de convivencia occidental.

La filosofía de este modelo surge en el análisis y la praxis del propio sistema norteamericano (el “american way of life”) que provoca la permanencia y solidez de su democracia constitucional, la más antigua del mundo. Estados Unidos es un país joven y con una historia muy reciente, si se le compara con las viejas naciones europeas, pero sin embargo es el que más ha profundizado en las libertades personales y en el concepto de sociedad abierta. En su obra “La democracia en América”15, Tocqueville analiza los fundamentos de la creciente consolidación del sistema que los norteamericanos se dan al independizarse de la metrópoli, pasando revista al principio federativo, a la división de poderes, a la soberanía popular y, sobre todo, a los mecanismos de contrapeso que permiten equilibrar el sistema cuando éste, siguiendo el principio político universal de que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente, se desvía de lo que es el interés general: algo que podemos reconocer como el gran hallazgo trasatlántico.

Dentro de la concepción expuesta, lo más importante es moderar el ejercicio del poder. Y si no se dispone de los mecanismos necesarios para hacerlo, o están constreñidos, hay que activarlos de forma inmediata, pues el principio fundamental a

15 Alexis de Tocqueville, “La democracia en América” (Alianza Editorial, 1985).

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conservar es el de la soberanía popular, pilar en donde se asienta la bondad del sistema democrático de derechos y libertades.

Como en toda obra humana, también los Servicios de Inteligencia pueden tener fallos o sufrir una derrota ante adversarios con más medios o simplemente más eficaces en el logro de sus objetivos. Pero las instituciones que sirven al sistema democrático y defienden su seguridad interna y externa no deben poner en peligro los valores que tratan de preservar, corriendo con ello el riesgo de viciar o pervertir, y en todo caso de debilitar, el sistema democrático que precisamente deben proteger.

Una vez asumido el modelo occidental de seguridad nacional prevaleciente durante el periodo de la guerra fría, conviene analizar también el ámbito de actuación de los Servicios de Inteligencia en los países democráticos, antes de plantear los mecanismos de control que posibiliten los contrapesos necesarios para consolidar y afianzar la legitimidad del poder civil.

La existencia de los Servicios de Inteligencia surge, ante todo, por la necesidad de obtener la información que requiere el poder político para fundamentar adecuadamente su toma de decisiones. Ésta ha ido haciéndose más compleja con el crecimiento de las agresiones, reales o latentes, soportadas por el Estado y ante las que ha de protegerse. La complejidad de las amenazas y las posibles alternativas de defensa han estado en continuo crecimiento, yendo siempre de la mano de la conflictividad social y de una incesante evolución tecnológica.

A partir de esa situación, la primera cuestión que se plantea es la de definir cuales son los objetivos de los Servicios de Inteligencia en un Estado democrático. Este aspecto inicial tiene que complementarse, posteriormente, con la formulación de los métodos y procedimientos más adecuados para fortalecer el modelo social y de convivencia que han de proteger y al que han de servir.

Desde esta perspectiva, existen dos objetivos de interés prioritario: uno tiene carácter interno y podríamos resumirlo en preservar el orden constitucional, y el otro es de índole externa y consiste en garantizar la seguridad nacional y en apoyar nuestros intereses internacionales. Es decir, por un lado hay que contemplar un aspecto defensivo y por otro el agresivo de nuestra proyección exterior.

En la defensa del orden constitucional, el objetivo se concreta en la salvaguarda del bien político superior, cuya prevalencia y fortalecimiento ha de anteponerse por encima de cualquier otra misión, incluido el trabajo diario que se realiza para los gobiernos de turno. Comporta, en definitiva, la protección del Estado de Derecho como norma suprema de actuación, y alcanzar esa meta está directamente relacionado con la

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capacidad que tienen los gobiernos democráticos de profundizar en el cumplimiento de las leyes, así como con la madurez política y la conciencia cívica de los ciudadanos.

Para franceses y norteamericanos el objetivo fundamental de sus Servicios de Inteligencia se concreta en la defensa de la República o de la Unión, para los británicos en la defensa de la Corona y para los españoles y alemanes en la defensa de la Constitución. A primera vista, esta formulación puede resultar simple y hasta engañosa considerando la pregunta inmediata que conlleva: ¿se puede salvaguardar la defensa de la Constitución, y de los principios y valores que incorpora, actuando contra sus enemigos exclusivamente dentro del marco legal que ella misma impone? Pero quien la formule o pretenda contestarla no debe pensar jamás en soluciones de “cheque en blanco”.

Es evidente que en el Estado de Derecho nunca pueden otorgarse esos efectos discrecionales al portador, pues el poder democrático que lo representa no esta legitimado para ello, dado que la voluntad popular le tiene impuesto actuar en concordancia con el espíritu y la letra de la propia Constitución y no para vulnerarla cuando más o menos convenga. En resumen, se trata de escoger entre la tendenciosa “razón de Estado” o el mero Estado de Derecho, como el “deus ex machina” de la organización política.

¿Cómo se debe afrontar entonces esa aparente contradicción? Ahí reside una de las grandezas y servidumbres del oficio-servicio que representan los Servicios de Inteligencia. El poder no esta legitimado para conculcar el Estado de Derecho, ni siquiera utilizando el razonamiento de que “el fin justifica los medios”. El gobierno marcará las misiones de inteligencia y seguridad nacional, así como los plazos para desarrollarlas, pero los servicios correspondientes escogen los medios materiales y humanos y optan por los procedimientos a emplear en cada caso para proporcionar las informaciones o las respuestas requeridas por aquél.

A partir de esta clara diferenciación, entra en juego con toda su fuerza el principio de “responsabilidad compartida”, ignorado por quienes anteponen la manida “razón de Estado” al Estado de Derecho, doctrina reflejada en recientes actuaciones protagonizadas en el ámbito de la inteligencia nacional y lastradas por la impronta del antiguo régimen.

La responsabilidad del gobierno se centra, pues, en la elección de objetivos que sean coherentes con el interés general y con su propia política exterior e interior y que, como veremos más adelante, han de ser controlados por el poder democrático con sus variados mecanismos institucionales. Y la responsabilidad de los Servicios de Inteligencia radica, entonces, en implementar y controlar la “ejecución” de las operaciones planeadas para

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alcanzar la misión que se les ha encomendado. Es decir, cada uno de los elementos que dinamizan la inteligencia del Estado o la seguridad nacional, el mandatario y el ejecutor, son garantes de su propia responsabilidad. De otra forma sería escandaloso ver a responsables políticos inmiscuirse en operaciones de esa naturaleza, actitud por otra parte no inédita, o comprobar que los Servicios de Inteligencia condicionan de algún modo la acción del Gobierno de turno, como también ha sucedido.

La ilegalidad se produce cuando toma cuerpo la acción delictiva y, en este supuesto, el responsable es quien ha escogido y consumado los procedimientos ilegales. De no ser así, cualquier persona estaría capacitada para desarrollar cualquier función por procelosa que fuera, al disponer para ello, de entrada, de una licencia institucional en blanco. Según la Constitución, la única figura irresponsable en el sentido político del término es el Jefe del Estado. Consagrar, pues, en la figura de un simple director departamental la capacidad para ejecutar acciones operativas y tomar decisiones en ese ámbito, eximiéndole de responsabilidad al conculcar la legalidad vigente, es situarlo jurídicamente por encima de aquél, lo que constituye un auténtico dislate, o bien reconocer que en la voluntad personal de ese director es donde reside realmente la denominada “razón de Estado”.

Desde un punto de vista político, tal situación sólo sería coherente si estuviera enmarcada en la defensa de esa particular razón de Estado como bien supremo a proteger, lo que sólo es de recibo en regímenes autoritarios, absolutistas o de Carta otorgada, pero no en sistemas democráticos regidos por la soberanía popular.

Al contemplar lo que sucede en países del entorno homologable, también se aprecian fracasos e ilegalidades que originan escándalos políticos, pero éstos rara vez se enmascaran bajo un supuesto “interés” del Estado, pues la estabilidad del régimen político no puede estar sometida al error, al acierto del adversario o simplemente al azar. Ningún gobierno debe depender de la mayor o menor destreza operativa de sus Servicios de Inteligencia. No es recomendable para la salud democrática de ningún país, como tampoco es conceptualmente aceptable que la legalidad se pueda conculcar para garantizar la supervivencia del orden establecido. Eso equivaldría a que la sociedad estuviera “tutelada” por no se sabe que oscuros poderes, en lugar de tenerla “protegida”, y que la seguridad nacional perdiera su propio carácter de salvaguarda democrática para justificarse como un poder autónomo, con una poderosa organización de control social convertida, por sí misma, en un fin.

Este primer objetivo de la defensa del orden constitucional es, precisamente, lo que diferencia a una sociedad democrática de otra que no lo es, y también de las que se

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sitúan en un punto intermedio, espacio en el que España todavía se acomoda en algunos aspectos. En las sociedades autoritarias o en “vía de desarrollo democrático”, es donde los intereses partidistas o personales priman sobre el interés general y donde los Servicios de Inteligencia, generalmente heredados de regímenes anteriores, operan con una dinámica propia y ajena a la nueva sociedad democrática a la que deben servir.

El segundo objetivo a cubrir por los Servicios de Inteligencia, es el que de manera genérica definimos como defensa de la seguridad nacional y de los intereses internacionales, puesto que relaciona al país dentro del contexto global conformado por la comunidad de naciones. En ese ámbito, la nación singularizada tiene un importante papel que jugar, con un estatus que es preciso conservar y engrandecer.

Las agresiones a ese reconocimiento internacional, o bien los obstáculos que pueden presentarse para consumar las aspiraciones nacionales de mejorarlo, centran también la atención de los Servicios de Inteligencia como instrumento de apoyo a la política exterior del país. En el primer caso con objeto de hacer fracasar la agresión y en el segundo para allanar el camino por el que ha de discurrir la acción gubernamental.

Los momentos históricos y la situación global de las diferentes naciones marcan el equilibrio de ambas variables, y también si una de ellas ha de predominar o no sobre la otra en las previsiones políticas de los gobiernos. En definitiva, gobernar es elegir prioridades y, en consecuencia, la fijación de los medios y la dirección que deben tomar en la acción exterior de los Servicios de Inteligencia, depende de aquellas.

Así, las naciones que aspiran a modificar el statu quo internacional, que suelen gozar de una gran estabilidad interna, priorizan su acción exterior. Los Estados Unidos, al concluir la II Guerra Mundial, y Francia, inmediatamente después de la caída del muro de Berlín, constituyen dos ejemplos claros de este tipo de actuaciones. El primero con un resultado muy positivo y el segundo con logros mediocres.

Por otro lado, tendríamos países que, sin cuestionar su situación internacional, se pueden encontrar sometidos a fuertes tensiones internas de carácter ideológico, social o económico. Sin duda, ellos darán prioridad a la defensa del orden constitucional. Francia, en los tiempos del rey Luís Felipe de Orleans, depuesto por la revolución de 1848, o España durante la transición política subsiguiente a la muerte del general Franco, son dos ejemplos de prioridad en la acción interna.

Finalmente, el equilibrio en la conjunción de ambas acciones u objetivos se produce en casos como los de Francia e Italia tras la II Guerra Mundial. Por un lado su alineación con el Eje durante la contienda, en el caso de Francia hasta la toma de París y en el de Italia hasta la muerte de Mussolini, hace temer a ambos países que su estatus

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internacional se vea perjudicado. Por otra parte, las fuertes tensiones internas que se producen como resultado de su “colaboracionismo” o de su “resistencia”, y también el deseo de sus respectivos gobiernos en ser homologados cuanto antes por el bando vencedor para así resultarles fiables, originara duros procesos de depuración ideológica con su natural secuela de excesos y represalias vergonzantes. Esta circunstancia obligará a que el diseño de su política interna y externa pase por la premisa de conservar la posición adquirida nada más terminar la guerra, de fomentar el reconocimiento internacional y de soslayar una guerra civil.

Además, esas premisas de “conservación”, vitales para el futuro de los países que las mantienen, y esas prioridades “simultáneas”, generan un equilibrio en el esfuerzo político nacional e internacional. En esos casos, el equilibrio se mantiene en situación crítica, de forma que si no se alcanza uno cualquiera de los dos objetivos, se pone en serio peligro su porvenir.

Una variante del ejemplo anterior se da cuando no existen tensiones internas, ni tampoco aspiraciones para mejorar el estatus internacional, sin el riesgo de verse agredidos y tener que modificarlo. El esfuerzo gubernamental sobre lo que podríamos denominar “conservación equilibrada”, supone mantener durante el mayor tiempo posible una situación inicialmente considerada como satisfactoria. Durante toda la guerra fría, la Europa occidental (sobre todo la que suscribe el Tratado de Roma) es un compendio de sociedades internamente satisfechas e internacionalmente conservadoras, y que aceptan su papel de comparsas en el diálogo establecido por las dos superpotencias dominantes.

El caso de España es otra cosa: se caracteriza por una excesiva singularidad acorde con su propia historia política.

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En la estela del franquismo

Tras la victoria aliada en la II Guerra Mundial, las afinidades germanófilas del régimen instaurado en España por el general Franco conllevaron que el país sufriera un duro aislamiento político internacional. La ONU decretó el levantamiento de dicha “sanción” en 1950, aunque tuvieron que transcurrir otros tres años para que, en 1953, ese horizonte de colaboración exterior se abriera de forma apreciable con la firma del acuerdo de amistad y cooperación con Estados Unidos y del concordato con la Santa Sede, ampliándose con mayor generosidad a partir de que el presidente norteamericano Dwight Eisenhower visitara el país en diciembre de 1959. Ese año, con los dispositivos del plan de estabilización económica diseñado por los tecnócratas del Opus Dei ya plenamente establecidos, España ingresó en la Organización Europea de Cooperación Económica (OECE) y en el Fondo Monetario Internacional (FMI).

El origen golpista del franquismo y la autarquía a la que estuvo sometido hasta iniciarse la década de los 60 (seguido con atención desde Estados Unidos, primero por la OSS y después por la CIA), marcaron también la naturaleza del sistema de seguridad nacional, entonces a remolque de los acontecimientos políticos. Primero como mera “policía política” del régimen y después, a partir de 1968, tratando de crear un tardío remedo de los Servicios de Inteligencia occidentales que, condicionado por la genética militar del entorno como veremos en páginas sucesivas, en 1977 terminaría reconvertido en el polémico CESID, maquillado a su vez con un reciente “lavado de cara” (el CNI) al cumplir su cuarto de siglo de existencia.

Las actividades de información-inteligencia desarrolladas durante el franquismo, se pueden contemplar distinguiendo dos épocas bien diferenciadas, cuya línea divisoria se marca claramente con los acontecimientos franceses de “Mayo del 68”.

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La primera época se inicia el 18 de julio de 1936 con la sublevación militar y la subsiguiente contienda civil. Con aquellos antecedentes, el sistema se mueve a continuación, durante los primeros años de la post-guerra, dentro de una nebulosa inespecífica denominada de forma genérica “servicios secretos”, prolongada de manera inercial (salvo en momentos de atención puntual motivada por alguna amenaza específica a la estabilidad del régimen) hasta que en 1968 reacciona ante el temor de que el fenómeno contestatario-estudiantil de la primavera francesa se reprodujera en España.

A partir de esos hechos, se promueve una organización más profesional de los arcaicos servicios de seguridad de Franco con la puesta en marcha de una unidad identificada primero como “Gabinete de Enlace” del Ministerio de Educación y Ciencia, después como Organización Contrasubversiva Nacional (OCN), conocida internamente como “Servicio Especial”, y finalmente como Servicio Central de Documentación (SECED), estructura que se consolidó en marzo de 1972 con rango de dirección general dependiente de la Vicepresidencia del Gobierno, cargo ocupado por el almirante Carrero Blanco. Este organismo, refundido con otras unidades de la Tercera Sección del Alto Estado Mayor (en concreto sus negociados de Exterior y Contrainteligencia), se vería transformado definitivamente en el CESID en julio de 1977.

En relación con los orígenes de nuestros Servicios de Inteligencia, conviene recordar que, si bien el alzamiento contra la II República fue protagonizado por el Ejército, éste no pudo apoyarse en el aparato del Estado, cuyas estructuras organizativas y funcionales, tanto de la policía y la diplomacia como las del denominado Ministerio de la Guerra, se mantuvieron leales al orden constituido.

En el departamento citado, y dependiendo del Estado Mayor Central, se incluía en efecto una Sección de Servicio Especial (SSE), transformada inmediatamente en los Servicios Especiales de Información (SEI), cuya escasa dimensión y capacidad en aquellos momentos habían tenido un impulso doctrinal previo precisamente de la mano del comandante Ungría Jiménez, quien unido a las Fuerzas Nacionales, y ya como teniente coronel, organizó también su Servicio de Información Militar (SIM). Tras la creación formal de esta unidad, sustanciada el 26 de septiembre de 1936 con adscripción directa al Cuartel General del Generalísimo, un año más tarde, el 30 de noviembre de 1937, Ungría cambió su denominación por la de Servicio de Información y Policía Militar (SIPM), básicamente para subsumir a continuación dentro del mismo otras unidades también incipientes de similar naturaleza (sobre todo el Servicio de Información e Investigación de Falange, que era el más organizado, y un voluntarista Servicio de

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Información del Nordeste de España, SIFNE, creado en Biarritz por el entorno civil próximo al general Mola).

Pero en paralelo con aquella precipitada organización del sistema de información militar que debía dar cobertura a la dirección de la contienda asumida por el propio Franco, y de enfrentarse a los servicios secretos republicanos reorganizados en 1937 por Indalecio Prieto con dos pilares fundamentales, el Servicio de Investigación Militar (SIM) y el Servicio de Información Exterior Periférico (SIEP), José Ungría controló también lo que por iniciativa del general Mola se denominaba “quinta columna”: el apoyo civil a las tropas nacionales más o menos organizado dentro de Madrid. Y fue en esta inconsistente organización donde con gran sentido de la oportunidad se asimiló el entonces teniente Gutiérrez Mellado, con quien, como veremos, el responsable de los servicios secretos “nacionales” ya había coincidido en un destino previo. A partir de aquella vinculación a una unidad tan inespecífica y en actividad tan circunstancial, la vida militar de Gutiérrez Mellado quedaría vinculada al mundo del espionaje, llegando con el tiempo a ser el verdadero inspirador del modelo de seguridad nacional hoy vigente y que todavía funciona, por mal que parezca, en régimen similar al de Carta otorgada.

Manuel Gutiérrez Mellado nació el 30 de abril de 1912 en Madrid. Huérfano de padre y madre a temprana edad, estudió el bachillerato elemental en el Real Colegio de las Escuelas Pías de San Antonio Abad de Madrid gracias a la ayuda económica que le prestaron sus tíos, el matrimonio Calleja-Gutiérrez (Saturnino Calleja, propietario de la conocida Editorial Calleja, había contraído nupcias con la hermana de su padre). Ingresó en la Academia General Militar en 1929 cuando era dirigida por el general Francisco Franco (de esa II Promoción también formaron parte otros militares notorios como Manuel Cabeza Calahorra, Félix Álvarez-Arenas, Carlos Franco Ibarnegaray, Federico Gómez de Salazar, Tomás Liniers, Emilio Villaescusa…), pasando en 1931 a la recién creada Academia de Artillería e Ingenieros de Segovia, ciudad en la que conoció a Carmen Blasco, con la que contraería matrimonio el 17 de febrero de 1939.

El 15 de septiembre de 1933 dejó la academia segoviana con el empleo de teniente, siendo destinado al Regimiento de Artillería a Caballo acuartelado en Carabanchel (Madrid), integrado en la denominada I División Orgánica (Caballería), unidad en la que permaneció destinado hasta el inicio del “alzamiento nacional” y en la que ciertamente coincidió con el entonces teniente coronel Ungría, a la sazón jefe de su Estado Mayor y más tarde responsable del aparato de información e inteligencia de las fuerzas sublevadas. En estos servicios fue donde, en última instancia, Gutiérrez Mellado terminó

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viviendo la guerra civil española, no sin dejar un rastro de controversia que todavía hoy mantiene aspectos bien oscuros.

El coronel de Infantería y doctor en Historia, Fernando Puell de la Villa16, describe con gran profusión de datos en su biografía del general Gutiérrez Mellado que cuando el I Cuerpo de Ejército de las tropas de Franco entró en Madrid (27 de marzo de 1939), la sección destacada del SIPM asumió la misión de poner en manos de los tribunales militares a cuantos madrileños hubieran colaborado, en cualquier forma, con los gobiernos republicanos, en lo que define como “la mayor operación represiva de nuestra historia contemporánea”. En esa obra, quien fuera colaborador directo del general Gutiérrez Mellado durante catorce largos años, puntualizaba aquellos sucesos con la siguiente literalidad:

La ciudad se dividió en doce distritos, encomendados a Destacamentos de Policía Militar. El capitán Gutiérrez Mellado se hizo cargo del Distrito de Buenavista, correspondiente, en líneas generales, al Barrio de Salamanca y sus aledaños. Poco es lo que ha trascendido sobre su cometido específico en este período. Según el teniente coronel Bonel, el SIPM no recibió instrucciones concretas al ocupar Madrid y, por su propia iniciativa, dedicó sus hombres a “limpiar” la capital “de asesinos, cómplices y encubridores”, desde el 28 de marzo hasta el 18 de mayo, “en preparación del desfile de la Victoria y visita de S. E. el Generalísimo”. Durante este periodo, la Policía Militar detuvo a 11.900 personas y procedió a la incautación de una ingente cantidad de documentos. Naturalmente, para ello necesitó aumentar la exigua plantilla con la que había trabajado durante la guerra. A la vista del desarrollo posterior de los acontecimientos, alguno de los agentes reclutados no se caracterizó por su idoneidad y su actuación condujo al descrédito de todos.

Texto bien expresivo que su autor complementa con un pie de página no menos revelador: “En el Archivo Histórico Nacional, Sección de la Guerra Civil, que guarda los fondos del antiguo Servicio de Recuperación de Documentos, creado en Salamanca durante la contienda, se conserva una voluminosa carpeta que engloba varios procedimientos judiciales, incoados desde 1939 a 1941, contra diversos agentes del SIPM, entre ellos Gutiérrez Mellado. En la misma, bajo el título general ‘Auditoria de Guerra de la 1ª Región Militar, Procedimiento Sumarísimo de Urgencia ni 102.862’,

16 Fernando Puell de la Villa, “Gutiérrez Mellado, un militar del siglo XX (1912-1995)” (Editorial Biblioteca Nueva, 1997).

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aparecen cinco conjuntos documentales diferentes que ofrecen amplia información sobre las actividades de la Policía Militar en este periodo (AHN, SGC, carpeta 102.862, doc. 1º, fol. 94)”.

Pero Gutiérrez Mellado protagonizó algunos otros acontecimientos igualmente controvertidos en el contexto de nuestra guerra civil: la detención en Villaviciosa de Odón (Madrid) de los compañeros con los que pretendía pasarse a las Fuerzas Nacionales, de la que él mismo se libró; su medio secreta afiliación a Falange Española; la documentación falsa a nombre de Teodosio Paredes, un soldado muerto en Aranjuez, que le proporcionó un capitán del Regimiento de Artillería a Caballo fiel a la República y, por último, su implicación en diversos sumarios de temática procelosa. En estos se contemplaban el asesinato de un comandante de la Guardia Civil miembro del SIPM (Isaac Gabaldón); la reivindicación de su propio honor promovida por el teniente coronel Francisco Bonel, su jefe directo, ante los rumores de que pertenecía a la masonería y las acusaciones encubiertas que le señalaban como inductor del asesinato de Gabaldón; el que le acusaba de ocultar pruebas que incriminaban a Bonel y otros miembros del SIPM en relación con dicha muerte y, de menor importancia, el que se instruyó también contra varios jefes y oficiales del mismo servicio por avalar como “desplazamiento oficial” el viaje privado de Gabaldón a Talavera de la Reina (Toledo) el día de su asesinato, con la comprensible finalidad de no perjudicar la situación económica de su viuda...

Una vez superadas todas aquellas contrariedades profesionales con el archivo de las actuaciones correspondientes, y que no obstante constituyeron la base para que los sectores más radicales de las Fuerzas Armadas intentaran su desprestigio al producirse la transición política, Gutiérrez Mellado obtuvo el diploma de Estado Mayor el 17 de diciembre de 1941, siendo destinado en el periodo reglamentario de prácticas a la Capitanía General de Canarias con sede en Santa Cruz de Tenerife. En noviembre de 1942 regresó a Madrid para cubrir una vacante en la Segunda Sección del Estado Mayor Central (Inteligencia del Ejército), en plaza de superior categoría hasta producirse su ascenso a comandante en abril de 1944. Su anterior experiencia en el SIPM, hizo que entonces se le asignara el quinto negociado del mismo, encargado de controlar a los extranjeros que entraban o residían en España.

A mediados de 1944, la actividad de la Segunda Sección del Estado Mayor Central se centró en la lucha contra los “maquis”, debido al temor de que la represión ejercida por Alemania contra la resistencia francesa (en la que colaboraban muchos guerrilleros españoles), y luego la inflexión que se produjo en la contienda europea con el desembarco aliado en Normandía, alentaran un fortalecimiento de su presencia en la

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zona pirenaica17. Con este nuevo escenario, en el verano de 1945 Gutiérrez Mellado fue destinado a los servicios de información del Alto Estado Mayor (concretamente a la “Comisión de Estadística” que encubría sus actividades de contraespionaje y que contaba con la adscripción de una comisaría de policía especial). Más tarde, la Tercera Sección del “Alto” abandonó las actividades contraguerrilleras. Entonces se dedicó a organizar la red de inteligencia exterior, creando y coordinando personalmente sus bases en Bélgica, Francia, Portugal y Suiza entre los años 1946 y 1951, con la cobertura de una nueva “Comisión de Estudios”.

En mayo de 1952 el comandante Gutiérrez Mellado pasó a ocupar un destino hasta entonces inexistente: el de enlace entre el Alto Estado Mayor y el Ministerio de Asuntos Exteriores. Transcurridos tres años, en septiembre de 1955 recuperó su vinculación al Arma de Artillería al obtener una plaza de profesor en su Escuela de Aplicación y Tiro (ubicada en el polígono madrileño de Fuencarral), destino que primero compatibilizó, como hacían otros muchos militares en aquella época, con el pluriempleo en actividades privadas y que después abandonó (verano de 1956) para integrarse plenamente en la vida civil acogido a la situación de supernumerario, en la que obtuvo el ascenso a teniente coronel (1957). Este paréntesis en su dedicación militar duró siete años y, solventadas inicialmente las necesidades de su economía familiar, constituyó a la postre un enorme fracaso que le produjo una grave depresión personal necesitada de tratamiento médico, contando en aquella época con la ayuda incondicional de José Gabeiras, artillero como él, a quien más tarde compensaría con creces nombrándole jefe del Estado Mayor del Ejército sin méritos aparentes para ello.

Obligado por las circunstancias a pedir el reingreso en el Ejército, el 18 de noviembre de 1963 optó por ocupar una vacante de profesor en el cuadro permanente de la Instrucción Premilitar Superior (IPS) que encuadraba las denominadas “Milicias Universitarias”, destino en el que realizó el curso de promoción al generalato (enero a junio de 1965). El 18 de agosto de 1965 ascendió a coronel, siendo nombrado jefe de la Tercera Sección (Operaciones) del Estado Mayor Central. A continuación, en junio de 1968, estuvo al frente del Regimiento de Artillería de Campaña nº 13, que fue el primer destino en el que ejerció el mando militar directo desde que antes de la guerra civil fuera teniente bisoño en el Regimiento de Artillería a Caballo de Carabanchel.

17 En la lucha contra los “maquis” intervinieron también otras dos personalidades bien conocidas en la España franquista: el entonces joven periodista Emilio Romero, que organizaba la propaganda informativa, y el doctor Luís González Vicén. Este último, que llegó a ser jefe de la Guardia de Franco, ya había tenido experiencia en otras actividades secretas como responsable de los Servicios de Información e Investigación de Falange durante la Guerra Civil, creando no pocas desavenencias con el Servicio de Información Militar dirigido

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Gutiérrez Mellado ascendió a general de brigada el 20 de marzo de 1970, ocupando entonces plaza como profesor principal en la Escuela de Altos Estudios Militares (ALEMI), dependiente del Centro de Estudios Superiores de la Defensa (CESEDEN) a la sazón dirigido por el general Manuel Díez-Alegría, designación que le permitió asistir a la Escuela Naval de Postgraduados de Monterrey, en California. El propio Díez-Alegría le reclamó para que el 19 de febrero de 1971 se incorporara al Alto Estado Mayor cuya jefatura acababa de asumir, nombrándole entonces responsable de su Primera Sección y compartiendo con él cuatro años de estrecha relación personal en los que se fraguó la última y notoria etapa de su vida profesional, periodo en el que, sin abandonar ese mismo destino, ascendió también a general de división (febrero de 1973).

Fue justamente el traumático cese del teniente general Díez-Alegría como jefe del Alto Estado Mayor, motivado por la torpeza de ser el candidato tapado de la UMD cuando menos para ocupar una vicepresidencia militar en el hipotético nuevo Gobierno “democratizado” que este movimiento hubiera podido auspiciar, lo que terminó acelerando su imparable ascensión dentro del generalato con reconocido futuro político (el propio Gutiérrez Mellado manifestó, según se recoge en la obra de Fernando Puell, que el cese de Díez-Alegría se debió sobre todo a que Franco “llegó a convencerse de que era una especie de Spínola español”).

Con el nombramiento de Fernández Vallespín como nuevo jefe del Alto, todavía cobró más relevancia la figura de Gutiérrez Mellado, quien entonces se convirtió en su secretario general técnico y en alma mater del mismo. Y es justamente en esos momentos de vacío o indecisión en las expectativas del liderazgo militar, cuando la prevista alternativa de sucesión a Franco, encarnada en el rey emergente, fija su atención en el general que, integrado en el sistema pero con insatisfacciones personales bien acusadas, representaría una imagen de “continuismo reformista” en el entorno castrense muy conveniente para la estrategia de reconducción del régimen. Aunque, durante los últimos meses de la vida del Generalísimo y primeros del acceso del rey Juan Carlos a la Jefatura del Estado (julio de 1975 hasta marzo de 1976), y quizás con el objeto de acreditar ese valor instrumental imprescindible en las relaciones político- militares que acompañaban la desintegración del franquismo, Gutiérrez Mellado quedase “apartado” del protagonismo coyuntural en un destino de gran relevancia militar: jefe de la Comandancia General de Ceuta, cargo que llevaba aparejada la correspondiente Delegación del Gobierno.

por el teniente coronel José Ungría hasta que ambos se integraron en el Servicio de Información para la Policía Militar (SIPM), en noviembre de 1937.

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Este es un periodo de capilla personal para quien, por decisión directa de Su Majestad, legitimado al efecto en el régimen anterior, que además le otorgaba el máximo rango efectivo de capitán general de los tres ejércitos, asumiría a continuación la dirección y el protagonismo militar del cambio político. Y también es el momento en el que se consuma la alianza del soberano con sus validos instrumentales, Suárez y el propio Gutiérrez Mellado, ambos reticentes y descreídos con el franquismo al que habían servido, para reconducirlo en la lealtad hacia la monarquía de nuevo cuño, y que se mantiene hasta la consunción de la Unión de Centro Democrático y la instigación del golpe del 23-F, cuya consecuencia inmediata (la mayoría parlamentaria absoluta alcanzada por los socialistas en las elecciones legislativas del 28 de octubre de 1982) marca una primera superación de la transición democrática.

Tras vivir Gutiérrez Mellado en aquella plaza norteafricana de Ceuta los sucesos de la “marcha verde” marroquí sobre el Sahara español, manteniendo fundadas expectativas para ocupar la Vicepresidencia para Asuntos de la Defensa en el primer Gobierno de la Monarquía presidido por Carlos Arias Navarro, y de temer también que el 30 de abril de 1976 finalizara su vida militar en activo sin ascender a teniente general, el fallecimiento del capitán general de Barcelona, Salvador Bañuls, propició su promoción al originarse la vacante preceptiva y su nombramiento simultáneo (el 18 de marzo) como capitán general de la VII Región Militar con sede en Valladolid. Casi sin poder asentarse en el nuevo destino, el 4 de junio fue nombrado jefe del Estado Mayor Central cuando el teniente general Villaescusa dejó ese cargo para ocupar la Presidencia del Consejo Supremo de Justicia Militar. Y prácticamente en paralelo, todavía sin incorporarse a su nuevo puesto en Madrid, el flamante presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, le ofrecía la cartera de Gobernación que, rechazada por él mismo al no considerarse adecuado para ese cargo, sería ocupada por Rodolfo Martín Villa.

Su ya meteórica carrera culminaría en septiembre de 1976, cuando fue nombrado vicepresidente primero del Gobierno para Asuntos de la Defensa en sustitución del teniente general Fernando Santiago, puesto que mantendría en los sucesivos gobiernos presididos por Adolfo Suárez.

El 8 de junio de 1984, Manuel Gutiérrez Mellado fue nombrado miembro permanente del Consejo de Estado, lo que le permitió despejar sus complejos de inseguridad económica (olvidar preocupaciones económicas hasta el final de sus días, según testimonia Fernando Puell). Dos años más tarde, el 15 de septiembre de 1986, se constituyó la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción (FAD), entidad tutelada por Doña Sofía de Grecia en la que el teniente general Gutiérrez Mellado ocupó la Presidencia

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hasta la fecha de su fallecimiento, ocurrido el 15 de diciembre de 1995 en el accidente automovilístico que sufrió en Alcolea del Pinar (Guadalajara), cuando se dirigía a Barcelona para pronunciar una conferencia en la Universidad Ramón Llull.

Entre las muchas distinciones de que fue objeto, destaca la Orden del Mérito Constitucional que le concedió las Cortes Generales en diciembre de 1992. Año y medio después, y en situación ya de segunda reserva, el Consejo de Ministros del 27 de mayo de 1994 le promovió a capitán general del Ejército de Tierra, con carácter honorífico, “en atención a sus excepcionales méritos personales y profesionales”. El broche de oro de los reconocimientos que se le hicieron al final de su vida, lo puso la propia Corona otorgándole el marquesado de Gutiérrez Mellado.

Como ejemplo de los sentimientos encontrados que en el ámbito castrense ha producido la figura del general Gutiérrez Mellado, quizás convenga incluir en esta breve semblanza suya el juicio que le dedica el teniente coronel Javier Fernández López18, profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Zaragoza:

Con luces y sombras fue un militar necesario. Si no lo hubiese hecho él, otro tendría que haber asumido esa función. Su colaboración con Adolfo Suárez fue muy beneficiosa pero sus muchos errores empañan una labor que pudo ser magnífica. El susto de la legalización del Partido Comunista se pudo haber evitado con dotes de mando y menos prepotencia. El incidente con el general Atarés en Cartagena no debió ocurrir nunca. El nombramiento del general Gabeiras para JEME se hizo de forma muy desafortunada. El nombramiento del general Torres Rojas como jefe de la División Acorazada, afortunadamente corregido antes de un año, demostró una muy mala información sobre sus subordinados. El incidente de Ceuta se zanjó con sanciones no ajustadas a derecho y desproporcionadas y le granjeó enormes antipatías. Los oficiales de la UMD siempre esperaron su apoyo una vez instaurada la democracia, lo que no obtuvieron, o al menos no como debió ser. La modificación de la postura de UCD ante la posible aprobación de una amnistía efectiva para los expulsados del Ejército por pertenecer a la UMD fue, tras una intolerable presión de altos mandos del Ejército, facilitada y avalada con su presencia por el general Gutiérrez Mellado. El nombramiento del general Milans del Bosch como capitán general de la Tercera Región Militar, responsabilidad que asume como propia, es otro ejemplo más de lo que venimos sosteniendo. Fueron demasiados errores para que se pueda valorar su actuación de forma tan favorable como desearíamos.

18 Javier Fernández López, “El Rey y otros militares” (Editorial Trotta, 1998).

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Con independencia del importante papel jugado por Gutiérrez Mellado en todo el entramado de inteligencia que impregnó la transición política española, incluidas sus manifestaciones menos edificantes, hay que insistir de nuevo en el origen militarista de nuestro sistema de seguridad nacional. Su primer impulso lo recibió lejos ya de la devastadora guerra civil que se vivió entre 1936 y 1939, y también de la mano de otro militar franquista, el general Antonio Barroso, hombre que acompañó a Franco durante la contienda como jefe de su Estado Mayor y que posteriormente fue un eficaz gestor de los intereses norteamericanos en España.

Enfrentado con todo aquel complejo horizonte de desafíos para su propia supervivencia, uno de los reflejos más instintivo del régimen consistió en potenciar los servicios de información y seguridad, aunque desde luego de forma más acorde con el interés por perpetuar el militarismo predominante que por profesionalizar su propia “inteligencia”. Su organización, efectivamente secreta y por ello con poca evidencia física, tuvo lugar a final de los años 50 y se debió justamente al general Barroso y Sánchez- Guerra. La denominación genérica más conocida de aquella nueva organización fue la de SIE (Servicios de Información del Ejército), aunque dado su carácter un tanto esotérico hubo quien lo llamó SEIS (Servicios Especiales de Información y de Seguridad) o SIO (Servicio de Información Oficial) y hasta quien lo confundió con el genérico SIM (Servicio de Información Militar), que en realidad era un conglomerado de las “segundas secciones bis” integradas en el Estado Mayor de cada Ejército (en Tierra también se llamó SIBE y en Marina SIEMA, mientras el Ejército del Aire no llegó a identificarla con una denominación alternativa). Básicamente se alimentaba con informaciones que provenían de la Dirección General de Seguridad (incluida la Brigada de Investigación Social), de los Servicios de Información de la Guardia Civil, de la propia Tercera Sección del Alto Estado Mayor y de la red de consulados y embajadas españolas. Su organigrama funcional disponía de tres departamentos centrales: Información (espionaje), Seguridad (contraespionaje) y Operaciones (comandos especiales)19.

19 El general Antonio Barroso y Sánchez-Guerra fue un hombre de probada lealtad hacia Franco, a cuyo lado vivió toda la Guerra Civil como teniente coronel jefe de Operaciones de su Estado Mayor, aunque en diversas ocasiones el Generalísimo recelara de su proclividad monárquica o del singular destino que tuvo como agregado militar en París durante la II República, achacándole también alguna vinculación con la masonería. No obstante, Franco promocionó a Barroso a teniente general, nombrándole jefe de su Casa Militar y más tarde ministro del Ejército. Culminó su vida profesional presidiendo a los criadores de ganado “charolés” y, en consonancia con la confianza ganada ante el Pentágono y la Secretaría de Estado norteamericana, también la compañía Standard Eléctrica integrada en el grupo multinacional de la ITT.

La condición secreta y la inconsistencia formal del SIE, y el hecho de que funcionara en un régimen de información absolutamente controlado desde el poder, ocasionaron cierto confusionismo posterior sobre su propia existencia. En 1975 la revista marginal “Frontera” publicó una discutible información sobre los “servicios secretos de Franco” que denominaba SEIS (Servicios Especiales de Información y de Seguridad), y más tarde,

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La operatividad del SIE se diluía por diversos ministerios y organismos colaterales (funcionalmente dependía del Alto Estado Mayor y en el aspecto presupuestario de Presidencia del Gobierno), dificultando así su localización física o su percepción formal, aunque su auténtico centro director se situaba en el entorno más próximo del Generalísimo (Secretaría y Casa Militar). Una de las razones fundamentales que motivaron la creación del SIE, no fue baladí, ni tampoco ajena a las maniobras de los servicios secretos norteamericanos que entonces todavía despertaban grandes recelos en el palacio de El Pardo. Se trataba de la contestación organizada poco antes contra el Jefe del Estado desde dentro del propio régimen, básicamente por monárquicos y antifalangistas.

Y en efecto, como ya desveló en su momento Fernando J. Muniesa20, cuando Franco conoció a través de sus precarios servicios de información las veleidades monárquicas que sobre su propia sucesión propiciaba un conspicuo grupo de altos mandos militares instigados por el conde de Ruiseñada y liderados por el teniente general Juan Bautista Sánchez González, que entonces mandaba la Capitanía General de Cataluña, ordenó a su amigo e incuestionable segundo del escalafón del régimen, Agustín Muñoz Grandes21, a la sazón ministro del Ejército y sin duda alguna el compañero de armas que le producía más respeto, que zanjara de inmediato tan enojoso asunto. Tras algunas comprobaciones realizadas por los confidentes que Muñoz Grandes tenía destacados en Estoril, aquel asomo de rebeldía militar concluyó con el repentino “ataque al corazón” sufrido oficialmente por Juan Bautista Sánchez al concluir la acalorada discusión que mantuvo con el capitán general de Valencia, Joaquín Ríos Capapé, en su tienda de campaña, durante las maniobras militares celebradas en Puigcerdá (Gerona) en enero de 1957.

Sin embargo, la versión oficial de los hechos concluyó que el general Juan Bautista Sánchez había aparecido muerto de infarto en una habitación de hotel en Puigcerdá el 29 de enero de 1957, al tiempo que su comandante-ayudante fallecía “electrocutado” de forma inexplicable en la carretera Barcelona-Valencia cuando regresaba también de aquellas comprometedoras maniobras. Otros rumores sobre el fallecimiento de Sánchez

en 1982, la propia periodista Pilar Urbano recogía en su libro “Con la venia... yo indagué el 23F” (Editorial Argos Vergara, 1982) algunos datos y nombres equivocados sobre estos mismos servicios (que ya denominaba SIE) y prácticamente “fusilados” del libro de Jesús Ynfante “El Ejército de Franco y de Juan Carlos” (Ruedo Ibérico, 1976), editado precisamente con los mismos errores.

20Fernando J. Muniesa, “Los espías de madera” (Ediciones Foca, 1999).

21Agustín Muñoz Grandes había sido general en jefe de la histórica División Azul (la 250 División de la Werhmacht) y como tal condecorado con la Gran Cruz de Caballero con hojas de roble, que le fue impuesta por altos mandos militares alemanes siguiendo instrucciones del propio Führer. Más tarde, en marzo de 1957, y al haber cesado como ministro del Ejército, Franco le ascendió al rango excepcional de capitán general con el evidente objetivo de reconocer y destacar su relevante ascendencia militar, pero también para conjurar con tal distinción cualquier veleidad sucesoria ajena a su propia voluntad. En la remodelación del Gobierno realizada en 1962, Muñoz Grandes ocupó el puesto de vicepresidente, cargo inexistente hasta entonces y creado por Franco

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González apuntaron a un posible envenenamiento inducido o a que previamente hubiera sido tiroteado por Rios Capapé en su tienda de campaña. A este respecto, Pedro Sainz Rodríguez22 (que siempre mantuvo serias dudas sobre el fallecimiento de Juan Bautista Sánchez) relata en su libro “Un reinado en la sombra” la siguiente confidencia hecha por Franco al monárquico y colaboracionista del régimen Julio Danvila: “La muerte ha sido piadosa con él. Ya no tendrá que luchar con las tentaciones que tanto le atormentaban en los últimos tiempos. Tuvimos mucha paciencia ayudándole a evitar el escándalo de la deslealtad que estuvo a punto de cometer”. La corona que Muñoz Grandes envió a sus honras fúnebres llevaba una inscripción más sobria pero igualmente críptica: “A un soldado honrado”.

Este incidente derivó en el nuevo gobierno que nombra Franco el 25 de febrero de ese mismo año con la inclusión de destacados opusdeistas (como veremos más adelante), impulsándose a partir de entonces la operación que terminaría confirmando a Juan Carlos de Borbón como su sucesor en la Jefatura del Estado.

Tras estos acontecimientos, y después de haber intentado granjearse inútilmente la confianza del régimen franquista, el gran inspirador de la fallida asonada “donjuanista”, Juan Claudio Güell, conde de Ruiseñada, también murió de infarto, según la versión oficial, sufrido en un coche-cama cuando el 23 de abril de 1958 regresaba en tren desde París a Madrid. Sobre esta muerte, cuenta Sainz Rodríguez en su obra ya citada que Franco puntualizó ante un ministro de su Gobierno: “Era un buen patriota. Notaremos su falta, pero quien más habrá de notarla será don Juan”.

Después de una nueva década de auténtica dificultad para lograr la consolidación del régimen, tanto en lo político como en lo económico, la revulsiva experiencia de contestación estudiantil vivida en las calles parisinas en mayo de 1968, seguida en nuestro país con una insólita y temerosa pasividad por quienes más tarde protagonizaron la transición política, preocupó seriamente al Gobierno español al temer que sus reivindicaciones antisistema, sintetizadas en las pintadas urbanas del “prohibido prohibir”, llegaran a España por un efecto de mancha de aceite comprometiendo las previsiones continuistas del régimen. Conviene recordar que casi en paralelo, tan solo un año más tarde, el 22 de julio de 1969, se produciría la anacrónica y cuestionada proclamación franquista en el palacio de Las Cortes del Príncipe Juan Carlos de Borbón como “sucesor del Jefe del Estado a título de Rey”. Justo al día siguiente, nada menos, del impacto tecnológico y social producido con la llegada del Apolo XI a la Luna y con la

a su exclusiva medida.

22 Pedro Sainz Rodríguez, “Un reinado en la sombra” (Editorial Planeta, 1981).

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noticia del primer desembarco humano realizado en tan remoto paraje por el legendario astronauta Neil Armstrong.

En esos mismos años se acababan de conquistar los primeros “veinticinco años de paz” del régimen liderado por el general Franco y la anhelada Ley de Prensa propiciada por el entonces ministro “liberal” Manuel Fraga Iribarne, el mismo que el 12 de octubre de 1968 representara a nuestro país en el significativo acto oficial que otorgó la independencia a la antigua colonia de Guinea Ecuatorial... Por entonces se superaba también la legendaria barrera de los seiscientos dólares de renta per capita, que diferenciaba a los países en vía de desarrollo de los ya desarrollados. Pero la dictadura, o el “sistema autoritario” según quien lo calificara, comenzaba a presentar algunos síntomas de periclitación.

Después de los acontecimientos vividos en Francia en mayo de 1968, Agustín Muñoz Grandes, aquejado ya por una grave dolencia pulmonar, decidió, como jefe del Alto Estado Mayor, delegar a dos de sus oficiales de la Sección de Información para que estudiasen las posibles repercusiones que aquella dramática experiencia vecina podría trasladar a los medios universitarios españoles. Así satisfacía también la inquietud mostrada en el mismo sentido por el entonces ministro de Educación Nacional, el opusdeísta José Luís Villar Palasí. Uno de aquellos oficiales fue el comandante José Ignacio San Martín, que ya había estado destinado en París como vicecónsul y representante del Alto ante los servicios secretos franceses.

De esta forma, en septiembre de 1968 nacía un inconsistente “Servicio de Información Especial” que fue tomando cuerpo hasta transformarse casi cuatro años más tarde, en marzo de 1972, en el SECED, contando a partir de entonces con entidad jurídica y presencia orgánica dentro de la Presidencia del Gobierno. Su primer responsable fue, en efecto, José Ignacio San Martín López, hombre tenido como inteligente y eficaz que, años más tarde, vio destruido su prestigio profesional al vincularse a la intentona golpista del 23-F.

Durante aquel proceso “constituyente” de un modelo de seguridad nacional más o menos profesionalizado, que confundió todavía más la nomenclatura de lo que se conocía como “servicios secretos de Franco”, la nueva organización de inteligencia fue asumiendo cada vez más funciones (incluidas algunas difusas competencias del SIE) y capitidisminuyendo también de forma paulatina la importancia del aparato de información ubicado en el Alto. Aunque, con posterioridad, el núcleo duro de este organismo terminaría disfrutando su propio revanchismo contra los hombres del SECED, una vez integrado en el CESID.

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De hecho, cuando Muñoz Grandes seleccionó al hombre que terminaría mandando los servicios emergentes (el SECED), éste dirigía el negociado de Contraespionaje del propio Alto Estado Mayor, donde tenía un plantel de subordinados nacional-cristianos bastante peculiar (Javier Calderón, Florentino Ruiz Platero, José Luís Cortina...) del que quiso mantenerse bien alejado. Precisamente, en el despecho de estos espías vocacionales al no ser reclamados por San Martín para incorporarse a un servicio que ya se percibía como el germen de una auténtica seguridad nacional, radica una de las claves del sectarismo instalado más tarde en el CESID y del carácter “patrimonial” con el que iba a quedar estigmatizado de por vida. Con el transcurso del tiempo, ese mismo entorno documentaría desde esa misma atalaya intoxicadora diversos libros de auto propaganda23.

Su carga genética aflora de inmediato nada más producirse el asesinato del almirante Carrero, cuando se nombra al comandante Juan Valverde para relevar a San Martín en la dirección del SECED, que ciertamente ya era algo consistente y con no pocos laureles ocultos en su haber. Entonces, el mismo día en que se conoció públicamente el

23 Entre los más significativos se pueden destacar el de la periodista Pilar Urbano titulado “Yo entré en el CESID” (Plaza & Janés Editores, 1997) y “Servicios Secretos” (Plaza & Janés Editores, 2000), escrito en comandita por Joaquín Bardavío, Pilar Cernuda y Fernando Jáuregui.

En este último, la predisposición de sus autores queda patente cuando reconocen que, al margen de la relación que mantenían “de antiguo” con Javier Calderón, celebraron tres densas sesiones informativas (dos de ellas ocuparon siete horas) para recibir información específica tanto en la sede oficial del CESID como en otras instalaciones “reservadas”. Sus interlocutores directos y simultáneos fueron nada menos que el director y el subdirector del Centro, cuyas importantes responsabilidades profesionales nos les impidieron aquella proliferación selectiva de “charlas confesionales” con periodistas de toda confianza. Como se desprende de la lectura de “Servicios Secretos”, la cúpula de los Servicios de Inteligencia no dudó en abrir generosamente a sus autores los archivos históricos de la seguridad nacional, aunque éstos pretendan distanciarse de tal privilegio reconociendo con discutible sutileza “la propensión de unos y otros a asegurar que otros libros dedicados al CESID o a los servicios... están ‘orientados’ desde uno u otro lado”, añadiendo sin el menor sonrojo que “el mundillo de los agentes y de quienes de ellos se informan es especialmente proceloso, difamador, receloso...”. Además, lo que es mucho más grave, aseguran que los expedientes“conteniendo biografías obviamente no autorizadas del coronel Camacho y del teniente coronel Rey” que llegaron a sus manos para ser interpretados a su libre albedrío “salieron de círculos que podrían considerarse internos del CESID”. En fin, como es evidente, en los libros sobre servicios secretos una cosa es el análisis inteligente de la realidad y otra, muy distinta, el que sus autores/autoras se limiten a contar lo que otras personas les han contado o lo que ellos/ellas creen que les han contado.

En la estela de esos dos libros hagiográficos sobre el CESID, se encuentra también el del teniente coronel Javier Fernández López, titulado “Diecisiete horas y media. El enigma del 23-F” (Grupo Santillana de Ediciones, 2000). Este autor, basándose precisamente en aquellas dos obras, niega cualquier posible implicación institucional en el golpe perpetrado contra el Estado de Derecho el 23 de febrero de 1981. Y para ello, al margen de confundirse entre continuas contradicciones como quien se agarra a un clavo ardiendo, no duda en hacer algo poco edificante en un militar: intentar borrar o justificar las culpas de los responsables superiores execrando a sus subordinados.

Fernández López había exaltado en varios de sus libros, quizás con todo fundamento, la figura de Sabino Fernández Campo. Y precisamente sería este inteligente y prudente personaje, sin duda excepcionalmente informado sobre los acontecimientos del 23-F, quien en uno de sus artículos más rotundos sobre el tema, titulado “El rompecabezas del 23-F”, concluiría lo siguiente: “Por mi parte, renuncio a intentar descubrir las piezas que me faltan del rompecabezas. Dejémoslo como está, sin agitar la historia ya calmada... En ocasiones el que busca afanosamente la verdad, corre el riesgo de encontrarla” (ABC, suplemento “XXV Años de Rey”, noviembre de 2000). La “verdad” informada que Fernández Campo aconseja dejar dormir, es precisamente el muro insalvable contra el que, en esta materia, se estrellan todos los gratuitos exegetas del CESID y de la propia Corona.

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nombramiento de Valverde, y antes incluso de que pudiera instalarse en su despacho oficial de la calle Alcalá Galiano número 8, ese mismo grupo de confabuladores destinados en el Alto se entrevistó con él en la aledaña cafetería Riofrío para presionar el cese de todos los antiguos colaboradores de San Martín y su automática sustitución por ellos mismos...

Sin embargo, aquellos personajes contumaces se equivocaron de medio a medio, porque Juan Valverde alertó de inmediato a su equipo sobre el injustificado odio que concitaba entre los vengativos hombres que fueron relegados por su predecesor. Además, aseguró que el presidente Arias Navarro cesó a San Martín (al que antes había confirmado personalmente en el cargo) sólo debido a las presiones ejercidas por ese mismo grupo de intriga sobre el teniente general Manuel Díez-Alegría, y a las de éste sobre los ministros militares, y no por las desavenencias que tuvieron cuando aquél era ministro de la Gobernación, según se ha comentado y escrito erróneamente.

En el fondo, aquella actitud no sólo respondía a una mal entendida competencia entre servicios más o menos afines. Se trataba también de la sibilina respuesta que algunos instigadores de la UMD daban a quienes desde el SECED seguían ya la pista de su tenderete para monopolizar un aperturismo militar de nuevo cuño, interesado y falso. Y de una vacuna preventiva también contra futuras y molestas profundizaciones sobre el tema, inoculada con el estilo católico-opusdeísta (ya bien penetrado de la mano de Laureano López Rodó en Presidencia del Gobierno, organismo en el que se encuadraban los militares destinados en el Alto Estado Mayor) con el que ya se marcaría históricamente a los servicios secretos españoles.

En cualquier caso, el SECED tuvo efectivamente algunas intervenciones afortunadas, aunque tampoco fueran ajenas a la ayuda que le prestaba la embajada de Estados Unidos acreditada en Madrid. En las antípodas de la política de proyección pública protagonizada más tarde por el CESID, su labor fue extremadamente callada y ciertamente eficaz en relación con los pocos medios de que disponía. Entre sus recomendaciones profesionales destacó, por ejemplo, la reiterada advertencia para aumentar las medidas de seguridad en el entorno del almirante Carrero Blanco, antes del mortal atentado que sufrió el 20 de diciembre de 1973: el golpe más certero asestado físicamente por ETA contra el régimen de Franco. Y también el aviso que al año siguiente, en agosto de 1974, llegó a la Dirección General de Seguridad para que los policías y funcionarios de la misma no frecuentaran preventivamente los bares situados alrededor de su sede, ubicada en la emblemática Puerta del Sol. Pocos días después, el 13 de septiembre, se producía otro zarpazo capital del terrorismo etarra: la brutal

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voladura de la cafetería Rolando en la madrileña calle del Correo, saldada con trece muertos y cincuenta y tres heridos.

Tal vez, el mayor logro del SECED fuera desactivar el movimiento “ultra” al producirse el asesinato del almirante Carrero (“Operación Promesa”), frustrando sus aspiraciones de liquidar entonces al cardenal arzobispo de Madrid, Vicente Enrique y Tarancón. Y su mayor decepción justo el no poder investigar y clarificar las claves de aquel decisivo atentado. Después tuteló con lealtad el desmontaje del régimen franquista y los críticos prolegómenos de la transición democrática, hasta el punto de facilitar la salida de Felipe González hacia el Congreso de Suresnes, en octubre de 1974, y de montar la “Operación Lucero” para evitar disturbios y posibles involuciones con la muerte de Franco.

Además, tras la muerte de Carrero Blanco, el SECED puso en marcha la operación más importante dirigida contra la organización terrorista ETA (Euskadi Ta Askatasuna) captando como agente doble al incipiente etarra conocido como Mikel Lejarza Egia (alias “Gorka” en el entorno etarra y con el indicativo policial de “Lobo”), cuyas claves más atrevidas sólo fueron torpemente desveladas por el propio CESID en 1997 para que la periodista Pilar Urbano las incluyera en su obra ya citada a píe de página. Tampoco fue intrascendente el apoyo que el SECED prestó al presidente Suárez en dos operaciones cruciales de su mandato y de la propia democratización del sistema: el regreso a España de Josep Tarradellas y la legalización del Partido Comunista de España.

Junto a hombres muy conocidos del SECED, como Andrés Cassinello o José Faura, que fueron los “ángeles custodios” del PSOE clandestino, otros muchos de sus agentes alcanzaron también los emblemáticos entorchados de teniente general: Francisco Ferrer, José Ramón Pardo de Santayana, Juan Pérez Crusells, Ángel Santos Bobo, José Peñas, Martínez Teixidó...

Con anterioridad, en los años 50, cuatro agentes secretos que curiosamente eran coroneles de Caballería y que dominaban la lengua árabe y sus dialectos magrebíes a la perfección, cosecharon también justo prestigio entre la comunidad de inteligencia trabajando en un escenario tan conflictivo como el norteafricano: Alfonso de Cías, Víctor Martínez Simancas, Valentín Benéitez y el mítico José Ballester Berenguer, padre del Enrique Ballester Gallego que en su momento estuvo a punto de sustituir al general Alonso Manglano al frente del CESID.

Pero toda esta base estructural de los nuevos Servicios de Inteligencia “tardo franquistas”, saltó por los aires de la mano del propio Gutiérrez Mellado, como hemos anticipado, cuando en septiembre de 1976 se convierte en vicepresidente del Gobierno y

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discutido ejecutor de la adaptación militar al cambio de régimen. Consumado éste en Cortes Constituyentes por el peso parlamentario que la entonces denominada “oposición democrática” adquiere en las elecciones de junio 1977, lo primero que diseña el nuevo general reformista es la reconducción de los Servicios de Inteligencia hacia el Ministerio de Defensa (antes estaban residenciados en el Ministerio de Presidencia) con la creación del CESID (julio de 1977). Y, de inmediato, los abre a la invasión del militarismo elitista resguardado hasta entonces en el mismo Alto Estado Mayor en el que él había estado destinado varios años hasta ocupar, incluso, el puesto de secretario general técnico. Además, pone al frente del nuevo organismo a un artillero de su máxima confianza, el general José María Bourgón, que inmediatamente daría la medida de su escasa complacencia con el tránsito político que se estaba viviendo24.

El emergente CESID llegó incluso a permitir que dos de sus más inquietos miembros, el capitán Peñaranda y el comandante Faura, elaborasen un análisis del plan que en 1958 produjo el advenimiento de la V República en Francia, con la simulación de cómo esa misma estrategia podría reproducirse en España si la inestabilidad político-militar lo hiciera aconsejable. Pero lo más grave es que el atrevimiento no quedase ahí. Cuando, recién nombrado Ministro de Defensa, Agustín Rodríguez Sahagún visitó la sede central del Servicio, entonces ubicada en el Paseo de la Castellana 5, ya con el teniente coronel Javier Calderón en el cargo de secretario general, sus directivos le mostraron con gran complacencia aquel siniestro ejercicio de aproximación golpista, provocando su lógica reacción de ordenar el traslado inmediato de los autores fuera de la institución, en destinos menos propicios para alentar sus calenturientas veleidades. El propio ministro, que fue el primer civil puesto al frente de tan delicado Departamento en la nueva etapa democrática, reconoció ante sus colaboradores más íntimos la perplejidad que le produjo aquel suceso, sin acertar a calificarlo de simple estupidez o de amenaza encubierta, añadiendo en tono de humor que desde entonces nunca pudo doblegar sus erizados cabellos.

Aquella evidente regresión filosófica, organizativa y vivencial de los Servicios de Inteligencia, concluye nada menos que en su implicación con el golpe del 23-F. Precedido, tómese nota, de un incomprensible impasse de seis meses durante el que no

24 El general Bourgón López-Dóriga, vinculado al grupo Forja como instructor destacado de su academia de preparación militar, propició su propio cese como director del CESID por un incidente que cuestionaba seriamente su capacidad para controlar los eventuales movimientos involucionistas dentro de las Fuerzas Armadas y su lealtad hacia el mismo mando que le había nombrado. A raíz de los abucheos (y algo más) proferidos contra el teniente general Gutiérrez Mellado en el Cuartel General del Ejército el 4 de enero de 1979, durante el entierro del general Constantino Ortín, asesinado por ETA, se negó a “traicionar”, según su criterio, con informaciones y fotografías que delataran a los protagonistas de aquél lamentable comportamiento.“Yo soy

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se cubre la vacante del segundo director general del CESID, Gerardo Mariñas, que ocupó el cargo desde mayo de 1979 hasta agosto de 1980, desde luego muy conveniente para el descontrol interno que necesitaban los agentes involucionistas.

A continuación, toda esa comprometida situación, necesitada sin duda de inevitables reorganizaciones y depuraciones, se pone en manos de un militar con el ascenso a general en teoría todavía lejano, el teniente coronel Emilio Alonso Manglano, también respaldado por su especial proximidad al entorno de la Corona. Como nuevo director general y reorganizador tentativo de un CESID excesivamente vinculado a las formulaciones autoritarias heredadas del franquismo, y transcurridos algunos años en apariencia esperanzadores como responsable último de su inadaptación democrática, Alonso Manglano merece una consideración biográfica más precisa.

Nació el 13 de abril de 1926 en Valencia. Ingresó en la Academia General Militar el 24 de julio de 1944, ascendiendo a teniente en 1948 y a comandante en enero de 1970. Tuvo su primer destino como teniente en el Tercio “Duque de Alba”, II de La Legión, trasladándose a continuación al Regimiento de la Guardia de Su Excelencia el Generalísimo.

Emilio Alonso Manglano se diplomó como número uno en la 57 Promoción de Estado Mayor del Ejército gracias a la aureola que logró al participar en la campaña de Ifni. El hecho es que, tras comenzar el curso como alumno de la 56 Promoción en septiembre de 1957, lo abandonó al ser destinado de inmediato a la Agrupación de Banderas Paracaidistas que combatía en territorio sahariano, junto con el malogrado capitán José Galera. Esa circunstancia, hizo que ambos oficiales se reincorporaran a la Escuela de Estado Mayor en septiembre de 1958, ya con la promoción número 57, en la que el profesorado catapultó al capitán Alonso Manglano al puesto de “primeraco” en razón de sus recientes hechos de armas, circunstancia que algunos compañeros no dejaron de cuestionar abiertamente.

Durante los acontecimientos del 23-F, el entonces teniente coronel Alonso Manglano se encontraba destinado en la Brigada Paracaidista (BRIPAC) como jefe de su Estado Mayor y bajo el mando del general Ángel Mendizábal. Aquella unidad, operativa y acuartelada en las inmediaciones de Madrid (Alcalá de Henares), y por tanto de gran importancia en cualquier intento golpista, se mantuvo en efecto al margen de la asonada liderada por los generales Milans del Bosch y Armada, aunque su lealtad constitucional, que en realidad lo era a la Corona (al igual que la del propio Alonso Manglano, mero

el jefe de los servicios secretos, no de los chivatos”, fue su lapidaria respuesta a la petición de su amigo y superior jerárquico, que ocupaba la Vicepresidencia Primera del Gobierno para Asuntos de la Defensa.

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auxiliar de mando de la misma), fuera sobrevalorada más tarde para justificar el acceso inmediato de un teniente coronel, que además carecía de la deseable experiencia en tareas de inteligencia, a la dirección del CESID, reservada ya de forma reglamentaria a un general.

En este punto de su biografía, merece la pena traer a colación el comentario que hace el ex comandante Pardo Zancada en su libro sobre el 23-F25, al relatar la participación del entonces teniente coronel Alonso Manglano en las reuniones de carácter pre- conspiratorio celebradas en el otoño de 1980. En dicha obra, su autor pone en boca del coronel José Ignacio San Martín que cuando éste propone a quien después terminaría siendo director del CESID participar en alguna actuación para “corregir” la desviada situación política del momento, su interlocutor aceptó tomar parte en el plan “siempre que no fuese contra el Rey, sino con el Rey”. Por otra parte, no menos llamativa fue la circunstancia de que el 23 de febrero de 1981, apenas una hora antes de producirse el asalto al Congreso de los Diputados, el mismo jefe de Estado Mayor de la BRIPAC suprimiera el toque de paseo ordenado reglamentariamente sin que nadie requiriese aclaración alguna al respecto.

En cualquier caso, su nombramiento en mayo de 1981 al frente del CESID, justo tras los acontecimientos del 23-F, fue avalado de forma incuestionable por el rey Juan Carlos (quien después de lo trascendido y no trascendido sobre aquella asonada estaba obviamente bien atento al comportamiento de la institución militar). Ambos mantenían una antigua relación personal desde que Alonso Manglano estuvo destinado en la Casa Militar del Caudillo cuando el entonces aspirante a la Corona se educaba al amparo del dictador, circunstancia por la que aquél fue uno de los pocos militares españoles que en 1962 asistió en Atentas a la boda del todavía príncipe Juan Carlos con Doña Sofía. Además era al tiempo un declarado “donjuanista”, vocación que, junto con la aspiración irrealizada de ser miembro del Consejo Privado de Don Juan de Borbón, compartió con el mismo presidente del Gobierno, Leopoldo Calvo-Sotelo, quien oficialmente le terminó nombrando para aquel relevante cargo. También mantuvo una singular relación con Carmen Díez de Rivera, marquesa de Llanzol, especialmente introducida en el entorno privado de la Zarzuela.

Con aquella vinculación a la Corona, y consciente del proceloso papel jugado por el CESID en los sucesos del 23-F, Alonso Manglano trabajó simultáneamente en una doble dirección: desplazar del servicio a quienes más se identificaron con aquel intento

25 Ricardo Pardo Zancada, “23-F: La pieza que falta” (Plaza & Janés Editores, 1998).

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desestabilizador y, en paralelo, cuidar que la imagen de los Servicios de Inteligencia no quedara manchada públicamente.

Pero siendo también conocedor de la aparatosa derrota electoral que se cernía sobre la UCD, el nuevo director de “la Casa” impulsó al máximo sus teóricos logros contra la llamada “involución militar”. Este sobredimensionado celo de salvaguarda democrática alcanzó sus momentos más estelares con el desmontaje de una inconclusa y poco convincente reiteración desestabilizadora conocida como “golpe del 27-O” y, más tarde, con la teórica desarticulación de la fantasmagórica “Operación Zambombazo”, que el 2 de junio de 1985 pretendería atentar contra la familia real durante la celebración del Día de las Fuerzas Armadas en La Coruña.

Basándose pues en éxitos tan inconsistentes y hasta artificiales, pero que han permitido a Felipe González aludir de manera insistente a “la deuda que los demócratas mantienen con el general Alonso Manglano”, éste fue rindiendo el CESID de forma progresiva al nuevo poder socialista y muy en particular a su primer ministro de Defensa del que dependía, Narcís Serra. De acuerdo con esta entrega a la causa gubernamental, e incluso partidista, el ascenso en los empleos militares de Alonso Manglano fue vertiginoso. Y también muy criticado por sus compañeros de profesión, al carecer de experiencia en el mando sobre unidades de fuerza y al facilitársele el ascenso al generalato y sucesivos con inusitada aceleración. El 12 de julio de 1981 fue promovido al empleo de coronel, a general de brigada en 1983, a general de división en abril de 1985 y a teniente general en enero de 1987.

Del mismo modo se cuestionó la excesiva permanencia de Alonso Manglano al frente de los Servicios de Inteligencia prolongada durante catorce años, y más aún habiendo superado su vida profesional en activo (pasó a la reserva el 13 de abril de 1990 al cumplir la edad reglamentaria de 64 años, momento en el que prudentemente debería haber dejado el cargo), razón por la que en el entorno castrense fue llamado “el Intocable”26. Con una continuidad tan dilatada en aquella dirección, se contravenían las normas ya establecidas en el SECED y en multitud de organismos técnicos y de representación política, fomentándose la proclividad a utilizar el CESID más en beneficio directo del Gobierno y del partido que lo sustentara, e incluso en el de otras altas instituciones, que sometido al estricto interés del Estado.

El general Alonso Manglano presentó la dimisión como director del CESID el 15 de junio de 1995, motivada por el escándalo de las escuchas ilegales ejecutadas durante su

26 Esa costumbre insólita de dejar en manos de un militar “amortizado” nada menos que la seguridad nacional, sin precedentes conocidos a escala mundial, sería perfeccionada cuando tras las elecciones legislativas de marzo de 1996 se puso al frente del CESID al teniente general Javier Calderón, ya en situación emérita.

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mandato, permaneciendo en el cargo de forma interina hasta el 7 de julio, fecha en la que fue sustituido por el general Félix Miranda, siendo nombrado entonces asesor del ministro de Defensa, Gustavo Suárez Pertierra, cargo en el que a su vez fue cesado el 17 de mayo de 1996, nada más formarse el primer Gobierno del PP.

El 21 de diciembre de 1993 declaró como testigo en el Juzgado de Instrucción número 32 de Barcelona, en relación con la implicación de tres ex agentes del CESID en actividades ilícitas de radioescucha realizadas en la sede del diario “La Vanguardia”. Habituado desde entonces a comparecer ante los tribunales de justicia, a veces como testigo en acusaciones formuladas contra los Servicios de Inteligencia y otras como imputado directamente en la presunta comisión de diversos delitos, Alonso Manglano terminó siendo condenado en mayo de 1999, mediante sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid, a seis meses de arresto y ocho años de inhabilitación absoluta por un delito continuado de escuchas telefónicas ilegales27.

En cualquier caso, el paso de Emilio Alonso Manglano por el CESID representó en su momento un significado esfuerzo reconductor para su modernización y adaptación al sistema democrático, pero en última instancia frustrante por inconcluso y, peor todavía, por haber dado lugar con el fracaso de su gestión a que reaparecieran los más insignes ejercientes en oficios de tinieblas.

27 En esa misma causa fueron procesados también, e inicialmente condenados, Juan Alberto Perote y los técnicos del gabinete de escuchas del CESID Julio López Borrero, Juan Miguel Nieto Rodríguez, Visitación Patiño Galán, Francisco Vallejo León y José María Vida Molina (el acusado Juan Manuel Navarro Benavente falleció en enero de 1999 sin haber concluido todavía el proceso correspondiente).

El fallo del Tribunal atribuyó entonces al general Alonso Manglano el control y la asunción de los hechos

“dentro de una política de mal entendida seguridad nacional” y estimaba que las pautas operativas del CESID en este asunto reflejaban un “estado de cultura” caracterizado “por un débil sentido de la legalidad”, criticando al Ministerio de Defensa al haber dificultado que declarasen como testigos algunos de los que previamente lo hicieron ante la jurisdicción militar, lo que calificó como “actitud negativamente discriminatoria” de ese Departamento.

Sobre el fondo de ilegalidad juzgado, la sentencia consideraba además acreditado, “con un rigor probatorio que pocas veces concurre”, la realización de escuchas durante años “a una infinidad de ciudadanos”, aun cuando el contenido de sus conversaciones fuera totalmente ajeno a ese tópico “indefendible por inconstitucional” que es “una seguridad nacional que implica inseguridad en el disfrute de derechos fundamentales”.

La resolución inicial que se comenta citaba entre los escuchados al rey Juan Carlos, al periodista Jaime Campmany, a los ex ministros Francisco Fernández Ordóñez, José Barrionuevo y Enrique Múgica, al ex vocal del Consejo General del Poder Judicial, Pablo Castellano, al ex presidente del Club Real Madrid, Ramón Mendoza, al empresario José María Ruiz Mateos, a la Asociación Civil de Dianética (Iglesia de la Cienciología)...

Tras un proceso ciertamente rocambolesco y plagado de irregularidades, el recurso de amparo interpuesto por los condenados ante el Tribunal Constitucional, concluyó con un fallo que decretaba la nulidad de las actuaciones, reabriéndose así una nueva vista ante la Audiencia Provincial de Madrid, cuyo seguimiento no fue menos curioso y revelador. En ella se retiraron como por ensalmo (y en algunos casos por mediación económica) las acusaciones presentadas contra todos los previamente imputados, excepción hecha de la que el Ministerio Fiscal mantuvo exclusivamente contra Juan Alberto Perote, quien como responsable de la AOME se situaba entre el jefe del Gabinete de Escuchas más implicado y la máxima responsabilidad ejecutiva del director general del CESID, siendo condenado por un delito de utilización de artificios técnicos de escucha y grabación de sonidos a cuatro meses y un día de arresto mayor e inhabilitación absoluta por seis años y un día, solitaria y curiosa sentencia que al cierre editorial de este libro se encuentra pendiente del correspondiente recurso de casación ante la Sala Segunda del Tribunal Supremo.

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Genética militar y seguridad nacional

Para identificar con mayor precisión la estela continuista del franquismo, que sin duda todavía subyace en el arraigado entorno de nuestro modelo de seguridad nacional, conviene desvelar también las cargas genético-militares que lo caracterizan. Aunque por razones de oportunidad se muestren sólo de forma sucinta, cierto es que dichas connotaciones se han identificado claramente con un círculo llamativo de poder en la alta dirección de los servicios que, por esa razón concreta, y salvo limitados momentos puntuales más esperanzadores, intramuros de sí mismos también se han denominado de “inseguridad nacional”.

La tradición del conocido who is who, cuyos exponentes más característicos quizás sean los libros genealógicos de la aristocracia y la oligarquía financiera, alcanza sucesivamente al entorno empresarial, a las profesiones liberales de mayor relevancia social y al mundo de la ciencia y la cultura, afincándose incluso en las actividades deportivas tanto de elite como de masas… Sin embargo, y al margen de algunas excepciones con máxima significación política, el ámbito estricto de las Fuerzas Armadas, y mucho más el de sus miembros adscritos a tareas de información o inteligencia, constituye un auténtico ghetto también para conocer los detalles biográficos de quienes han podido culminar su carrera profesional con determinados méritos, o con cualquier otra circunstancia notoria, a veces incluso de posible demérito, dignos por ello de ser conocidos públicamente. Y biografías que también han sido guardadas con el máximo celo en el nuevo régimen democrático, cuidando, en aquellos casos de obligada publicidad, de que no incluyeran la más mínima valoración crítica.

Y, en efecto, esta circunstancia ha impedido profundizar en los factores sociológicos que han envuelto la historia del militarismo español y hasta conocer algunas claves importantes del trasfondo castrense con el que se han condicionado muchos hitos de su

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devenir más reciente, sin olvidar las cargas genéticas personales y confesionales que han caracterizado a los Servicios de Inteligencia. Así, por ejemplo, aún se sabe bien poco de la penetración del Opus Dei en las Fuerzas Armadas y del reiterado papel desestabilizador que han jugado algunos de sus miembros, o de su interés por posicionarse estratégicamente cerca de los antiguos servicios secretos militares y de la inteligencia del Estado…

La relación del Opus Dei con el entorno militar, y muy en particular con sus expresiones más convulsivas, fue desde luego significativa. En “Los espías de madera” ya se advirtió que la identificación personal de su fundador, José María Escrivá Albás (después José María Escrivá de Balaguer y Albás), con el involucionismo militar había sido clara y desde luego bien prematura. Tras ser ordenado sacerdote en Zaragoza el 28 de marzo de 1925, y de ejercer como profesor de Derecho Canónico y Romano en el “Instituto Amado” de esa misma ciudad, un centro privado que preparaba para el ingreso en la Academia General Militar, el padre Escrivá fundó su particular “Obra de Dios” el 2 de octubre de 1928 en Madrid28. Desde esa incipiente plataforma de santificación secular, ya en 1932 se significó en la asonada militar contra la II República que el 10 de agosto encabezó el general Sanjurjo. En aquella descalabrada aventura fue acompañado por un grupo de jóvenes al que entonces dirigía espiritualmente: José Manuel Doménech, José Antonio Palacios, Vicente Hernández Bocos y Juan Jiménez Vargas, quien luego sería sacerdote y, además, miembro destacado de la institución.

Más tarde, a principios de 1938 y con la Guerra Civil española suficientemente orientada hacía el éxito de los militares sublevados, también fue llamativo el rebuscado afincamiento del padre Escrivá en la ciudad Burgos, junto al Cuartel General del Generalísimo. Pero todavía lo sería más su entusiástico alistamiento, el 28 de marzo de 1939, como oficial en las victoriosas tropas nacionales de Intendencia que iban a entrar en Madrid. Aquellas vivencias personales quizás ayudaran a conformar su profunda

28 El Opus Dei se constituyó como camino de santificación varonil en medio del mundo, a través del trabajo profesional ordinario y en el cumplimiento de los deberes personales, familiares y sociales. Su fundador entendió después que dicho apostolado debía desarrollarse igualmente entre las mujeres y, a tal efecto, el 14 de febrero de 1930 creó la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, unida indisolublemente al Opus Dei.

Según su promotor, ambas instituciones fueron de inspiración divina. Tras una larga discusión sobre su legitimación jurídica, “la Obra” de José María Escrivá fue aprobada por la Santa Sede el 16 de junio de 1950, obteniendo más tarde de Su Santidad Juan Pablo II, el 28 de noviembre de 1982, el estatus de “prelatura personal”, fórmula ya prevista por el propio Escrivá antes de su fallecimiento, ocurrido en Roma el 26 de junio de 1975.

Su causa de canonización fue iniciada el 19 de febrero de 1981. Nueve años más tarde, el 9 de abril de 1990, Juan Pablo II declaró la heroicidad de sus virtudes cristianas, decretando el 6 de julio de 1991 el carácter milagroso de una primera curación atribuida a su intercesión y el 20 de diciembre e 2001 el de la segunda. El mismo Papa declaró “santo” al beato Josemaría (así habían convenido en llamarle hasta entonces sus seguidores del Opus Dei), el 6 de octubre de 2002, justo en el año que se cumplía el centenario de su nacimiento, en una ceremonia multitudinaria celebrada en la Plaza de San Pedro, en Roma.

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convicción de que “los militares, por el mero hecho de serlo, tienen ya la mitad de la vocación del Opus Dei”, como le gustaba recordar a menudo.

En la obra comentada, reputada en algunas recensiones bibliográficas como clarificadora y en otras como transgresora, se recordaba que Rafael Calvo Serer, uno de los más dilectos hijos espirituales de José María Escrivá, también tomó parte activa en la frustrada “Operación Ruiseñada”. Como ya hemos señalado, esa nueva andanza envolvía un intento golpista para desplazar a Franco de la Jefatura del Estado en 1957, reinstaurando la Monarquía con don Juan de Borbón y Battenberg (a quien los instigadores de aquel movimiento llamaban Juan III) y propiciando un Gobierno de monárquicos, militares y opusdeístas.

Este incidente derivó en el nuevo gobierno nombrado por Franco el 25 de febrero de ese mismo año, con la “milagrosa” inclusión de destacados hombres del Opus Dei, impulsándose también a partir de entonces la operación que terminaría confirmando a Juan Carlos de Borbón como sucesor en la Jefatura del Estado. Ese fue un “pacto de Estado” interesado, nada ajeno a las intrigas y maniobras políticas que con tanta facilidad se gestaban en el entorno del padre Escrivá. Y en ellas siempre estuvo presente Calvo Serer, un auténtico temerario de la política que en más de una ocasión hubo de ser avalado ante el régimen franquista por el singular fundador de “la Obra”.

La alternativa paralela de poder manejada en aquellos momentos por el Opus, se conocía internamente con el nombre de “tercera fuerza”. Y la verdad es que logró sus primeros objetivos de forma inmediata, el mismo 25 de febrero de 1957, con los nombramientos de Alberto Ullastres y de Mariano Navarro Rubio como ministros respectivos de Comercio y Hacienda. Un resultado plenamente coherente con la reconocida capacidad que tenía el general Franco para integrar la disidencia política más reaccionaria bajo su protector manto plenipotenciario. Otros miembros de “la Obra”, o al menos afines a la misma, ocuparon igualmente plaza de ministro en el citado Gobierno: Joaquín Planell, Cirilo Cánovas, Camilo Alonso Vega, Jorge Vigón, Gabriel Arias-Salgado, el propio Carrero Blanco...

Por otra parte, no deja de ser sintomático que fuera otro hombre destacado del Opus Dei, José Luís Villar Palasí, quien estando al frente del Ministerio de Educación Nacional impulsase la creación de un Servicio Secreto del Estado en 1968, consolidado más tarde, en marzo de 1972, como Dirección General con el nombre de SECED y bajo la dependencia directa del almirante Carrero Blanco. En esa tarea fue fielmente apoyado por su subsecretario, Alberto Monreal, vinculado a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNP) y al propio Laureano López Rodó.

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Pero volviendo a la línea de penetración opusdeísta en la milicia española, los libros de Jesús Ynfante29, un auténtico especialista en interioridades de “la Obra”, recogen una larga lista de socios del Opus Dei que llegaron a su cúpula en puestos realmente clave: Pablo Martín Alonso, Juan Castañón, Joaquín González Vidaurreta, Víctor Castro, Carlos Fernández Vallespín, Pablo Suanzes, Jesús Fontán, Adolfo Baturone, Rafael Álvarez Serrano, Hermenegildo Altozano, Álvaro Lacalle, Ángel Liberal, José María Sáenz de Tejada... Y muchos de ellos, adscritos, en efecto, a los servicios de información de la institución militar.

Aunque tampoco haya que olvidar la plétora de militares del Opus que dejaron el uniforme para ordenarse sacerdotes (Pedro Zarandona, Emilio Muñoz Jofre, Javier Mora Figueroa, Antonio Elizalde...). Ni los que se reconvirtieron a la vida civil para administrar sus empresas (Manuel Carrasco, Lorenzo Dionis, Manuel Méndez, Eugenio Galdón...).

Otra observación ciertamente sutil de Jesús Ynfante es la referida al entorno de La Zarzuela, cuando, gracias a la voluntad previa del general Franco, se instaura una nueva monarquía personalizada en la figura del rey Juan Carlos I, hijo mayor del legítimo heredero de la última dinastía que había reinado en España, quien en la legalidad del momento asume también el mando supremo de las Fuerzas Armadas. Entonces, según este autor, todos sus puestos clave fueron copados por miembros del Opus Dei: Nicolás Cotoner, jefe de la Casa del Rey; Alfonso Armada, jefe de la Secretaría; Fernando Gutiérrez, jefe de prensa; Fernando Poole, ayudante y luego jefe del Cuarto Militar; Laura Hurtado de Mendoza, secretaria particular de doña Sofía; Federico Suárez, confesor real...

Aún más, diversos historiadores del momento reconocieron la influencia ejercida por otro prohombre del Opus Dei, Laureano López Rodó, para que, previamente, el almirante Carrero aceptase e impulsase de forma decisiva la figura de Juan Carlos de Borbón como heredero político de Franco y su sucesor en la Jefatura del Estado a título de Rey. Antes, otro significado opusdeísta, catedrático de Historia excedente y autor del libro titulado “La Monarquía de la reforma social”, Ángel López Amo, fue uno de los preceptores con mayor ascendencia sobre el futuro monarca y quien personalmente le presentó a José María Escrivá.

En “El Ejército de Franco y de Juan Carlos”, Ynfante ya advertía que si la institución castrense era la columna vertebral del régimen, los servicios secretos del Ejército eran su médula espinal. Con éstos, añadía, “habrá de contarse en un futuro próximo en el caso,

29 Jesús Ynfante: “La prodigiosa aventura del Opus Dei” (Ruedo Ibérico, 1970), “El Ejército de Franco y de Juan Carlos”, obra ya citada, y “Opus Dei, así en la tierra como en el cielo” (Grijalbo, 1996).

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siempre probable, de un golpe de Estado militar en España”. Y esa fue una premonición que, con el tiempo, justamente otro notorio miembro del Opus Dei, el general Armada, ya intentaría hacer realidad. Su asonada del 23-F, contó, además, con la ayuda de algunos correligionarios militares de “la Obra”, como el comandante Pardo Zancada, y con varios de sus más emblemáticos prohombres civiles (que habían sido ministros franquistas), bien ocultos en la trama civil instigadora del golpe30.

Otro dato de excepcional importancia relacionado con este curioso entorno de santificación secular, es la vinculación al mismo del ex diputado socialista Ricardo García Damborenea, desvelada igualmente por Jesús Ynfante en 1996. Su rocambolesco salto desde la militancia socialista hasta las filas del PP, inculpándose en la guerra sucia contra ETA y acusando de su mayor responsabilidad a Felipe González, se escenifica en plena campaña electoral (comicios legislativos de 1993) de la mano de otro opusdeísta, Jaime Mayor Oreja, quien entonces ya tenía preadjudicada la cartera de Interior en el eventual primer gobierno de José María Aznar. A su vez, en 1996 este ministro se rodea de hombres del Opus en los puestos de su mayor confianza, mientras sus correligionarios más reaccionarios ocupaban el Ministerio de Justicia (en particular la Fiscalía General del Estado) y hasta la Comisión de Justicia e Interior de su propio partido.

Ahí, en ese entramado de intereses electorales y partidistas, es donde habría que buscar el origen y las claves de la “conspiración” que de forma tan reiterada denunció a partir de entonces Felipe González. Una operación política de acoso y derribo que, no obstante, también encontraría apoyo por razones más complejas en la beligerancia de otros círculos próximos a personas bien dispares, como Antonio García Trevijano, Mario Conde o el periodista Antonio Herrero, fallecido accidentadamente el 2 de mayo de 1998.

Ya en el segundo mandato electoral de José María Aznar (2000-2004), y tras un abordaje continuado a los tres ejércitos desde que se instauró el nuevo régimen constitucional, los seguidores de José María Escrivá llegan a controlar la cúpula y los centros neurálgicos del Ministerio de Defensa, capitaneados por el propio ministro, Federico Trillo-Figueroa. Esa situación es tan real que el propio titular del Departamento llegó a tener teóricamente bajo su mando a personas con mayor representatividad o

30 No menos significativo que todos estos puntos de concomitancia entre el Opus Dei y los movimientos de involución militar, es el hecho de que tras el intento desestabilizador del 23-F, de esperpéntica similitud con el modelo “a la francesa” diseñado para instaurar la V República en el país vecino al amparo de la crisis franco- argelina, fuera también un destacado miembro de “la Obra”, el teniente general Álvaro Lacalle, quien ocupara la presidencia de la Junta de Jefes de Estado Mayor (JUJEM) con la total aquiescencia del rey Juan Carlos, cuya autoridad sobre tales nombramientos en aquellos momentos era indiscutible.

Al igual que sucedió en el ámbito político, desde la cúpula militar nunca se profundizó en los orígenes de la instigación golpista. Bien al contrario, la historia posterior atestigua las recompensas profesionales recibidas por quienes, con su silencio o con sus acciones maquilladoras, fueron celosos guardianes de su verdad más oculta, dentro y fuera de los Servicios de Inteligencia.

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ascendencia dentro del Opus Dei que la suya. Más que nunca, la defensa nacional, esa especie ilusoria mitad león rampante y mitad paloma de la paz, estaba, pues, en manos de Dios, o al menos tutelada por quienes pretendían vivir su camino de perfección terrenal.

Cierto es que el ministro Trillo-Figueroa asumió un cargo pacientemente trabajado durante años por su entorno político y apoyado por una brillante carrera personal, pero tampoco fue ajeno a ese objetivo el papel que jugó como promotor de las iniciativas tomadas previamente por el PP para airear algunas actuaciones controvertidas de la Seguridad del Estado, que al final concluyeron en notorias causas judiciales. Con más o menos fortuna, en esa punzante conducta, quizás orientada por el interés antes que por la convicción, se mezclaron los casos de las escuchas ilegales a partidos políticos y todo lo relacionado, precisamente, con la guerra sucia practicada contra ETA.

Pero el estudio profundo de nuestros Servicios de Inteligencia y su ascendencia sobre la organización militar, e incluso hasta en la misma política de Defensa, exigiría también alguna detallada consideración sobre el “fenómeno Forja” (que lógicamente trasciende el objeto de esta obra), con la seguridad de que alumbraría no pocas sorpresas sobre nuestra última historia política, incluyendo el apartado dedicado al golpismo. En su momento, el servicio inglés de noticias confidenciales “Transnational Security”, editado por Brian Crozier (y asociados), desveló algunas claves al respecto.

Forja fue una obra del catolicismo militar creada en 1948 por el capitán Luís Pinilla Soliveres y el sacerdote jesuita José María de Llanos, entonces capellán del Frente de Juventudes, al amparo de la Organización Juvenil Española (OJE), dependiente de Falange Española, que efectivamente dispuso en Madrid de un “Colegio Preparatorio Militar”31. Su ideología de corte jesuítico-seglar-combativo, personalizada en el peligroso estereotipo del “monje lobo”, se basaba en una rigurosa ortodoxia falangista (en su ideario se admiraba la “gallardía juvenil” de José Antonio Primo de Rivera y su “aristocrática exigencia de estilo”), mientras su praxis académica trascendía la mera preparación técnica para conformar, a posteriori, una gran familia sectaria y semiclandestina, con juramentos y ceremonias secretas.

31 En su libro “El Ejército Español durante el franquismo” (Ediciones Akal, 1999), Mariano Aguilar hace una breve alusión a Forja, situando su nacimiento en septiembre de 1951. Esa fecha se corresponde, en efecto, con la primera reunión de la asociación en su vertiente política celebrada en un parador segoviano próximo al castillo de Coca, aunque su creación fue anterior. Forja comenzó a funcionar tres años antes, en el curso 1948- 49, como “Colegio Preparatorio Militar” de la Asesoría Nacional de Educación Premilitar, del Frente de Juventudes, encargada de captar vocaciones militares para su ingreso en la Academia General, lógicamente en el espíritu de la falange juvenil. No obstante, el nombre formal de “Forja” solo se incorpora en la segunda etapa del Colegio, cuando, tras ser desautorizado por el Gobierno en 1959, Luís Pinilla lo reinstala privadamente en la Colonia de Los Ángeles, en el extrarradio madrileño de Campamento.

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En similitud con la organización del Opus Dei (el referente a superar que distinguía entre miembros oblatos, supernumerarios y numerarios), el activismo religioso de aquella emergente orden militar, disponía de tres niveles de entrega: las escuadras de “Acción” y de “Forja” y la “Milicia de Cristo”, compromiso este último nacido del idealismo reaccionario de Luís Pinilla como elite creada bajo la forma eclesial de Asociación de Fieles (“Pía Unión”), que aspiraba a practicar “el grado heroico de la milicia” y que exigía profesar los votos evangélicos de pobreza, obediencia y castidad, con objeto de poder alcanzar, finalmente, alguna suerte de ordenación sacerdotal.

El Ejército llegó a ver en Forja un germen de “politización” y un intento de quebrar la unidad militar y su línea de mando natural, razones por las que siendo jefe del Estado Mayor Central el teniente general Antonio Alcubilla, en 1959 se ordenó la clausura de sus actividades formativas (en aquel momento se contabilizaron oficialmente como miembros de dicho movimiento cuatro capitanes, cincuenta y nueve tenientes y unos sesenta cadetes). A pesar de ese contratiempo, Luís Pinilla recondujo su academia de preparación militar, ya conocida en los medios castrenses como “la peli” (o peligrosa), a un nuevo centro de carácter privado bautizado formalmente como “Forja”, que en apenas dos años fue cerrado de forma definitiva.

En paralelo con la inhabilitación de Forja, el núcleo ideológico de la organización se refugió en la revista “Pensamiento y Acción” (del Apostolado Castrense de la IV Región Militar), editada en Barcelona con el respaldo de Acción Católica, y que, tras abandonar la línea integrista e iniciar una nueva época en enero de 1960, también fue prohibida por la superioridad en julio de 1961. El motivo no fue otro que el desviacionismo insuflado de nuevo en las Fuerzas Armadas a través de sus páginas. No obstante, un conocido escritor militar, Julio Busquets, que fue miembro de Forja y después de la UMD, alcanzando en 1977 la condición de diputado por Barcelona integrado en la lista del PSOE, afirmó de forma errónea que aquel cierre se produjo por publicar una recesión favorable de la novela histórica de José María Gironella titulada “Un millón de muertos”.

Desde el colaboracionismo más identificado con el régimen franquista, el jesuita José María de Llanos, hijo de un general de Infantería, protagonizó una transformación ideológica radical, llegando a convertirse en auténtico estandarte del “sacerdocio-obrero” y del diálogo “cristiano-marxista”, con una participación muy activa en el más puro antagonismo del comunismo español. Con él colaboró Javier Calderón en la década de los años 60 como psicólogo y profesor de Educación Física del “Centro de Educación Secundaria y Formación Profesional 1º de Mayo” que el padre Llanos dirigía entonces en el arrabal del Pozo del Tío Raimundo, en Vallecas (Madrid).

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Por su parte, Luís Pinilla evolucionó también de forma pendular desde el falangismo y el nacional-catolicismo más intransigente hasta el cristianismo social, que al abandonar la carrera militar terminó practicando plenamente en la “Comunidad Misión de Juventud”, creada por él mismo en el también barrio obrero madrileño de Villaverde Alto, tras el cierre de Forja y por influencia del propio Llanos. De éste, llegó a pedir ante la Santa Sede nada menos que su canonización, pasando antes, entre otros avatares, por el oportunismo de alentar “desde la barrera” a la UMD, movimiento del que fue auténtico impulsor, aunque el protagonismo público lo asumiera el comandante Otero como militar directamente implicado de mayor graduación.

Curiosamente, Luís Pinilla y el general Calderón, junto con otro director general del CESID como Gerardo Mariñas, llegaron a ostentar también la dirección de la Academia General Militar de Zaragoza: un destino clave para ejercer el proselitismo ideológico. Más tarde, este emblemático centro académico fue dirigido por otro miembro de Forja: Mariano Alonso Baquer. Por otra parte, Mariñas y Calderón, y el propio Alonso Baquer, accedieron igualmente a otra dirección estratégica para “controlar” la carrera militar de amigos y enemigos: la de Personal del Ejército.

En cuanto a la UMD, conviene aclarar que si bien los derroteros de la transición política le propiciaron una aureola pública de “reformismo democrático”, fue un movimiento clandestino intelectualmente pobre (para comprobarlo baste repasar sus documentos doctrinales incorporados como anexo), nacido dentro del militarismo que sustentaba el régimen franquista y amparándose en el oportunismo de su propia consunción y que, a pesar del estilo “heroicista” de sus escritos, se acompañó con tan poca dignidad militar que tan sólo dos de los nueve procesados por pertenecer a dicha organización (los capitanes García Márquez y Ruiz Cillero) admitieron su vinculación a la misma. Y, sobre todo, constituyó un claro intento de protagonizar de nuevo militarmente el devenir hacia un nuevo régimen político, lo que, sin llegar a poder calificarse de intentona golpista, no dejó de ser otra expresión puntual de la tradicional injerencia militar en la vida política nacional.

No es cierto, pues, que sus miembros fueran “demócratas de toda la vida”, ni tampoco que se inspirara en la “revolución de los claveles” alumbrada en Portugal el 25 de abril de 1974, ya que su primer antecedente consistió en un “llamamiento” democratizador a los jefes y oficiales de los tres Ejércitos realizado en 1973 y recogido en el libro de Jesús Ynfante ya citado, “El Ejército de Franco y de Juan Carlos”. Aunque la constitución oficiosa de la UMD se data el 31 de agosto de 1974, venía de antes, y estuvo instigada también por hombres ultra católicos destinados en los Servicios de Información

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del Alto Estado Mayor que, además de analizar concienzudamente el proceso de nuestro cambio político, seguían de cerca el caso de Portugal gracias a sus contactos con Fernando Eduardo da Silva, último director de la Policía Internacional para la Defensa del Estado (PIDE), si bien es cierto que, una vez dispuestos a emerger públicamente, algunos “umedos” mantuvieron un contacto de corte protocolario con militares portugueses protagonistas de su entonces reciente revolución.

El círculo pensante que impulsó ocultamente la UMD (después identificado sobre todo en el comandante Julio Busquets en razón de su publicitaria incorporación a las listas electorales del PSOE) tenía en efecto raíces nacional-cristianas y su auténtico referente, aunque en alguno de sus documentos filosóficos se citara al presidente chileno Salvador Allende, se situaba en Perú con el general izquierdista Juan Velasco Alvarado. En 1968, este militar se había hecho con el poder mediante un golpe de Estado que puso en cuarentena a la oligarquía latifundista, nacionalizó la banca y los recursos naturales, aceleró la reforma agraria y limitó la presencia norteamericana en el país.

El general reformista “tapado” de la UMD, era justamente Manuel Díez-Alegría, entonces jefe del Alto Estado Mayor, cargo en el que había sustituido a Muñoz Grandes en el verano de 1969. El “Velasco español” era un hombre sencillo, inteligente, aparentemente liberal y bien relacionado con personalidades poco afectas al régimen franquista, pero también sensible a la adulación del entorno civil y receptivo ante las excesivas ayudas y sugerencias que recibía de algunos generales del CESEDEN y del aparato de información del propio Alto32. A pesar de que afirmara no interesarse por la política, quienes le conocieron bien sostienen que le hubiera gustado ser ministro de Defensa o incluso presidente del Gobierno (en el fondo era otro tutor de la democracia más o menos encubierto). En definitiva, el desenmascaramiento de la UMD propició su cese y que después fuera Gutiérrez Mellado, su “segundo” en el Alto Estado Mayor, quien protagonizara militarmente el cambio político.

Salvando las distancias personales, Manuel Díez-Alegría y Manuel Gutiérrez Mellado conformarían los primeros eslabones, quizás todavía no perdidos, del protagonismo militar interesado por afectarse a la historia post-franquista, o si se prefiere del

32 El propio entorno familiar de Manuel Díez-Alegría se flanqueaba por una curiosa disparidad. De un lado con su hermano Luís, un militar de prestigio que dirigió la Guardia Civil y que después fue nombrado jefe de la Casa Militar del Generalísimo, jefe del Alto Estado Mayor, miembro del Consejo del Reino y del Consejo de Regencia y senador por designación real en la Legislatura Constituyente. Y de otro con su hermano José María, sacerdote jesuita, profesor de la Universidad Pontificia Gregoriana de Roma exclaustrado por sus desavenencias doctrinales con el Vaticano y devenido en referente del movimiento de sacerdotes-obreros instalado en el arrabal madrileño del Pozo del Tío Raimundo, junto a su fundador, el Padre Llanos. Como precursor de la “teología de la liberación” y miembro activo del PCE, José María Díez Alegría reconoció que Marx le llevó a redescubrir a Jesucristo, definiéndole nada menos que como “un retoño sui géneris de Amós, de Jeremías y de Safonías, el profeta mesiánico de la sociedad sin clases”.

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neomilitarismo político empeñado en salvaguardar los destinos de la patria (una especie de regeneracionismo castrense impregnado por el “espíritu del 12 de febrero” auspiciado en el entorno del presidente Arias Navarro para que el antiguo régimen prevaleciera tras la muerte de Franco). Esta democracia tutelada se identificaría después también con el general Armada, cuyo escaso sentido de la representatividad política, con el que pretendió confundir la asonada del 23 de febrero de 1981 en un teórico “Gobierno de salvación nacional” presidido por él mismo, terminaría afortunadamente frustrado. Hoy, esos mismos rescoldos de democracia espuria aún alientan en la especie de España otorgada que se refugia en los servicios de seguridad nacional, cuestionada en estas páginas.

En cualquier caso, ténganse en cuenta otros dos datos reveladores para establecer la conexión existente entre Forja, la UMD y los Servicios de Inteligencia. En primer lugar, el hecho de que algunos reconocidos “forjados” (el coronel Pinilla Soliveres, el comandante Calderón Fernández, el capitán Cortina Prieto, el capitán García Martínez de Murguía…) asumieron la defensa inicial, en concordancia con la legalidad entonces vigente, de otros tantos camaradas de Forja que, comprometidos también con la UMD, fueron procesados en la causa 250/75 (los capitanes Martín-Consuegra, Valero Ramos, García Márquez, Reinlein…). Y en segundo lugar, que el primer director del CESID, el general José María Bourgón, fuera un hombre bien impregnado por el espíritu de Forja, de cuya academia preparatoria para el ingreso en las militares fue destacado instructor, al tiempo que otro “forjado”, mucho más controvertido, también llegase al mismo puesto: Javier Calderón Fernández. Además, la andadura de la institución realizada entre ambas direcciones generales está plagada de nombres adscritos igualmente al entorno sectario de Forja (Florentino Ruiz Platero, José Luís Cortina, Carlos Herrera…) y al núcleo conservador- aperturista liderado por Manuel Fraga alrededor de GODSA (Gabinete de Orientación y Documentación), donde de nuevo aparecen los Calderón, Ruiz Platero, Cortina, Ortuño…

Por otra parte, cuando el teniente general Federico Gómez de Salazar, entonces capitán general de Madrid, tuvo que decidir con la lista de los “umedos” descubiertos en su mano, tampoco muy extensa, a cuantos de ellos se procesaba por un presunto delito de sedición, optó por seleccionar a los diez primeros, quedando justamente a continuación, en undécimo lugar, Javier Calderón Fernández33. El propio Julio Busquets

33 Al margen del capitán de Aviación José Ignacio Domínguez, que abandonó el país, los nueve militares restantes pertenecientes a la clandestina UMD y procesados por un presunto delito de “rebelión militar” en Consejo de Guerra, y sentenciados con las penas de prisión que se señalan entre paréntesis, fueron el comandante de Ingenieros Luís Otero (ocho años) y los siguientes capitanes: de Artillería, Fermín Ibarra (siete años y seis meses) y Antonio García Márquez (tres años); de Caballería, Manuel Fernández Lago (cinco años);

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deslizó en su momento la relación que existía entre Forja y la UMD admitiendo que 26 militares pertenecían simultáneamente a ambas organizaciones, parte de los cuales han conformado además el “núcleo duro” del CESID.

En relación con ese curioso dato, y considerando conjuntamente la naturaleza sediciosa de la UMD y el régimen dictatorial contra el que se manifestaba, cabría pensar que la benevolencia del trato recibido entonces por Javier Calderón, quien continuó destinado en los servicios de información del Alto Estado Mayor sin que aquel incidente afectara en lo más mínimo a su carrera profesional, pudo deberse a su eventual condición de infiltrado en dicho movimiento. No obstante, si esta hipótesis fuera cierta, invalidaría el histórico pedigrí democrático que, justificado en parte por aquellos hechos, le atribuyen sus biógrafos más generosos. Por otro lado, el paralelismo, si cabe, de su posición personal y posterior exoneración frente a los sucesos de la UMD y del 23-F, le acreditaría también como un experto “agente doble” de los que más valoraba el maestro Sun Tzu, o quizás, alternativamente, como un hábil capitalista de expectativas políticas contrapuestas.

Pero junto a estas reveladoras circunstancias del entorno militar, y en particular de su proyección sobre los Servicios de Inteligencia, también se olvida que a partir del Real Decreto-Ley 3/1985, de 10 de julio, los ascensos al generalato y sucesivos tienen un carácter eminentemente político. Cierto es que, desde entonces, el gobierno de turno ha venido ascendiendo a casi todos los militares que, en función de su carrera, podían merecerlo; sin embargo es igual de evidente que, al mismo tiempo, han primado con demasiada arbitrariedad las de otros que eran menos profesionales, aunque más sumisos o sólo más afincados en lealtades políticas y personales.

Porque al margen de las turbulencias golpistas del 23-F, interesadamente olvidadas, ahora merece la pena comprobar, por ejemplo, cómo y dónde se han situado, respectivamente, los que entonces anduvieron a uno y otro lado del orden constitucional. ¿Qué ha sido de los comprometidos hombres del CESID que en apariencia fueron incapaces de detectar y abortar aquel gravísimo intento desestabilizador? ¿O cómo han terminado su carrera militar aquellos otros que, aun sin sentencia condenatoria, estuvieron directamente implicados en él…? El acceso al generalato de algunos militares que entonces tuvieron comportamientos poco convincentes desde la ortodoxia

de Infantería, Restituto Valero (cinco años), Jesús Martín-Consuegra (cuatro años y seis meses), José Fortes (cuatro años) y José Fernando Reinlein (cuatro años), y de Aviación, Abel Ruiz Cillero (dos años y seis meses).

Todos los procesados resultaron beneficiados por aplicación del indulto concedido con motivo de la proclamación de Su Majestad el Rey. Con el paso del tiempo también fueron rehabilitados profesionalmente, anulándose las penas accesorias que, salvo en el caso de los capitanes García Márquez y Ruiz Cillero, llevaban

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democrática, contrasta, sin duda alguna, con la persecución profesional que al pasar el tiempo han sufrido literalmente algunos otros que, además de defender sin vacilaciones el orden constitucional, incluso trataron de clarificar las ayudas prestadas al golpismo dentro de los propios Servicios de Inteligencia…

En fin, así, y desde luego sin ningún ánimo inquisitorial, podríamos recoger la curiosa ascensión militar y política del antiguo teniente coronel Javier Calderón, quien con aquella graduación fue el responsable operativo máximo del CESID durante los procelosos sucesos del 23-F, hasta situarse en la misma cúpula de la seguridad nacional ya en situación emérita. O el increíble ascenso al generalato del mismo antiguo capitán Francisco García-Almenta, segundo responsable de la controvertida AOME (Agrupación de Operaciones y Misiones Especiales) que bajo el mando del comandante José Luís Cortina dio apoyo logístico y organizativo el 23 de febrero de 1981 a los asaltantes del Congreso de los Diputados.

Una estela de recompensas que también incluye la llamativa culminación de carrera alcanzada por el antiguo comandante Juan Ortuño, el hombre que sustituyendo al comandante Cortina se esforzó en borrar cualquier vestigio de las implicaciones golpistas del CESID, convertido a la postre en teniente general al mando del Eurocuerpo. O la de los dos generales, Juan María Peñaranda y José Faura (que llegó a ostentar nada menos que la jefatura del Estado Mayor del Ejército), dedicados previamente a alimentar, desde los propios Servicios de Inteligencia, nuestra comprometida transición política con soluciones militaristas al estilo de la “Operación De Gaulle”.

Este somero pero revelador “quién es quien” del estamento castrense democratizado, no deja de sernos útil también como caracterización político-genética o genético-militar de quienes, situados en el entorno de la seguridad nacional, han venido conformando lo que tendría que ser, pero que no es, un pilar básico del Estado social y democrático de Derecho.

aparejada la separación del servicio (con baja definitiva en los Ejércitos), recuperando por tanto sus puestos en el escalafón respectivo y los derechos económicos correspondientes.

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Tres hitos en la inseguridad del Estado

Comprobada la particularidad genética de los Servicios de Información españoles y su formulación básicamente militar, junto con su exclusivo y excluyente unitarismo, lo llamativo del caso es que tal estructuración no haya aportado ningún plus de garantía para la seguridad nacional más elemental. Antes al contrario, desde sus mismos orígenes han venido avocando prácticas bastardas y ajenas a su naturaleza más genuina, con hitos de degradación en extremo significativos, que por su dimensión, trascendencia y reiteración carecen de precedentes homologables en la Comunidad de Inteligencia.

Con independencia de otras operaciones desarrolladas de forma espuria por los sucesivos órganos de la inteligencia del Estado, su vinculación por activa o por pasiva a determinados acontecimientos de nuestra historia más reciente, merece alguna consideración especial. En esta visualización destacan tres sucesos paradigmáticos que han reconducido de forma radical la política del momento y el devenir histórico de España, sin haber soportado, a nuestro juicio, un análisis preciso y suficiente desde la perspectiva legitimadora que nos ocupa.

En primer lugar hay que situar el asesinato del almirante Carrero Blanco cuando ocupaba la Presidencia del Gobierno, cuya instigación y razones ocultas jamás fueron desveladas convincentemente. En segundo lugar, destaca el golpe de Estado inconcluso del 23-F, que si bien ha sido analizado de forma exhaustiva en su plano operativo y de las implicaciones personales juzgadas, mantiene amplias zonas de sombra respecto de sus instigadores y últimos intereses a los que servía. En tercer lugar, se encuentran los atentados del 11-M, que, además de tener una dimensión relativa incluso superior a los que el 11-S pusieron a Estados Unidos en pie de guerra contra el yihadismo, la guerra santa islamista, todavía resguardan la impunidad de sus autores intelectuales.

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Cada uno de estos hitos, coincidentes en afecciones “exteriores” que traspasaban el hecho nacional y en la trascendencia de las derivas políticas que conllevaron, marcó también la insolvencia profesional de los Servicios de Inteligencia correspondientes, bien evidenciando su incapacidad preventiva, bien mostrando su posterior ineficacia en el plano de la investigación y persecución o bien destacando, en algún caso, su expresa participación en los hechos y su dedicación prioritaria a barrer las pruebas de lo acontecido. En realidad, los tres sucesos, todos sumamente reprobables, correlacionados con el fracaso implícito del SECED, del CESID y del CNI en la resolución criminal y política de cada uno de ellos, no dejan de definir el fondo de “inseguridad nacional” que caracteriza el actual Estado de Derecho.

El magnicidio anunciado que nadie quiso prevenir, perseguir ni juzgar

El magnicidio del almirante Carrero Blanco, perpetrado materialmente por ETA el 20 de diciembre de 1973, arrastra en sí mismo el primer gran enigma de la transición española, conformando también al mismo tiempo el primer gran fracaso de la moderna Seguridad del Estado, impulsada a partir de marzo de 1972 con la creación formal del SECED.

No parece necesario insistir mucho en el desentendimiento nacional del hecho, a pesar de haber constituido un crimen de gran trascendencia política en un momento históricamente decisivo. Sabido es que, en España, recuperar la memoria colectiva requiere, bien que mal, de algún valedor interesado a favor o en contra, algo de lo que sin aparente justificación carece la figura del presidente Carrero.

Quizás esa sea la razón de que muy pocos investigadores o periodistas, a pesar de su proliferación, se hayan interesado en el tema. De hecho, sobre la marcha apenas se pueden citar media docena de libros dedicados centralmente al caso34: poca cosa si la comparamos con el profuso tratamiento editorial dado a otros temas políticos o históricos mucho más banales. Cierto es que existen algunos artículos periodísticos sobre el tema, más o menos especulativos, y que en diversas obras de distinta naturaleza se hacen referencias circunstanciales a Carrero Blanco, inevitables dado el relevante papel que

34 Julen Aguirre (seudónimo de Eva Forest y “Argala”), “Operación Ogro: Cómo y por qué ejecutamos a Carrero Blanco” (Ediciones Mugalde y Ediciones Ruedo Ibérico, 1974). Rafael Borrás, “El día que mataron a Carrero Blanco” (Editorial Planeta, 1974). Manuel Campo Vidal, “Información y servicios secretos en el atentado al presidente Carrero Blanco” (Argos-Vergara, 1983). Ismael Fuente, Javier García y Joaquín Prieto, “Golpe mortal: Asesinato de Carrero y agonía del franquismo” (Editorial El País, 1984). Ricardo De la Cierva, “¿Dónde está el sumario de Carrero Blanco?” (ARC Editores, 1996). Carlos Estévez y Francisco Mármol, “Carrero: Las razones ocultas de un asesinato” (Temas de Hoy, 1998).

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jugó en el régimen franquista, pero sin constituir en ningún caso mayor aportación al contenido de los seis libros referenciados.

De cualquier forma, la primera consideración sobre el asesinato del almirante Carrero es su relación con la implantación de la CIA en España. El Servicio de Inteligencia estadounidense era la organización “nodriza” de su incipiente homólogo español, la OCN, controlada ab initio precisamente por Carrero Blanco, entonces ministro-subsecretario de la Presidencia del Gobierno, y después transformada en el SECED cuando éste ya era ya vicepresidente del Gobierno.

Tras el impulso que tuvieron las relaciones hispano-norteamericanas a raíz de la visita girada a España en diciembre de 1959 por el presidente Eisenhower, la CIA mantuvo sobre todo una actitud “vigilante” cerca de los intereses estratégicos de Estados Unidos apoyados en el territorio, muy vinculados al acuerdo de amistad y cooperación bilateral desarrollado a partir de 1953. Y ello, como también parece lógico, conllevaba no sólo cierto control sobre la evolución del régimen político, sino también el de sus instrumentos de defensa nacional eventualmente “operativos”, es decir las precarias Fuerzas Armadas del momento y, en su concepción más moderna del Estado, los entonces inexistentes Servicios de Inteligencia.

La ayuda norteamericana se aplicó paralelamente en ambos campos y sin el menor atisbo de otras posibles colaboraciones internacionales, de manera que el “tío Sam” se convirtió en el máximo referente y único “padrino” tanto de los tres ejércitos como de los tentativos Servicios de Inteligencia, éstos últimos adosados primero al Alto Estado Mayor y aglutinados más tarde en el SECED tras el periodo “pre constituyente” de la OCN (1968 a 1972).

Pero, más allá de la ascendencia que Estados Unidos tuvo en ese ámbito estratégico de coyuntura, adoctrinando al personal técnico, militar y de inteligencia, y valorando con sus ayudas formativas las respectivas “hojas de servicio”, es decir fomentando lealtades y servidumbres de futuro, su verdadero interés se centraba en un horizonte más lejano condicionado por la sucesión del dictador. Lo realmente importante se situaba en un tablero de ajedrez geoestratégico mundial, en el que los designios supremos, incluida la posible aportación española, sólo eran conocidos por la Casa Blanca, su Departamento de Estado y el Pentágono.

De hecho, tanto la entrevista que el presidente Nixon mantuvo con Franco en el Palacio de El Pardo en septiembre de 1970 (acompañado de Henry Kissinger entonces al frente del Consejo de Seguridad Nacional), como las sucesivas “exploraciones” realizadas in situ por su enviado especial Vernon Walters, o la reunión más crucial celebrada entre

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Kissinger, ya secretario de Estado, y el presidente Carrero la víspera del magnicidio en cuestión, no tenían más sentido que el de verificar las posibles derivas del régimen tutelado que periclitaba, evitando cualquier inconveniencia de futuro. En relación con este último encuentro, hay que matizar que se alargó durante más de seis horas (aunque oficialmente se diera noticia de una conversación mucho más corta y prácticamente limitada a la amenaza comunista), con la petición expresa por parte del interlocutor norteamericano de que su contenido se mantuviera secreto, incluso entre los altos cargos de sus respectivos países. En cualquier caso, la intensa labor informativa y de análisis realizada por la CIA, que se entrevistaba continuamente con todos los posibles actores de la futura política nacional, también sería crucial en aquel mismo ámbito de prevención de intereses.

El legado del franquismo, asumido formalmente por el Príncipe Don Juan Carlos de Borbón desde que se aprobara la Ley 62/1969, de 22 de julio, que proveía lo concerniente a la sucesión en la Jefatura del Estado, y el futuro modelo político de España, con todos sus componentes de estabilidad democrática y de acción exterior y diplomática, estaban bajo el pleno control de Estados Unidos. En línea por supuesto con sus propios objetivos y previsiones estratégicas, a cuyos efectos el territorio “llave” del acceso atlántico al Mediterráneo, frontera con el Magreb y plataforma de apoyo logístico en el flanco sur de Europa, se consideraba entonces de importancia capital. En ese contexto valorativo tan elemental como cierto, coinciden todas las opiniones informadas que han tratado los referentes sociopolíticos de la transición española…

No obstante, el plan sucesorio de Franco, condicionado y tutelado por Estados Unidos, acoge el 7 de junio de 1973 un imprevisto ciertamente alarmante con el nombramiento del almirante Carrero Blanco como presidente del Gobierno, cargo inédito durante todo el régimen franquista, aunque de hecho ejerciera como tal desde que el 22 de julio de 1967 accediera al de vicepresidente sustituyendo al general Muñoz Grandes. Diez años más joven que Franco y posiblemente también más reaccionario, siempre se mostró reticente a la sucesión monárquica del régimen franquista a pesar de declarar lo contrario, resistencia que fue vencida de forma lenta y personal por Laureano López Rodó a partir de que en 1956 él mismo le pusiera al frente de la Secretaría General Técnica de la Presidencia de Gobierno, y sobre todo desde que en 1962 fuera nombrado Comisario del Plan de Desarrollo, aunque nunca dejara de interponer trabas dilatorias para consumarla de forma efectiva. Un áspero proceso de reconversión en el que también terminaría colaborando decisivamente Torcuato Fernández-Miranda.

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Aquel nombramiento no dejó de fortalecer la férrea dureza negociadora de Carrero, ya sufrida por Estados Unidos en la firma y seguimiento de los acuerdos bilaterales de amistad y cooperación. El almirante nunca renunció a sus exigencias perfeccionadoras, advirtiendo sin el menor complejo durante una conferencia pronunciada en la Escuela de Guerra Naval en 1962: “La ayuda recibida por los Ejércitos Españoles como compensación por los Acuerdos no llega al mínimo imprescindible”. Ello con independencia de su posición contraria a la incorporación de España a la OTAN (o de las exigencias requeridas al efecto en relación con Gibraltar y los territorios africanos de soberanía española); de su negativa a suscribir el “Tratado de No Proliferación Nuclear” de 1968 (NPT Nuclear Non-Proliferation Treaty); de su intransigencia ante la posible utilización de las bases conjunta para el aprovisionamiento logístico de las fuerzas de Israel en la guerra del “Yom Kippur” (octubre de 1973); de la continuidad de sus planes para desarrollar armamento nuclear y de defensa de las plazas y provincias africanas frente a la amenaza soviética…

Pero sobre todo, lo que más incomodaría a Estados Unidos serían sus dilaciones para consumar la previsión sucesoria de Franco y dar paso de una vez por todas a la transición política, lo que podría derivar en alguna otra alternativa continuista propiciada de forma indeseable en el entorno del franquismo más contumaz, alimentando también la intranquilidad de las fuerzas políticas latentes extramuros del régimen.

El 29 de mayo de 1967, el general Franco Salgado-Araujo, primo y secretario personal de Francisco Franco, recogería para su libro de memorias35 una anotación bien expresiva de lo que ya por entonces habían previsto los Estados Unidos como más conveniente para el futuro político nacional:

La obsesión de la CIA es que España tolere, y legalice después, dos partidos, uno de carácter socialista y otro democrático para cumplir el deber de prever el futuro, pues de lo contrario al régimen débil sucederá el caos, y a éste el comunismo. Su Excelencia me dice: “El Gobierno está bien informado de estas actividades, que sigue de cerca”.

Existen otras muchas evidencias sobre el celo norteamericano mostrado en relación con el post franquismo, adecuado por supuesto a sus intereses específicos de zona. Quizás, uno de los análisis más llamativos sobre esta relevante cuestión sea el realizado

35 Francisco Franco Salgado-Araujo, “Mis conversaciones privadas con Franco” (Editorial Planeta, 2005).

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por Alfredo Grimaldos en su libro “La CIA en España”36. En él desvela, entre otras informaciones que demuestran la especial atención prestada por la Casa Blanca a la situación política de España, parte del “Telegrama Confidencial 700” que a principios de enero de 1971 recibió William P. Rogers, entonces al frente de la Secretaría de Estado de Estados Unidos, remitido desde su embajada acreditada en Madrid, de curioso contenido:

“El mejor resultado que puede surgir de esta situación sería que Carrero Blanco desaparezca de escena (con posible sustitución por el general Díez Alegría o Castañón)”...

Pero el almirante Carrero no sólo enervaba a los estrategas aliados, entorpeciendo sus designios políticos en un entorno territorial vital para sus intereses. Como verdadera encarnación del ultra franquismo y representación viva del continuismo del régimen, acaso en una versión de “democracia tutelada” menos cuestionable que la “democracia orgánica” vertebrada en torno a la familia, el municipio y los sindicatos verticales, también era un enemigo a batir por las fuerzas contrarias al franquismo. Bien que fueran partidos clandestinos como el PCE, organizaciones emergentes al corte del nuevo movimiento socialista que eclosionaría después de su muerte en el Congreso de Suresnes (octubre de 1974), grupos democristianos y liberales conniventes con el régimen pero con aspiraciones propias, la masonería encubierta (a la que el almirante Carrero odiaba profundamente), facciones de ultra derecha amparadas por la nostalgia más trasnochada que podrían postular otros sucesores militares o civiles…, y hasta los cancerberos de la Corona (en su doble versión “juanista” y “juancarlista”) que querrían sacudirse cualquier tipo de dependencia en su propia ambición política.

Estos últimos, y por supuesto también otros impacientes “renovadores”, ignoraban en especial que Carrero Blanco, hombre sin la menor ambición política personal, había entregado al Príncipe de España una carta de dimisión sin fecha tras ser nombrado presidente del Gobierno en julio de 1973, seis meses antes de su asesinato. Según ha contado el periodista Ismael Medina, Franco conoció su gesto tardíamente a través de los Servicios de Información, inspirándole tal vez la enigmática frase que introdujo en su discurso de condolencia por la muerte del almirante y leal colaborador: “No hay mal que por bien no venga”. Aquel magnicidio fue el único suceso por el que Franco vertería sus lágrimas en público.

36 Alfredo Grimaldos, “La CIA en España: Espionaje, intrigas y política al servicio de Washington” (Editorial Debate, 2006).

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En cualquier caso, Ismael Medina también sostiene lo siguiente a propósito del asesinato de Carrero Blanco37:

El compromiso de Carrero con Franco no era, como todavía se sostiene, perpetuar el franquismo, sino garantizar un progresivo proceso de marcha hacia la democracia de partidos mediante sucesivas reforma de las Leyes Fundamentales, uno de cuyos objetivos era la confirmación de su sucesor como rey de España. Remover a Carrero no sólo suponía para los rupturistas bloquear la presunta continuidad del franquismo. También impedir la sucesión en la persona del Príncipe de España, postular la candidatura de su padre y, con la aceptación de éste, promover un referéndum para que los españoles se decidieran entre monarquía y república, convencidos de que sería ésta última la que ganaría por goleada.

Lo cierto es que la figura de Carrero Blanco, sin duda irreprochable en muchos aspectos, despertaba escasas simpatías y recelos enormes. No dejaba de ser, con Franco vitalmente abatido, la representación andante de una muerte política anunciada. Su inconmovible actitud, inseparable al parecer de cualquier dictadura en ocaso, convirtió lo que hubiera debido ser una reconversión más prematura del régimen en un magnicidio atroz, con la complicidad inmoral y cobarde, activa o pasiva, prácticamente de toda la clase política del momento.

Esta situación queda parcialmente reflejada también en el extenso artículo de Ismael Medina ya citado. De él se extraen otros dos párrafos, quizás poco afinados, en la convicción de que la reunión de conspiradores (el “contubernio de Aravaca”) que describe existió realmente, aunque en versión algo más informada y con ciertas puntualizaciones como veremos más adelante:

Los impulsores del atentado contra el presidente del gobierno fueron doce políticos, entre ellos miembros de la Junta Democrática o que coqueteaban con ellos, reunidos en un chalé de Aravaca. Uno de éstos trasladó la iniciativa al grupo comunista que preparaba el atentado de la calle del Correo. De allí, a través de un joven militante de la Liga Revolucionaria Comunista, se pasó el recado a ETA. Es posible que con el beneplácito del secretariado del PCUS para los partidos comunistas

37 Ismael Medina, “Del 20-D al 11-M, una historia de falacias y encubrimientos” (Diario digital “vistazoalaprensa.com”. Firmas invitadas. Edición nº 208. Semana del 25/02/2006). Artículo disponible en la Red: http://www.vistazoalaprensa.com/firmas_art.asp?Id=2877.

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en los países no comunistas al que ambas organizaciones pertenecían. El grupo de los cuatro desarrolló el aparato logístico de respaldo a la cuadrilla de ETA encargada de materializar el atentado. Está relatado con minuciosidad por Genoveva Forest Tarrat, mujer de Alfonso Sastre, ambos componentes del grupo que dispuso el atentado de la calle del Correo. Pero se han ocultado datos esenciales para un mejor entendimiento de aquella conspiración. Me refiero a los aportados por González-Mata, en un tiempo jefe de estancia de la CIA en España, en “Les vrais maîtres du monde” (Ed. Grasset & Fasquelle, 1979, nunca traducido y editado en España).

De acuerdo con las revelaciones de González-Mata las muy precisas informaciones de la CIA sobre los preparativos del atentado, así como los avisos de los jesuitas y de la Embajada de Italia, fueron bloqueadas a determinados niveles de los servicios de seguridad del Estado, lo que hace suponer que también del lado de la operación reformista existía la conveniencia de provocar con la muerte de Carrero un clima aprovechable de tensión. Ante la inutilidad de los avisos, el mando superior de la CIA resolvió que sus agentes facilitaran el atentado, una vez que a nuestras instituciones no parecía importarles la muerte de su presidente de gobierno y ésta convenía a sus previsiones políticas para democratizar España una vez que Franco desapareciera. Fue así como un mercenario especializado en los más sofisticados ingenios explosivos, el mismo que terminó con la vida de lord Mountbatten, introdujo por Torrejón dos minas de última generación y las colocó sobre la parrilla dispuesta por ETA. Me refiero a Johnny Maxwell, más conocido con el apodo de El Afortunado, que habitualmente residió en Panamá…

En una aproximación más sutil al caso, también merece la pena reproducir un fragmento del artículo de opinión firmado por la periodista Victoria Prego con el título “El comienzo de la transición” (“El Mundo” – Suplemento CRÓNICA 21/12/2003):

Siempre existió la constancia de que el almirante, hombre de la máxima confianza de Franco, pertenecía al sector más reaccionario e inmovilista del régimen. Pero, y esto es decisivo, no formaba parte de ninguna de las “familias políticas” que se disponían a mantener el poder y repartirse la influencia a la muerte de Franco. Es más, él entonces presidente del Gobierno era el responsable último de que la decisión del viejo general a propósito de su sucesión hubiera recaído en la persona del príncipe Juan Carlos de Borbón y no en la de su primo Alfonso, mucho más próximo a los jerarcas del Movimiento Nacional, el partido único de la época. No es exagerado, por

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lo tanto, decir que la famosa “reinstauración monárquica” que Franco llevó a cabo a su conveniencia fue obra de Carrero. Y aquí es donde entran a jugar las mil especulaciones que se han hecho en torno a una posible implicación, aunque fuera indirecta, aunque sólo fuera por un delito de omisión, de ciertos sectores del régimen en ese asesinato espectacular…

Dentro de la nebulosa que rodea todo lo relacionado con el atentado perpetrado contra Carrero Blanco, no parece descabellado que pudiera responder a una operación de “diseño”, montada de forma encubierta por profesionales muy especializados, insólita desde luego en las prácticas de ETA y muy alejada de su capacidad técnica. Al margen de otras consideraciones políticas, ello supone que la banda terrorista fue, en efecto, el instrumento ejecutor del mismo, y sólo eso, integrado en una organización más amplia y compartimentada, con objetivos particularizados y fases de desarrollo específicas (concepción, organización, evaluación, implementación…). En definitiva, una “operación de inteligencia”, muy asimilable en esa percepción a los otros dos hitos en la inseguridad del Estado más recientes, tratados en el presente capítulo.

Por otra parte, tampoco han faltado reportajes periodísticos y artículos de opinión, más o menos informados, sobre las relaciones de colaboración entre la CIA y la disidencia vasca exiliada durante el franquismo, y por extensión con ETA, alimentada por las juventudes del PNV, alentada desde las aulas y púlpitos jesuitas y enmascarada originalmente en el falso romanticismo de la lucha contra la dictadura. Y también sobre la formación doctrinal y los medios técnicos que la misma CIA ha venido aportando a distintas operaciones secretas, empezando por sus ayudas más razonables y bien conocidas en el ámbito de la Seguridad del Estado.

En los vericuetos de la causa sumarial abierta en torno al magnicidio del 20-D, tampoco pasarían desapercibidas algunas de las notas informativas recibidas con diversa procedencia (incluida la de los servicios secretos franceses) por Fernando Herrero Tejedor, entonces fiscal del Tribunal Supremo y posterior candidato in péctore a liderar políticamente el difícil trámite de la transición política. En una de ellas, de tres folios y aportada por Ángel Alcázar de Velasco, personaje quizás de escaso crédito informativo, se trataba la supuesta implicación de la CIA en la trama atentatoria, dando cuenta de la llegada a la base norteamericana de Torrejón de Ardoz (Madrid), en septiembre de 1973, de cinco minas anti-tanque de última generación procedentes de Fort Bliss (El Paso, Texas), provistas de sensores acústicos y electrotérmicos extremadamente sensibles que permitían su activación inalámbrica. El destino de aquellos ingenios explosivos fue

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confuso y ello permitió que se especulara sobre la utilización de alguno precisamente en el atentado del almirante Carrero, bien como carga potenciadora o como garantía de un doble mecanismo de seguridad para acción manual y automática.

En cualquier caso, una auditoria técnica elemental del procedimiento seguido en el atentado, centrada en la configuración del túnel (concluido en forma de T), en el tipo de explosivo utilizado, en el mecanismo de disparo y en la potencialidad del efecto previsto, permitiría confirmar sin la menor duda su alta precisión y sofisticación, entonces en modo alguno al alcance de ETA y, ni siquiera, al de instancias ajenas a Fuerzas Armadas con un elevado nivel de dotación (una eventual provisión similar por su naturaleza militar, como veremos más adelante, a la que hubiera podido darse en los atentados del 11-M). Increíblemente parece que nunca se hizo, y en caso de que se hubiera realizado de forma oficiosa nunca se dio a conocer,

Al hilo del informe final realizado al respecto por Herrero Tejedor, el periodista y escritor Gregorio Morán destacó un dato no banal38. Cuando Franco conoció su contenido, le impactó especialmente la contundente afirmación de que “lo único cierto es que llevaban seis meses preparando el atentado”.

El hecho determinante es que el magnicidio del 20-D, a la vez sorpresivo y en gran parte deseado, llevado a su último extremo, tuvo las consecuencias esperadas por sus instigadores. Su impacto político y social fue extraordinario, evidenciando con claridad la vulnerabilidad del régimen y el corto plazo de su finiquito, vinculado a la ya más que precaria salud de Franco. Sin Franco no habría más franquismo y todo el país quedaba emplazado en busca de un nuevo futuro político: la transición política acababa de abrirse.

Pero con él también emergería una marea de incógnitas y misterios no desvelados, de dejaciones políticas insólitas y de responsabilidades profesionales y personales que jamás fueron asumidas y ni tan siquiera recriminadas. Entre ellas destacan, a efectos del presente ensayo, las que corresponden al ámbito de la seguridad nacional, cuya esencia quedaría en grave entredicho. Al responsable del SECED, el teniente coronel San Martín, le metieron directamente un impresentable gol desde fuera del campo de juego…, o tal vez no.

Uno de los colaboradores del aparato de la Seguridad del Estado en aquellos momentos, que operaba como “agente doble” de todos y contra todos, José Luís Espinosa Pardo, tras reconocer públicamente en 1982 su catadura delictiva (“yo ponía las bombas del comisario Roberto Conesa”), afirmaba que había alertado personalmente al SECED sobre un eventual atentado contra el presidente Carrero antes de su asesinato.

38 Gregorio Morán, “Adolfo Suárez: Historia de una ambición” (Editorial Planeta, 1979).

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Según éste personaje, un sector de ETA contrario a la “Operación Ogro” (así se terminó denominando el magnicidio), conociendo su colaboración personal con los servicios secretos argelinos y con la esperanza de que uno de sus oficiales, el coronel Slim Hoffman, disuadiera a la dirección terrorista de su empeño, le dio alguna pista sobre el atentado en ciernes que él, por su cuenta, recondujo hacia el SECED. En concreto, sostenía haber enviado a su sede un telegrama, cuya copia facilitaría a la Brigada Político-Social de Madrid cuando después del 20-D su conocimiento ya era inoperante, con el siguiente texto: “Protejan a Carrero. Stop. ETA prepara un atentado contra su vida. Stop”39.

Lo cierto es que el responsable de aquella posible desatención, José Ignacio San Martín, ya con el grado de coronel y estando procesado por su participación en los sucesos del 23-F, se apresuró a desmentir desde su prisión preventiva aquella concreta advertencia, pero desvelando, no obstante, la existencia real de la amenaza40:

… Como jefe del Servicio Central de Documentación de la Presidencia del Gobierno de aquella época estoy en condiciones, primero, de negar todo contacto con Espinosa y, seguidamente, de manifestar que en dicho Servicio no se recibió ningún telegrama relativo a tales propósitos de ETA. La única información relativa a una posible acción contra el almirante Carrero provino, unas semanas antes del atentado, del entonces director general de la Guardia Civil, teniente general don Carlos Iniesta Cano, quien me visitó expresamente para que lo pusiera en conocimiento del almirante, cosa que hice inmediatamente. Se trataba de un intento de secuestro del presidente del Gobierno y su esposa. El almirante, sin dar demasiado crédito a la información, me ordenó que pasase la noticia al ministro de la Gobernación, don Carlos Arias Navarro, no sin antes comentar que “la vida de un hombre está siempre en manos de Dios”.

El atentado contra el almirante Carrero nos sorprendió a todos los Servicios de Información e Inteligencia. Esa es la triste realidad. Y lo mismo les sucedió a los correspondientes Servicios de los Estados Unidos, cuando ocurrió el magnicidio contra el presidente Kennedy...

Algo se ha escrito pues, con acierto, sobre el conocimiento previo que los Servicios de Inteligencia, y en particular los Cuerpos y Fuerzas de la Seguridad del Estado encargados de la lucha contra ETA, en aquellos momentos dependientes de Carlos Arias Navarro

39Revista “Cambio 16” (15/02/1982).

40Nota publicada en el diario “Ya” (30/04/1982).

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como ministro de Gobernación, pudieron tener de determinados movimientos e intenciones terroristas para acometer algún atentado de máxima relevancia. De hecho, existe amplia constancia de que tanto el ministro Arias Navarro como el mismo presidente Carrero fueron informados de forma reiterada y por diversas vías de dicha trama, conocida parcialmente en su versión etarra como “Operación Turrón Negro” (después “Operación Ogro”), sin que su eventual incredulidad, o el hecho de asumir pasivamente la amenaza, justifique en modo alguno la dejación de la más elemental actuación preventiva de oficio por parte de sus responsables.

Parece razonable que dichas filtraciones, afinadas más tarde en torno a un atentado del almirante Carrero más que en su secuestro, pero en todo caso aún sin datos más específicos, pudieran llegar incluso a través de la propia CIA, con antenas muy introducidas en los medios separatistas vascos, a modo de “alerta” que pudiera salvaguardar de alguna forma otras posibles actuaciones encubiertas. En su caso, se aplicaría el principio de “información limitada”, es decir compartir la información, pero no toda…

Más incuestionables son las evidencias que abonan algunas conjeturas sustanciales que jamás han tenido respuesta. ¿Cómo es posible que, tras el magnicidio del 20-D, se aupara a la Presidencia del Gobierno como sustituto del almirante asesinado nada menos que al ministro directamente responsable de su seguridad violentada…? ¿Es que acaso Arias Navarro no fue, precisamente, el responsable político de aquel monumental fallo de la Seguridad del Estado…? ¿Por qué extraña razón el sucesor del presidente asesinado hizo flagrante dejación de la responsabilidad indagatoria y persecutoria del caso…? ¿Cuál fue la razón última de que la instrucción judicial iniciada civilmente (Causa 142/1973 del Juzgado de Instrucción número 8 de Madrid) y concluida en enero de 1975, se trasladara a continuación a la jurisdicción castrense (Causa 73/1975 del Juzgado Militar Especial…)? ¿Y cuál fue la motivación para devolverla en 1977, tras múltiples y confusas actuaciones, a la jurisdicción ordinaria (Causa 3/1977 del Juzgado número 21), hasta terminar amnistiando a todos los encausados…?

Lo cierto es que, a pesar del poco interés institucional por aclarar y juzgar el magnicidio del presidente Carrero, incomprensible en el Estado de Derecho, la evidencia de los hechos y la más imprescindible indagatoria policial y judicial llegaron a progresar lo suficiente como para llevarlo a juicio oral a partir del 29 de enero de 1975. En esa fecha, el magistrado Luís De la Torre, juez especial del caso en esa fase de instrucción, la dio oficialmente por cerrada con un sumario de cinco tomos, 2.754 páginas y testimonios de 171 declarantes… Sin embargo, esa posibilidad se fue conteniendo y volatilizando

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justo mientras se ultimaba el Proyecto de Ley para la Reforma Política, conocida como el “harakiri” del régimen franquista. La aprobación de aquella ley fundamental por las Cortes Generales se produjo el 18 de noviembre de 1976, siendo sometida a referéndum el inmediato 15 de diciembre y sancionada por el Rey el 4 de enero de 1977. Con ella se alcanzaba el cenit de la transición, dando paso a la Ley de Amnistía (46/1977, de 15 de octubre), a los partidos políticos y a las Cortes constituyentes…

Esa sería, en definitiva, la razón más probable de enterrar como se enterró el “caso Carrero”, siguiendo la pauta marcada por el conocido dicho popular del “a rey muerto rey puesto”. Su debida aclaración hubiera arrastrado con toda seguridad a muchos de los que, habiendo convivido con Franco o contra Franco, es decir dentro y fuera del antiguo régimen, ya podrían satisfacer sus ambiciones políticas y ejercer su propia dictadura (la de la “democracia imperfecta”) en plena libertad.

No obstante, y al margen de ETA, quedan pendientes de la justicia histórica los flecos soterrados de quienes indujeron el asesinato del almirante Carrero, de quienes fueron colaboradores necesarios en su ejecución y, más triste y lamentable todavía, de quienes desde posiciones de Estado ni obstaculizaron el magnicidio ni quisieron someterlo a la razón de la justicia.

Entre esos “flecos”, y a efectos de nuestro análisis general, merece la pena destacar los siguientes:

En el libro “La CIA en España” ya citado, Alfredo Grimaldos describe, con el significativo título parcial de “La amenaza de José Luís Cortina”, una escena ciertamente reveladora del Consejo de Guerra del 23-F que, incluso, puede llegar a estremecer:

Durante una de las sesiones del juicio contra los militares golpistas implicados en el 23-F sucede un hecho inquietante. Desde primeras horas de la mañana, el comandante José Luís Cortina, uno de los cerebros coordinadores del golpe, en su calidad de jefe de la AOME, es sometido a un duro interrogatorio por el fiscal, que le acorrala con sus preguntas sin dejarle escapatoria. Cortina, cada vez más nervioso, no encuentra ningún resquicio por donde escabullirse, pero de repente, suena la campana salvadora. Es la hora de comer y se hace un pequeño receso.

Cortina sale disparado hacía el teléfono y marca un número con ansiedad. Un miembro de los servicios de información controla la conversación. En

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determinado momento, indignado, el comandante procesado le dice a su interlocutor: “Como siga este tío así, saco a relucir lo de Carrero”. “Y a partir de ese momento, la cosa cambia por completo”, explica un antiguo oficial de inteligencia. “Cuando se reanuda la sesión, el tono de las preguntas es muy distinto, como si hubieran cambiado al fiscal, que sigue siendo el mismo. Sólo les falta hablar del tiempo. Esto se comprueba perfectamente en las actas del Consejo de Guerra. Y la conversación telefónica de Cortina está certificada”. Al final del juicio, el presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar que preside el Consejo de Guerra, el teniente general Federico Gómez de Salazar, manda hacer una serie de copias de las actas, pero después hay una contraorden y decide no distribuírselas a ninguna de las partes. Otra irregularidad cometida por razón de Estado. Pero alguien habilidoso consigue hacerse con una de esas copias, la única que falta, y en ella se puede comprobar perfectamente la evolución del interrogatorio de Cortina. Cuando se produjo el atentado contra Carrero, José Luís Cortina estaba destinado en los servicios de inteligencia del Alto Estado Mayor. Su secreto debía de tener mucho peso: la sentencia del Consejo de Guerra le absolvió de todos los cargos.

Por otro lado, en el libro de Carlos Estévez y Francisco Mármol “Carrero: Las razones ocultas de un asesinato”, también referenciado, se reproduce, prácticamente sin más comentario, una hoja de las actas del Consejo de Guerra con el “interrogatorio de preguntas que presenta el letrado Rogelio García Villalonga, postulando en nombre de su defendido el comandante de Infantería Don José Luís Cortina Prieto, para que a su tenor y previa declaración de pertinencia sea examinado el testigo capitán Don Francisco García-Almenta” (hoja OF 2077296, numerada a mano 6975). Como quinta pregunta, dirigida a quien durante los prolegómenos del golpe había actuado precisamente a las órdenes de Cortina, se demanda, sin duda de forma pactada: “Diga como es cierto, sabe y le consta que ha sido frecuente el hecho de que vehículos del personal perteneciente al organismo al que está adscrito, hayan coincidido con acontecimientos de tan suma gravedad como los del atentado del almirante Carrero Blanco o del atentado contra el general Esquivias”.

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El resultado de aquella estrategia testifical sería perfectamente captado por los demás procesados. A ese respecto, en ese mismo libro sus autores narran lo siguiente:

… El mismo día y a la misma hora que el presidente Carrero Blanco fue asesinado, muy cerca de él y sin él saberlo se encontraba un coche camuflado ocupado por agentes de la Unidad Operativa de la “Segunda Bis”, perteneciente al Alto Estado Mayor. Cuando el coche de Carrero salta por los aires en la calle Claudio Coello, la unidad de inteligencia recibe la orden de volver a su centro de operaciones y no hacer acto de presencia en la zona, y cuando los integrantes del equipo cruzan la puerta del centro de Operaciones Especiales comentan: “Nos lo hemos llevado puesto, menudo agujero hemos hecho”. Estas palabras que se prestan a pocas interpretaciones han sido recogidas literalmente de quien nos lo ha contado, alguien que se encontraba en ese lugar en aquel momento.

Recientemente otro militar implicado en el intento de golpe del 23-F, el comandante Ricardo Pardo Zancada, quien también estaba en aquellas fechas en el SECED a las órdenes de San Martín, en la presentación de su libro “23-F: La pieza que falta” aseguró que en el transcurso del consejo de guerra de Campamento “sonó como un trallazo cuando el comandante Cortina (de los Servicios Operativos Especiales del CESID), al ser preguntado por la presencia de coches de los servicios aquella tarde en las inmediaciones del Congreso, respondió: También el día del asesinato de Carrero había coches en la calle”. Tras esa declaración que sonaba a clara amenaza, ningún miembro del Tribunal siguió insistiendo en el tema. Cortina resultó absuelto ante el asombro de todos.

En relación con el punto anterior, es decir con el apoyo testifical prestado por el entonces capitán García-Almenta a su superior y amigo el comandante Cortina, hasta cierto punto comprensible, al igual que la legítima estrategia defensiva de éste en todos sus términos, llama poderosamente la atención el hecho de que, además de que Cortina ocupara destino en la Tercera Sección de Información del “Alto” el 20 de diciembre de 1973, el día del magnicidio, en él le acompañara también García-Almenta. Una circunstancia que, así se ha evidenciado, no dejaría

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de darles un extraordinario juego para salvaguardar su impunidad en los sucesos del 23-F.

Cuando en otro de los pocos libros dedicados de forma expresa al asesinato de Carrero Blanco, “Golpe mortal”, que ha sido citado anteriormente en nota a pie de página, sus autores recogen los movimientos policiales inmediatos al magnicidio, precisan literalmente:

Muchos militantes de partidos de izquierda oscilaron entre el desconcierto inicial y la búsqueda de domicilios distintos a los suyos habituales para pasar la noche, ante el temor de una acción represiva o una acción incontrolada de la extrema derecha. En uno de esos domicilios, en la calle de Alonso de Heredia, número 13, de Madrid, sería detenido esa misma noche Simón Sánchez Montero, dirigente del PCE. El veterano comunista había optado por esconderse en ese piso, propiedad de otro militante, que residía fuera de España, en el que ya se había refugiado en alguna ocasión, sin saber algo que resultaría sorprendente: la misma tarde del 20 de diciembre, la policía descubrió un piso en la calle del Mirlo, número 1, donde habían residido los terroristas de ETA durante los largos meses de la preparación del atentado. Allí, en una caja de Buscapina, analgésico de gran efecto, alguien había escrito a mano un número de teléfono: justamente el del domicilio donde fue detenido Sánchez Montero.

Aquel hallazgo dio pie a la policía para esbozar la teoría de una supuesta conexión entre ETA y el PCE. Máxime cuando, nueve meses después, se produjo el atentado de la calle del Coreo, junto a la Dirección General de Seguridad, y fueron detenidos Alfonso Sastre, ex dirigente del PCE, y su esposa, Genoveva (Eva) Forest…

Con independencia de cualquier otra casuística más propia de la mitificación, de la especulación periodística o de las “cortinas de humo” comunes de este tipo de sucesos- incógnita, como la denominada “Operación Cantabria”, relativa al asesinato del atarra José Miguel Beñarán (“Argala”) como supuesta venganza por el del almirante Carrero, o la versión propagandista del magnicidio que se da en el libro “Operación Ogro”, escrito por este mismo terrorista y Eva Forest con el seudónimo conjunto de “Julen Aguirre”, también se podrían contemplar y precisar en este momento del análisis multitud de

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testimonios que, cuando menos, elevan claramente la tesis implicatoria mucho más allá del protagonismo ejecutor de ETA. Todos ellos presumiblemente bien informados sobre el hecho en cuestión.

En esa base de comentarios, de muy largo recorrido, se pueden incluir desde la conocida lamentación de Adolfo Suárez (“me voy de la presidencia sin saber si ETA cobra en dólares o en rublos”) a la declaración pública de Luís De la Torre, juez instructor de la Causa 142/1973, recogida en su momento por la revista “Interviú” (“la CIA sabía que iban a matar a Carrero”). Pasando, por ejemplo, por tres testificaciones bien significadas incluidas en el cuarto y último volumen de las “Memorias no autorizadas” de José Luís De Vilallonga41:

Durante un almuerzo con Felipe González, Helga Soto y algunas otras personas del entorno socialista, celebrado en 1980 en la casa del propio autor, el entonces aspirante a presidente del Gobierno deslizó algún comentario interesante sobre el asesinato del almirante Carrero, recogido literalmente en el libro como sigue:

Felipe, con el habano en el aire, nos miró a todos en silencio durante unos segundos y luego bajando la voz, como se hace para asustar a los niños que escuchan un cuento, murmuró:

- Lo que me hace llegar a la siguiente conclusión: ¿por qué murió Carrero Blanco?

- Uno se puede hacer preguntas muy inquietantes. De facto es ETA quien mata a Carrero pero manipulada por poderes ocultos.

- No me manifiesto porque no tengo datos –concluyó Felipe-, pero es bastante corriente que un atentado se realice con absoluta autonomía respecto a unos intereses precisos, sin que se pueda suponer que a otros intereses les convenga que se deje hacer. El atentado que le costó la vida a Carrero es

espectacular teniendo en cuenta los meses de trabajo y de esfuerzos difícilmente ocultables en un Madrid supercontrolazo por las fuerzas de seguridad. De verdad que sigo sin creerme que aquellos vascos, con sus boinas y su acento, podían haber llegado a sus fines sin contar con una ayuda hasta ahora ignorada. Aunque tampoco hay que olvidar que no era aquél el primer atentado cometido por ETA. Ya se sabía que, como movimiento

41 José Luís De Vilallonga, “Memorias no autorizadas: La rosa, la Corona y el marqués rojo” (Plaza & Janés Editores, 2003).

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revolucionario, ETA era capaz de realizar actos de naturaleza semejante, aunque este al que nos referimos fuese de una peculiar magnitud.

Más tarde, en 1983, José Luís De Vilallonga mantiene una intensa relación con Mario Armero, personaje excepcionalmente informado de todos los entresijos afectos a la transición española. En una de sus reiteradas conversaciones, se cruzan la siguiente pregunta-respuesta:

-Dime, José Mario, ¿tú estas totalmente convencido de que a Carrero le asesinó ETA?

-La mano ejecutora fue, sin duda alguna, ETA. Pero ¿Quién manipuló a ETA? Porque yo estoy convencido de que en esta ocasión ETA no actuó en solitario. Hay muchas cosas que están todavía encerradas en el cajón de los misterios. El día que nos enteremos de la verdad, si es que nos enteramos, nos llevaremos grandes sorpresas.

Prácticamente a renglón seguido, el mismo escritor auto biografiado describe también la respuesta que le da Santiago Carrillo a la pregunta de rigor (“A Carrero, ¿lo ha matado ETA?”):

“Cuando nosotros mandábamos nuestros agentes a España, se trataba siempre de verdaderos profesionales, casi todos entrenados en Checoslovaquia o en Rusia. Pues bien, a pesar de eso no les dábamos nunca más de seis meses de vida. Antes o después les cogía siempre la policía. Esta certidumbre me creaba un problema moral muy grave. Porque era precisamente yo quien escogía a los agentes que mandábamos a España. Y yo sabía que los enviaba a una muerte cierta, porque, como ya te he dicho, indefectiblemente, siempre los cogían. Esta situación mía me angustiaba tanto que acabé por pedirle a mi Comité Ejecutivo permiso para entrar en España, por lo menos una vez, para hacer lo que aquellos hombres hacían por orden mía. El Comité me lo negó alegando que el secretario general del Partido no tenía por qué jugarse la cabeza a causa de lo que unos llamaban “mis complejos” y otros “mi sentimentalismo burgués”. El caso es que la policía española siempre acababa neutralizando a nuestros agentes, por más profesionales y competentes que éstos fueran. Así que ahora yo te pregunto:

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¿cómo es posible que un grupo de vascos, con cara de vascos, con acento de vascos y, probablemente, con boina de vascos, se pasaran un año cavando un túnel bajo una calle céntrica de Madrid sin que nadie se enterara? ¿Cómo es posible que ese grupo de hombres pudiera trasladarse de piso varias veces en una época en la que era obligatorio informar a la comisaría más cercana de cualquier cambio de domicilio, sin que a nadie se le ocurriera pedirles la menor explicación? ¿Cómo es posible que esos hombres se pudieran pasear por Madrid llevando a cuestas cargas de dinamita, detonadores, metros y metros de cordones Bickford sin que nadie les llamara la atención? Dime tu si te parece posible”. Carrillo encendió un cigarrillo nuevo en la punta de su colilla y apaciguando el tono de su voz, añadió: “Es indudable que ETA fue el brazo ejecutor, pero los interesados en que Carrero muriera, los protectores de ETA, por llamarlos de alguna manera, eran otros”…

Curiosamente, en este mismo libro de José Luís De Vilallonga también se viene a confirmar el “contubernio de Aravaca”, imprecisamente expuesto, como hemos visto, por el periodista Ismael Medida. Quien lo pone sobre el tapete es el mismo Mario Armero, omitiendo por supuesto la parte más procelosa del caso, matizando mucho lo tratado y confundiéndose interesadamente con las fechas, hasta el punto de datarlo tras el magnicidio en cuestión (en el verano de 1974 en vez de hacerlo en 1973). Más cierto es, en su versión, el número de asistentes y la personalidad del anfitrión, bien visto públicamente en España y en Estados Unidos a pesar de su innata frivolidad política, y que con el tiempo terminaría sentándose en el Consejo de Ministros presidido por Adolfo Suárez. Otro de los presentes, Rafael Orbe Cano, también fallecido, pasaría a ocupar en aquella época la dirección general de Radiotelevisión Española hasta ser cesado por Arias Navarro tras el asesinato de Carrero, lo que confirma el error en la fecha apuntada por Armero. Esto es lo publicado al respecto, negro sobre blanco:

… Recuerdo una cena que tuvo lugar en Aravaca, en casa de Joaquín Garrigues Walker. Si no me equivoco fue en el verano del 74. Éramos veintisiete invitados, todos personas representativas de los sectores nacionales más importantes. Políticos, industriales, directores de periódicos. En aquella cena se plantea un tema que nos preocupa a todos: ¿Qué va a pasar a la muerte del Generalísimo? Unos piensan que el Ejército se hará cargo del poder. Otros, que estallará inevitablemente una guerra civil. Y unos cuantos, muy pocos, creen que la oposición democrática se hará con la

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situación. Pero no hubo uno sólo entre los veintisiete invitados que mencionara al Príncipe como una solución posible. Y eso que don Juan Carlos era ya el sucesor designado. Los que pensamos que se cumplirían las previsiones sucesorias estábamos convencidos de que junto al futuro Rey se instalaría en el poder un hombre fuerte del régimen, un Carlos Arias Navarro, un Utrera Molina, un Girón, hombres que seguirían acatando los Principios del Movimiento. Porque todos creíamos a pie juntillas que Franco lo había dejado todo “atado y bien atado”. Esa creencia, ¡qué ilusos éramos, qué poca visión política teníamos!, se mantuvo incluso durante la agonía del general. Personas muy allegadas al Príncipe hacían saber discretamente que no cambiaría absolutamente nada. De alguna manera, el propio Príncipe, en una jugada política magistral, dio a entender que su acceso al trono no alteraría en nada el orden establecido. Cuando llegó el momento el Príncipe juró los Principios del Movimiento. Hizo bien en jurarlos, ya que de no haberlo hecho no hubiese subido nunca al trono.

Punto y seguido, literalmente, Armero da un conveniente salto en el tiempo y se traslada a otro escenario posterior, continuando su exposición para justificar en parte el magnicidio del 20-D y cuestionarlo en otra:

Para ser justos con Fraga he de admitir que fue uno de los pocos que comprendió muy claramente la situación. Hablando con él del cambio, del que don Juan Carlos fue el motor, le dije un día a Fraga: “sin duda todo esto ha sido posible, en gran parte, por la muerte de Carrero Blanco. Si no matan al almirante creo que el yugo y las flechas estarían todavía presentes en la calle de Alcalá”. Fraga me contestó, contundente: “Ante la voluntad de don Juan Carlos, Carrero no le habría durado al Rey ni un mes”. Ahora estoy convencido de que Fraga tenía razón…

A estas alturas de la historia, tampoco parece necesario extender más nuestra síntesis argumental. El asesinato de Carrero Blanco continúa, al día de hoy, rodeado de pocas luces y muchas sombras, de todo un cúmulo de interrogantes sin respuesta que afectan básicamente a la seguridad nacional y a su imbricación en el Estado de Derecho. Con la evidencia de que ya se ha perdido toda posibilidad de llegar a conocer su auténtica verdad y de someterlo al imperio de la ley y la justicia.

Sea como fuere, y con todos los cabos sueltos que se quiera, nadie puede dudar que la historia de la transición no hubiera sido la misma contando con la presencia viva del almirante Carrero. Lo que se arrebató con su magnicidio a la sociedad española, dignidad

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y justicia aparte, es un futurible, la realidad condicionada de si ese tránsito hacia la democracia hubiera sido el mismo, mejor o peor.

Un análisis no oficialista del 23-F con el CESID en la picota

El segundo gran hito de la inseguridad del Estado, sin duda sobresaliente a efectos del presente ensayo, es la asonada militar del 23 de febrero de 1981, liderada de forma visible por los generales Armada y Milans del Bosch, que soportaron por ello las máximas penas del fallo dictado en el ámbito jurisdiccional correspondiente. Lo más bochornoso de ese lamentable capítulo de nuestra peor historia, sería el papel que, tanto por activa como por pasiva, jugaron en él los Servicios de Inteligencia, entre cuyas altas misiones se incluye precisamente la de velar por la estabilidad del Estado de Derecho y sus instituciones…

En relación con lo acontecido aquel día en España, un golpe de Estado en toda regla que estuvo a punto de no poder calificarse como “inconcluso”, el general Alexander Haig, recién nombrado Secretario de Estado por el presidente Reagan, sentenció con sorprendente inmediatez que era “un asunto interno”.

Aquella expresiva afirmación no dejaba de ser una verdad a medias, dado que el 23-F no devenía de un mero desajuste político generado por el cambio de régimen, como sostenía Haig en una aplicación estricta de la doctrina Estrada, sino que también presentaba un componente exterior relacionado con la salvaguarda de intereses estratégicos de nuevo vitales para nuestro más poderoso aliado, celoso vigilante de todo el proceso seguido en el cambio de régimen político.

El giro radical en la política exterior preconizada en 1980 por Ronald Reagan, entonces candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos, se conformó con tres orientaciones básicas, afrontando con ellas lo que sería la última década de la guerra fría.

La primera se centró en un notable incremento del presupuesto de Defensa, doblando en 1981 las cifras establecidas en el último ejercicio de la Administración Carter y previendo triplicarlo en 1985. Su justificación no era otra que la de poder implementar el sistema de armas que más tarde se conocería como “guerra de las galaxias”, cuya amenaza sería una de las principales causas del derrumbe final de la Unión Soviética.

La segunda orientación presupuestaria de Defensa se aplicó al respaldo de regímenes dictatoriales con gobiernos incondicionales de Estados Unidos, como Chile, Argentina y Uruguay. Y la tercera se dedicó a sostener los principales movimientos guerrilleros contrarios a la URSS, como UNITA (Unión Nacional para la Independencia Total de

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Angola), la CONTRA nicaragüense (que combatía al Ejército Popular Sandinista) y más tarde al fundamentalismo islámico de Afganistán que luchaba contra el gobierno comunista apoyado por el ejército soviético.

En definitiva, el equipo republicano de Reagan había decidido terminar con el periodo de distensión internacional propiciado por la anterior administración demócrata de Jimmy Carter, impulsando una apuesta activa tanto en el plano de la estrategia militar global como en el marco de la guerra asimétrica, que era una práctica tradicionalmente ejercida por los movimientos revolucionarios que apoyaba la Unión Soviética. Esta nueva política de la Casa Blanca llegó a considerar como hipótesis probable la utilización de armamento nuclear táctico en un eventual enfrentamiento entre la OTAN y el Pacto de Varsovia en territorio europeo, sin que ello supusiera forzosamente llegar a la confrontación nuclear total entre ambos bloques.

En ese contexto estratégico, y dentro del teatro de operaciones acotado, el Mediterráneo adquirió una importancia decisiva, de interés prioritario para el Pentágono y el Departamento de Estado norteamericano. La imprescindible garantía del apoyo a Israel, como elemento vital en el control de Oriente Próximo, conllevaba la necesidad de contar con el dominio de las dos orillas del Mediterráneo o, lo que es igual, asegurar la estabilidad y fiabilidad de aquellos países que poseían una situación estratégica relevante y albergaban bases aéreas o navales de utilización conjunta, imprescindibles para asegurar el despliegue y la acción operativa de la VI Flota estadounidense con un apoyo técnico y logístico sin sobresaltos.

Así, en septiembre de 1980 el gobierno liberal de Turquía era derrocado por el general Kenan Evren, mediante un golpe de Estado que fue respaldado de forma inmediata por Estados Unidos, cuyos dirigentes le calificaron como “uno de nuestros muchachos”. Prácticamente en paralelo, en noviembre del mismo año, Grecia reintegraba sus Fuerzas Armadas al Mando Militar de la OTAN, tras haberlo abandonado en 1974.

A continuación, en enero de 1981, Estados Unidos suscribía con Marruecos un tratado de asistencia militar y venta de armamento (carros de combate y aviones Northrop F-5 entre otros sistemas de armas), tranquilizando al sultán sobre el apoyo norteamericano en su deseo de anexión del Sahara Occidental. Dos meses más tarde Hassan II, en perfecta sintonía con Francia, respaldaba un golpe militar en Mauritania en detrimento del precario equilibrio que existía entre Marruecos y Argelia dentro del Magreb.

También en el mismo mes de marzo, en Portugal se producía una alianza entre socialdemócratas, demócratas-cristianos y el propio Mário Soares, que entonces actuaba contra el criterio del Partido Socialista Portugués (PSP), para provocar la dimisión del

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presidente Ramalho Eanes, último vestigio de la revolución de los claveles. Apenas dos meses más tarde, en mayo, estalla el escándalo de la trama golpista auspiciada por la Logia P-2 en Italia. A continuación, situados ya a finales del mismo año 1981, Estados Unidos logra el permiso de Anwar el-Sadat para estacionar tropas norteamericanas en Egipto…

En ese contexto internacional, la entrada de España en la OTAN revestía una importancia capital, pues era la pieza que faltaba para que Estados Unidos culminara su deseado control militar en el sur de Europa. Al presidente Suárez se le reprochaban entonces algunos “tics” tercermundistas en la articulación de la política exterior y una preocupación prioritaria por temas estratégicamente menores o fuera de su campo de influencia. Entre ellos destacaban su empeño por encontrar una solución al problema palestino, la búsqueda de una nueva formula de cooperación política y económica entre Europa y los países africanos, una mayor participación en la problemática política de Iberoamérica y el acercamiento personal a líderes como Fidel Castro y Yasser Arafat, claramente vinculados a los intereses soviéticos.

En definitiva, ante la previsible llegada de Reagan a la presidencia de Estados Unidos, dispuesto a desarrollar una nueva política exterior ciertamente reaccionaria, Adolfo Suárez no dejaba de representar un auténtico estorbo. Ese handicap diferencial conlleva en la segunda mitad de 1980 la pérdida del favor real que disfrutaba hasta entonces, marcando también una de las sendas menos visibles que llevan al 23–F. El Rey y otros políticos con buenas conexiones en Washington, son alertados de por dónde soplaran los nuevos vientos de la estrategia estadounidense, con el consiguiente desahucio político de quien entonces parecía reorientar la transición española por sendas excesivamente arriesgadas. No puede olvidarse que antes de asumir la Jefatura del Estado, el Príncipe Juan Carlos obtiene el apoyo incondicional de la Casa Blanca a cambio de respetar fielmente sus objetivos estratégicos: la cuestión del Sahara Occidental y el tratamiento dado a la “marcha verde” marroquí iniciada el 6 de noviembre de 1975, serán buena prueba de ese entendimiento.

El primer Presidente del Gobierno elegido por los ciudadanos españoles en la naciente democracia, pronto se quedaría solo, cuando la victoria electoral de Ronald Reagan en Estados Unidos acelera la conveniencia de su recambio. El sucesor de Suárez, Leopoldo Calvo-Sotelo42, afirma en sus memorias haber tenido bien clara desde 1977 la necesidad de incorporar a España tanto a la CEE como a la OTAN. Al mismo tiempo, se pregunta:

42 Leopoldo Calvo-Sotelo, “Memoria viva de la Transición” (Plaza & Janés Editores, 1990).

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¿Lo tenía tan claro Adolfo Suárez en los años de su presidencia? En su opinión, probablemente no.

El caso vivido con Felipe González es todavía más ilustrativo. En octubre de 1982 no duda en incorporar a su campaña de comicios legislativos una posición contraria a la entrada de España en la OTAN, alcanzando una mayoría absoluta de 202 diputados. Tras dos años de acomodo en la Moncloa, elimina del ideario socialista su anterior oposición a los postulados atlantistas, ganando en 1986 un referéndum exculpatorio para la adhesión de España en la Organización del Tratado del Atlántico Norte. Javier Solana, uno de los líderes socialistas más significado en el rechazo inicial a la OTAN, ocuparía años después nada menos que el cargo de Secretario General de la Alianza Atlántica.

La conducta seguida por ambos presidentes de Gobierno, Leopoldo Calvo-Sotelo y Felipe González, confirma la tesis referencial de nuestra política exterior. El ingreso de España en la OTAN era un factor determinante para Estados Unidos, dentro de su diseño estratégico de defensa y seguridad aliada en el sur de Europa. El doble lenguaje utilizado por el líder de los socialistas españoles, en particular ante sus bases militantes, pone también de manifiesto el fiel cumplimiento del compromiso adquirido con el Rey, con quien iniciaría una gran amistad de corte zarzuelero, a caballo entre “El huésped del Sevillano” y “La Corte de Faraón”.

El cambio que iba a experimentar la política exterior de Estados Unidos en caso de que el republicano Ronald Reagan alcanzara su presidencia en noviembre de 1980, con todas sus previsibles derivas internacionales, era evidente para el resto del mundo, sin que España pudiera realizar análisis en modo alguno diferentes ni extraer conclusiones distintas.

Tras la muerte de Franco, los partidos políticos emergentes se crean con una fuerte dependencia exterior, relacionada con la necesidad de los correspondientes marchamos de homologación democrática y con la financiación inicial que obtienen principalmente de la República Federal de Alemania: la Fundación Friedrich Neumann apoya a los liberales (sean o no sean de UCD), la Fundación Friedrich Ebert de la socialdemocracia alemana al PSOE y la Fundación Konrad Adenauer a los democristianos. Esta circunstancia supondrá otra garantía añadida para que la evolución política en España no discurra por caminos contrarios al interés de los países aliados, dentro de lo que podría definirse como un “reaseguro político”.

En paralelo con aquel marco estratégico global, las Fuerzas Armadas españolas continuaban siendo un poder fáctico, a pesar de la aprobación de la Ley 1/1977, de 4 de enero, para la Reforma Política, sometida a Referéndum, y de la Constitución de 1978.

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Muchos de sus miembros se consideran legitimados para “tutelar” la vida civil, en base al legado de Franco y al poder inercial del régimen anterior.

Los continuos atentados de ETA enervan el ambiente de las salas de banderas, pero la exasperación militar sería finalmente propiciada por la escasa habilidad política del general Gutiérrez Mellado y por sus desajustados consejos al Gobierno en relación con las Fuerzas Armadas. Suárez cometió el tremendo error de prometer a los altos mandos militares, y en particular a los ministros de los tres ejércitos, que el PCE no sería legalizado, para, de inmediato y sin previo aviso, firmar el decreto que lo legalizaba en una fecha que coadyuvaba a la consumación sorpresiva del hecho: el 9 de abril de 1977, conocido como el “sábado santo rojo”. Fallaron, más que el fondo de la decisión política, las formas con que se implementó.

El engaño, por otra parte posiblemente innecesario, no debió haberse producido y mucho menos contando con el asesoramiento de Gutiérrez Mellado, quien a la sazón ocupaba la Vicepresidencia Primera del Gobierno (el 21 de septiembre de 1976 sustituyó en el cargo al teniente general Fernando De Santiago), manteniendo además una excelente relación personal con el presidente Suárez. De forma colateral, la posición del Rey también queda afectada, más como “teórico” mando supremo de las Fuerzas Armadas que en su condición de Jefe del Estado.

A partir de ese momento, los militares más nostálgicos deslegitiman continuamente la acción presidencial, iniciando la formación de vínculos conspirativos no sólo en el seno de las Fuerzas Armadas sino adhiriendo también a destacadas personalidades del mundo político, económico y social, incluidos miembros del propio partido gubernamental. La figura de Adolfo Suárez se resquebraja, suscitando críticas y desencuentros partidistas crecientes que en poco tiempo le llevarán a un aislamiento político total. Todos saben que ha perdido el apoyo del Rey, que los “barones” de su propio partido conspiran contra él y que carece de apoyos políticos internacionales, mientras los militares le han declarado enemigo a batir y los medios financieros le rechazan como “activo de futuro”.

Cuando se hizo patente que el tiempo político de Suárez había terminado, precisándose un recambio de confianza, las Fuerzas Armadas se muestran como el instrumento recurrente para realizarlo, jugando un papel similar al que ante situaciones parecidas había desempeñado los “Espadones” militares a lo largo del siglo XIX. Antes de producirse el fracaso del 23-F los preparativos golpistas tendrán las bendiciones de todos los actores en escena: su legitimación en las salas de banderas provendrá del testamento de Franco; la clase política los asumirá por el imperativo del factor externo y por la incapacidad de Suárez para afrontar la nueva situación internacional; la Corona los

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admitirá para evitar el desgaste de una deriva política internamente insostenible y para articular las recomendaciones del poder emergente en Washington y, finalmente, los países de la Alianza Atlántica transigirán para asegurar sus intereses vitales en el flanco sur de Europa.

Sin embargo, el ciudadano español quedará al margen de la connivencia política generalizada. El golpe del 23-F, fracasado y convertido en “intentona” golpista, ya no tendrá patrocinadores. Los anteriores escurrirán el bulto y los chivos expiatorios serán aquellos que se prestaron a protagonizar la fase operativa inicial, con sus imágenes bien visibles en las cadenas televisivas de medio mundo.

La constante básica de la reforma política consistió en sustraer a la sociedad real de las decisiones fundamentales, promoviendo hechos consumados pactados en “camarilla” a espaldas del Parlamento. De hecho, las ejecutivas de los principales partidos políticos eran informadas, la mayor parte de las veces, cuando el pacto ya estaba cerrado.

El “consenso” alcanzado por UCD, PSOE, AP, PCE y los nacionalistas vascos y catalanes, permite que estos grupos constituyentes se acomoden en la organización política y territorial del Estado, creando y potenciando un sistema de clientelismo militante que accede al dinero público por multitud de vías. La integración de los sindicatos en este esquema de “reparto de la tarta” acordado por los partidos, va a acabar con su dimensión de clase. Es decir, en ese preciso momento histórico se apuesta prioritariamente por la integración y la paz social (Pactos de la Moncloa). La auténtica organización democrática de la sociedad, sustentada en un verdadero pluralismo que permita afianzar el Estado de Derecho y que garantice realmente la libertad y la representación política del ciudadano, queda aplazado para más adelante.

En contra de lo expuesto, podría argumentarse que las dificultades del momento no permitieron hacer otra cosa, ni ir más allá. Es posible, pero un sistema nacido con tales hipotecas, sustentado en la artificialidad de las estructuras políticas, requería reconocerse como “provisional” y sin carácter de permanencia, con objeto de que el tiempo, más próximo que lejano, no le asentara en la corrupción más contumaz, como ha sucedido…

En aquel escenario de manipulación política sobrevenida, cuando en 1977 Gutiérrez Mellado creó el CESID, incorporándole todo el aparato del SECED, el nuevo Servicio de Inteligencia diseñó un plan bautizado como “Operación De Gaulle”, encapsulado en tanto que la delicada reconducción del extinto régimen franquista al Estado democrático no generara adversidades o frustraciones extremas. En esencia, la propuesta tomaba como referente la experiencia con la que Francia había superado el riesgo de una guerra civil

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tras la independencia de Argelia, previendo su adaptación a un supuesto español más o menos similar.

En aquel trabajo de gabinete se recordaba que el Presidente de la IV República, René Coty, se había reunido con los portavoces de los partidos con representación en la Asamblea Nacional de Francia para alertarles sobre la grave situación política aflorada con la independencia de Argelia, y del previsible riesgo de llegar a un enfrentamiento violento entre franceses. La causa provenía de la postura contraria a la emancipación de la antigua colonia francesa que mantenían una gran parte de las Fuerzas Armadas y otros sectores importantes y muy activos de la sociedad francesa, en particular la ultraderechista OAS (Organisation de l'Armée Secrète), considerando que aquel territorio formaba parte inseparable de la metrópoli. Como solución, el presidente Coty no vislumbró otro camino que ofrecer al general De Gaulle (“el más ilustre de los franceses”) el cargo de Primer Ministro, considerando su reconocido prestigio tanto en el ámbito militar como en el civil.

Tras lograr el acuerdo de los portavoces políticos, René Coty se traslada a la localidad de Colombey-les-deux-églises, donde residía el general retirado, pidiéndole que por el interés de Francia asumiera la Presidencia de la República. De Gaulle le señala entonces que antes de aceptar necesita el acuerdo del general Massu, líder militar que tras mandar las unidades paracaidistas destacadas en Argelia había sido nombrado comandante en jefe de las fueras acuarteladas en territorio alemán, obteniéndolo de forma inmediata. A continuación, De Gaulle se desplaza a París en compañía del presidente Coty para que éste le presente a la Asamblea Nacional y solicite a sus representantes que le voten como nuevo Jefe del Gobierno, superando con aquel nombramiento la situación crítica que atravesaba la nación. De Gaulle asumió el cargo el 1 de junio de 1958, obteniendo del presidente Coty y de la Asamblea Nacional plenos poderes para promover la V República, que fue aprobada masivamente en Referéndum ese mismo año; en diciembre el Parlamento le otorgó la Presidencia de Francia, sustituyendo a René Coty el 9 de enero de 1959…

Cuando veinte años más tarde de aquel histórico acontecimiento, en 1979, Agustín Rodríguez Sahagún giraba una visita protocolaria a la sede del CESID, poco después de ser nombrado ministro de Defensa, su dirección técnica, con el teniente coronel Calderón a la cabeza, le presentó, como ya se ha relatado, la simulación elaborada tiempo atrás para reproducir eventualmente en España la misma estrategia de la “Operación De Gaulle”. El atrevimiento de mostrar aquel ejercicio golpista “tentativo” al propio ministro de Defensa, se resolvió con el traslado urgente de los dos militares responsables de su

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elaboración, el capitán Peñaranda y el comandante Faura, fuera de la institución, en destinos bien alejados de la escuela dinamitera que parecía anidar en el propio Servicio de Inteligencia. De cualquier forma, la germinación filosófica del 23-F estaba donde estaba.

Un poco más tarde, a finales de 1980, el coronel Federico Quintero (jefe superior de Policía de Madrid durante el magnicidio del 20-D) redactaba desde su destino de agregado militar en la embajada de España en Ankara un informe descriptivo del ya mencionado “golpe a la turca” liderado por el general Evren, que también podía ser tomado como referente considerando la particular importancia estratégica de ambos países en el entorno del Mediterráneo. En cualquier caso, la naturaleza represiva del caso y las críticas internacionales que había cosechado, sirvieron para reafirmar en los propios Servicios de Inteligencia las cualidades de un “golpe a la francesa”: en su análisis prospectivo, la “Operación De Gaulle” se mostraba como el único modelo de reconducción política que reunía todos los requisitos de aceptación ante una eventual situación de extrema gravedad nacional.

La aceptación del referente francés, incruento y previsiblemente respaldado por el conjunto de las fuerzas parlamentarias, implicaba su adaptación a la realidad española con un handicap diferencial. El problema radicaba en que mientras los franceses habían corrido un riesgo real de guerra civil motivado por la causa argelina, en España no se daba una situación tan evidente por los motivos siguientes:

En el seno de las Fuerzas Armadas no existía división alguna, ni política ni funcional. Sus miembros coincidían mayoritariamente en la añoranza del régimen anterior y en las dudas de viabilidad que planteaba el modelo en curso. El testamento de Franco y la obediencia debida legitimaban la tutela militar del poder político: una vez constatado que Estados Unidos apoyaba el denominado “golpe de timón”, teóricamente refrendado por la Corona y el Parlamento, lo más patriótico sería apoyarlo sin fisuras.

La sociedad civil no se hallaba enfrentada por ningún motivo. Antes al contrario, el terrorismo y la ruptura del partido gubernamental, que amenazaba con resucitar los fantasmas políticos del pasado, aglutinaban a la ciudadanía en apoyo del naciente sistema de convivencia democrática.

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La controversia palpable se centraba precisamente en el funcionamiento y en la ambición de los partidos políticos, imponiendo un Estado de las Autonomías y una correlación entre los tres poderes del Estado (legislativo, ejecutivo y judicial) poco convincentes, pero muy alejada de la emergencia nacional que pudiera justificar una interrupción del proceso democrático.

El pretendido “golpe de timón” que guiaba a los instigadores de lo que terminó siendo el 23-F, dentro del marco referencial elegido, necesitaba en última instancia una palanca de impulsión y justificación, un elemento detonante condicionado por la inexistencia de cualquier acción represiva paralela o concomitante. La “Operación De Gaulle” a la española no se podía presentar en modo alguno como una acción grupal involutiva, siendo prioritario salvaguardar sobre todo la imagen de una iniciativa “táctica” de emergencia política, tendente a lograr un gobierno de “salvación nacional”, respaldado y participado por una sólida mayoría de las fuerzas partidistas con representación parlamentaria.

Sus diseñadores, asociarían el elemento de activación a un pretendido “Supuesto Anticonstitucional Máximo” (SAM), concatenado en un proceso secuencial rápido, con efecto inmediato e irreversible, que desde el principio se concreta en alguna suerte de “secuestro” institucional, bien del Consejo de Ministros, bien del Pleno del Congreso de los Diputados o bien de ambas representaciones reunidas conjuntamente ad hoc. De hecho, la inesperada dimisión de Adolfo Suárez, que teóricamente desmontaba cualquier variable de una “Operación De Gaulle”, realimenta la necesidad de una reconducción política radical y acelera su puesta en marcha aprovechando precisamente la sesión plenaria convocada en la Cámara baja para votar la investidura presidencial de Leopoldo Calvo-Sotelo. El SAM se concreta entonces en el secuestro conjunto de los poderes ejecutivo y legislativo, presencialmente coincidentes el 23 de febrero de 1981 en el hemiciclo del Congreso de los Diputados, por parte de alguno de los hipotéticos grupos golpistas cuya actividad conspiradora había sido filtrada previamente desde el propio CESID a través de un documento titulado “Panorama de las operaciones en marcha”.

El golpe del 23-F así concebido, consistió en la creación artificial de una situación de emergencia política extrema para presentar a continuación un providencial salvador de la situación, un militar encargado de enderezar la degradada deriva del Gobierno nacional (“el elefante blanco”). Una cuestión no aclarada es si el personaje “salvador” previsto en el diseño inicial, antes de la dimisión de Suárez, era o no era el mismo que apareció en la versión final del suceso, alterada sobre la marcha por la falta de estética con la que el

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teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero asaltó el Congreso de los Diputados: una penosa actuación que sería retransmitida en directo por TVE, urbi et orbi, en contra de lo previsto.

En relación con aquel “elefante blanco” predestinado para presidir el gobierno de “salvación nacional” en la versión original de las tribulaciones golpistas promonárquicas, tampoco habría que despreciar una sutil observación del coronel Perote. En la página 54 de su libro titulado “Ni Milans ni Tejero: El informe que se ocultó”43, comentando la visita que el general Armada realiza en Valencia a Milans del Bosch el 10 de enero de 1981, y a propósito precisamente de la identidad final del “elefante blanco”, se desliza lo siguiente:

En la reunión no se pronunció el nombre de este otro posible sustituto de Suárez como tampoco el Rey le comentó nada a Armada en su reunión de Baqueira. No obstante, ambos generales sabían que en el caso de que se desembocara en una salida puramente militar, el candidato no sería Armada y, sin necesidad de hacerse confidencias, los dos pensaban en el teniente general Valenzuela, jefe de la Casa Militar de S. M. Milans contemplaba esta otra alternativa con mentalidad constructiva y valoraba sus pros y sus contras desde un punto de vista puramente estratégico; en cambio, Armada sólo pensaba en que le había salido un duro competidor…

Cierto es que un general de división difícilmente iba a ser obedecido por los tenientes generales y que todos ellos sentían un gran respeto, y hasta veneración, por Joaquín Valenzuela. Pero, con todo, el apunte de Perote, quizás con información sobre el trasfondo de aquel suceso golpista más cualificada que la de otros debido a sus responsabilidades dentro del CESID, no dejaba de ser una opinión personal. El analista perspicaz, debería buscar el respaldo de su teoría en la sutileza con la que Sabino Fernández Campos, personaje sin duda excepcionalmente informado de cuanto aconteció en torno al 23-F, se dejó retratar en su casa con ese libro entre sus manos, y no con otro, fotografía que ilustraba llamativamente la entrevista que concedió a “La Razón” coincidiendo con el aniversario de aquel lamentable suceso, publicada el domingo 1 de marzo de 2009…

Lo incuestionable es que el general Armada no tendría acceso al hemiciclo ni ocasión de postularse como el De Gaulle español. Se lo impidió una imprevista decisión del jefe militar que inició la fase “detonante” del golpe, cuando comprobó que había sido manipulado para ejecutar el trabajo sucio y ninguneado en el conocimiento de su trama

43 Juan Alberto Perote, “Ni Milans ni Tejero: El informe que se ocultó” (Ediciones Foca, 2001).

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más profunda. Por tanto, él sería al mismo tiempo el iniciador del 23-F y su enterrador, al menos en la versión interesada del general Armada.

En todo caso, el 23-F, tal y como fue conocido, y al margen de las responsabilidades juzgadas, se caracterizó finalmente con dos actitudes muy distintas. La cobarde de sus mayores y más ocultos responsables, incapaces de dar la cara a la hora de defender sus convicciones, abandonando a quienes habían reclutado y arrastrado para iniciarlo en nombre de un interés general más que discutible. Y también la humanitaria, porque la orden de evitar el derramamiento de sangre a toda costa fue palpable, extremo que acotaría la acción de la justicia, sobre todo en beneficio de los autores intelectuales más que de los ejecutantes…

Lo más preocupante a efectos del presente ensayo, es que la propia Inteligencia del Estado estuvo involucrada en todas las fases de la intentona golpista, con la participación activa de un nutrido grupo de agentes en varios niveles de complicidad. Javier Calderón y José Luís Cortina, estrechamente vinculados por su ideología, carrera militar y amistad personal, tenían entonces en sus manos la dirección técnica y la división de operaciones de “la Casa”, que es como se terminó conociendo dicho organismo en su argot interno. En ella se conservaba toda la documentación relativa a la “Operación De Gaulle”, inspiradora del 23-F, a pesar de que el ministro Rodríguez Sahagún la hubiera desautorizado de forma expresa dos años antes.

Desde aquella posición directiva, la implicación de agentes a sus ordenes (Francisco García-Almenta, Vicente Gómez Iglesias, Gil Sánchez-Valiente, Rafael Monge…), bien que terminaran siendo o no siendo imputado en la causa judicial, resultaba extremadamente fácil.

Por otra parte, la soltura con la que el CESID se implicó en la preparación y ejecución del 23-F tampoco parece ajena al hecho de que tras cesar el general Mariñas como director del mismo en agosto de 1980, siendo entonces nombrado Comandante General de Ceuta, no se cubriera tan importante vacante durante más de nueve meses, hasta mayo de 1981 cuando la ocupó Emilio Alonso Manglano, con el intento golpista ya concluido y encausado. Y ello a pesar del “ruido de sables” que con tanta insistencia ya anunciaban los medios informativos.

Mientras el coronel Narciso Carreras ocupaba una “distanciada” dirección interina o accidental del Servicio de Inteligencia, toda su capacidad operativa quedaba en manos de dos hombres de la entera confianza de quien en aquellos decisivos momentos ocupaba nada menos que la Vicepresidencia Primera del Gobierno para Asuntos de la Defensa, el teniente general Gutiérrez Mellado. Además de haber sido jefe de ambos en el Alto

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Estado Mayor, él fue quien en 1977 les introdujo en el recién creado CESID, dándoles toda la relevancia y responsabilidad posible en función de su graduación militar (su dirección general estaba reservada en aquellos momentos a un miembro del generalato). Esta sería otra circunstancia crucial de los curiosos prolegómenos afectos al 23-F, poco considerada en los análisis periodísticos del caso.

En esa relación de causas y efectos, también hay que ponderar la orden cursada por Calderón como secretario general del CESID para que toda la actividad vinculada al ámbito político fuera controlada personalmente por Cortina, y que éste la despachara de forma previa con él, postergando al Área de Involución que de aquella forma quedaba cortocircuitada y en buena medida inoperante. En los meses previos al 23-F, Cortina controlaría toda la información disponible sobre las tramas involucionistas, supervisada en su integridad por Calderón y dosificada o tamizada en su posterior remisión al departamento orgánicamente responsable, evitando de esa forma cualquier interferencia inconveniente o ajena a sus propios intereses.

En paralelo, ambos mantendrán también contactos políticos “estratégicos” de alto nivel. En los meses anteriores al golpe, Calderón se encarga de las relaciones con el PSOE, contactado a través de Luís Solana y Enrique Múgica. Por su parte, Cortina “despacha” semanalmente con Manuel Fraga (AP) y Gabriel Cisneros (UCD) a través de las líneas telefónicas reservadas de la AOME, materializando también los contactos con la Embajada de Estados Unidos y con el nuncio de la Santa Sede en España.

Será a partir del verano de 1980 cuando se empiece a elaborar el perfil del militar que podría reconducir la situación y que tendrá un margen de elección reducido. Frente a la candidatura de un teniente general indiscutido y fácilmente identificable en su cercanía al Rey (más próxima al teniente general Valenzuela, a la sazón jefe de su Cuarto Militar, que a los posibles “ejecutores” activos del golpe), el binomio Calderón-Cortina promoverá la figura del general Armada como candidato capaz de reunir los requisitos exigibles, exceptuando el menor rango y prestigio militar pero valorando también una menor resistencia a su propia manipulación.

Desde ese momento, se trabajará para y con el general Armada, actuando de forma solapada al margen de la organización jerárquica y funcional del CESID, aunque muy posiblemente con discretos reportes a Gutiérrez Mellado. El objetivo fundamental durante esa fase de preparación será fortalecer la imagen de Armada para diluir cualquier otra alternativa militar que pudiera encarnar al “salvador”, condición necesaria para que fuera aceptado sin reservas en el ámbito político. La “Operación De Gaulle” se va reconvirtiendo así en la “Solución Armada”.

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En los meses y aún en las semanas precedentes al 23-F, se dispondrán sondeos y contactos para calibrar políticamente la operación y afianzar el procedimiento ejecutivo, en los que el general Armada brillará en su papel emergente: almuerza con Enrique Múgica, Joan Reventós y el alcalde de Lleida, Antoni Siurana, en el domicilio de este último; se entrevista con el Rey en Baqueira-Beret; se traslada en visita “social” a la Capitanía General de Valencia; mantiene encuentros intermitentes con Cortina… Sin olvidar su nombramiento como segundo jefe de Estado Mayor del Ejército, publicado en el BOE del 3 de febrero (con su consiguiente traslado a Madrid).

Mientras tanto, el grueso militar de la conspiración afina su “plan de maniobra”, la operativa del golpe, en reuniones a veces multitudinarias (como la que se celebra el 18 de enero en el domicilio madrileño del teniente coronel Mas Oliver, en la calle General Cabrera) y a veces más discretas, como las de coordinación con la parte “política” o “inteligente” de la asonada, representada por Cortina y el propio Armada (que tienen lugar en el domicilio de José Luís Cortina de la calle Biarritz y en las oficinas de su hermano Antonio ubicadas en la del Pintor Juan Gris). Toda una urdimbre de conciliábulos en los que, entre otras cosas, el CESID trabajaba de forma encubierta para que el general Armada suplantase a su jefe natural, el presidente Suárez, mediante un derrocamiento manifiestamente inconstitucional.

En medio de tanta agitación, el 28 de enero se produce la dimisión oficial de Suárez, que éste hace pública el día siguiente en una sorpresiva y emocionada declaración televisiva: “Presento, irrevocablemente, mi dimisión como presidente del Gobierno…”. En su alocución de despedida, que duró doce minutos, Suárez dejó clara constancia del golpe que se avecinaba: “(…) No quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la Historia de España”. También afirmó que no se iba “por temor”, aunque si parece razonable pensar que, si se retiraba, la amenaza golpista quedaría desactivada.

Sin embargo, la realidad discurrió en sentido contrario, sin que nadie haya podido compartir con el ex presidente Suárez los datos fidedignos y las últimas claves que, finalmente, impulsaron su drástica decisión y su consecuencia inmediata: el definitivo 23- F. Lo cierto es que a partir de aquel momento, la “camarilla Armada” reimpulsa su intento golpista, en vez de disolverlo o dejarlo en stand-by hasta comprobar el rumbo político que tomaría su sucesor al frente de un nuevo gobierno, que siendo Leopoldo Calvo-Sotelo bien podría haber tranquilizado, al menos momentáneamente, a los sectores más radicalizados de la derecha española y, en su caso, a los aliados de Estados

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Unidos. Paradójicamente, el esfuerzo postrero de Suárez para disolver el golpe, sólo sirvió para prologarlo.

Con Adolfo Suárez inmolado políticamente, el general Armada, recién nombrado segundo JEME y auto-investido de su función “salvadora”, celebra otro misterioso encuentro con el Rey en Baquiera-Beret el 6 de febrero. Nada trasciende de lo que tratan, pero el inmediato día 14 Armada se reúne con el embajador norteamericano Terence Todman en una finca cercana a Logroño. Allí dejará meridianamente clara la salvaguarda de los intereses políticos, económicos y estratégicos de Estados Unidos en España. A continuación Todman solicita a Washington el envío de un avión AWACS de inteligencia electrónica, que se desplaza desde la base alemana de Ramstein (donde se encuentra el 86 Escuadrón de Comunicaciones al que pertenece) hasta Lisboa, sobrevolando el mismo día 23 de febrero el territorio español con objeto de controlar sus comunicaciones gubernamentales y militares.

En la preparación operativa del golpe, un subordinado de Cortina, el capitán Gómez Iglesias, será el encargado de enlazar con Tejero, a cuyas órdenes había servido en un destino anterior, facilitarle la logística del asalto al Congreso de los Diputados y mantener la coordinación de los diferentes grupos participantes.

El número dos de Cortina en la AOME, el capitán García-Almenta, organizará la Sección Especial de Agentes (SEA) encargada de coordinar las columnas de la Guardia Civil para que, procediendo de puntos distintos, lleguen de forma simultánea y en el momento preciso a la sede parlamentaria. Otro subordinado de Cortina, el capitán Tostón de la Calle, facilitará al SEA sistemas radiofónicos, vehículos y matrículas falsas para que pueda realizar su misión sin ser detectado por la Policía.

El propio Cortina ordenará en la AOME la elaboración de los decretos con los primeros nombramientos políticos que Armada sometería a la sanción del monarca una vez investido como Presidente del Gobierno por la Cámara legislativa, según lo previsto…

Sin intención de convertir este análisis en la revelación suprema de lo realmente acontecido el 23-F, también conviene considerar algunos detalles previos a la toma del Congreso que, concatenados sobre todo con los apoyos provistos desde el CESID, no dejan de ser ciertamente esclarecedores.

En primer lugar, es sabido que el teniente coronel Tejero inicia el asalto al Congreso de los Diputados a las 18:23 horas del 23 de febrero de 1981 (dos minutos antes de la “hora h” programada). Ese mismo día, se da la circunstancia de que el toque de paseo para las tropas acuarteladas en la I Región Militar, estipulado a las 17:00 horas según la orden de plaza de Capitanía General, no se produce, manteniéndose por tanto

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irregularmente acuarteladas todas sus unidades armadas, sin que el mando de la misma corrigiera esta evidente anomalía. Así, la División Acorazada, la Brigada Paracaidista, el Grupo de Operaciones Especiales y hasta los cadetes-alumnos de la Academia Especial de la Guardia Civil (para la formación de oficiales de carrera), entonces ubicada en las dependencias de la Dirección General en Madrid, estaban a la espera, lo que lleva a la conclusión de que el capitán general, Guillermo Quintana Lacacci, y su Estado Mayor preveían también lo que de forma extraordinaria iba a ocurrir en el transcurso de esa misma tarde.

En segundo término, el general Torres Rojas se desplaza desde La Coruña hasta el cuartel general de la División Acorazada “Brunete” con la intención, prevista por los golpistas, de asumir su mando ante una eventual indecisión de su jefe natural, el general Juste. Sobre la 16:00 horas, éste tiene plena consciencia de lo que está aconteciendo, aunque ni despide a Torres Rojas ni ordena el inmediato arresto de los oficiales desleales bajo su mando directo. Por su parte, el capitán general de la I Región Militar, informado por Juste, tampoco toma medidas de mayor conveniencia, recomendándole sólo que permanezca atento.

Como tercer detalle, al telefonear Juste al palacio de la Zarzuela en aquel mismo entorno horario, y preguntar si el general Armada se encontraba allí con el Rey, el entonces secretario general de la Casa Real, Sabino Fernández Campo, le responde, sin más, con la conocida frase de “ni está ni se le espera”. Nadie se sorprende, al parecer, de que el jefe de la emblemática “Brunete” pregunte por el segundo JEME en la Jefatura del Estado y no en el palacio de Buenavista donde se encuentra su despacho oficial, como si fuera la cosa más natural del mundo o el lugar donde habitualmente tomaba café después de comer. De hecho, el jefe natural de Juste no era Armada, y ni siquiera el propio JEME, el teniente general Gabeiras, sino el capitán general de Madrid. Es decir, Juste obvia la cadena jerárquica de mando y llama directamente a la secretaría de la Casa Real como si fuera una oficina de información ciudadana, con lo que la estricta reacción de Fernández Campo era incomprensible si realmente desconocía lo que estaba pasando…

De cualquier forma, el 23-F (la “Solución Armada”) se articuló como un golpe de mano clásico, un ejercicio prácticamente de libro en cualquier escuela militar de Operaciones Especiales. Su idea de maniobra estaba articulada en diferentes fases, consumándose sólo las dos primeras:

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El golpe se inicia con la irrupción de la fuerza mandada por el teniente coronel Tejero en el Congreso de los Diputados, secuestrando a todos los miembros del Gobierno y de la Cámara coincidentes en su hemiciclo (fase de detonación), anunciando al conjunto de los poderes ejecutivo y legislativo la llegada de la autoridad militar “competente” en el caso.

Ante la evidente gravedad del secuestro perpetrado en el Congreso de los Diputados, que ha generado un “vacío de poder” objetivo, el capitán general de la III Región Militar, teniente general Milans del Bosch, figura de incuestionable ascendencia militar y lealtad monárquica, declarará el “estado de excepción” en el territorio de su competencia, tomando militarmente la capital valenciana (fase de amenaza).

Con la fase de amenaza sumida en un tenso proceso de agitación/contención, condicionado por la imagen tercermundista del suceso que retransmiten las cámaras de televisión instaladas en el hemiciclo del Congreso y por el papel de la “Brunete”, que hace regresar a Madrid las unidades desplazadas al Campo de San Gregorio en una oportuna simulación de maniobras, mientras otras ocupan inicialmente la sede de algunos medios informativos estratégicos, los golpistas acometen no obstante la tercera fase “resolutiva” de la asonada. En ésta, el general Armada acude al Congreso de los Diputados para proponerse como presidente de un gobierno de “salvación nacional”, frente a la elección constitucional de Calvo-Sotelo interrumpida por Tejero. Aprovechando la misma sesión plenaria, y levantando quizás con su presencia en el hemiciclo el secuestro “accidental” de la Cámara, la cuestión se centraría en legalizar con el asentimiento de la “voluntad popular” allí representada un impresentable “quítate tú para ponerme yo”, amparado en la demostración de fuerza militar previa.

Es en ese momento del golpe, en el que aparecería la “autoridad militar” que habría de resolver la situación, aparentemente “a gusto de todos”, cuando la intentona fracasa de forma impensable y estrepitosa. Tejero esperaba a otro “elefante blanco”, desconfía de Armada y le fuerza a que le explicite su propuesta y la naturaleza del gobierno que pretendía presidir. Éste le comenta el totum revolutum de su lista de nuevos ministros, muy distante de la línea dura y reaccionaria asumida en el encuentro previo que ambos habían mantenido apenas dos días antes: se siente radicalmente engañado (“esto no es un Gobierno de salvación nacional, sino de perdición nacional... yo no he tomado el

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Congreso para esto... y si el Rey lo apoya, es que le habrán engañado como a mí”) y le impide acceder al hemiciclo.

Entonces, antes de abandonar el Congreso de los Diputados, Armada mantiene una conversación telefónica para informar de la situación a quien debía esperar noticias al respecto (presumiblemente el Rey), de importancia capital para la comprensión del suceso golpista, que era interceptada policialmente por orden del secretario de Estado para la Seguridad, Francisco Laína, junto a otras generadas en el entorno golpista a partir de conocerse el asalto de Tejero. Después de aquella conversación, el Rey lanzó a sus súbditos por TVE y Radio Nacional de España el mensaje fehaciente de reconducción constitucional, transcurridas casi cuatro horas desde que las instalaciones de RTVE recuperaran su total autonomía y siete desde que Tejero ejecutara su asalto al Congreso. Un retraso difícil de entender, entre otras razones porque el necesario mensaje real se podía haber transmitido en cualquier momento al menos por las emisoras de radio privadas para cumplir sin más el trámite de afirmación democrática.

Lo curioso del caso es que ni el contenido de la grabación correspondiente ni el interlocutor cierto de Armada en aquellos momentos, obviamente reveladores, afloraran jamás al público y ni siquiera en la vista del juicio a que fueron sometidos los golpistas (Causa 2/1981). Quizás aquellas “cintas de Laína” sean las que mejor han guardado la verdad perdida sobre el golpe del 23-F.

Sin necesidad de profundizar más en este oscuro asunto, existen algunos otros elementos colaterales a la praxis golpista “visible”, que también requieren cierta atención desde nuestra posición analítica:

1.A pesar de la dimisión “pacificadora” de Adolfo Suárez, la USAF decreta la alerta máxima en la base de Torrejón desde el 19 de febrero. Precisamente el inmediato día 23, el Strategic Air Command (SAC), sistema de control y mando aéreo norteamericano, anula al Control de Emisiones Radioeléctricas español y se mantiene a la espera. Simultáneamente los pilotos y las tropas de las bases de utilización conjunta (Rota, Morón y Zaragoza) se suman al estado de máxima alerta ordenado cuatro días antes para Torrejón, mientras varias unidades de la VI Flota se desplegaban frente a las costas de Valencia...

Todo ello pone de relieve el conocimiento previo de los hechos previsiblemente posteriores por parte del gobierno de Estados Unidos. Y también que, en cualquier caso, el golpe no era una intentona de unos guardias civiles trasnochados, como se intentó transmitir inicialmente a la opinión pública, sino una “operación de

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Estado” planificada con la ayuda del CESID, que manipulando a unos entusiastas y más o menos incautos militares pretendió torcer el rumbo hacia la democracia iniciado en España con la Constitución de 1978.

2.Cuando Armada se postula como presidente del Gobierno para reconducir el SAM propiciado por los golpistas, nadie se lo impide. Sabino Fernández Campo (y sólo él) le exige prudentemente que la gestión la haga “a título personal”, como si dentro de las Fuerzas Armadas hubiera asuntos que pueden hacerse a ese tenor. Condescendencia aún más chocante si se tiene en cuenta la célebre frase que le había dedicado poco antes a instancia del general Juste (“ni está ni se le espera”).

La reacción lógica de la Zarzuela cuando el segundo JEME empieza a zascandilear al rebufo de Tejero, hubiera sido propiciar su inmediata destitución. Bien al contrario, cuando a “título personal” sale del cuartel general del Ejército en dirección al Congreso de los Diputados, su inmediato superior, el teniente general Gabeiras, le despide, cuadrándose ante él, con una expresión estereotipada que necesita pocos comentarios: “¡A sus órdenes Presidente!”.

3.La singular relación personal de Gabeiras con Gutiérrez Mellado, a quien debía el ascenso a teniente general y su nombramiento de JEME fuera de todo mérito profesional, y por ende su lealtad a Rodríguez Sahagún, ministro de Defensa, y al propio Suárez, hacen incomprensible su complacencia con las maniobras usurpatorias de Armada durante el 23-F.

Esa misma incuestionable ascendencia del vicepresidente del Gobierno sobre el JEME, se daba también en el caso del máximo responsable técnico del CESID, el teniente coronel Calderón Fernández, de forma que el eventual desconocimiento de la trama militar urdida en torno al 23-F por parte de Gutiérrez Mellado, y de forma especial su última fase de eclosión, parece más que improbable. En los análisis del golpe, sobre todo en el plano de su conocimiento y consentimiento, ha sido poco valorado el hecho de que tanto al frente del Ejército como del CESID, sus grandes protagonistas, estuvieran dos hombres de la absoluta confianza del propio militar que encabezaba la estructura jerárquica de la defensa nacional, al ostentar la Vicepresidencia Primera del Gobierno.

4.Una vez asaltado el Congreso de los Diputados, los grupos operativos del CESID son enviados para obtener información sobre las carreteras de acceso a Madrid.

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Más o menos a las 20:00 horas, Cortina transmite por radio desde la Dirección del Centro al capitán García-Almenta que la División Acorazada iba a iniciar su movimiento hacia Madrid y que ordenara al capitán Guerrero Carranza, responsable de la vigilancia de las carreteras nacionales que enlazaban con Extremadura y La Coruña, para que abandonara la misión que estaba realizando. Es decir, se retira la vigilancia en el momento más necesario dejando vía libre a cualquier despliegue sorpresivo de fuerzas.

5.Cuando Tejero impide la consumación del golpe en los términos aparentemente planificados por el tandem Cortina-Armada, se evidencia la absoluta confianza que sus organizadores tenían en el buen término de la operación, al quedar de manifiesto la ausencia de un plan alternativo. En su lugar, Tejero, engañado por el alcance de las informaciones que le proporciona García Carrés, que las infla y falsea para darle moral, decide aguantar agónicamente, tratando de ganar el tiempo necesario para que se materialice el apoyo militar que según su interlocutor parece estar en marcha.

6.Santiago Carrillo, convencido al concluir su secuestro en el Congreso de los Diputados de que aquel día había vuelto a nacer, olvidó en sus “Memorias”44 ajustar en la verdad y en la historia los sucesos del 23-F, que toca sólo en sus aspectos formales pero no de fondo. No obstante, cuenta una anécdota que evidencia la tramoya previa al grave complot que, con toda probabilidad, habría hecho discurrir la vida política española por derroteros muy distintos si Tejero hubiera accedido a que el general Armada entrara en el hemiciclo que controlaban sus hombres, para dirigirse a los diputados allí retenidos:

(...) Suárez nos contó una anécdota. Al salir del Congreso se enteró de que quien había negociado la rendición de Tejero había sido el general Armada. Este era considerado por Suárez como un conspirador y un adversario de la democracia y por eso siempre se había negado a colocarle en un puesto militar importante. Pero lo del "pacto del capot" le confundió y al ir a ver al Rey se excusó por haber tenido una opinión equivocada del general: "No te equivocaste -le contestó el rey-, Armada era el jefe de la conjura". Al

44 Santiago Carrillo, “Memorias” (Editorial Planeta, 1993).

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relatarnos la anécdota, Suárez tuvo palabras de reproche para Rodríguez Sahagún, que sin consultarle, ya ministro de Defensa saliente, había nombrado segundo jefe del Estado Mayor al general Armada. Rodríguez Sahagún, muy molesto y poco interesado en entrar en detalles sobre la razón del nombramiento, salió del paso diciendo secamente que estaba en su derecho al hacerlo. Todos -creo- comprendimos que la decisión no había sido precisamente idea suya.

Los pronunciamientos militares y los golpes de Estado con éxito, siempre han tenido muchos partidarios, incluidas grandes corrientes de “conversos”, pero las asonadas fracasados no. Nada más conocerse la actitud final de Tejero, expulsando al general Armada del Congreso de los Diputados, empiezan a funcionar las coartadas y los cortafuegos institucionales. El objetivo inmediato es aislar al jefe de la Guardia Civil y a las fuerzas que le acompañaban, culpabilizándole y evitando que aflorasen la autoría intelectual previa del golpe y sus complicidades más significadas.

En la sede del CESID, y a pesar de que a las 05:00 horas del 24 de febrero su Dirección (Carreras, Calderón y Cortina) había sido claramente informada de que el segundo JEME, el general Armada, era la cabeza del golpe de Estado, Calderón y Cortina se afanan el día 25 en ensalzar su figura. Aún cuando ya llevara más de doce horas cesado de su puesto por orden del JEME (el mismo del “¡A sus órdenes Presidente!”) y de que no perteneciera a la cadena funcional ni jerárquica del Centro.

El teniente coronel Calderón, secretario general del CESID, también es informado, pocas horas después del asalto al Congreso de los Diputados, de la participación expresa en el mismo de agentes a las órdenes del comandante Cortina. En lugar de iniciar una investigación de forma inmediata, pone en antecedentes al citado jefe de la AOME, comenzando entonces el acoso a los cuatro agentes, tres oficiales y un suboficial, que en dicha unidad habían actuado con plena lealtad democrática.

Pocos días después, detenidos ya los implicados más visibles del golpe, Calderón convoca a todos los jefes de Área del Centro a la primera reunión directiva monográfica sobre el tema. Prácticamente concluida, el jefe del Centro de Comunicaciones, teniente coronel Guitián, refiriéndose a un telex interceptado a última hora del 23 de febrero y cursado a Milans del Bosch desde la Zarzuela, pregunta: “¿Qué hago con esto?”. Por indicación del propio Calderón procede a leerlo con toda naturalidad: “Jaime, ahora vas contra la Corona”. En ese momento, Calderón se lo arrebata bruscamente, espetándole:

“¡No tienes ninguna sensibilidad informativa!”.

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A dicho telex seguiría otro con el mismo origen y destino después de que, tras impedir Tejero que Armada accediera al hemiciclo del Congreso de los Diputados, el Rey lanzara a sus súbditos por TVE y Radio Nacional de España el mensaje fehaciente de reconducción democrática. Su primer párrafo sería mucho más críptico: “Afirmo mi rotunda decisión de mantener el orden constitucional dentro de la legalidad vigente. Después de este mensaje ya no puedo volverme atrás”

En los días siguientes, la persecución directiva a los agentes que han destapado la participación del CESID en el golpe de Estado se intensifica, utilizando el conocido procedimiento del premio-castigo para que reconduzcan su declaración y dejen de reclamar la apertura de una investigación interna. El tira y afloja durara hasta que uno de ellos rechace la jefatura de operaciones que le ofrece Calderón a cambio de deponer su actitud y mantener silencio. Una vez informado de la situación, el director accidental del Centro, coronel Carreras, se verá obligado a ordenar la apertura de una información interna de carácter no judicial, el día 30 de marzo, transcurridas ya cinco semanas, con un notable retraso desde que tuvo conocimiento de la gravedad de lo sucedido.

Dicho expediente se conocerá como “Informe Jáudenes”, por el apellido del teniente coronel de Artillería que lo instruyó. En él declararon los agentes que habían denunciado los hechos y los que habían participado en la intentona, pero con el tiempo solo se conocerían las conclusiones del instructor, siendo destruidas las declaraciones firmadas por cada uno de los declarantes. Si el informe llegó al juez instructor de la Causa 2/1981, relativa al golpe del 23-F, no fue facilitado a las defensas de los imputados, privándolas en ese caso de elementos esenciales en su tarea, lo que comportaría una eventual nulidad del juicio. Y si, bien al contrario, el informe no llego al juez instructor de la citada causa, los responsables del CESID ocultaron pruebas vitales para el esclarecimiento de las responsabilidades del frustrado golpe de Estado.

El día 17 de marzo de 1981, el ministro de Defensa, Alberto Oliart, afirmaba falsamente en el Congreso de los Diputados que los Servicios de Información no habían tenido nada que ver en los lamentables sucesos del 23-F. A partir de ese momento quedaba claro que el Gobierno condenaba a los ejecutores del golpe, pero protegía a sus instigadores y colaboradores necesarios. Los cuatro agentes que habían tratado de erradicar la vocación golpista del CESID quedarían estigmatizados como “apestados”, sometidos a la recomendación amigable de abandonar el Centro y de no colaborar con su actitud a la “división del Ejército” (¿?).

Inmediatamente se produce la declaración de Tejero que implica al comandante Cortina en la preparación, dirección y ejecución del golpe, circunstancia que motivó su

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procesamiento. Como sustituto suyo al frente de la AOME, el 28 de abril Calderón procuró el nombramiento de otro comandante de su entera confianza, Juan Ortuño, que ya le había acompañado, junto a José Luís Cortina, como colaborador de GODSA, con la misión específica de borrar cualquier rastro que pudiera quedar de la participación del CESID en el 23-F.

En cualquier caso, el “cortafuegos” más importante del golpe se montó alrededor del proceso judicial, evitando inculpaciones por efecto de “mancha de aceite” y, sobre todo, la condena específica del comandante Cortina. La instrucción del juicio tenía indicaciones gubernamentales estrictas de no inculpar a nadie más que a los inicialmente procesados, lo que evidenciaba el deseo oficialista de no llegar judicialmente al fondo del asunto y de evitar la contaminación de más organismos y jerarquías del Estado.

Las defensas acudieron al argumento de la obediencia debida para exculpar a sus defendidos, argumentación rebatida por el Tribunal Supremo con el detalle recogido en otro pasaje de este libro. El mismo argumento que había servido para movilizar a varios oficiales en el golpe, serviría para condenarles y, en definitiva, para salvaguardar la figura del Rey, aunque se entiende que solo de cara a la opinión pública, puesto que el monarca, sean cuales sean sus actos, no es responsable judicial de los mismos al estar blindado por la Constitución.

Tras el 23-F, el nuevo presidente del Gobierno, Leopoldo Calvo-Sotelo, advertiría al también nuevo director del CESID, Emilio Alonso Manglano: “Si se prepara otro golpe, avisadme 24 horas antes”

La deplorable investigación del 11-M y su desconocida instigación

La serie de atentados del 11 de marzo de 2004, perpetrados mediante diez explosiones casi simultáneas en cuatro trenes distintos de la red de transportes de cercanías de la Comunidad de Madrid, el mayor sufrido en España por número de víctimas (191 muertos y 1.857 heridos), ha sido también uno de los más dramáticos del mundo, y quizás el mayor si sus afectados se consideran en relación con la dimensión demográfica del país. Pero, habiéndose ejecutado en plena campaña electoral de unas elecciones generales, sólo tres días antes de celebrase la votación correspondiente (el 14-M), también es el que ha tenido más trascendencia en el juego interesado de la política.

Una diferencia fundamental, pues, entre los tres hitos de inseguridad nacional analizados en el presente capítulo, es que mientras los dos primeros (el 20-D y el 23-F)

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podían responder a intereses políticamente más generalizados, éste del 11-M confrontó de forma irremisible los de los dos partidos mayoritarios en liza electoral: el PP y el PSOE. Las previsiones demoscópicas que aseguraban la victoria del primero, saltaron por los aires volcando el resultado de las urnas a favor del segundo.

En la crisis desatada por aquel macroatentado, ambas formaciones políticas hicieron una misma valoración de sus inmediatas consecuencias electorales. Si sus autores eran islamistas radicales, el triunfo en los comicios se podría decantar hacia el PSOE, ya que la opinión pública responsabilizaría al Gobierno saliente de Aznar de haber incitado su venganza por la participación española en la guerra de Irak, no deseada por la ciudadanía. Si, de otra forma, se trataba de una nueva acción terrorista de ETA, el PP consumaría su victoria, anunciada por las encuestas al uso, dejando además en evidencia los contactos secretos entre sus oponentes socialistas y el entorno de la banda etarra, que se habían iniciado poco antes, en febrero de 2004, tras descubrirse los mantenidos ya a finales de 2003 en la localidad francesa de Perpiñan entre la misma organización criminal y el entonces “número dos” de la Generalitat de Catalunya, el conseller en cap Josep Lluís Carod-Rovira.

Ante esta síntesis perceptiva, gobierno y oposición desarrollaron estrategias de capitalización electoral lógicamente distintas. El gobierno en funciones del PP adjudicó de inmediato la responsabilidad del atentado a ETA, sin mayor evidencia que su historial terrorista y el hecho de que su permanente amenaza se hubiera actualizado poco antes con la interceptación de la llamada “caravana de la muerte”, el transporte con 536 kilos de explosivos que ETA había querido introducir en Madrid y que la Guardia Civil pudo interceptar con suma facilidad el 29 de febrero de 2004 en la localidad conquense de Cañaveras.

Aquel fue un suceso extremadamente casual que, sin negar que respondiera en efecto a la preparación de un atentado frustrado, quizás hubiera podido pretender también la creación de un falso foco de atención policial previo al inmediato 11-M, que en aquel momento ya debería estar programado, condicionando la posterior y errónea reacción gubernamental. La oposición, más templada en sus declaraciones y quizás mejor asesorada incluso desde medios policiales, evitó pronunciarse inicialmente sobre la autoría, arremetiendo contra la equivocada tesis gubernamental de un atentado etarra (“¡el Gobierno miente!”) y capitalizando en las urnas sin mucho esfuerzo la alternativa contraria.

En realidad, y a pesar de las apariencias, el eventual vuelco de los votos a favor del PSOE se produciría más por la contumaz defensa del Gobierno de una inculpación etarra,

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quisiera o no manipular los hechos de forma ventajista ante la opinión pública, y su pésima gestión de la crisis, que por el oportunismo de la oposición, derivado de aquella y en todo caso culminado con un impresentable montaje de manifestaciones delante de las sedes del PP en la jornada de reflexión, que sin duda tuvieron algún efecto reconductor de las actitudes electorales indecisas. Lo prudente por parte del Gobierno en funciones hubiera sido no pronunciarse sobre el fondo de la autoría de forma tan precipitada, manteniendo una posición neutra o abierta entre las distintas posibilidades (achacando el atentado al menos ese día sólo a terroristas indeterminados) y valorando también la posibilidad de retrasar la cita electoral para enfriar la reacción ciudadana mientras se armaba una respuesta política y policial más argumentada.

Menos discutible es el penoso papel jugado de nuevo por los Servicios de Inteligencia, a los que el 11-M les sorprendió in albis, como les sucediera aparentemente con el magnicidio del almirante Carrero. Es evidente que, más allá de los pronunciamientos generales de Al Qaeda, el CNI no tuvo el menor conocimiento previo de la amenaza concreta, porque si teniéndolo no lo trasladó al Gobierno, y si habiéndolo dado a conocer en su caso éste lo hubiera sustraído a la acción persecutoria del Ministerio del Interior, se habría alcanzado el cenit de la podredumbre institucional del Estado.

Otra cosa, no menos incoherente, es el hecho de que en las células de crisis activadas al efecto, tanto en la Presidencia del Gobierno como a nivel ministerial, se ninguneara al CNI. Quizás porque sus escándalos históricos, su latente ineficacia y sus controvertidas recomendaciones políticas en relación con el contencioso vasco, ya venían despertando de forma creciente la desconfianza y el recelo de la Moncloa desde la primera legislatura gobernada por el PP (la VI), entorno que no ocultaba la frustración que le habían producido los Servicios de Inteligencia bajo la dirección inicial de Javier Calderón, cuyo nombramiento al frente de los mismos se consideraba uno de los grandes errores de José María Aznar. Las nulas aportaciones posteriores del CNI al esclarecimiento último del macroatentado del 11-M, concretamente en los dos aspectos cruciales de la cuestión, la determinación del tipo y origen del explosivo realmente utilizado en los trenes de cercanías y el diseño y la autoría intelectual de la barbarie terrorista, dejan muy poco margen frente a su propio desprestigio político, explicitado o no.

Esta realidad se consolida con la sustitución de Jorge Dezcallar como secretario de Estado responsable del CNI por Alberto Saiz. Un hombre sin la menor idoneidad para el cargo, impuesto manu militari por el ministro de Defensa, José Bono, en el mismo momento de formarse el Gobierno socialista tras las elecciones del 14-M.

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La inexperiencia de Alberto Saiz en cargos políticos de mayor recorrido y en el propio funcionamiento de los Servicios de Inteligencia, conllevó una primera controversia pública y poco adecuada en el entorno de la seguridad nacional relacionada precisamente con el 11-M. Durante su comparecencia ente la Comisión del Congreso de los Diputados que investigaba los atentados, tuvo un comportamiento maliciosamente partidista y sin duda reprobable en el máximo responsable de una actividad que se debería entender como “política de Estado”.

Con independencia del erróneo comportamiento que pudo tener el Gobierno del PP en la gestión de aquella crisis, Saiz desveló en su declaración, de forma parcial y tendenciosa, que el CNI y su antecesor en el cargo no participaron en las reuniones de alto nivel celebradas en relación con los atentados de Madrid, lo que desde luego no les eximía de ejercer todas sus funciones informativas implícitas en el caso, antes y después de los atentados. También sostuvo que el gobierno de José María Aznar podría haberlos evitado si hubiese prestado atención a los informes del CNI (la verdad es que sin la menor especificidad y llenos de generalidades), manifestando: “Antes del 11-S y el 11-M, las sociedades democráticas no tenían un sentimiento de falta de seguridad, pero el riesgo existía. Los Servicios de Inteligencia hicieron su trabajo y, a mi juicio, las autoridades políticas no fueron capaces de valorar suficientemente aquella información que, bien utilizada, podría haber servido para evitar estas masacres”.

Esta última valoración, técnicamente falaz (la acción de la justicia no pudo señalar a los autores intelectuales de los atentados, sin que el CNI pudiera aportar nada sustancial al respecto) y no ajustada a las competencias del cargo por su contenido político, conmocionó a la Comunidad de Inteligencia, que no entendió una implicación de tal calibre en la lucha partidista. Mariano Rajoy, presidente del PP y líder de la oposición, pidió su cese inmediato…

Aunque la nefasta deriva tomada por el CNI durante el quinquenio que estuvo bajo la dirección de Alberto Saiz se escape al interés del capítulo que nos ocupa, si conviene aclarar que el nombramiento del máximo responsable de los Servicios de Inteligencia, no es un tema ni mucho menos baladí. Su capacidad para liderar una actividad tan delicada y trascendente y su inequívoca vocación de servicio al Estado, desvinculada del interés partidista, tendrían que buscarse en medios mucho más independientes y profesionales que los habituales al caso (que son el entorno de Moncloa y el círculo de confianza del ministro de Defensa de turno, sin olvidar las recomendaciones del palacio de la Zarzuela…), e incluso con el plácet mayoritario de las Cortes Generales, ante las que debería rendir periódicamente cuentas generales y claras de su gestión. Apenas dos de

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sus directores, Emilio Alonso Manglano en los primeros cinco años de su mandato y Félix Miranda en el escaso año del suyo (julio de 1995 a mayo de 1996), obtendrían el reconocimiento del propio personal bajo su mando.

El caso del diplomático Jorge Dezcallar, que ocupaba esa dirección durante los sucesos del 11-M, precedidos por cierto de otro hecho sin parangón en la historia mundial de los Servicios de Inteligencia (el asesinato de siete agentes del CNI perpetrado el 29 de noviembre de 2003 contra siete agentes del CNI en Irak), sin que conllevara la más mínima depuración de responsabilidades internas, resulta bien llamativo al respecto. Su nombramiento, aunque oficialmente fuera “consensuado” entre el PP y el PSOE, tuvo su origen en una recomendación del propio Jefe del Estado, quizás en base a los contactos mantenidos con él durante los cuatro años que estuvo al frente de la diplomacia española en el reino alauita, y a sus teóricos conocimientos del mismo, hecho que, no obstante, y dada la naturaleza del cargo, desagradó profundamente al Gobierno marroquí.

La realidad es que las relaciones bilaterales empeoraron notablemente a partir de su acceso a la dirección del CNI, con una torpe política exterior (que él debería haber informado con precisión y oportunidad) enervante del nacionalismo marroquí y una escalada de sucesos inconvenientes y bien alejados de una defensa inteligente de los intereses españoles relacionados con el Magreb. Pero, sobre todo, especialmente humillantes para el decisivo centro de poder alauita residenciado en el “Majzen”45.

Las divergencias últimas entre España y Marruecos explosionaron el 17 de julio de 2002 con la recuperación militar del islote de Perejil, ocupado el precedente día 11 por seis infantes marroquís en situación de “acampada” y con la misión “oficial” de vigilar la inmigración ilegal y el tráfico de drogas. En contra de la propuesta del jefe del Estado Mayor de la Defensa, el almirante Moreno Barberá, prudentemente derivada hacia una intervención de la Guardia Civil implantada en la zona, la operación se llevó a cabo con un impresionante despliegue de las Fuerzas Armadas, desproporcionado para desalojar a tan reducida intrusión en el islote, lo que, en última instancia, sirvió más para humillar a Marruecos que para justificar la soberanía española sobre aquel territorio.

45 El Majzen es una institución oficiosa integrada por una selección de altos dirigentes del país agrupados en torno al monarca alauita por su decisión personal, como reconocido “gobierno en la sombra”. No es una institución contemplada en la Constitución marroquí, pero ello no impide que de hecho, y como pate esencial del Majden, el Rey de Marruecos se reserve la elección de los ministros denominados “de soberanía”: Asuntos Extranjeros, Interior, Asuntos Religiosos y Justicia.

El término “Majden”, arrastrado históricamente, sigue siendo de uso corriente en la actualidad para referirse a la élite formada por miembros de la familia real y allegados, terratenientes, hombres de negocios, líderes tribales, altos mandos militares y otras personas influyentes que, hoy por hoy, constituyen el poder fáctico marroquí.

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La respuesta española, narrada por el ministro de Defensa en el Congreso de los Diputados con la patética introducción de “al alba y con tiempo duro de levante…, con fuerte levante, 35 nudos de viento, salieron cinco helicópteros…”, fue especialmente agresiva, aunque el islote en cuestión careciera de cualquier valor o interés estratégico. En la mañana del 17 de julio de 2002, tropas españolas pertenecientes al Mando de Operaciones Especiales (MOE) del Ejército de Tierra, en una acción conjunta con la Armada, que desplegó varios buques de guerra (incluido un submarino), y con el Ejército del Aire, que proporcionó cobertura con aviones F/A-18 basados en Morón, desalojó a los soldados marroquíes que no opusieron resistencia alguna. Culminada la intervención, denominada “Romeo-Sierra”, códigos radiofónicos de las letras “R” y “S” (Recuperar Soberanía), los seis “invasores” fueron conducidos en helicópteros a la Comandancia de la Guardia Civil de Ceuta, desde donde se les trasladó a la frontera con Marruecos. Ese mismo día, las tropas especiales españolas fueron sustituidas por una unidad legionaria que permanecería en el islote hasta que Marruecos, por mediación de los Estados Unidos, acordó el retorno al statu quo previo al 11 de julio, quedando de nuevo desierto.

Todo ello sin olvidar que el inicio del conflicto habría tenido un estímulo previo en las innecesarias maniobras militares españolas realizadas días antes sobre la costa mediterránea del reino alauita. En ellas participaron cinco fragatas y un helicóptero de la Armada, desarrollando un ejercicio de desembarco de los guardiamarinas de la Escuela Naval de Marín en el peñón de Alhucemas, lengua de tierra española situada frente a la ciudad de Al-Hoceima, de triste recuerdo en nuestra historia militar. De hecho, el titular marroquí de Asuntos Exteriores, Mohamed Benaissa, pidió explicaciones al embajador español en Rabat por considerarlas una provocación denigrante para su país.

Aquella tensa situación estuvo precedida también por una desavenencia mucho más grave: la posición política de España favorable al referéndum sobre la autodeterminación del Sáhara Occidental, en línea con la propuesta para resolver el conflicto regional entre Marruecos y el Frente Polisario realizada por James A. Baker en 1997 como enviado especial de la ONU. Una iniciativa sin progreso alguno desde que en julio de aquel año se desbloqueara aparentemente el contencioso sobre la identificación de los votantes del referéndum de autodeterminación en una reunión bilateral celebrada en Londres...

Un conjunto de circunstancias sin duda determinante para comprender que Marruecos no se mostrara especialmente colaborador, sino más bien todo lo contrario, en relación con la posible prevención de los atentados del 11-M ocurridos en Madrid ni con la persecución de sus autores, materiales e intelectuales. Una tragedia que, como es sabido, generó la inflexión social necesaria para que el PSOE arrebatara la victoria al PP

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en las elecciones generales celebradas el inmediato 14 de marzo de 2004, cambiando de hecho el nuevo gobierno socialista la inflexibilidad diplomática anterior de España sobre la justa reivindicación del pueblo saharaui.

En paralelo con aquella dinámica extrema, seguida de otros sucesos poco afortunados para valorar el trabajo del CNI, como los ya citados del atentado que el 29 de noviembre de 2003 segó la vida de siete agentes del CNI en Irak y del filtraje poco después de las conversaciones políticas mantenidas por Carod-Rovira con ETA también a finales de 2003, la realidad es que Dezcallar consumó un tránsito “virginal” por los Servicios de Inteligencia en exceso diplomático, olvidando su día a día y volcándose en cuidar su imagen personal ante el Gobierno y ante su posible alternativa política. Mientras tanto, los viejos estilos del CESID no acabaron de morir y el nuevo modelo del CNI gestado durante su mandato nació, sobre todo, como un mero “maquillaje” de la insostenible situación previa, sin la impronta funcional y organizativa realmente necesaria en el Estado social y democrático de Derecho.

A pesar de las expectativas creadas con su designación, oficialmente “consensuada” entre PP y PSOE, y que en principio fue bien recibida en los medios políticos, quizás por la conveniencia estimada por algunos de “desmilitarizar” los Servicios de Inteligencia y por la necesidad de sustituir a su más que amortizado predecesor, la labor de Jorge Dezcallar al frente del CNI constituyó un nuevo y lamentable fiasco. Dicho de otra forma, bajo la manida inspiración de Giuseppe Tomasi de Lampedusa (cuya obra “El Gatopardo” ya tomó como libro de cabecera Javier Calderón), removió la semántica y algún que otro despacho de los Servicios de Inteligencia para que, en su esencia, todo quedara de nuevo como hasta entonces había estado. Algún que otro escultor metafórico de conceptos políticos algo más iconoclasta, como el profesor Jesús Fueyo, podría haber definido aquella reorganización de los Servicios de Inteligencia con un lapidario y acertado “fin del paganismo y principio de lo mismo”.

La incapacidad operativa de Dezcallar se prolonga durante el resto de la VII Legislatura sin que, a pesar de su concreta experiencia diplomática, el CNI valorase debidamente el juego de los intereses exteriores que pudieron concurrir en torno a los atentados del 11-M. De hecho, sus autores materiales, antes que auténticos yihadistas educados en la autoinmolación, fueron una banda “desarrapada” de islamistas radicales con raíces bien establecidas en Marruecos… De nuevo, como habría sucedido con los intereses estratégicos de Estados Unidos en los entornos del 20-D y del 23-F, un elemento exógeno revoloteaba sobre el tercero de los hitos más flagrantes de la inseguridad del Estado que estamos analizando.

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Lo curioso del caso, es que, constatado el déficit operativo del CNI tanto en la fase preventiva del 11-M como en la de investigación más inmediata, algo claramente deducible de la extensa información sobre los hechos disponible en las hemerotecas, una vez cesado al frente del organismo, el nuevo gobierno socialista nombrara a Dezcallar embajador de España ante la Santa Sede en junio de 2004. A continuación, desde abril de 2006 hasta julio de 2008, el ex director del CNI decididiría trabajar para la empresa privada como secretario general del Consejo Estratégico Internacional de Repsol YPF, órgano asesor creado ex novo para encargarse de las relaciones diplomáticas e institucionales de la petrolera.

En paralelo con su actividad en Repsol YPF, entre junio de 2006 y noviembre de 2008 Dezcallar también ocuparía un puesto no menos polémico en el Consejo de Administración de MaxamCorp Holding S. L., otro grupo empresarial estratégico en el que ya se acomodaban Jesús Del Olmo, antiguo director adjunto de los Servicios de Inteligencia (con la denominación CESID), y el almirante Torrente, ex seretario general de Política de Defensa (SEGENPOL) y ex jefe del Estado Mayor de la Armada (AJEMA). La multinacional Maxam es propietaria de Explosivos Alaveses S. A. (Expal), fabricante en España de la tan traida y llevada “Goma-2 ECO” y de algunos controvertidos ingenios bélicos como la BEAC (Bomba Explosiva de Aire-Combustible) y la BME-330B/AP, una bomba “antipista” que dispensa submuniciones (bomba de racimo), integradas en la dotación de los sistemas de armas del Ejército del Aire.

Consumada aquella situación de intereses laborales, en todo caso poco estética, el Consejo de Ministros aprobó en julio de 2008 su designación como embajador de España en Estados Unidos, en sustitución de Carlos Westendorp, después de que el ejecutivo estadounidense diera el plácet correspondiente46. De esta forma, vuelve a repetirse aquí algo parecido a lo sucedido tras el atentado terrorista perpetrado contra Carrero Blanco, cuando Carlos Arias Navarro, ministro de Gobernación y principal responsable de la Seguridad del Estado en aquellos momentos, fue nombrado, en una salida más que airosa de su ineficacia en el cargo, nada menos que Presidente del Gobierno.

La noticia sobre la actividad privada de Jorge Dezcallar en Repsol YPF, levantaría lógicamente cierta polémica política. El diputado Jaime Ignacio del Burgo, portavoz del PP en la Comisión de Investigación del 11-M, mostró inmediatamente la sorpresa que le

46 En diciembre de 2009, en los medios políticos informados llegó a circular el eventual nombramiento de Jorge Dezcallar como jefe de la Casa de Su Majestad el Rey en sustitución de Alberto Aza. De hecho, en aquellas fechas se produjo el relevo de Juan González Cebrian, jefe de prensa de la Casa Real, por Ramón Iribarren, hombre de la máxima confianza de Dezcallar, a quien acompañó como consejero de Información y Prensa en la embajada de España en Marruecos y, a continuación, como vocal asesor para las relaciones con los medios informativos en el CNI.

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produjo un “ascenso tan meteórico en la empresa privada”, interpretando acto seguido que “alguien le ha querido tender la mano” tras su responsabilidad al frente del CNI durante los atentados terroristas de Madrid, que, como es sabido, terminaron propiciando el vuelco electoral a favor del PSOE.

Al margen de cualquier escarceo propio del juego partidista, lo cierto es que la actitud de Jorge Dezcallar en relación con los atentados del 11-M estuvo llena de sombras, enmascaradas con el socorrido secretismo que habitualmente envuelve a los Servicios de Inteligencia y con el displicente distanciamiento de los problemas propio de los diplomáticos españoles. La privilegiada información que Dezcallar pudo manejar en torno a aquellos atentados, sus prolegómenos y datos de base, los fallos preventivos, la falta de seguimiento de las posteriores pistas marroquís, la pasividad en la apertura de nuevas líneas de investigación y el no haber realizado el debido “seguimiento” de la controvertida investigación policial, junto con el hecho de que su nombramiento hubiera tenido el beneplácito del PSOE, le colocaron, desde luego, en el ojo del huracán político del momento…

Sin necesidad de tener que reproducir aquí el extenso tratamiento informativo dado al caso del II-M, tanto en lo relativo a su cuestionada investigación policial, como a su apresurado tratamiento procesal y a la insistente batalla mediática empeñada en dos tesis contrapuestas sobre la participación o no de ETA en el mismo (a la postre desenfocada), si que procede dejar constancia de algunos extremos llamativos desde la perspectiva más afecta a los Servicios de Inteligencia:

Como sucedió con los otros dos hitos de inseguridad nacional analizados en el presente capítulo (el asesinato de Carrero y el golpe del 23-F), los sucesos del 11- M se corresponden sin la menor duda con una operación técnicamente de “diseño”, engranada y precisa en todas sus fases, desde sus propios objetivos y concepción hasta su “disolución” final (el “suicidio colectivo” de sus autores materiales), y ajena por supuesto al conjunto de los imputados en el procedimiento judicial (Sumario 20/2004), a los que el propio tribunal juzgador no reconoció dicha capacidad. De hecho, la voladura del piso de la calle Martín Gaite nº 40 de Leganés que ocupaban siete de los terroristas implicados (otro más pudo huir de forma tan conveniente como sospechosa), consumada el 3 de abril de 2004, bien podría entenderse, bajo ese supuesto, como fase de eliminación de pistas o de disipación de su autoría intelectual.

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Aún cuando ha sido imposible implicar a ETA en el atentado, sin olvidar la contumaz insistencia con la que algunos políticos y periodistas han mantenido dicha tesis, tampoco parece plausible la implicación concreta de Al Qaeda en el mismo, más allá de cualquier reivindicación oportunista y de las circunstanciales referencias que se hacen a la misma en la sentencia judicial dictada en el caso del 11-M. El hecho de que los ejecutores no se autoinmolaran de forma individual en los trenes objeto de los atentados, es sustancial al respecto. Al mismo tiempo, la citada voladura del piso de Leganés, tan gratuita como oportuna para la “eliminación” colectiva de quienes materializaron los atentados (en todo caso la reunión no dejaba de facilitar ingenuamente también su detención conjunta), no comporta prueba en contrario, ya que no se ha podido confirmar si fue fortuita, propiciada por sus ocupantes o accionada a distancia.

La naturaleza concreta del explosivo “no activado” encontrado el mismo 11-M en la estación de El Pozo y el inmediato 2 de abril bajo la vía del AVE Madrid-Sevilla, a su paso por la localidad toledana de Mocejón, y ni siquiera la del utilizado en la voladura del piso de Leganés, carecen de una estricta relación con el que produjo las masacres de los trenes, cuyo tipo, de forma bien sorprendente, no ha quedado determinado con fidelidad. Las consecuencias materiales y la velocidad de detonación de dichas explosiones, con efecto “cizalla” en los trenes y sin el mismo efecto en el piso de Leganés, son ilustrativas de su diferente comportamiento y naturaleza.

El inmediato lavado y “achatarramiento” de los trenes objeto de los atentados, supone un hecho ciertamente insólito en la secuencia investigadora propia del caso (como apreciaría en su momento el Tribunal Supremo), imposibilitando una mejor recogida y tratamiento de pruebas, sin que al día de hoy se sepa a ciencia cierta la causa fundamentada de esta anormal decisión.

Las actuaciones y pericias realizadas para determinar el tipo de explosivos que fueron utilizados en cada uno de los atentados, han constituido un auténtico “rocambole” técnico-policial que cuestiona seriamente la responsabilidad propia del Ministerio del Interior y la labor instructora del Sumario 20/2004.

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Técnicamente, y una vez que lo único cierto (a pesar de lo divagado al respecto en la vía judicial) es que se desconoce el tipo concreto de explosivo en cuestión (aunque sí se pueda saber cual de los conocidos no se utilizó), nada impide pensar que se trata de un material militar “clasificado” y, por tanto, con formulación referencial menos accesible para el contraste analítico de los escasos restos disponibles. Un explosivo militar de formulación específica “secreta” que, no obstante, puede incorporar alguno de los elementos que también se combinan en otros más comunes, bien sea el “Titadyn” usado reiteradamente por ETA tras robar importantes cantidades del mismo en Francia, o bien la “Goma-2 ECO” de origen español que se supone proveniente de la “Mina Conchita”.

Esta posibilidad, junto con el efecto “cizalla” inmediatamente evidente en los vagones que sufrieron los atentados, permiten no descartar que se trate de un explosivo plástico tipo “C-4” (también conocido como “Composition C-4”), “clasificado” y diseñado de forma expresa para uso militar.

El C-4 es una evolución avanzada del explosivo denominado “Nobel 808” desarrollado por los británicos durante la II Guerra Mundial para operaciones de las fuerzas especiales (demolición de puentes, voladuras de fortificaciones, hundimiento de buques…), cuya última versión se denomina “PE 4”. Estable, maleable y por sí sólo muy seguro, dado que necesita un detonador para activarse, a finales del siglo pasado comenzó a utilizarse de forma creciente en acciones terroristas perpetradas en Asia, Europa y Oriente Medio y últimamente también en México. Por su limitado origen de fabricación y venta y por las condiciones de seguridad en su almacenamiento, el aprovisionamiento de este tipo de explosivos tiene una “trazabilidad” muy concreta, centrada básicamente en algunos depósitos militares, de fácil identificación por parte de los Servicios de Inteligencia.

Las versiones C, C-2, C-3 y C-4 del mismo tipo de explosivo se diferencian básicamente en las distintas proporciones de RDX (también conocido como Ciclonita, Hexógeno o T4) que incorporan, pudiéndose acompañar igualmente de PETN y/o HMX. El C-4, que detona a gran velocidad (superior a los 8.000 m/s), es 1,34 veces más explosivo que el trinitrotolueno (TNT).

Frente a la polémica política y mediática planteada en torno a si el explosivo usado en el 11-M era finalmente el “Titadyn” usado por ETA o la “Goma-2 ECO”

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eventualmente sustraído de “Mina Conchita”, aspecto clave para orientar su aprovisionamiento y perseguir al autor o autores intelectuales, sorprende en extremo que el aparato de la Seguridad del Estado, incluido el CNI, no manejaran otras alternativas posibles. La conclusión expuesta por el juez Gómez Bermúdez en su auto condenatorio de que el explosivo en cuestión era “Goma-2 ECO” con la salvedad expresa de que lo fuera “todo o en parte” (por tanto no el único empleado) es igual de discutible que alarmante. Baste para ello remitirse a lo publicado por “El Mundo” los días 22 y 23 de febrero de 2010 sobre la pericia oficial realizada el 20 de marzo de 2007, ordenada precisamente por dicho magistrado para subsanar la deficiente instrucción previa del caso.

Aquellos análisis aclararon sin la menor duda, disponiéndose incluso del video que se grabó durante todo el desarrollo de la prueba, que las muestras de referencia contenían nitroglicerina, sustancia que no forma parte de la “Goma-2 ECO” y sí del “Titadyn”, un mes después de haberse conocido también que las mismas muestras contenían “dinitrotolueno” (DNT), presente en el “Titadyn” y ajeno al tipo de dinamita robada en “Mina Conchita”. Sin que ello excluya que ambos componentes pudieran haberse mezclado con un tercer tipo de explosivo de acción “potenciadora”.

No queriendo participar de ningún modo en la polémica suscitada en torno al “Titadyn” y la “Goma-2 ECO”, que encontramos torpemente limitativa de la acción investigadora, si que debemos dejar constancia del denominado “Informe Iglesias”, que dio lugar a un documentado libro publicado en 2009 pero poco valorado por el agotamiento mediático del tema47. Al margen de otros muchos aspectos ciertamente interesantes al respecto, su conclusión más determinante, discutida o no, se podría resumir en la siguiente afirmación reiterada públicamente por dicho técnico: “En El Pozo estalló Titadyn y, en el resto, no fue Goma-2 ECO”.

Por otra parte, se ha sabido también que con posterioridad al 11-M ETA utilizó “hexógeno” como elemento potenciador de los 200 kilos de “amonal” que conformaban la carga explosiva básica en el atentado el 30 de diciembre de 2006 en la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas (“ABC” 29/01/2007), duplicando su

47 Casimiro García-Abadillo y Antonio Iglesias, “Titadyn. El informe científico del químico Iglesias. El estudio definitivo de los explosivos del 11-M” (La Esfera de los Libros, 2009).

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efecto destructivo. La misma fuente policial de aquella noticia recordaba que la organización criminal ya había empleado “hexógeno” anteriormente, a partir de 1994, al menos en siete ocasiones.

Tampoco sería menos cierto que en las primeras pericias efectuadas por la Unidad de Desactivación de Explosivos (TEDAX) para detectar el tipo de los utilizados en los atentados del 11-M, aparecieron rastros de “metenamina”, una sustancia de utilidad farmacológica y como componente de adhesivos, pero usada también en la fabricación de determinados explosivos militares basados en la “ciclonita” (“hexógeno” o RDX). Su presencia indicó al inicio de las investigaciones que en los trenes del 11-M podía haber estallado algo más que “Goma-2 ECO” o “Titadyn”, aunque posteriormente se afirmara, no se sabe con que grado de fiabilidad, que aquel compuesto aparecía en los análisis como consecuencia de una reacción química entre algunos componentes de la dinamita…

Lo cierto es que si en un análisis teórico se pone en correspondencia la posibilidad del uso de un explosivo militar tipo “C-4” en la masacre terrorista del 11-M con su sofisticado “diseño”, propio de profesionales afectos a operaciones encubiertas de los servicios secretos, y la nacionalidad del mayor número de implicados conocidos, junto con el marco de las tensiones generadas en las relaciones bilaterales hispano-marroquíes del momento, brillantemente expuestas por el periodista y escritor Ignacio Cembrero48, la búsqueda de sus autores intelectuales, ejecutores materiales al margen, tendría que orientarse mirando hacia nuestros vecinos norteafricanos. Una posibilidad que también se desprende de lo que en noviembre de 2004 José María Aznar, siendo ya ex presidente del Gobierno, manifestó crípticamente ante la Comisión del Congreso de los Diputados que investigaba sin mucho éxito los sucesos del 11-M: “No creo, sinceramente, que los autores intelectuales de los atentados, los que hicieron esa planificación, los que deciden ese día, precisamente ese día..., no creo que anden en desiertos muy remotos ni en montañas muy lejanas”.

Hay que suponer que entre los días 11 y 14 de marzo de 2004 Aznar manejó mucha información cruzada sobre aquel trágico suceso, proveniente de fuentes muy diversas, quizás más que nadie, con independencia del acertado o desacertado uso que hiciera o no hiciera de ella. Por eso sorprende la firme opinión que ocho meses más tarde, ya en frío, expone en sede parlamentaria, sosteniendo también que los atentados del 11-M no

48 Ignacio Cembrero, “Vecinos alejados. Los secretos de la crisis entre España y Marruecos” (Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores, 2006).

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sólo pretendían provocar una horrible masacre, sino que con ella buscaban también manipular el comportamiento electoral del 14-M.

Todavía más tarde, al ser entrevistado por el diario belga “Le Soir” en marzo del 2006, Aznar seguiría manteniendo la misma tesis de que “los autores del 11-M buscaban provocar un vuelco político en España”, contestando de forma enigmática pero no menos concluyente a la pregunta de si la autoría de aquella masacre habría correspondido a algunos islamistas o a ETA: “Pienso que quienes planificaron estos atentados no se esconden en desiertos lejanos, ni en montañas remotas…, no diré más”. Una herida y un desafío latentes, y quizás también coherentes, aunque pueda no parecerlo, con el afectivo y delicado trato dispensado inmediatamente por Rodríguez Zapatero a nuestros “alejados” vecinos marroquís, a cuyo sultán dedicó su primera visita oficial al extranjero en abril de 2004, anunciando una nueva etapa en las relaciones bilaterales, tras otros encuentros aún más polémicos sustanciados estando en la oposición.

Como reflexión final al caso, quede patente que las malas señales emitidas desde la Comisión del Congreso de los Diputados que investigó el 11-M, y también durante la instrucción del Sumario 20/2004, e incluso por la propia vista oral del juicio correspondiente, permanecen vivas, sin que se hayan despejado hasta ahora las incógnitas más sustanciales del mismo: qué organización o qué personas se ocultan realmente en la instigación o en la autoría intelectual del 11-M y con qué última razón. Las contradicciones y hasta las flagrantes mentiras de muchos comparecientes ante aquella Comisión parlamentaria, y las de otros tantos testigos citados en el proceso judicial, la mayoría funcionarios públicos, impasiblemente toleradas por la judicatura y el ministerio fiscal, producen verdadero asombro. Hoy, lo asumido socialmente es que la sentencia firme del caso ha sido, por la razón que fuere, restringida y en gran medida construida en falso, y que la fiscalía ha parecido estar más interesada en esta apresurada y débil solución que en sustanciar el fondo del asunto.

El Tribunal Supremo terminó cuestionando las investigaciones policiales, la labor instructora y hasta el fallo previo de la Audiencia Nacional. En su Sentencia 503/2008, de 17 de julio, dejó el 11-M sin autor intelectual; mantuvo la absolución de “Mohamed El Egipcio” (Rabei Osman el-Sayed Ahmed), a quien la Fiscalía presentaba como ideólogo de los atentados; absolvió directamente a dos de los miembros de la llamada “célula de Virgen del Coro”, el único grupo de imputados que tenía algún contacto con el islamismo radical; disolvió cualquier pretendida relación de los terroristas implicados con Al Qaeda (algunos imputados pertenecían a “un grupo u organización terrorista diferente e

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independiente”) y, en fin, lamentó la destrucción de los trenes en los que se cometieron los atentados (“fue apresurado e impidió su estudio”)…

De hecho, de los 29 imputados inicialmente, sólo 18 fueron objeto de sentencia firme, pero 15 de ellos por distintos delitos desconexos de los atentados del 11-M y sólo tres por su relación directa con los mismos (uno por el suministro de explosivos, otro por su transporte y otro por participar en la autoría material de la masacre). Un fallo que dejó en conjunta evidencia al juez Juan Del Olmo, instructor del caso, a la fiscal del mismo, Olga Sánchez, y al magistrado Javier Gómez Bermúdez que presidió el tribunal juzgador de la Audiencia Nacional.

Dicho en otras palabras, el resultado de cuatro años de investigaciones policiales y judiciales terminó siendo bien ridículo, y para la mayoría de observadores imparciales una auténtica tomadura de pelo. Es evidente que seguimos sin saber quién concibió, diseñó, financió y organizó aquel salvaje atentado, y también con que motivación final. El proceso judicial del 11-M concluyó en un lamentable fracaso, con la verdad última enterrada en el baúl de los misterios históricos sin resolver, precisamente junto a las del 20-D y del 23-F…

La línea de dependencia gubernamental del Ministerio Fiscal y la propia investigación policial del caso, hacen también al Consejo de Ministros responsable de este precario ejercicio de la justicia y del hurto de la verdad que conlleva. Los silencios interesados, las afirmaciones y negaciones retorcidas y las falsedades que algunos servidores públicos evidenciaron en el juicio, no les llevaron a Jerez, como en algún momento señaló con cierto gracejo malagueño el magistrado Gómez Bermúdez. La Fiscalía General del Estado y el Ministerio del Interior se encargarían de sus ascensos, condecoraciones o de procurarles mejores destinos.

Vuelve a repetirse de esta forma lo sucedido con ocasión del asesinato del presidente Carrero y también con el golpe del 23–F: la inmediata activación de un mecanismo protector de los funcionarios más irresponsables e incompetentes, cuando no de los posiblemente inmersos en actuaciones delictivas, en un perverso juego político de manipulación con premio. La única explicación razonable, en su caso, es la de que dichos funcionarios cumpliesen órdenes superiores. Nadie encubre comportamientos oficiales negligentes, y mucho menos delictivos, si no se tiene algún interés personal en ellos.

La actuación del CNI sobre el proceloso macroatentado del 11-M, condicionada por el enfoque de su dirección y su servidumbre gubernamental, antes que por el servicio al Estado, es ciertamente lamentable si consideramos su competencia y responsabilidad específicas y los poderoso medios de que dispone para cumplir las altas misiones que

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tiene asignadas. Más allá de sus fallos preventivos y de su nulo apoyo a la investigación policial y al tratamiento judicial del caso, a dicho organismo correspondería de forma expresa averiguar si en los sucesos del 11-M existieron o no implicaciones de otros servicios secretos, activas o pasivas.

Considerando el complejo conjunto de circunstancias políticas y diplomáticas que rodean el asunto, lo primero que tenía que haber ordenado el Gobierno al CNI (el saliente como el entrante), es la realización, con toda la discreción pertinente, de una profunda investigación para averiguar de forma expresa si hubo o no hubo al respecto implicaciones de algún servicio secreto extranjero (incluido el marroquí), del tipo que fuere. Otra cosa distinta sería la eventual utilización que de tal información, transformada en inteligencia, procediera hacer en los planos que correspondieran. Pero mientras no se desvele esa incógnita, las sospechas seguirán latentes en el cuerpo político y social del país, malogrando sin solución de continuidad las relaciones bilaterales entre España y Marruecos y realimentando el fácil afloramiento de nuevos conflictos.

Es obvio que con nuestros vecinos magrebís debemos mantener buenas relaciones, pero no a cualquier precio, como a menudo se percibe en la política exterior de Rodríguez Zapatero. Y mucho menos con la eventual indignidad de tener que cerrar los ojos y negarse a saber si sus organismos de seguridad nacional, o cualesquiera otros, tuvieron o no tuvieron alguna información de lo que iba a suceder el 11-M.

No menos frustrante es la inseguridad nacional que periódicamente visualiza la sociedad española con hitos tan paradigmáticos como los comentados en el presente capítulo, al margen de otros muchos (la “guerra sucia” de los GAL, las negociaciones políticas con ETA, la utilización espuria de los “fondos reservados”…). Por esa vía, el aparato de la Seguridad del Estado se muestra, quiérase o no, como una organización peor que la mafia, capaz, a diferencia de ésta, de utilizar el propio poder del Estado para burlar el imperio de la Ley.

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Control y descontrol de los Servicios de Inteligencia

Los Servicios de Inteligencia gozan de un gran poder en todos los países del mundo, oculto pero por ello no menos efectivo, derivado de su solvencia económica (que además en su mayor parte es de naturaleza reservada) y de la información privilegiada que poseen, susceptible de ser explotada o capitalizada con criterios multidireccionales y escasos límites prácticos.

La primera de estas cualidades deviene de la facilidad política con la que se proveen sus necesidades presupuestarias, ya que pocos gobiernos se atreven a efectuar recortes en el ámbito de la seguridad nacional, aún cuando tengan que enjugar elevados déficits públicos, y por su capacidad para instrumentar presupuestos extraordinarios si surgiera tal necesidad. Por otra parte, de puertas para afuera, la fiscalización de todos los recursos de información-inteligencia disponibles es inexistente por razones obvias de seguridad y eficacia, mientras que su importante capítulo de fondos reservados facilita, aun más, su ágil y libérrima utilización.

Además, la información privilegiada que poseen estos servicios, junto con su capacidad para dosificarla y filtrarla, les convierte en el principal instrumento para fundamentar las decisiones del poder, pero también en un elemento de riesgo institucional importante si se desvían del camino que tienen previamente trazado, con independencia del régimen político al que sirvan. Por ello, es muy importante recordar que la eficacia de la inteligencia del Estado viene dada, en esencia, por su propia organización y operatividad, que como hemos dicho están fundamentadas en su gran solvencia económica y en una generosa disponibilidad de información privilegiada. Aunque esta situación no trascienda a la opinión pública, ninguna otra entidad gubernamental conforma una estructura tan poderosa como esta.

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El riesgo que se asume al crear instrumentos de esta naturaleza, es la razón por la que también se deben instrumentar contrapesos que, en su caso, sean capaces de corregir los desvíos en las misiones o en el funcionamiento de aquellos, además, claro esta, de poner especial cuidado en preservar el perfil de las personas que desde sus filas van a prestar este servicio al Estado.

Los contrapesos o controles de los Servicios de Inteligencia, no deben de ser, en ningún caso, una cortapisa a su eficacia, sino que han de constituir una verdadera fuente legitimadora de su acción operativa dentro del marco legal que libremente han querido darse los ciudadanos.

Desde esta perspectiva, la idea de que un mayor control sobre los Servicios de Inteligencia puede encorsetar su actividad, restándole eficacia, es errónea. Ese control es necesario y, cuando existe, aunque en principio pueda parecer lo contrario, aumentan al mismo tiempo su solvencia democrática y su eficacia técnica. La cuestión esencial es que se oriente a evitar desviacionismos en el ejercicio del poder por parte de los directivos responsables, tanto en el plano político como en el operativo, si lo que realmente se pretende es preservar el interés general.

Ya hemos advertido que nadie debe jugar a la alta política manejando cheques en blanco, al menos en un sistema democrático, y sobre todo si son del calado con el que en su momento se otorgaron al CESID, y más tarde incluso al CNI. Esta excepcionalidad no se da ni siquiera en Estados Unidos, a pesar de que en ese país se contemplan unas responsabilidades en el ámbito de la seguridad mucho más complejas de las que se manejan en cualquier otro. Por el contrario, es evidente que el jefe de los Servicios de Inteligencia en un país no democrático actúa con mayor comodidad, pues no tiene que sujetar sus actuaciones al poder moderador de la ley, sino únicamente a la voluntad del dictador o, en ejercicio vicario, a su propia voluntad.

Pero no nos interesa aproximarnos a ese modelo. Bien al contrario, en estas páginas se defiende el asentamiento del sistema democrático que libremente hemos alcanzado y que es el adoptado por el mundo occidental al que pertenecemos. Por tanto, es muy importante analizar la experiencia de otros países que en el transcurso de los años han ido ajustando el diseño y la operatividad de su inteligencia a las circunstancias de coyuntura, pero sin poner nunca en peligro el principio que sustenta su convivencia democrática.

Como detallaremos más adelante, no ha dejado de ser patético que significados miembros de los servicios secretos de países de nuestro mismo entorno occidental, invitados por el CESID a un seminario sobre “Seguridad y Democracia” celebrado en San

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Lorenzo de El Escorial en julio del año 2000, en él presentaran y defendieran modelos de Servicios de Inteligencia tan similares entre ellos como diferenciados del impuesto en España. Antes de que conociéramos ese paradójico testimonio, el entonces ministro de Defensa, Eduardo Serra, declaraba que la ciudadanía no estaba preparada para asumir la reforma de los nuestros y que, con su mayor experiencia, estos espías foráneos iban a mostrarnos el camino que debíamos seguir en esta materia. Pues bien, conocida la opinión de todos los intervinientes ya sabemos que no coincide para nada con el modelo que el ex ministro Serra y su entorno de prolongadas servidumbres todavía pretenden perpetuar en España, considerando incluso el maquillaje del sistema aplicado con la fórmula del CNI.

Pero, además, tampoco se deben despreciar otros detalles no menos preocupantes, como la ignorancia e ingenuidad del personal que ha dirigido la seguridad nacional anclado en el pasado, pues si algo dejó claro el contubernio de El Escorial, es su desconocimiento de los valores y principios democráticos que inspiran el sistema de convivencia y organización política establecido en la Constitución Española. Sólo así se explica que los primeros sorprendidos con los modelos occidentales allí presentados, fueran los propios organizadores. Y por eso es preferible también hablar de ingenuidad y no de mala fe, defecto que en todo caso se soluciona con estudio y reflexión.

La meta a la que debe aspirar toda sociedad libre es que ninguna institución, ni siquiera los Servicios de Inteligencia, se convierta en un Estado dentro del propio Estado de Derecho. Esta es la única vía para preservar el sistema democrático y para garantizar la seguridad de los ciudadanos, cuya amenaza más preocupante es la perdida de sus derechos constitucionales. Por eso, cuando nos referíamos a los contrapesos establecidos en el sistema político norteamericano para preservar la libertad, considerábamos que éstos también deben actuar para preservar la seguridad nacional. El control de los Servicios de Inteligencia constituye una forma de robustecer nuestra seguridad política y física y al mismo tiempo un instrumento para ampliar nuestra libertad personal y colectiva, logrando que estos conceptos sean compatibles y complementarios para fortalecer la democracia, en vez de presentar ambos conceptos de forma antagónica, como se ha venido haciendo en nuestro país en un intento de devolvernos a regímenes decimonónicos de Carta otorgada.

En esto reside básicamente la buena organización de los Servicios de Inteligencia dentro de la superestructura del Estado, y así vienen funcionando desde hace muchos años en Estados Unidos, Canadá, Francia, Italia, el Reino Unido... ¿O quizás alguien

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puede pensar que el sistema de inteligencia de estos países es menos eficaz que el nuestro?

Los mecanismos de control que van a detallarse a continuación, desde luego distanciados del esquema operacional manejado por el entramado continuista del CESID, deben establecerse de manera que funcionen de forma complementaria y actúen sin rigidez según la situación o las circunstancias políticas del momento. Su implantación nunca debe suponer una perdida de eficacia en la operatividad de los servicios, sino que, bien al contrario, conlleva su reforzamiento por la legitimación que la sociedad les otorga al hacerles depositarios y garantes de la seguridad nacional. Se trata, en definitiva, de armonizar la inteligencia del Estado con el Estado de Derecho, en la convicción de que para conseguir un grado razonable de seguridad, a priori tenemos que garantizar la democracia.

Bajo esta razonable presunción, tres son los aspectos sobre los que es preciso ejercer un control para que los Servicios de Inteligencia estén, en efecto, subordinados al poder civil y democrático de la nación:

Su enorme poder, derivado de su gran solvencia económica y de la información privilegiada que poseen.

La tendencia de todo poder para convertirse en un fin y, por tanto, para olvidar el objetivo que inspiró su creación: el interés general.

El mantenimiento del equilibrio entre el control democrático y la eficacia en el cumplimiento de las misiones, evitando introducir cargas de inoperancia e inseguridad institucional.

Control mediante diferenciación territorial

El primer ámbito que se debe considerar para establecer un control político eficaz sobre los Servicios de Inteligencia, es el de diferenciar su ámbito de actuación territorial o geográfica en términos de “interior” y “exterior”, objetivo aun inalcanzado con la actual configuración del CNI. Y ello por dos razones básicas: coherencia con la propia organización del Estado y eficacia en el tratamiento específico de cada una de esas proyecciones. La gestión gubernamental y los apoyos que ésta demanda de los Servicios de Inteligencia ya marcan una primera diferenciación, al margen de que los especialistas

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de la rama exterior deben tener una idiosincrasia y preparación distinta a la de los oficiales de contra-inteligencia, resultado de la naturaleza de sus misiones, de los plazos para cumplirlas y de la instrucción recibida durante su periodo de aprendizaje.

La organización diferenciada de los Servicios de Inteligencia en dos ramas, una interior y otra exterior, es el punto de partida para garantizar su eficacia y plantear cualquier proceso de racionalización, así como para facilitar el control de su actividad por parte del poder político. La meta a alcanzar, por tanto, es la dependencia departamental diferenciada y la coordinación de ambos servicios a nivel de Presidencia de Gobierno, pero siempre residenciándolos en organismos distintos.

Sobre el papel es fácil plantear una separación funcional “interior-exterior”, pero en la práctica hay casos en los que plasmarla de forma automática no lo es tanto. Pero esta posible dificultad se soslaya en cualquier caso con un mecanismo de protocolo gubernamental. En efecto, una operación de inteligencia puede, por ejemplo, iniciarse en un país asiático y terminar o desarrollarse posteriormente en territorio nacional. En el momento de producirse el cambio de escenario geográfico, es cuando actúa el mecanismo establecido previamente en el protocolo de la Presidencia del Gobierno por el que la responsabilidad operativa pasaría del departamento de exterior al de interior. Lo expuesto no significa que la primera unidad funcional se desentienda del asunto una vez que ha cambiado la responsabilidad operativa, sino que, por el contrario, aquella ha de seguir estando al día de las incidencias que se produzcan para evitar cualquier colapso si el control de la operación vuelve a cambiar de ámbito o de titular. Se trata, pues, de reacomodar la responsabilidad operativa y no el seguimiento de la operación, que podrá ser efectuado por varios departamentos a la vez.

Este planteamiento permite que actúe el “automatismo institucional”, de gran valor para la coordinación y defensa de nuestros intereses, pues al variar el escenario geográfico de la operación se produce simultáneamente un trasvase en la toma de decisiones, tanto en la inteligencia como en los sectores gubernamentales afectados.

Los países aliados, con sistemas democráticos muy consolidados, han asumido este mecanismo desde la fundación de sus respectivos servicios al finalizar la II Guerra Mundial. Así vemos como el MI5 y el MI6 en el Reino Unido, el FBI y la CIA en Estados Unidos o la DST y la DGSE en Francia, han establecido esta compartimentación de ámbito territorial o geográfico con dos servicios diferenciados por grandes áreas: uno que se ocupa de la seguridad interna y otro que cubre los intereses internacionales del país. A ello se une la existencia del protocolo gubernamental de cambio de responsabilidad, según se trate de un escenario u otro. En algunos países este protocolo no existe, dado

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que el trasvase de responsabilidad está contemplado por ley y el instrumento gubernativo se hace innecesario. La ley, por su mayor rango jurídico, siempre ofrece más garantías para el funcionamiento del sistema, aunque en los países mencionados que utilizan protocolos gubernamentales el resultado es bastante similar.

Dentro de la polémica reformista, en España es frecuente escuchar este argumento- convicción: “la proliferación de varios servicios de inteligencia supone un mayor incremento en el gasto público”. Y, desde luego, con esa diversificación funcional el gasto podría incrementarse, aunque en el caso español este efecto negativo siempre se puede atenuar con una reconducción económica y con la supresión de gastos suntuarios y hasta innecesarios (control de alojamientos, almuerzos, viajes, optimización del despliegue externo e interno, eliminación de campañas propagandísticas y de imagen pública…).

En definitiva, la objeción que comentamos se minimiza con una racionalización del gasto, algo desconocido en el antiguo CESID como demostró el sucesor del general Alonso Manglano al frente del mismo, el general Miranda, quien intentó devolver al tesoro público cerca de 4.000 millones de las antiguas pesetas que se encontró sin aplicación contable: su insistencia en este extremo, al parecer incomprensible para el ministro de Defensa del que dependía, Gustavo Suárez Pertierra, sólo sirvió para acelerar su cese.

Al mismo tiempo, hay que señalar que la existencia de varios servicios (al menos uno de ámbito interior y otro exterior) permite también un mejor contraste de la información, aunque sea sólo uno de ellos el que tenga la responsabilidad operativa en el ámbito territorial correspondiente. Así aumenta la eficacia del sistema y se ofrece una doble garantía para la acción del propio Gobierno, evitando la inconveniente mono-dependencia informativa en temas complejos o muy sensibles.

Esta diferenciación de los Servicios de Inteligencia, según se trate de un ámbito territorial u otro, es también una medida estructural que facilita su “desmilitarización”. Por su propia naturaleza, cuando existen hipótesis de agresión-defensa, las Fuerzas Armadas abarcan tanto el escenario interno como el externo (situación que puede darse también en el ámbito de la lucha policial contraterrorista). Pero el conjunto de la inteligencia del Estado debe estar articulado de la misma manera que la administración civil y no como la organización militar.

En la década de los 80 se hizo un gran despliegue propagandístico en torno a la entrada masiva de civiles en el CESID. Era una verdad a medias, ya que entonces no se desveló que, en su mayoría, esos civiles habían sido cooptados de forma endogámica entre los parientes más directos de los miembros del CESID o de los antiguos

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funcionarios del SECED y del Alto. Lo importante, una vez más, era la apariencia y no la reforma “a fondo”, evidenciándose además un complejo oculto o atávico de marcado carácter patrimonialista, impresentable al entrar en contradicción con los principios democráticos que cimientan el propio Estado de Derecho. No se pueden tergiversar los hechos ante la ciudadanía de forma tan continuada y en asuntos tan vitales, sobre todo cuando existe una loable predisposición social para aceptar todo aquello que se le presente razonablemente de acuerdo con las necesidades de coyuntura.

Por otra parte, al estar ambos campos de la inteligencia concentrados en un único organismo, como todavía sucede en España, pueden ponerse de manifiesto otros muchos inconvenientes hasta ahora interesadamente ocultos.

En primer lugar, la potestad de orientar el mayor esfuerzo de inteligencia en el ámbito exterior, en el interior, o mediante un reparto equilibrado entre ambos, se ha depositado hasta hace bien poco (junio de 2001) en un nivel inadecuado de mera dirección general. Esta cuestión, que sin duda es de índole política, debe estar siempre bajo el control del gobierno que administra los intereses del Estado, sin que tan relevantes funciones recaigan nunca en el nivel técnico o en la tecnocracia de la Administración. Una vez que el Parlamento aprueba anualmente las partidas presupuestarias de forma global, en el modelo tradicional español ha correspondido al director del CESID elegir el esfuerzo y la orientación principal del gasto; es decir, en el momento que el Congreso conforma la dotación presupuestaria, él mismo y su oposición se desentienden de la aplicación de los fondos hasta que en el próximo ejercicio anual se reinicia el mismo ciclo.

Esa capacidad de elección-disposición, no puede encontrarse residenciada exclusivamente en una dirección general, pues con el paso del tiempo lo coyuntural se hace costumbre, se habilita para hacer política a un sector administrativo que no esta legitimado para ello y, finalmente, el propio Gobierno termina haciendo dejación de sus responsabilidades políticas. Cuando esta práctica continúa con sucesivos gobiernos del mismo partido, el resultado final es que, al producirse una alternancia ideológica, la nueva formación política que asume el poder desconoce el empleo final dado al presupuesto de los servicios, le parece un tema oscuro, o quizás poco rentable desde un punto de vista electoral, y termina decidiendo que es mejor no complicar las cosas y no profundizar en la situación. Finalmente, todos dejan en manos de los técnicos este importante trasfondo de la seguridad nacional...

Algo, no obstante, se ha avanzado recientemente en este aspecto aprovechando la sustitución del general Calderón al frente del CESID, momento en el que el rango de su

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nuevo titular, el diplomático Jorge Dezcallar, se elevó al de “Secretaría de Estado”, que según la Ley 50/1977 es un órgano superior de la Administración directamente responsable de la acción del Gobierno en un sector de actividad específico. Posteriormente, la Ley 11/2002, reguladora del CNI, también sitúo a su secretario general en el rango de “Subsecretaría”, lo que no deja de ser encomiable.

En segundo término, hay que considerar que la militarización formal de los Servicios de Inteligencia, como si éstos fueran un dominio reservado de las Fuerzas Armadas, solamente ha operado de hecho en el descrédito social de la institución castrense. Y es que, al no ver la ciudadanía contemplada esta función en el articulado de la Constitución, la situación puede interpretarse como un peaje político que todavía es preciso pagar, acaso como reminiscencia de la lucha política entablada en los primeros años de la transición para preservar una jurisdicción militar en ciertos aspectos de la vida española o, si se prefiere, como una sutil tutela o custodia sospechosa del Estado de Derecho.

A este respecto no deja de ser revelador que, como precisaremos más adelante, cuando a los directivos del CESID se les reclamaban las razones por las que facilitaban información clasificada al Rey, no supieran responder ni precisar siquiera si se la daban como Jefe del Estado o como mando supremo de las Fuerzas Armadas, supuestos ambos totalmente injustificados, dado que constitucionalmente Su Majestad sólo tiene facultades ejecutivas dentro de la Casa Real y, hasta donde es conocido, ni el antiguo CESID ni el actual CNI son dependencias de la misma.

En tercer lugar, el Gobierno asume grandes riesgos si una sola organización, o peor aún una sola persona con su equipo de incondicionales, tiene la capacidad exclusiva de dosificar y filtrar toda la información que el Estado necesita para su seguridad institucional y para la defensa de sus intereses internacionales. El contraste de informaciones es enriquecedor para los miembros de cualquier gobierno, útil para gestionar la política nacional y una garantía de seguridad operativa. Y, aunque la información diversificada lleva aparejada, como es lógico, una mayor complejidad en los mecanismos de coordinación y control, sus beneficios para el Estado son tan grandes que merece la pena considerarla en términos además comunes con los países de nuestro entorno occidental.

Sin embargo, hay personas que defienden no segregar las actividades de inteligencia, e incluso que califican tal posibilidad como un delito de “lesa patria” (terminología un tanto demodé empleada por el ex ministro Eduardo Serra), pero son las mismas que a la hora de negociar sustanciosos programas de armamento y otras contrataciones públicas, por ejemplo, poco se acuerdan de los intereses industriales y comerciales de esa misma

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patria que sólo a conveniencia les parece tan importante. Sólo hay que analizar con un mínimo de perspicacia las decisiones que se adoptan en torno a las grandes adquisiciones para la defensa, y los lobbies que vienen apoyando las opciones estadounidenses frente a las europeas, para verificar sus nombres y apellidos y reconocer a sus asociados más ilustres.

Por último, el actual sistema integrado produce internamente una menor profesionalización por la facilidad con la que los funcionarios del mismo organismo pasan de un ámbito al otro, siendo evidente que la preparación de un analista de inteligencia es, desde luego, radicalmente distinta de la de un oficial de contra-inteligencia. La dedicación eficaz a los dos ámbitos de actuación requiere dos ciclos de enseñanza, dos ciclos de adaptación y dos mentalidades diferentes. Ello si consideramos los niveles más bajos de responsabilidad, pero si el trasvase se realiza cuando el afectado ocupa un puesto de alta responsabilidad, los problemas se agudizan, ya que se obvian los ciclos de enseñanza y de adaptación para empezar a ejercer de inmediato la función del nombramiento. Esta inconveniencia no tardará en aflorar resultados negativos con consecuencias que, en la mayoría de los casos, conducen al techo de la incompetencia reflejado en el “principio de Peter”.

Por todo ello, parece más que deseable establecer una diferenciación de los Servicios de Inteligencia en dos grandes ramas, una exterior y otra interior, con mandos independientes y adscritas a ministerios distintos. La inteligencia interior debe reconducirse al Ministerio del Interior, pues a éste le corresponde velar por la seguridad interna del país, tanto en lo que se refiere a amenazas provenientes del exterior (mafias, carteles de delincuencia, terrorismo globalizado…) como a las internas que pudieran desestabilizar el sistema político por medios no democráticos. Y éste es el modelo que han asumido todos los países de nuestro mismo entorno occidental mencionados más arriba.

La inteligencia exterior puede residenciarse departamentalmente siguiendo varios modelos ya establecidos: en el Ministerio de Asuntos Exteriores (como en el Reino Unido), en el Ministerio de Defensa (como en Francia) o en una agencia independiente (como en Estados Unidos). En el caso de España, creemos que, si se admite el establecimiento del control democrático sobre la inteligencia del Estado y se propugna una auténtica desmilitarización de su personal, frente a la militarización camuflada con ropaje civil propiciada en la década de los 80, se habría conseguido lo más importante, siendo por ello irrelevante la adscripción de dicho servicio bien al Ministerio de Defensa, al de Asuntos Exteriores o a un organismo de naturaleza más independiente controlada

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por el entorno ministerial de Presidencia. En definitiva, lo que desmilitariza el entramado de inteligencia no es el hábito que vista su director, sino su subordinación al poder civil, a los valores democráticos y a la defensa del sistema constitucional.

La reorganización propuesta evita el principal inconveniente del sistema que hemos criticado: el que toda la inteligencia del Estado esté controlada por una sola persona y que, además, ésta puede quedar “prisionera” del entorno técnico. El modelo de Servicios de Inteligencia centralizados es el que utilizan los países con regímenes autoritarios o totalitarios. Aunque pueda parecer lo contrario, la diversificación en dos ramas identificadas con ámbitos territoriales bien distintos dinamiza la eficacia del sistema, pues con ella el Gobierno no queda informativamente limitado y sobre todo en manos de una sola organización. El ejemplo organizativo más perfeccionado en este sentido lo constituye Estados Unidos, donde se ha impuesto un modelo diversificado y equilibrado entre las diferentes agencias de información-inteligencia (que suman cuarenta organismos específicos, trece de los cuales se incluyen en la denominada “comunidad de inteligencia”), lo que además de lógico es irrefutable si se tiene en cuenta la universalidad de sus intereses nacionales y su estatus de primera potencia mundial.

Control de contraste interministerial

Una vez establecidas las dos ramas principales de la inteligencia del Estado (la exterior y la interior), ambas deben de complementarse en cada uno de sus respectivos ámbitos geográficos de actuación. Así, los ministerios con responsabilidades en esos dos escenarios deberían disponer de su propio “gabinete de inteligencia” (básicamente con capacidad de análisis y no con medios de adquisición humana o técnica), de tal manera que se logre el contraste informativo permanente por sectores de actuación, independientemente de que el sistema general (interior-exterior) abarcase a todos ellos.

De esta forma se facilitaría que los ministros que actúan en un entorno sensible tuvieran una mínima cobertura de inteligencia sin dependencias extra departamentales, para desarrollar su área de gobierno con la mayor eficacia y coherencia posible.

Este plus de eficacia se lograría en el ámbito interior con unos servicios autónomos, de reducida dimensión y dependientes de los ministerios que puedan ser objeto de una cierta “agresión”, como Industria y Energía o Economía y Hacienda, y los Cuerpos de Seguridad del Estado controlados por el Ministerio del Interior que, como es el caso, disponen ya de una estructura mayor con capacidad de adquisición humana y técnica. El servicio de inteligencia interior de carácter general en Estados Unidos es el FBI y en

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Francia la DST, sin embargo ello no impide que en el primer caso existan, por ejemplo, una Dirección de Esfuerzos Antidroga y una Oficina de Inteligencia del Departamento del Tesoro y, en el segundo, unos gabinetes de inteligencia adscritos a la Presidencia y a la Jefatura del Gobierno de la República. En el llamativo caso norteamericano, la coordinación de sus trece organismos más vinculados a tareas de información- inteligencia (entendida según la acepción anglosajona de ordenar esfuerzos sin jerarquizarlos) se realiza a través del Director Central de Inteligencia (DCI), cargo que se compatibiliza con la dirección de la CIA.

En el ámbito exterior, la eficacia complementaria se lograría con una organización análoga a la anterior en aquellos ministerios que desarrollan una acción de proyección importante para nuestra política y nuestros intereses, como son los de Agricultura, Turismo, Comercio… Y ello con independencia de que el sistema de inteligencia general estuviera liderado, como se ha dicho, desde Asuntos Exteriores, Defensa o mediante una agencia independiente.

Uniendo este control ministerial (interministerial en su conjunto) con el control geográfico señalado en primer lugar, resultarían dos servicios de ámbito estatal, uno orientado hacia el interior y otro hacia el exterior, ambos de dependencia departamental, complementados con otros también de dependencia ministerial pero de menor entidad (gabinetes) que actuarían sectorialmente en un marco más reducido y dentro de responsabilidades mucho más restringidas, limitados al entorno de sus respectivos ministerios.

La responsabilidad en la actuación técnica y operativa de los servicios en un mismo ámbito geográfico, siempre correspondería al ministerio que estableciera los Servicios de Inteligencia de carácter general. La armonización de la actuación en los dos ámbitos geográficos (interior y exterior) se situaría en el ámbito de la Presidencia del Gobierno a través del Ministerio de Presidencia o de un ministro-vicepresidente para asuntos políticos.

En definitiva, hay que acercarse cada vez más a los modelos establecidos en los países de nuestro entorno democrático, cuya organización evita que el Estado pueda ser prisionero de un único aparato de inteligencia. También es necesario que el Gobierno pueda contrastar la información, evitando que alguien caiga en la tentación de manipular sus conocimientos al no tener ya controlada su exclusividad. A la vez, este sistema permitiría que las diferentes agencias de información compitan sectorialmente para facilitar lo antes posible al poder político el resultado de sus trabajos. Así, éste puede

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orientar a todas las agencias en el sentido que le interese. Se trata, en resumen, de tener el control del sistema en lugar de ser sus rehenes.

Para implementar este esquema, el Gobierno sólo tiene que crear, de verdad, los órganos de coordinación necesarios que propicien una competitividad dentro de la eficacia. Pero siempre entendiendo que este último aspecto es secundario si se le compara con la propia seguridad del Estado, que es la que en todo caso debe primar.

Cierto es que la regulación del nuevo CNI contempla la existencia de una “Comisión Delegada del Gobierno para Asuntos de Inteligencia”, presidida por uno de sus vicepresidentes, que entre otras funciones asume la de velar por la coordinación del propio Centro, de los servicios de información de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado y los órganos de la Administración Civil y Militar (artículo 6, apartado 4 c, de la Ley 11/2002). Pero alcanzar tan sustancial objetivo en el actual contexto “unidependiente” ya se ha revelado como imposible, debido, entre otras razones, a la confusión, los celos profesionales y la propia competitividad con que se enfrentan las distintas unidades que intervienen en un mismo nivel y ámbito operativo (que a su vez depende orgánica y funcionalmente de distintos ministerios). Quede con ello reafirmada, de nuevo, la definitiva importancia que tiene la distinción territorial o de ámbito geográfico en cualquier intento de reorganizar seriamente el sistema de seguridad nacional.

Control por dependencia ministerial

La dependencia de los Servicios de Inteligencia en su más alto nivel debe ser de rango ministerial, siempre y cuando los departamentos que corresponda tengan capacidad de adquisición operativa o técnica, como pasa con los ministerios del Interior, de Defensa o de Asuntos Exteriores. De esta forma se garantiza un ámbito de responsabilidad política propio de ministro, sin que en ningún caso las acciones que se desarrollen puedan afectar a la Jefatura del Estado (como sucede cuando ésta tiene poderes ejecutivos, que es el caso de Estados Unidos o de Francia) o a la Presidencia del Consejo de Ministros (como en el caso del Reino Unido).

En España, la Jefatura del Gobierno podría tener formalmente su propia unidad de inteligencia, como ocurre en Francia o en Estados Unidos, pero con la condición de no poseer capacidad de adquisición técnica u operativa (en Francia la más alta responsabilidad ejecutiva está repartida por áreas y asuntos entre el presidente de la República y su primer ministro, teniendo ambos un servicio de inteligencia ad hoc pero

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con la característica limitativa indicada). De hecho, Moncloa siempre ha contado con apoyos y asesoramientos de inteligencia de forma más o menos reconocida orgánicamente.

En cualquier caso, hay que tener presente que la eventual transgresión de la legalidad casi siempre viene de la mano de lo operativo y no de lo analítico (de la praxis y no del pensamiento). Por ello, las altas magistraturas del Estado que tengan potestad y competencia ejecutiva deben quedar al margen de la acción. Y, por otro lado, debe ser responsabilidad del director de cada servicio concreto decidir los medios y procedimientos para alcanzar las misiones encomendadas, sin que la autoridad política deba participar en esas cuestiones. Esta es la grandeza y la servidumbre de los Servicios de Inteligencia: defender el interés general sin que nadie les proporcione para ello un talonario de cheques en blanco.

En la historia de nuestro país se observa, de forma muy repetitiva, que son precisamente quienes operan bajo la égida de las lealtades inquebrantables e intereses de otras personas o grupos, las que apoyan la concesión de ese injustificable “pasaporte de impunidad”. La defensa del interés nacional, en un marco de convivencia democrático, requiere una actitud radicalmente distinta.

En el análisis de las dependencias políticas, es cierto que el hecho de que el director de la CIA, por ejemplo, haya alcanzado el rango de Secretario del Gobierno (ministro) durante la presidencia de Ronald Reagan, puede llevar a confusión. Sin embargo, esta decisión se tomó para equipararlo administrativamente a los responsables de las secretarías de Defensa o de Estado, más que para crear una función nueva con rango ministerial, ya que no se variaron sustancialmente sus dependencias funcionales en la organización general del Estado, ni tampoco se deseaba vincular más estrechamente la responsabilidad política de la agencia con la Casa Blanca.

En todo caso, la responsabilidad por el error, por la vulneración de la ley o por el fracaso, debe centrarse siempre a nivel ministro y para ello es preciso que el esquema y la organización estén concebidos como se ha señalado.

A veces se piensa erróneamente que el hecho de ubicar la dependencia de los Servicios de Inteligencia en la Presidencia del Gobierno, conlleva de forma automática un mayor control por parte del poder político. Pero ello es imposible, sobre todo porque esa circunstancia consagraría, en el caso español, la existencia de un único servicio centralizado de ámbito estatal, situación que, como premisa, ya hemos desechado si buscamos una homologación con los países de nuestro entorno occidental y democrático.

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Por otra parte, si los Servicios de Inteligencia se hicieran depender directamente del presidente del Gobierno, sólo se conseguiría que éste fuera todavía menos autónomo, pues se incrementaría su responsabilidad política sin aumentar su control sobre aquellos, ya que el control proviene de la organización y no de la dependencia jerárquica. En España, la organización existente, aún con la nueva formulación del CNI, ni facilita el control político ni es homologable con ningún país del mundo occidental. Quizás por ello, y en un análisis superficial, alguien ha podido identificar la dependencia de Moncloa con el control político, cuando precisamente la dependencia ministerial del CESID antes o del CNI ahora es el único aspecto homologable a sus equivalentes en los países que hemos presentado como modelos a seguir. La tarea esencial del presidente del Gobierno no es la de dirigir los Servicios de Inteligencia, sino servirse de ellos.

En definitiva, la “dependencia ministerial” es un control organizativo del Gobierno que permite a su nivel superior marcar el objetivo a la vez que los plazos en los que éste debe ser cubierto; es de su responsabilidad fijar ambos, pero siendo los medios y los procedimientos utilizados decisión exclusiva del director correspondiente, la responsabilidad política culmina en el ámbito ministerial. Con ello, situada pues la responsabilidad funcional del servicio en el escalón adecuado, que es el que ha tomado la decisión sobre el medio y la forma de la acción, y circunscrita la responsabilidad política al nivel ministerial que lo acoge, el presidente del Gobierno queda a salvo de acciones de alta sensibilidad que pudieran ejecutarse de forma inconveniente y ser descubiertas.

Ya hemos visto que algunos jefes de Estado y primeros ministros de países referenciales tienen organizados servicios de información-inteligencia de vinculación directa, pero sin capacidad de adquisición técnica u operativa. Estos servicios, de carácter exclusivamente analítico, son muy útiles ya que permiten orientar de forma permanente la actividad de los Servicios de Inteligencia generales en las líneas de acción política del Gobierno. También provocan el contraste intelectual continuo, al margen de las prácticas internas desarrolladas por aquellos servicios de carácter general (que una vez adoptadas son muy difíciles de cambiar). La existencia de estos servicios singulares adscritos a los gabinetes de jefes de Estado o de Gobierno, proporciona agilidad y dificulta el típico “sostenerla y no enmendarla”. En una palabra, pueden ser el instrumento adecuado para que la inteligencia del Estado esté permanentemente subordinada a la estrategia política y no al revés.

Es evidente que si el presidente del Gobierno invadiera el campo de acción de los Servicios de Inteligencia tendría que asumir, en consecuencia, toda la responsabilidad

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propia de éstos. Es lo que podríamos denominar el principio de “responsabilidad consecuente”.

Esta problemática se comprende bien si se analiza la acción exterior de los Servicios de Inteligencia. Los fallos, los errores de apreciación o las simples derrotas que nos origina un adversario más inteligente o más eficaz, no pueden poner en riesgo la política exterior que es ejecutada oficialmente por el ministro responsable y mucho menos dañar la imagen institucional del país en la figura de su Primer Ministro, Presidente o Rey.

En definitiva, la responsabilidad consecuente antes referida no debe de tener un carácter extensivo sino excluyente. Y para ello es preciso que existan unos campos de responsabilidad claros y asumidos sin ingerencias desde otras esferas de influencia. Otra cosa significaría implicar a toda la maquinaria política del Estado en asuntos que, tanto en su planeamiento como en su desarrollo y finalización, deben estar perfectamente compartimentados.

Control parlamentario

El control del Parlamento, expresado tanto en el ámbito de la acción del Gobierno como en su capacidad legislativa, no solo requiere una concreción de fondo acorde con el orden constitucional, sino que exige también una expresión formal que evidencie públicamente la potestad de la institución, que es fuente legítima del poder político al encarnar la soberanía popular. En todos los países de razonable referencia, el control del poder legislativo planea de forma continúa o permanente sobre los Servicios de Inteligencia. Sin embargo, en España este tema quedó fuera del consenso de la transición y el resultado está a la vista: un indeseable regusto privativo de la inteligencia del Estado o de tutela política inconstitucional.

Por esta razón, el ejercicio del control parlamentario debe exhibir también cierta solemnidad, yendo en su percepción pública más allá de donde llegan los otros controles del sistema. Este es fuente primaria de todos los demás y en él se hace presente el pueblo soberano, por lo que tampoco puede circunscribirse a una mera formulación circunstancial que desprecie el necesario equilibrio entre las necesidades de seguridad y la garantía de las libertades. Veamos pues los dos aspectos en los que el Parlamento, a través del Congreso de los Diputados, debería estar presente para reforzar la acción de los Servicios de Inteligencia y legitimar sus misiones, asegurándose con ello la garantía de su lealtad y que su trabajo se oriente siempre hacia el interés nacional.

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En primer lugar, se tendría que instituir la ratificación parlamentaria de los candidatos propuestos por el Gobierno como jefes de los diferentes Servicios de Inteligencia de carácter general (el exterior, el interior y eventualmente el específico de defensa), con comparecencia previa de los mismos en la comisión correspondiente. Ésta es una práctica habitual en países referenciales (Estados Unidos, Francia…) que perfecciona el criterio gubernamental sobre la idoneidad del candidato, pues contrasta su capacidad y permite conocer, a grandes rasgos, cuales serán las principales líneas de acción y comportamiento que se propone seguir para alcanzar las metas marcadas por la autoridad política. Además, con este nihil obstat parlamentario, la decisión final del nombramiento se sustenta en la confianza que otorga la soberanía popular, cuya consecuencia es que el titular del cargo se condiciona entonces no por lealtades personales ni de partido, sino por la debida al Estado democrático reunido en la asamblea de sus representantes.

En segundo lugar, el Congreso debería convocar a los diferentes jefes de los Servicios de Inteligencia generales de forma regular (al menos una vez al año y cuando a juicio de la comisión parlamentaria correspondiente se considere necesario) para efectuar un seguimiento de las actividades relativas a la seguridad nacional. Al mismo tiempo, dicha comisión, o su junta de portavoces, debería estar al corriente, en una percepción general, de las prioridades, amenazas y actuaciones más significativas y del análisis y utilización de los recursos necesarios para afrontarlas.

Es evidente que el Parlamento no fiscaliza procedimientos, sino líneas de acción y resultados. Alcanzar el buen fin de éstos es responsabilidad del jefe del servicio correspondiente, que es quien escoge los medios y procedimientos de actuación, mientras que la responsabilidad política se centra en el ministro responsable, que es quien marca a su órgano dependiente los objetivos y el tiempo para alcanzarlos.

El control parlamentario hace que el trabajo realizado en beneficio de la seguridad nacional, porque esa y no otra es la justificación de los Servicios de Inteligencia, sea coherente con el Estado constitucional, que es el bien último a preservar y fortalecer.

Por otro lado, el inexistente control del gasto realizado por el CNI y los organismos que le precedieron, que como hemos advertido es origen de irregularidades y hasta de ilegalidades manifiestas, debe reconducirse hacia una racionalización de sus partidas presupuestarias en términos coherentes con el Estado democrático y más o menos similares a las que ya condicionan, por ejemplo, a la Guardia Civil o a la Dirección General de la Policía. Dicho control ha de hacerse efectivo mediante una fiscalización real por parte del Congreso de los Diputados, en comparecencias ad hoc del responsable del

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CNI, o de quienes dirijan eventualmente su organización “reformada”, ante las comisiones que correspondan (en estos momentos la de Defensa) y por la intervención del Tribunal de Cuentas, órgano adscrito para tales funciones a las Cortes Generales, con toda la carga de confidencialidad que se estime conveniente.

La independencia presupuestaria del CNI, origen del desconocimiento político de las aplicaciones y formalizaciones contables del gasto que realiza y por tanto de su necesaria legalidad, tanto en las partidas ordinarias y extraordinarias como en las “reservadas”, que tampoco deben ser desviadas de su más estricta finalidad, es algo ciertamente inconcebible. De hecho, sólo se puede comprender por el complejo de la clase política ante el funcionamiento de los Servicios de Inteligencia que, por su propia naturaleza y funciones, ésta debe controlar de forma prioritaria.

Control judicial

Este control se alcanza sencillamente con el imperio de la ley y el respeto al Estado de Derecho. El control del sometimiento a las leyes debe estar en manos del poder judicial y con amplias garantías de no conculcar su independencia mediante relaciones funcionales, políticas y mucho menos con intimidaciones encubiertas. A este respecto, no han dejado de ser llamativas las asiduas visitas giradas por notables magistrados a la sede de los Servicios de Inteligencia, en las que además de ofrecérseles una información limitada e interesada de los mismos también se dejaban caer, según algún testigo presencial, insinuaciones sobre su enorme capacidad y alcance operativo, de forma un tanto intimidante.

Las opiniones que defienden la figura de jueces especiales para respaldar (bien a priori o bien a posteriori) actuaciones ilegales del antiguo CESID o del CNI después, contradicen en su propia esencia el Estado de Derecho, ya que pretenden crear un principio de excepcionalidad que finalmente facilita de manera natural la trasgresión de la ley. Pero lo más grave es que una instrumentalización artificiosa del control judicial como esa, podría llegar a legitimar, en nombre del interés general, acciones que hoy por hoy están tipificadas como ilegales. El límite entre lo legal y lo ilegal está perfectamente establecido y todo lo demás es un sin sentido propio de personas ajenas a las creencias democráticas y defensoras encubiertas de intereses de grupo, ajenos al interés nacional.

Es preciso asumir toda la responsabilidad sobre las acciones propias y no poner en peligro las bases legales del sistema. En ningún país democrático se entregan patentes de corso a los Servicios de Inteligencia para actuar en la impunidad, lo que les llevaría a

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crear un Estado espurio o bastardo dentro del Estado legítimo. Ello limitaría al poder ejecutivo como rehén de sus propios funcionarios, pues al crear una excepcionalidad legal ajena al poder legislativo se vaciaría de contenido todo el entramado jurídico del Estado. Además, una adaptación “política” o un tratamiento excepcional de la legalidad vigente, convertirían nuestra Constitución en papel mojado y conculcada precisamente por quienes, en su propia función, deberían ser sus principales valedores y garantes.

En un sistema cuyo principal objetivo es la defensa y el perfeccionamiento del Estado de Derecho, la acción ilegal no es admisible ni en el plano filosófico ni en el instrumental. Acudir o no a ella para alcanzar la misión encomendada es responsabilidad de aquél que toma la decisión. A veces lo conveniente no es lo necesario. La impunidad sólo es coherente cuando se sirve a un individuo o a un grupo de poder, porque entonces es lógico que ese interés particular o grupal defienda a aquellos que se han arriesgado por sus intereses particulares. Pero cuando se trabaja en nombre del interés general, el fracaso, el error o el azar no pueden poner en solfa ese interés global. Por tanto, parece evidente que sólo los agentes de inteligencia de países con un régimen autoritario o totalitario pudieran asumir ciertas prácticas de impunidad legal, siéndoles en efecto especialmente difícil adaptarse a otras reglas de funcionamiento, sobre todo si se trata de asumir responsabilidades.

En Francia o en Estados Unidos, por ejemplo, ningún funcionario de inteligencia, y menos si tiene responsabilidades de dirección, solicita para sí un cheque de impunidad que le permita desempeñar sus responsabilidades con toda comodidad y sin riesgos personales: en ningún caso el Parlamento de estos países aprobaría su nombramiento. Por ello, cuando en España algunas personas o propagandistas interpuestos han patrocinado el cheque en blanco o la impunidad legal para el CESID o para el CNI de turno, muchos ciudadanos ciertamente confiados caen en la cuenta de hasta donde nuestra democracia es imperfecta y que peaje no declarado han de pagar los sucesivos gobiernos formados al amparo de la Constitución de 1978. Quizás está llegando con ello la hora de saber en que régimen político vivimos realmente.

La libertad tiene varios límites y uno de ellos es que, para defenderla, no se puede poner en riesgo la libertad de los demás. Si hay vulneración de la ley en beneficio del interés general, el funcionario debe disponer sólo de su eficacia como medio para impedir que esa ilegalidad sea conocida. La actuación ilegal de los Servicios de Inteligencia en una dictadura o en un sistema autoritario esta motivada por el interés particular y legitimada por la impunidad política. Pero en un país democrático la eventual acción ilegal debe estar originada por el interés general y siempre bajo la asunción de las

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responsabilidades que correspondan cuando se decide traspasar el marco legal, sin que la defensa de ese interés general pueda servir de coartada para eludir el castigo de la ley.

En resumen, la admisión de un principio de impunidad legal en un sistema democrático convertiría al Estado, como hemos dicho, en rehén permanente de la acción irreflexiva, incompetente o simplemente errónea de sus Servicios de Inteligencia y esa asignatura la tienen aprobada, hace ya muchos años, nuestros principales aliados: sólo tenemos que copiarla con las adaptaciones requeridas por nuestra propia realidad.

Quizás, el paradigma de esta servidumbre se identifique en nuestro país con el procesamiento de algunos ex altos cargos políticos y de la Seguridad del Estado vinculados a lo que, precisamente, se ha dado en llamar “terrorismo de Estado”, cuyo compromiso personal como servidores públicos no deseamos juzgar.

Autocontrol o control interno

Llamamos “autocontrol” o control interno al que deben ejercer de forma directa los propios Servicios de Inteligencia en el desempeño de su trabajo cotidiano. Sin duda es el más eficaz y el menos formal y llamativo (o más discreto), pues pasa desapercibido fuera de su régimen de actividad.

Si este tipo de control se establece adecuadamente permite evitar, o al menos atenuar, los desvíos de poder que se pueden instigar desde otros intereses ajenos a la seguridad nacional, que siempre deben ser los únicos beneficiados con los medios que el Estado pone en manos de sus Servicios de Inteligencia.

La primera vía para desarrollar este autocontrol consiste en incrementar el prestigio propio de la institución. Para ello es preciso contar con el aprecio ciudadano que, a su vez, deriva de dos factores esenciales: la eficacia de su trabajo, que termina manifestándose de manera implícita pero palpable, y que su actividad sea percibida por la sociedad civil como “protección” y no como “amenaza”. El mantenimiento de ese prestigio y esa percepción de seguridad institucional es la base de un trabajo eficaz, pero también coadyuvaría a un adecuado control interno, pues éste sólo puede ejercitarse en plenitud si el servicio al Estado es reconocido por su beneficiario principal: el ciudadano.

En el caso español hemos asistido a una dura resistencia por parte de los principales responsables del antiguo CESID para impulsar y encabezar su necesaria reforma con argumentos que serían políticamente correctos hace treinta años, pero que hoy en día no lo son. Y acompañados, además, con la pasividad e indiferencia de los responsables

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gubernamentales y políticos. Al mismo tiempo, esos directivos, conscientes de su escaso prestigio entre la ciudadanía, han dedicado un gran esfuerzo a informar y patrocinar la publicación de libros propagandísticos y a organizar seminarios de verano en distintos marcos universitarios que les revistieran de un manto de respetabilidad inexistente. Todo ello, con una generosa utilización de los fondos reservados, que por cierto se instrumentan para otros fines, y en lugar de trabajar en lo que realmente necesita España: vertebrar unos Servicios de Inteligencia que sean homologables a los que tiene cualquier sociedad organizada en libertad y democracia.

Con la llegada del PP al poder, y antes que reparar el prestigio del CESID perdido a consecuencia de los escándalos que se habían producido en la etapa socialista, su nueva dirección intentó enmascarar la responsabilidad de las anteriores acciones delictivas con el desprestigio de agentes completamente ajenos a las mismas y, además, poniendo en peligro la seguridad de alguno de sus miembros: algo en efecto inédito en cualquier organismo homólogo serio. El CESID llegó, incluso, a desvelar la identidad de otros ex agentes y los pormenores de algunos de sus trabajos más sucios; eso sí, convenientemente maquillados para que surtieran un notorio efecto propagandístico. Y, todavía más, promocionando mientras tanto con auténtica desmesura a determinados miembros del mismo vinculados en efecto a aquellos indeseables sucesos.

Cuando los Servicios de Inteligencia pierden o ven disminuir de manera sustancial su prestigio, deben reorientarse en un esfuerzo prioritario hacia la recuperación del mismo y en el menor plazo de tiempo posible. En nuestro caso, la situación no puede revertirse sin encarar su reforma y, menos aún, insistiendo en operaciones cosméticas que después se revelan perjudiciales y que a medio plazo terminan agravando la situación del enfermo.

En segundo término, este tipo de control interno se completa con el encuadramiento del profesional de la inteligencia como un verdadero servidor de la República, de la Unión, del Estado Federal o de la Monarquía Parlamentaria, según el país de que se trate, y no situándole fuera del orden constitucional. Sólo puede defenderse sin límite de sacrificios, aquello que nos pertenece y en lo que se cree profundamente. Sustraer a los agentes de inteligencia del contexto constitucional, es convertirles en ciudadanos de segunda categoría desmotivados para la defensa del interés general, y máxime si desde dentro de la organización se les impone la defensa de una falsa “razón de Estado” (que siempre suele tener nombre y apellidos) en perjuicio del puro orden constitucional. Y a ningún lector perspicaz se le escapa hacia donde conduce esa filosofía de la razón de Estado enfrentada a la razón del Derecho.

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Este aspecto del autocontrol o control interno viene predeterminado, evidentemente, por la propia reglamentación de los Servicios de Inteligencia. Por revestir ésta gran interés en el caso español, por lo que afecta a la democratización del sistema y por ser desde luego de una singularidad apreciable, se analiza con mayor profundidad más adelante.

Hasta aquí se han presentado seis mecanismos de control de los Servicios de Inteligencia, que deben actuar de forma simultánea, ágil y complementaria, con un amplio objetivo: cubrir las necesidades de la seguridad nacional sin poner en peligro el Estado de Derecho al que sirven y sin que su puesta en marcha acarree una pérdida de eficacia. En definitiva, se trata de establecer y reforzar un marco legal, organizativo y funcional, distinto al impuesto en España y que afecta directamente a la asunción de responsabilidades en la toma de decisiones.

Este sistema, caracterizado por los mecanismos de contrapeso y de equilibrio democrático, se hace indispensable en las sociedades libres para paliar o anular la tendencia del poder a desviarse del interés general, en beneficio de una minoría o de un individuo, y en su caso para que las medidas correctoras puedan articularse de manera que no se vean amenazados ni el sistema ni la soberanía popular.

Finalmente, quede constancia también de que, con el transcurso del tiempo, todo lo que se inicia como reforma y no se hace evolucionar de forma adecuada, termina convirtiéndose en regresivo. La clase dirigente inmovilista pierde su credibilidad ante la sociedad y ésta, a su vez, va perdiendo su propia libertad. Por ello, es absolutamente necesario reformar de verdad nuestros Servicios de Inteligencia para aumentar su eficacia de forma compatible con el Estado de Derecho, imponiendo un sistema de seguridad nacional adecuado para ello a partir de la disponibilidad económica existente, pero anteponiendo siempre la filosofía correcta a los criterios falsamente economicistas.

Para visualizar mejor el análisis precedente sobre el control y descontrol de los Servicios de Inteligencia, y también para ilustrar otros comentarios posteriores, en los anexos finales se incluyen dos gráficos que, con las limitaciones propias de este tipo de soporte, tratan de resumir el esquema del sistema de información-inteligencia tradicional en nuestro país (ligeramente retocado en la última versión del CNI) y una aproximación al marco reorganizado del modelo general de seguridad nacional.

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El punto de inflexión y reflexión estratégica

Ya hemos señalado que con el hundimiento de la URSS y la desaparición del muro de Berlín, es decir con el fin de la guerra fría, se originó un punto de inflexión en el marco de las relaciones internacionales, en la forma de evaluar las amenazas dentro de las alianzas regionales, en el papel que deben jugar las organizaciones internacionales de seguridad y, en definitiva, en la nueva relación de interdependencias globales tanto políticas como económicas. Y ello con independencia de todo lo que han supuesto los acontecimientos vividos el 11 de septiembre de 2001.

Como consecuencia de lo expuesto, los Servicios de Inteligencia se encuentran actualmente en un impasse que exige redefinir el escenario, pues éste va a ser determinante para establecer la nueva correlación de fuerzas y su actividad en el futuro. En este momento crucial, el primer riesgo que se debe evitar en el plano organizativo de la seguridad nacional, es dejarse llevar por la dinámica anterior y no evolucionar con suficiente rapidez, dando respuesta adecuada a los retos que demanda la nueva situación y haciendo frente a la amenaza real.

Por eso, antes de entrar en materia, hay que tener presente que la doctrina, la organización y los métodos de los Servicios de Inteligencia pueden continuar, y de hecho así sucede en España, arrastrando el lastre del pasado. Solamente una gran dosis de imaginación y dinamismo puede posibilitar que la aparición de escenarios, amenazas y concepciones de seguridad de nuevo cuño, los libere del reflejo condicionado siempre afecto a la tradición (sobre todo cuando ésta ha permitido alcanzar un evidente desarrollo nacional y cierto estatus internacional a lo largo de dos generaciones), para acometer de verdad su necesaria reforma integral. A pesar de que la propia naturaleza técnica de esa reforma, y el marasmo de intereses institucionales y personales que

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conlleva, termine aconsejando siempre aparcarla en espera de que el tiempo lo arregle todo.

En términos estratégicos, el final de la guerra fría ha supuesto la desaparición del “otro” en sus distintas configuraciones de amenaza militar, económica e ideológica. Sin embargo, los aparatos de seguridad nacional, creados y desarrollados para conjugar esas tres amenazas, no han sufrido una reconversión paralela, proceso que al menos debería haberse comenzado transcurridos ya más de diez años desde el inicio de la nueva situación.

La búsqueda del equilibrio internacional ha sido, durante siglos, el objetivo paradigmático para conseguir la paz. Pero la desaparición del otro platillo de la balanza ha imposibilitado ese equilibrio, más o menos estable, que ha sido sustituido por un desequilibrio “aceptado”, aunque explosivo por su propia naturaleza. Y, en efecto, la desaparición de cualquier Estado de relevancia, y ante todo su destrucción, siempre ha llevado aparejadas consecuencias a escala planetaria sea cual fuere la época del fenómeno. La desintegración de la URSS, al consumirse los principios políticos e ideológicos que la sustentaban, y la subsiguiente debilidad del nuevo Estado ruso, carente de un liderazgo efectivo, han permitido que el control del poder fáctico sea asumido por las mafias, que en este decurso se apropian también del porvenir mediante un instrumento tradicional: la corrupción.

La debilidad del nuevo conglomerado ruso es consecuencia de la desmembración política y la subversión del Estado de Derecho. Tan sólo uno de estos dos factores hubiera bastado para generar y arrastrar esa peligrosa crisis estatal durante más de una generación, pero los dos unidos pueden propiciar situaciones insospechadas.

El primer condicionante de esa debilidad se conforma con la extensión generalizada de guerras civiles en aquellas repúblicas de la actual Confederación de Estados Independientes (CEI) que no son potencias nucleares. Ello va a provocar, sin duda, unas heridas sociales que tardarán mucho tiempo en cicatrizar.

El segundo elemento de debilitación nace con el apoyo que el mundo occidental presta a Boris Yeltsin cuando, en 1993, encabeza un golpe de Estado y ordena disolver el Congreso, a la vez que convoca elecciones para una nueva legislatura. El Tribunal Constitucional le destituye por violar el orden constitucional y las Fuerzas Armadas asaltan el Parlamento el 4 de octubre en una operación que se salda con más de quinientos muertos. Se establece así una dictadura militar de hecho, aunque aparentemente en Moscú se instale un gobierno integrado por civiles. En las elecciones posteriores Yeltsin sólo obtiene alrededor del 14 por 100 de los votos como recuerda con

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perspicacia Joan Garcés en su libro “Soberanos e Intervenidos”49. A partir de ahí, se consolidará el poder de las mafias, cuyo corolario será el incremento de la corrupción, el nepotismo y la lucha de esas mismas estructuras mafiosas por controlar la sucesión en la cabeza del Estado.

Este somero approach de situación, evidencia la facilidad con la que los países occidentales miran hacia otro lado cuando el interés en apoyar a un hombre “suyo” prevalece sobre la defensa del principio abstracto, que en su discurso ante la comunidad internacional y de manera recurrente intenta transmitir como “la defensa de los valores democráticos”.

Los hechos acaecidos en 1993 conllevan tres consecuencias inmediatas, que tendrán una influencia decisiva en la futura historia de Rusia: evitar que las Fuerzas Armadas se identifiquen con su nación y cohesionen con la sociedad civil, consolidar en el poder a un gobierno no representativo y, finalmente, que todo ello se asiente en una organización mafiosa sólida y bien estructurada. El resultado de esa triple confluencia será la inevitable debilidad y regresión del Estado ruso durante varias décadas.

Pero en el ámbito internacional también tiene lugar otro hecho paralelo de gran trascendencia política. Se trata de la alteración que sufren las fronteras reconocidas al finalizar la II Guerra Mundial; en concreto, la absorción de la República Democrática Alemana por la Alemania Federal, la división pacífica de Checoslovaquia y la explosión de la guerra civil en lo que ya se denominaría la antigua Yugoslavia. Esta modificación de fronteras, además de coadyuvar también al debilitamiento de Rusia, produce un efecto dominó en naciones de Europa integradas por etnias o culturas diversas, a la vez que hace despertar viejas aspiraciones y ambiciones regionales en países con vocación hegemónica. Esta es, en definitiva, la mayor fuente de inestabilidad que existe actualmente en Europa.

Con su respaldo a Croacia, Alemania inició la espiral de guerras civiles en los Balcanes, mientras los Estados Unidos aprovechaban inmediatamente la situación para obtener lo que en aquel momento era uno de sus objetivos estratégicos de mayor importancia: la ampliación del área de acción de la OTAN, más allá de lo previsto por el Pacto Atlántico de 1949.

España solamente puede contemplar este escenario con inquietud. El entonces presidente del Partido Nacionalista Vasco, Xabier Arzalluz, declaraba en abril de 1990 que

“los alemanes (en el Gobierno) más de una vez nos han expresado su apoyo diciendo

49 Joan E. Garcés, “Soberanos e Intervenidos: Estrategias globales, americanos y españoles” (Siglo XXI de España, 2008).

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que nuestras aspiraciones a la independencia son perfectamente asumibles en la Europa del futuro. Nosotros tenemos un plan estilo Lituania para proclamar la soberanía de Euzkadi entre 1998 y el 2002”50. Pero, en lugar de despreciar estas intenciones, el Gobierno español quizás debería haber propuesto irónicamente al alemán la creación de una comisión mixta que estudiara la integración, en la Europa del futuro, de una Euzkadi independiente junto al land de Baviera y ampliable a otras regiones europeas con personalidad y cultura propias, como Córcega, Trieste, Sicilia..., para dar solución a las legítimas aspiraciones minoritarias que reclaman fórmulas singulares de autogobierno. Aunque crear esos focos de tensión internacional de forma innecesaria, es ciertamente tan estúpido como desestabilizador.

Europa todavía no está totalmente “hecha” como entidad formal y donde se ha avanzado bastante menos que en el campo económico es en la política exterior y en la de defensa. El mantenimiento de estrategias de proyección internacional distintas por parte de las principales potencias del continente permitió, primero, la acción de injerencia que desintegró la antigua Yugoslavia y, más tarde, la descoordinación diplomática que dificultó el fin de la guerra civil. Aunque, de pasada, los acuerdos de Dayton suscritos entre Estados Unidos, Rusia y la Unión Europea (UE), permitieron a la OTAN actuar sobre Bosnia sin estar subordinada ni operativa ni políticamente a la ONU, lo que hasta entonces era premisa esencial de las intervenciones norteamericanas en Europa.

Al iniciarse la guerra fría, los objetivos del mundo occidental se podían resumir en dos, uno de carácter inmediato y permanente y el otro a largo plazo. El primero consistía en mantener una Alemania dividida y ocupada por las cuatro potencias aliadas ganadoras de la última guerra mundial. El segundo pretendía la destrucción de la URSS por agotamiento económico y, a ser posible, por su desfondamiento ideológico. Pero en 1992 ya no era preciso mantener el primer objetivo táctico porque se había alcanzado el objetivo estratégico de largo plazo: la desaparición de la URSS.

Las estructuras de poder establecidas en el bloque occidental para lograr las dos metas, se desmoronan una tras otra. El ejemplo más claro lo tenemos en Italia, donde el Partido Demócrata Cristiano y el Partido Socialista Italiano desaparecen después de haber sido el bastión político que impidió a los comunistas alcanzar el poder durante dos generaciones.

En 1993, Anthony Lake, entonces consejero de Seguridad de Bill Clinton, afirmó con toda rotundidad: “Un factor prioritario debe determinar cuando Estados Unidos actuará

50 El texto puesto en boca de Xabier Arzalluz se pronunció en la reunión que éste mantuvo con dirigentes de HB el 26 de abril de 1990 (“El País”, 03-04-94) y se menciona en el libro ya citado de Joan E. Garcés.

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multilateralmente o unilateralmente, y ese factor es el interés de Estados Unidos”. Es difícil formular con menos palabras un mensaje político tan claro y que a partir de entonces será, además, directriz en la acción exterior de la única superpotencia que ya existe en el mundo. Su legitimidad internacional deviene de haber conseguido, finalmente, la desaparición de su oponente estratégico y también por el hecho de haber ganado los dos anteriores conflictos mundiales, a pesar de tener que vencer internamente una corriente muy fuerte de opinión favorable al aislacionismo y a la no- intervención en asuntos europeos.

Ante esta situación, conviene tener bien presente dos aspectos de carácter general. El primero viene de antiguo y se plasma en que si todos los países no son iguales ante la ley, no existe lo que podríamos definir como un “Estado de Derecho Internacional”. Las crisis de Yugoslavia y Chechenia, el conflicto árabe-israelí..., son ejemplos palpables de esta afirmación. En unos casos se aplica un principio de injerencia en los asuntos internos por este o aquel motivo y, en otros, se aplica el principio de no-intervención por razones similares. Las alianzas se convierten así, como siempre ha sucedido, en el factor determinante a la hora de analizar la crisis de un Estado. En este campo es donde los Servicios de Inteligencia han de actuar con mayor pulcritud y esmero, pues una valoración errónea en la situación internacional de su país puede acarrear fatales consecuencias para sus intereses vitales.

El segundo aspecto podía concretarse afirmando que la seguridad absoluta disfrutada hoy por los Estados Unidos se corresponde, en el resto de países, con una inseguridad también absoluta, si bien con diversas graduaciones, según sea su proximidad política inicial a Washington. Parecida formulación es la que presentaba Henry Kissinger, consejero de Seguridad y secretario de Estado bajo la presidencia norteamericana de Richard Nixon, cuando escribió su tesis doctoral sobre el Congreso de Viena celebrado tras la derrota de Napoleón. Parece evidente que esta situación de completo dominio internacional por parte de un sólo país, como es el caso que estamos viviendo, habría sido más preocupante para los demás si el dominador fuera otro. Al fin y al cabo los Estados Unidos han sido pioneros en establecer internamente un reconocido sistema de contrapesos y equilibrios, lo que les ha convertido en la nación democrática más antigua y sólida del mundo, disfrutando, en consecuencia, de una envidiable estabilidad y consenso interno. Y esta circunstancia es la que nos permite suponer con optimismo que en el ámbito exterior también podría buscarse la estabilidad por la moderación y por el establecimiento de contrapesos internacionales.

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Pero esa moderación, necesaria para garantizar la estabilidad futura, sólo puede devenir “sin” la imposición de un modelo político o económico concreto, o de ambos, al resto de países que tienen una posición de partida completamente distinta. El modelo democrático ha de ser una meta a la que se llegue libremente. Hay que facilitar el camino para alcanzar ese objetivo a los países que lo deseen, pero con arreglo a su propia idiosincrasia, cultura y capacidad de elección. No se debe olvidar que la apertura democrática en países pobres o en vías de desarrollo, comporta, ante todo, una lucha para erradicar la corrupción que sufren, siendo bien evidente que su control está en manos de las elites que los gobiernan y que éstas, a su vez, se apoyan en las potencias hegemónicas.

Por otra parte, el desplome de la URSS y la desaparición del modelo comunista que la sustentó han traído consigo unas consecuencias determinantes para el análisis estratégico global. En primer término, el fracaso del modelo soviético ha consumado la crisis de la ideología comunista, tanto en su aspecto científico como en su concepción utópica.

A este respecto, hay que tener en cuenta que desde la formulación de las teorías de Adam Smith y Ricardo, por un lado, y de las de Marx y Engels por otro, los dos modelos antagónicos han perdurado por su constante evolución y por la búsqueda incesante de la contradicción definitiva del sistema opuesto. Por ello, contemplada la figura de un empresario o de un obrero en el siglo XIX, se nos convierten en irreconocibles apenas cien años más tarde. Los sistemas que el modelo liberal o el comunista propugnaban como solución, en una dialéctica antagónica y en evolución constante, les proporcionaba una permanencia en lo político hasta que se lograra el derrumbe de la opción contraria.

Desde un punto de vista sociopolítico esa confrontación era muy positiva, ya que la amenaza de perder el estatus nacional o internacional obligaba a una actividad continua en la búsqueda de lo más apreciado para el hombre después de la vida: la libertad. Pero, curiosamente, la opción que centraba en ésta su principal bandera, aunque olvidada en beneficio del Estado y de su burocracia durante demasiado tiempo, ha sido la derrotada. Ello demuestra que no puede mantenerse una idea de revolución permanente durante tres generaciones, sobre todo si se crea una poderosa burocracia cuyo fin último termina siendo sólo su fortalecimiento endogámico.

En el mundo actual prevalece un único modelo ideológico que, en sus orígenes, es de mentalidad burguesa o, lo que es igual, egoísta, y caracterizado por una despreocupación vital sobre aquello que no le afecta. Uno de sus rasgos más destacables es el sentimiento de seguridad-inseguridad, que por su propia naturaleza se convierte en un factor

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negativo a la hora de plantear cualquier renovación o evolución, sea ésta de carácter social o estratégico. Si todo marcha bien ¿para qué se van a introducir cambios? Así, siempre se espera que actúen los otros, que será sin duda lo que suceda a medio plazo si la inseguridad se generaliza y el modelo victorioso fracasa en el objetivo fundamental de proporcionar estabilidad y paz global. Sólo hay que asomarse al siglo XIX para comprobarlo.

En segundo lugar, la desaparición de la amenaza militar ha originado que el denominado complejo industrial de defensa, organizado por Estados Unidos cuando entra en la II Guerra Mundial, y cuyo fin último es alcanzar la hegemonía como principal país aliado, sufra una profunda crisis, pues los costosos sistemas de armas, en evolución tecnológica constante, no son aceptados por las Cámaras que controlan la acción gubernamental si no existe una amenaza cierta que los justifique.

Al mismo tiempo, el desmembramiento de la URSS propicia el reconocimiento de repúblicas muy pobres pero poseedoras de un arsenal nuclear, que si bien es difícil de mantener no deja de convertirse en una permanente tentación para traficar con naciones que ambicionan esa tecnología, o con grupos que en un determinado momento aspiran al chantaje internacional utilizando una vía de terrorismo nuclear. La amenaza nuclear no ha desaparecido, aunque sí ha cambiado de naturaleza. Impedir pues la proliferación nuclear en las nuevas repúblicas independientes de la CEI y dotarlas de una fuerte ayuda económica, son las dos líneas estratégicas prioritarias si se ambiciona alcanzar una cierta estabilidad militar.

Por otro lado, la carrera espacial que en la era Reagan obtuvo un notable impulso al plantearse como la principal garantía de la defensa estratégica, también ha perdido su mejor argumento para mantener los sustanciosos presupuestos anuales obtenidos con anterioridad. Aunque ahora, en una concepción estratégica de reaseguro, haya surgido la necesidad de poner en marcha un sistema de armas anti-misil para afrontar la amenaza reseñada más arriba, que nunca está de más si su objetivo verdadero es el mantenimiento de la paz.

La falta de definición en las alianzas multilaterales de defensa, origina una situación bastante surrealista. Así, observamos que países reconocidos como antiguos miembros del Pacto de Varsovia piden turno para ingresar en la OTAN y, de forma no menos sorprendente, vemos a ésta inventarse nuevas misiones que nada tienen que ver con las que justificaron su creación como organización militar. Además, Rusia no deja de buscar un papel estratégico en Europa, aunque sea sólo nominalmente para poder evitar su humillante aislamiento y aparentar un teórico equilibrio que, aun precario, permita ganar

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el tiempo necesario para definir su nuevo marco de relaciones internacionales. El hundimiento del submarino nuclear “Kursk” en el mar de Barents (agosto del año 2000), pone en evidencia la situación de extrema precariedad por la que atraviesan las Fuerzas Armadas rusas.

Los Estados Unidos continúan siendo partidarios de que la ONU no disponga de un ejército estable, pero sí de reforzar la Alianza Atlántica proyectándola fuera de área como el gendarme armado permanente que preserve el modelo, sobre todo económico, que se considera deseable. En definitiva, se pretende reconvertirla en el eje básico sobre el que pivotará la futura Identidad Europea de Seguridad y Defensa y, por extensión, su estabilidad política y económica. La colaboración de los rusos y la OTAN en Bosnia ha venido a demostrar este reposicionamiento cualitativo sin que la fuerza de intervención rápida europea, impulsada a finales del año 2000, sea una alternativa al papel que juega el complejo otanista, al menos a medio plazo; más bien supone un instrumento regional complementario.

También es interesante subrayar que en la antigua URSS sólo se han librado de guerras civiles aquellas repúblicas que poseen armas nucleares: Bielorrusia, Ucrania y Kazajstán.

La desaparición del “otro” en el ámbito de la guerra económica es la novedad percibida con mayor claridad, pues este factor ha incidido directamente en las personas además de incidir en los países. Las estructuras económicas de ánimo agresivo, creadas para lograr al menos el mantenimiento del statu quo en sus zonas de influencia, se han visto desplazadas cuando el competidor desaparecía. Con ello se evidenciaba también la necesidad de reestructurar esa pugna comercial con el aliado de antaño, dándole otro carácter para poder conquistar unos mercados rendidos al mejor postor, sin ninguna otra consideración de importancia, incluida la política que era hasta hace poco la determinante en la decisión final. Por ello, la rivalidad entre los dos grandes colosos económicos, Estados Unidos y la UE, es hoy una realidad incuestionable aunque incipiente, si bien atenuada por la existencia de los organismos de concentración económica creados durante la guerra fría y que llevan camino de convertirse en instrumentos decisivos de la política internacional, en forma mucho más acusada que hace solamente una década.

Aunque el peso económico de Estados Unidos es muy superior al de la UE, ésta mantiene su principal activo en ser una opción de futuro, a pesar de encontrarse sometida a fuertes desajustes estructurales por la lenta concentración de sus sectores estratégicos y económicamente vitales, y por hallarse, también, inmersa en un proceso

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de ampliación hacia el Este, abierto a países sumidos en la desorganización generada por el cambio de modelo y con muy diversos grados de desarrollo económico y político.

La dificultad europea para agilizar el proceso y recuperar competitividad industrial y comercial frente a las grandes empresas norteamericanas, se encuentra sobre todo en la velocidad con la que viaja hacia esa integración total. La ausencia de una política exterior común, no sólo en las grandes líneas sino también en los procesos negociadores, es un lastre con incidencias muy negativas a la hora de establecer posiciones económicas sólidas en mercados siempre abiertos a la mejor oferta y que por su propia naturaleza desconfían de la debilidad política.

Los mecanismos económicos instalados en Europa, sin una contrapartida de vinculación más coherente en el ámbito político, son bastante preocupantes. La aceptación, sin más, de este estado de cosas, relega a un plano secundario el capital más acreditado que posee el viejo continente y que puede ser la mayor aportación a la paz y estabilidad mundiales: la cultura.

La dependencia económica europea de los Estados Unidos nos sitúa en una posición desfavorable de cara a los países menos desarrollados. Bruselas debe establecer vías para equilibrar la posición de prevalencia económica que disfrutan los norteamericanos, ya que, además, alcanzar éste objetivo reequilibrador facilitaría el funcionamiento de los contrapesos internacionales necesarios para ir erradicando la pobreza.

Y tampoco puede olvidarse que el fenómeno migratorio de los países africanos, además de tener un origen social o político, puede ser de índole exclusivamente económico y que, según muestra la historia, cuando estos movimientos son generalizados también son imparables. Por eso, la vía de la cooperación eficaz es la única forma de controlar el problema. El otro camino nos lleva a la exacerbación del nacionalismo, con consecuencias indeseables lamentablemente contrastadas.

Es lógico que la fe en el libre cambio se haya instalado entre nosotros por la evolución de la situación mundial. Esa filosofía empresarial ha sido asumida sin reservas por gran parte de los políticos, los funcionarios y los periodistas que conforman la opinión pública en sus respectivos países. En nombre de la eficacia y del beneficio material se sacraliza el principio.

Cualquiera que reflexione al respecto comprenderá que una actuación completamente libre y desreglada de los mercados podría llevarnos a la anarquía económica primero y al dominio de las mafias económicas después. En España, por poner un ejemplo cercano, la liberalización de las gasolineras conllevó la concertación de precios por parte de las petroleras y la ausencia de un verdadero mercado abierto y

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competitivo, justo en contra de la previsión anunciada, mientras en el ámbito de la contratación laboral se aceptaban los contratos “basura” como un mal necesario para hacer crecer las cifras de empleo.

En fin, no se trata de confeccionar un listado de referencias negativas, sino de reconocer como sabido que el libre cambio podía ser muy beneficioso para el desarrollo de la riqueza de las naciones, pero no en la primera formulación de Adam Smith. El camino tiene una continuidad fácil asegurando mercados libres y no concertados, estableciendo una regulación leal de la competencia y evitando que el dumping y otras prácticas perversas sean utilizados por las empresas más fuertes para hundir a las más débiles y poder dominar después en solitario el sector económico del que se trate y, en consecuencia, manejar los precios en su exclusivo beneficio.

Desde el punto de vista económico, el fin de la guerra fría también ha supuesto la desaparición de los controles militares y políticos que tenían establecidas las grandes potencias para preservar sus zonas de influencia. En su lugar se ha instalado una competencia agresiva que lucha por el control de los mercados emergentes en los países antes bajo influencia de la URSS. Hoy puede decirse que hay ciertos islotes económicos que, por una u otra razón, no están bajo el control occidental (China, Corea, Vietnam, Cuba y algunos países islámicos), aunque en todos ellos se observa la adopción paulatina del modelo económico occidental tratando de preservar, en la medida de lo posible, la superestructura que tenían antes de la desaparición de la URSS.

Los principales aliados de Estados Unidos, pero también la propia dinámica de la nueva situación creada, están obligando a cambiar los planteamientos que hacen los analistas de la Casa Blanca. La tarta económica es tan grande que en el siglo XXI abre paso inevitablemente a un mundo multipolar que, en pocos años, nada tendrá que ver con el enfrentamiento bipolar de antaño.

En resumen, una vez desaparecida la URSS, en la globalización prevalente parece imponerse que la “teoría de seguridad nacional” dejará paso en poco tiempo a la “doctrina de seguridad económica”, que en una economía de mercado se puede traducir por asegurar los beneficios financieros mediante el control de los sindicatos. Ello significará sacar a éstos de su tradicional lucha reivindicativa y lograr el aburguesamiento de sus aspiraciones, lo que se debe plantear con muchas reservas ya que si tal hipótesis se cumpliera el resultado podría ser socialmente catastrófico. El papel de los sindicatos como poder de representación intermedia podría desaparecer, pero siendo asumido de otra forma o por otras organizaciones que sustituyeran esa función; si desaparecieran sin

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más, la pobreza, la marginación y la pérdida de libertad ocuparían progresivamente su espacio.

Bajo esta reconsideración estratégica, en enero de 1994 se firma el tratado de libre comercio entre Estados Unidos, Canadá y México, por el que los norteamericanos se aseguran su tradicional influencia en el hemisferio occidental.

Pero la ausencia de competencia en la implantación del modelo económico y la desaparición de la bipolaridad en el ámbito de la política internacional, obliga al mundo desarrollado a plantearse dos nuevos objetivos, uno a corto y otro a medio-largo plazo, para asegurar una estabilidad óptima.

El primero es evitar la proliferación nuclear en países emergentes o segregados de la antigua URSS, con la subsiguiente necesidad de disminuir los arsenales nucleares ya existentes de las potencias que poseen estas armas. En este terreno aparecen dos líneas de acción posibles: la inversión para desarrollar la economía de esas pequeñas potencias nucleares, evitándoles la tentación de traficar con su arsenal nuclear, y trabajar sobre la hipótesis, más peligrosa, de que se produzca un chantaje nuclear, y definiendo las medidas a adoptar en consecuencia.

Hay que tener en cuenta que en este periodo de cambios y mutaciones, la única superpotencia que queda en el mundo, los Estados Unidos, contempla con cierta preocupación los movimientos internacionales que comienzan a desarrollar naciones con una cierta aspiración de hegemonía regional, ante lo que se prevé va a ser un cercano reparto de zonas de influencia. Pero en Washington también alarma la posibilidad de que pequeñas repúblicas de la CEI caigan en la tentación de poner en el mercado clandestino de armas la tecnología e incluso los ingenios que poseen, para obtener así recursos económicos fáciles y que son vitales para la mera subsistencia de sus ciudadanos.

El análisis del Pentágono al exponer en 1992 su nueva estrategia oficial era esclarecedor: “Para asegurar una zona de economía de mercado en paz y prosperidad y que abarque más de los dos tercios de la economía mundial, Estados Unidos debe de disuadir a las naciones industrializadas de discutir nuestro liderazgo y de no aspirar siquiera a un papel mundial o regional más amplio”.

Esta idea supone dar tiempo al tiempo y en ella puede estar la razón de fondo por la que no se ha modificado, todavía, la composición de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU. Los Estados Unidos han sido los principales interesados en dejar organizaciones de esta naturaleza con la misma estructura orgánica que tenían durante la guerra fría.

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Resulta bastante evidente que todo factor de estabilidad, como es el mantenimiento del statu quo internacional, puede llevar en su seno un aspecto negativo, capaz, por si mismo, de destruir esa estabilidad que en principio trata de preservar. Esto sucede cuando la situación se ha construido sobre bases falsas y se mantiene así durante un largo periodo de tiempo.

Por esta razón, puede suceder que siendo en 1992 absolutamente recomendable no variar la composición de los miembros del Consejo de Seguridad con derecho a veto, trece años después el mantenimiento de ese mismo estado de cosas sea realmente perverso al no ajustarse a la realidad internacional, poniéndose en cuestión de forma casi automática la credibilidad de este órgano ejecutivo de las Naciones Unidas. En definitiva, ello supone cuestionar seriamente el papel de la ONU como organización encargada de velar por la paz en beneficio de otras instituciones menos legitimadas para esa función. El desinterés demostrado por Estados Unidos hacia la ONU no permite ningún optimismo en cuanto a la operatividad futura de este foro internacional.

El segundo objetivo sería lograr de manera paulatina, pero imparable, la expansión del libre mercado apoyado en un régimen político más o menos homologable a lo que hoy conocemos como democracia occidental. Aunque este aspecto político adquiera por desgracia un carácter secundario y, consecuentemente, se le deba otorgar unos plazos todavía más largos para alcanzarlo.

No vamos a analizar en detalle el hecho de que esta despreocupación por lo político haya sido en muchas ocasiones el factor determinante de la perdida de credibilidad ante los países pobres o en vías de desarrollo. Para que un modelo de democracia occidental sea exportable, no puede estar impregnado sólo con los principios de la filosofía económica liberal, pues el contexto cultural de los países a los que esta dirigido es muy diferente: también es preciso considerar que el contacto económico de ese modelo en África, Asia y América del Sur ha estado presidido generalmente por una explotación colonialista de muy mal recuerdo. Parece necesario, pues, encontrar la fórmula para exportar un modelo de libertad sin entrar en colisión con la idiosincrasia local, y para ello nada es mejor que impulsar a los países necesitados de libertad como actores principales en la búsqueda de una respuesta válida.

El final de la guerra fría ha supuesto la finalización de tres ciclos que han condicionado de forma casi absoluta la historia mundial, abriendo una nueva era de horizontes indeterminados y difíciles de valorar.

El ciclo cultural que se inicia con la invención de la imprenta, acaba cuando aparece la informática. Esta revolución supone la universalización en el acceso a la información bajo

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un triple aspecto de cantidad, calidad y rapidez de acceso. Dentro de este marco, el horizonte tecnológico tiene unos límites que hoy parecen inalcanzables, pues a su amparo todo parece técnicamente posible si se deja volar la imaginación y se trabaja con unos esquemas posibilistas. La eventual amenaza que puede subyacer en esa revolución informática, es un claro ejemplo de los problemas que se originan cuando el avance científico sobrepasa por completo el análisis y las previsiones que se hacen en el marco de la seguridad nacional.

Y con ella finaliza también un ciclo económico que se inicia con la ascensión de la burguesía y el declive del feudalismo en los albores de la época renacentista y que se quiebra con el fracaso de la planificación económica, al menos en los términos en que ese modelo había sido puesto en práctica por la URSS primero y por China más tarde.

Pero también asistimos al final de un ciclo político que se inicia con las revoluciones burguesas de los siglos XVII y XVIII, que van terminando paulatinamente con el antiguo régimen y que culmina, de nuevo, con la caída de los gobiernos comunistas del Este de Europa.

En este escenario de cambio global hay razones para la preocupación, pues los esquemas válidos de antaño han quedado inservibles y nunca hasta ahora se había asistido a un cambio tan radical y profundo en todos los aspectos de la vida. Este clima de desconcierto y de “no saber”, unido a la ausencia de un marco renovado que establezca las nuevas reglas del juego en las relaciones internacionales, hace que los riesgos para la estabilidad mundial sean evidentes. Pero también hay que tener en cuenta que esta situación se inicia en un momento que, en general, podemos definir como no traumático y que permite al menos ser optimista en la búsqueda de soluciones a los nuevos retos que se plantean.

En efecto, el llamado bloque social-comunista se ha hundido no a consecuencia de una derrota militar, sino por su propia fundamentación. Ello origina que de cara al futuro no haya que plantear ninguna revancha, como sucedió en el periodo comprendido entre los dos conflictos mundiales de este siglo, e incluso antes con una frecuencia recurrente que nos hace identificar dicho comportamiento como una de las principales causas de la conflictividad humana. A lo largo de la historia europea, las relaciones internacionales no han sido otra cosa que relaciones de poder; por eso, después de haberse alcanzado la paz, el vencedor ha impuesto duras condiciones al vencido, que casi obligadamente buscaba nuevas bazas para librarse de una situación inaceptable a largo plazo. En definitiva, la paz ha sido en muchas ocasiones más una tregua que una auténtica paz.

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La aspiración, muy extendida, de alcanzar en el menor tiempo posible el modelo de vida occidental, así como de destruir cuanto antes un modelo tiránico no deseado, permite pensar que el fundamento filosófico que dio lugar al modelo marxista sigue siendo válido en el aspecto utópico y como idea liberadora del hombre, pero es evidente que la formulación teórica que permita atemperar un liberalismo duro tiene que basarse, en todo caso, en la realidad del siglo XXI y siendo conscientes de la finalización de los tres ciclos mencionados.

El aumento de riqueza en occidente, unido a las posibilidades de desarrollo sostenido en los países de la esfera oriental, ofrece unas condiciones de partida que son mundialmente esperanzadoras, con la excepción del África subsahariana. En ese sentido, parece que lo más adecuado es la exploración de vías para la cooperación internacional, evitando así que dentro de una generación las bolsas de exclusión de la riqueza y la marginalización global hagan imposible la adopción de medidas que permitan alcanzar el equilibrio internacional, necesario para conseguir una paz estable.

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Los nuevos retos de la inteligencia del Estado

La nueva situación genera en cualquier país una serie de retos, tanto de carácter externo como interno, que han de ser asumidos, con mejor o peor disposición, por sus Servicios de Inteligencia si no quieren quedarse descolgados en el protagonismo de la comunidad internacional, ni que sus ciudadanos se sientan inseguros.

La incidencia de lo exterior en lo interior, y viceversa, actúa de manera inexorable. Por ello, aunque operativamente sea conveniente la separación de ambos ámbitos de actuación, a nivel político nunca debe perderse de vista esta dependencia mutua, valorando siempre la influencia del otro factor en el análisis resolutivo de las diferentes situaciones.

Henry Kissinger señalaba en 1996 que “el eje de la historia comienza en Moscú, pasa por Bonn, cruza por Washington y llega hasta Tokio: lo que acaece en el Sur no cuenta”. Vemos sintetizada así la concepción Norte-Sur de este reputado especialista y la propia doctrina anglosajona sobre las relaciones internacionales y el reparto geopolítico del mundo realizado por las grandes potencias en los últimos doscientos años.

En consecuencia, el primer problema que se nos plantea es de posicionamiento o, si se prefiere, de estatus internacional. Es evidente que hasta hace muy poco España constituía parte del Sur y que la gestión última de sus asuntos internacionales e internos estaba, como todavía hoy está, mediatizada desde centros de poder alejados de Madrid.

Hoy, una interpretación estricta de la reflexión de Kissinger nos sigue inscribiendo al Sur, pero también es evidente que nuestras condiciones materiales y políticas han variado profundamente y que en un contexto europeo podríamos considerarnos de forma más apropiada como Sur del Norte que como Sur-Sur. Así es como nos perciben la mayor parte de países no desarrollados o en vías de desarrollo. El cambio de percepción por la variación de nuestras circunstancias materiales, unido a la proximidad de la

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anterior situación, ofrece unas oportunidades de acción en el ámbito internacional perfectamente realizables ya que disponemos de los medios objetivos para su desarrollo.

Hay que señalar que para nuestro país es desde luego legítimo luchar por esa mejora de estatus internacional, cuya consecuencia sería disfrutar de una mayor influencia en los asuntos mundiales y con resultados más favorables para nuestros intereses, a la vez que facilitar la solución de importantes problemas internos.

Desde la entronización del primer rey de la Casa Borbón en los albores del siglo XVIII, España ha venido sufriendo la renuncia expresa de sus dirigentes a elaborar y desarrollar un proyecto internacional autónomo. Los pactos de familia de las dos casas hermanas reinantes en España y Francia iniciaron la desastrosa costumbre de pedir protección o patronazgo a otras potencias más o menos afines, con resultados muy desfavorables para el afianzamiento de nuestra identidad nacional y para nuestra propia convivencia. Constituyendo la nación española una realidad política y cultural de las más antiguas y acreditadas de Europa, siempre ha tenido gran dificultad para reafirmar un proyecto nacional sólido. Es obvio que su dependencia internacional más allá de lo recomendable, ha sido factor determinante en ese estado de cosas y que, si ello ha supuesto un aislamiento decadente en el ámbito exterior, internamente ha conllevado además dos siglos de enfrentamientos civiles, desencuentros y un profundo estancamiento político.

Hoy, las desigualdades económicas y militares entre los países miembros de la UE son un hecho incuestionable, quedando definido el estatus de cada uno dentro de la organización supranacional común en función, básicamente, de esos dos factores de diferenciación. En el primero de ellos España disfruta de una dinámica ascendente con algunos desajustes estructurales por su rápida expansión, mientras que en el segundo es muy deficitaria. A pesar del triunfalismo oficial, podemos afirmar, con todo rigor, que desde la óptica militar nuestro país no posee los medios materiales para garantizar su seguridad nacional en sentido amplio, y que este importante aspecto de la soberanía se encuentra avalado tan sólo por decisiones propias o colegiadas de otros países aliados. En efecto, desde una simple intención enunciativa y sin entrar a analizar cada uno de los aspectos, España:

No tiene capacidad militar nuclear, estratégica o táctica.

Carece de una fuerza de disuasión, y tampoco aspira a tenerla al menos en el medio plazo.

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No dispone de fuerzas de proyección suficientes para operar en teatros de guerra lejanos y con la necesaria autonomía.

No posee capacidad táctica ofensiva (espada), mientras que la defensiva (escudo) es muy limitada.

Carece de capacidad operativa convencional sobre los eventuales campos de batalla europeos.

No alcanza el nivel de interoperatividad entre el mando y el conjunto de unidades de fuerza y de apoyo logístico que exige la actual doctrina militar.

Ha consumado un sistema de plena profesionalización militar que en la práctica conlleva un déficit numérico significativo en la clase de tropa y marinería y una desmotivación cívica en la defensa nacional.

Carece de suficiente tejido industrial en el sector de la defensa, con una participación todavía anecdótica en proyectos de codesarrollo y cofabricación multinacional.

No tiene una organización de inteligencia homologable a la que poseen los países democráticos, permaneciendo su filosofía y funcionalidad ancladas en el pasado aunque su capacidad técnica y operativa sea notable.

Carece, incluso, de una organización de “reservistas” tipo OTAN que colabore en programas y actuaciones de defensa civil y que estimule la colaboración cívico- militar.

En resumen, nos encontramos en un periodo de expansión económica y de enriquecimiento nacional sostenido, pero unido a una insuficiencia de recursos para atender las necesidades de la defensa nacional como es debido. Este último aspecto preocupa poco a la clase política, sin duda por su escaso peso electoral; ni tampoco merece la atención o el seguimiento adecuado por parte de los medios informativos. Todo ello es consecuencia de la circunstancia apuntada al principio y arrastrada desde la guerra de Sucesión: la dejación de nuestros intereses internacionales en manos de otros.

No obstante, además de contar con una evolución favorable en el plano económico, hoy disponemos de un triple pilar que opera a nuestro favor para permitirnos, en efecto, mejorar nuestra posición en el mundo. Está constituido por la alianza con Estados Unidos, las relaciones con Iberoamérica y el posicionamiento en el Mediterráneo, que analizaremos más adelante al tratar de lo que podemos denominar “plan nacional alternativo”. Si por el momento nos ceñimos a la mejora de nuestro estatus internacional, ésta debe orientarse prioritariamente en el ámbito de la UE.

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El auge de los acuerdos y organizaciones europeístas, con su obligada consecuencia de las competencias transferidas, viene a significar, sin duda, una pérdida de soberanía, si ésta se entiende en su forma tradicional. Pero también supone un incremento de influencia en los asuntos internacionales o en los clubes a los que se pertenece. Admitir un recorte de soberanía a cambio de una mayor influencia se convierte en un factor de estabilidad regional de primera magnitud, pues tiende a globalizar los intereses nacionales en beneficio de la totalidad en la que se integran.

Por un lado se pierde autonomía en la toma de decisiones (lo que antes era facultad exclusiva del gobierno de la nación), pero a cambio también se puede incidir en decisiones que antes estaban vedadas por ser competencia de otros gobiernos. Hoy, la articulación de una política exterior adecuada a la nueva situación, junto con el conocimiento de aquellos aspectos esenciales que pueden ser susceptibles de generar un eco receptivo de nuestros intereses nacionales, es esencial para el desarrollo de la política en el ámbito internacional. El papel de los Servicios de Inteligencia es claro y decisivo, pues el nuevo modelo no deviene de manera repentina sino a través de una constante evolución. Lograr para nuestro país el mejor acuerdo y encaje internacional en Bruselas, no deja de ser el objetivo prioritario al que deben aplicarse los recursos de inteligencia, facilitando que el Gobierno decida la mejor opción en cada momento.

El cambio ha ido más allá del matiz; ahora se trata de conocer y dominar aquello que puede interesar a otros para favorecer también nuestros intereses nacionales. Podríamos decir que se ha pasado de una confrontación por “intereses antagónicos” a una coordinación de “intereses afines”, que quieren hacerse compatibles y globales. En definitiva, se ha producido un cambio de enfoque en la manera de trabajar ciertamente beneficioso para la situación española. Por tanto, se trata más de conocer las líneas de consenso y concertación comunes que las líneas de confrontación-presión controlada, que, sin haber desaparecido, han pasado a un lugar secundario a la hora de establecer líneas de acción.

Lo esencial para España es mejorar su estatus internacional, objetivo que en determinados casos se convierte en una aspiración difícil de sostener por las tensiones que generan en idéntico sentido la mayor parte de las naciones europeas. Piénsese en los casos de Francia y Alemania. La primera, interesada a todas luces en mantener su posición versus Consejo de Seguridad y su papel de gran potencia adquirido en 1945. Y la segunda, con antecedentes radicalmente distintos, ya que su estatus le fue impuesto por los aliados al finalizar la II Guerra Mundial, que centra sus actuales aspiraciones en

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disfrutar de un liderazgo regional aceptado por todos y en especial por las naciones que antaño eran sus principales rivales.

Sólo una profundización en la realidad de la UE puede solucionar una situación que sería insostenible en una concepción regional clásica. Y en esa profundización, mantener la tendencia del fenómeno es más importante que cumplir cualquier plazo. Es decir, su gran importancia radica en como percibe la población alemana ese avance hacia la integración, único camino para atenuar sus objetivos nacionalistas si el problema se enfoca exclusivamente desde una perspectiva tradicional.

Pero esa profundización europea es también necesaria en el caso de Francia, pues, de no realizarse, su estatus no sería sostenible a medio plazo. La renuncia a un liderazgo regional en favor de Alemania, a cambio de que este país desdeñe al Consejo de Seguridad (mientras que la toma de decisiones vinculadas a la conflictividad militar se deslizan hacia la OTAN en detrimento de la ONU), es un mecanismo que permite desplazar a la organización decisoria, en donde Alemania goza de un papel adecuado, sin que nadie pierda “pie de foto”, en tanto que se articula el nuevo marco de relaciones.

En este puzzle internacional hay que considerar también el papel regional a jugar por Rusia, país que obviamente no pudo integrarse en la OTAN como pretenden los antiguos satélites europeos de la URSS, y que tampoco debe quedar aislado en los asuntos de seguridad europea, puesto que entonces el equilibrio conseguido entre Alemania y Francia quedaría roto por el Oeste, lo que equivale a decir que sería ineficaz.

Para España, el punto de partida fue muy desfavorable, dado que el régimen nacido después de la dictadura estuvo, desde el principio, bajo la protección político-económica de la Comunidad Económica Europea (CEE) y militar de la OTAN. La doctrina oficial entre los diferentes partidos que eligieron el camino de la reforma política, fue la de integrarnos en las instituciones comunitarias lo antes posible para consolidar el sistema democrático y modernizar el país. “Nunca lo hubiéramos logrado nosotros solos”, se repetía a sí misma la clase política en aquellos años. El fallido golpe del 23 de febrero de 1981 no hace más que acentuar la necesidad y la urgencia de ingresar también en la OTAN, prácticamente a uña de caballo.

La situación de los partidos “reciclados” del antiguo régimen y su aceptación por los partidos democráticos del exilio, permite que las negociaciones para el ingreso en la CEE sean leoninas para España y que generen un estatus menos favorable para nuestros intereses que el teóricamente esperado por nuestra importancia relativa en el espacio continental.

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El poder predominante dentro de la UE es ejercido por Alemania, Francia, Reino Unido e Italia. Por ello, para preservar la autonomía nacional es preciso que el Gobierno proporcione los instrumentos que frenen la ambición de nuestros aliados sobre la dominación de nuestros propios intereses.

En consecuencia, es necesario conjurar el aislamiento en nombre de Europa y potenciar nuestra participación multilateral en la prevención de conflictos internacionales o en el reforzamiento de alianzas regionales que afecten a nuestra seguridad específica. De forma simultánea hay que distanciarse de los conflictos hegemónicos en el continente buscando una apertura a la multipolaridad. En estos últimos trescientos años hemos estado protegidos por otros, siendo por tanto víctimas de un enfeudamiento geopolítico con las incidencias negativas en nuestra convivencia nacional por todos conocidas. En resumen, el problema prioritario es profundizar en nuestras alianzas, pero dotándonos a la vez de los medios necesarios para asegurarnos una autonomía política razonable.

Hoy, la situación de España en Europa es cómoda y positiva, pues nuestra influencia, acorde con su tamaño y riqueza, tiene en efecto una dinámica de crecimiento siempre y cuando la profundización europea sea real. En el caso de no funcionar esta hipótesis, nuestros intereses nacionales se verían afectados muy negativamente, pues nuestra reciente historia se modeló sobre la base de la integración comunitaria. Las décadas de aislamiento y conflictos civiles hicieron que todo el edificio constitucional se diseñara con la vista puesta en Bruselas y para jugar con decisión la opción europea, lo que permitiría superar el aislamiento crónico y nuestra tendencia atávica hacia la disgregación.

Otro reto no resuelto es el autonómico, pero en el marco europeo de integración global se pueden encontrar soluciones válidas para desenquistar la comprometedora situación que se arrastra desde hace más de una generación. Profundizar en la democracia y aceptar la globalización europea parecen ser dos vías complementarias que pueden ayudar a conseguir la pacificación del llamado “nacionalismo histórico”.

La deficiente cultura democrática de España ha sido quizás el factor de mayor peso a la hora de construir un modelo de Estado plenamente asumido por todas las comunidades que la conforman. Aunque el consenso generalizado sobre el proceso de reforma política y la aprobación de la Constitución de 1978, cierto es que con alguna abstención de importancia cualitativa, abrió una puerta a la esperanza de un largo periodo de estabilidad y alternancia política.

No obstante, la corrupción, el deficiente funcionamiento de la justicia, la formación de un sistema de intereses no fiscalizable y descontrolado por el poder político y el desprestigio de las Fuerzas Armadas, han impedido que la esperanza aflorada a finales

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de los años 70 fuera una realidad al concluir el siglo y que, en consecuencia, el modelo que podía ofrecerse desde la España central a la autonómica fuera poco apetecible desde el punto de vista político, aunque en lo material pudiera colmar ciertas aspiraciones de coyuntura. El gobierno en Madrid actuaba casi siempre sin iniciativa política, a remolque de los acontecimientos y con una gran debilidad negociadora.

Las fuerzas existentes de carácter centrífugo en países como Bélgica y España, hacen que la filosofía europea sea causa determinante de su deseable estabilidad. Para esas fuerzas también es una manera de satisfacer determinadas aspiraciones ligadas a un interés general europeo y no como un sometimiento o cesión a la fuerza del gobierno central, más poderoso sobre los gobiernos periféricos. Resulta evidente que la afirmación decimonónica de las pequeñas nacionalidades, pierde su sentido de reivindicación política si se llega a consolidar un proyecto global que trascienda más allá de las nacionalidades excluyentes, realidad que ha determinado la historia continental en los últimos doscientos años.

Pero de nuevo es preocupante que, siendo el reto autonómico con su derivada terrorista el problema interno más importante que tiene España, los sucesivos gobiernos de la nación no hayan ejercido de forma mucho más decidida la captación del respaldo ante sus aliados comunitarios.

En primer término es bastante incoherente, y desde luego prueba manifiesta de su debilidad, que España guarde silencio ante determinados abusos y comportamientos políticos prepotentes y después colabore en la desmembración de la antigua Yugoslavia, una vez que Alemania resucita sus ambiciones hegemónicas en los Balcanes. Pero tampoco es de recibo que el gobierno alemán vea “con buenos ojos” la integración en Europa de una Euzkadi independiente. Si España considera que el camino europeo es el más adecuado para consolidar la cohesión nacional, es necesario que convenza de ello a sus aliados más importantes, pues si no es así parece evidente que su política está condenada al fracaso.

El hecho de que el futuro de nuestro país dependa de causas ajenas o de una evolución en la que su influencia no sea decisiva, aunque teóricamente sí se pueda influir sobre ella, es desde luego preocupante. Ante esta hipótesis, que es la más peligrosa, sería sin duda conveniente disponer de un modelo alternativo que nos permitiera sobrevivir internacionalmente en el caso, no deseable, de que se convirtiera en realidad.

Este sería el momento adecuado para establecer un plan nacional alternativo, de la misma manera que lo tienen Alemania y Francia. Una vez aceptado el interés más favorable de que Europa funcione, nuestra política exterior y la acción de nuestros

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Servicios de Inteligencia deberían articularse en base a ello. Preservemos entonces nuestra seguridad y desarrollemos un modelo de emergencia para el caso de que lo más favorable falle. Nuestra alianza con Estados Unidos, nuestra proyección Iberoamericana y nuestra presencia en el Mediterráneo, son los tres ejes que pueden proporcionar la seguridad necesaria para afrontar en todo caso las condiciones asumidas como más desfavorables.

La alianza prioritaria con Estados Unidos nos ofrece, en primer lugar, confluir con el realismo político en el ámbito planetario, a la vez que facilita el sustraernos de las luchas de hegemonía en Europa que desde 1700 han enfrentado a Francia y Alemania. No hay que olvidar que estamos tratando no del escenario más probable, ni tampoco del más deseable, sino del más peligroso. Una alianza dependiente es mucho más llevadera si es lejana, y también es vitalmente más identificable con nuestros propios intereses si está establecida en un plano estratégico mundial, en vez de estarlo en el ámbito regional, marco en el que las ambiciones de dominación tratan siempre de ejercerse de una manera más estrecha y sectorial.

La presencia viva en Europa de un país como el nuestro, no anglosajón, ribereño del Mediterráneo y tan fiable como el propio Reino Unido, podría ser una baza estratégica de suma importancia para Estados Unidos. Por el contrario, nuestra alianza atlántica es la mejor garantía de evitar nuevos pactos de familia, en el sentido moderno del término, o de protectorados ideológicos que nos aboquen al endeudamiento político con otro país europeo. En esta hipótesis de trabajo es de vital importancia que nuestra alianza con Washington sea directa y no por diplomacia interpuesta.

Iberoamérica constituye nuestra segunda plataforma o eje de actuación para alcanzar una personalidad propia en el mundo. No vamos a detallar el impacto socio-cultural de tal relación, pues está en la conciencia de todos. El español como idioma y nuestra peculiar historia es una fuerza en ascenso imparable, que muchas veces actúa incluso a pesar de los propios españoles (salvando las distancias, la cultura griega también prevalecía en el imperio romano a pesar de los griegos). Políticamente, España dispone de un bagaje cultural exportable que ya quisieran para sí otros países europeos. Además, y dentro del interés de una alianza prioritaria con Estados Unidos, la cooperación norteamericana con Iberoamérica se facilita en gran medida si España está presente: como botón de muestra tenemos la resolución de la crisis Centroamericana en la década de los años 80.

Por otra parte, el Mediterráneo constituye nuestro espacio natural y aunque, como decíamos al principio, en teoría el Sur no cuenta o cuenta poco, la realidad no es tan

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lineal como la presentaba Kissinger. El mare nostrum es más que nunca una frontera en los aspectos político, económico y sociocultural. Pero la posición de España como una de las llaves del Mediterráneo, ya no es el único aspecto que hay que considerar.

En primer lugar, Francia necesita potenciar el papel geopolítico del Sur para afianzar su posición en Centroeuropa. Y si realmente está en ello, ya no le basta luchar como antaño por su interland mediterráneo. En esa profundización estratégica hoy necesita la colaboración de dos países ribereños pertenecientes a la UE y razonablemente ricos: España e Italia.

Además, la península ibérica es un espacio contrastado en el encuentro de culturas y quizás el único enclave mediterráneo en el que han convivido las tres religiones monoteístas en periodos prolongados. Y es un territorio en donde no existe rechazo generalizado al árabe o al judío.

Que para su desarrollo el Sur necesita con urgencia la cooperación procedente del Norte es más que evidente. Pero en nuestra opinión, eso, que es necesario, también es insuficiente, pues no hay cooperación sólida si ésta no trasciende al ámbito cultural, no en un plano de dominio sino de coexistencia respetuosa.

España se encuentra en estos momentos en una situación óptima para intentarlo. Paradójicamente, nuestro fracaso en el neocolonialismo de la post-guerra es una excelente carta de presentación dentro de una concepción de cooperación moderna, con filosofía de colaboración y no de dominio. Es el momento de desempolvar las ideas de Lawrence y Massignon, que fueron desechadas al final de la gran guerra en beneficio de la teoría tradicional que en el siglo XX generó el neocolonialismo de las potencias europeas sobre los países árabes. No variar esos parámetros es apostar por una inestabilidad endémica y un terrorismo regional de baja intensidad pero con carácter de amenaza matizada permanente. En definitiva, uno de nuestros retos consiste en buscar la coherencia entre nuestro devenir histórico y nuestra presencia geopolítica frente a la situación existente en el momento actual.

Esos tres vectores comentados (posicionamiento en Estados Unidos, en Iberoamérica y en el área del Mediterráneo), pueden conformar un sistema de relación que, si bien no ofrece las garantías del modelo de integración europea, constituye sin duda una alternativa segura y que puede funcionar en caso de crisis regional. Pero, en el caso de que se consolide el modelo europeo, disponer de un plan nacional alternativo sirve también para reforzar nuestra influencia en el contexto continental, lo que conlleva más fortaleza y por tanto más libertad.

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En este aspecto podríamos concluir diciendo que ambos modelos, el de afectación europea y el subsidiario de proyección nacional, no sólo pueden coexistir sin problemas, sino que su aunamiento, como perfeccionamiento de nuestra política exterior, nos ayudaría, además, en la profundización de nuestra vocación europea. En todo caso, es labor de los Servicios de Inteligencia ayudar a encontrar esa convergencia entre la fórmula global deseable y la de emergencia nacional, sobre todo mientras se viva la situación de transición y no se haya alcanzado el objetivo final. Ningún país realmente vertebrado deja su propio destino al albur o en manos ajenas, por eso es urgente plantear nuestras relaciones exteriores en un plano de igualdad, o incluso de desigualdad razonable, con nuestros aliados.

El tercer reto, más que plantear un análisis especulativo, reviste un carácter agudo por su inmediatez y requiere la adopción de medidas prácticas y urgentes. Se trata de combatir el fenómeno narco-mafioso que ataca al Estado con una gran virulencia gracias al enorme poder financiero que posee y que no tiene parangón con la delincuencia ordinaria. La creación de trusts y cartels del delito han llevado la filosofía de las multinacionales económicas al mundo del crimen, con unos medios económicos y técnicos poderosos y concebidos en concreto para promover la corrupción a gran escala, frente a los que el Estado difícilmente puede oponer recursos similares.

Desde el momento que no pueden ponerse en juego medios equivalentes para enfrentar la amenaza, esta inferioridad material sólo se palia con un reforzamiento de las instituciones representativas del poder político, capaz de generar un mayor respaldo social y más eficacia en la acción de la justicia.

En ese sentido, la situación por la que atraviesa España es especialmente grave dentro del contexto europeo. A su condición de país fronterizo de la UE, hay que añadir su permisiva legislación, considerada en muchos aspectos como muy favorable por los trusts de delincuencia organizada. La reconsideración con detenimiento de la legislación vigente, unida al incremento de la dotación presupuestaria necesaria para sustentar el sistema judicial y, por supuesto, el obligado dinamismo y perfección de la actividad de inteligencia interior, son decisiones políticas a tomar con la mayor urgencia posible para evitar que el problema se haga endémico e insoluble.

El entramado legal de España, que en poco tiempo la ha convertido en un paraíso de acogida para la delincuencia internacional, afecta también al fenómeno migratorio que, al margen de su importante vertiente delictiva, goza de un aspecto político que es necesario armonizar, en breve plazo, con los intereses de la UE.

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España, además de ser frontera comunitaria, es el país europeo más sensible por su situación geográfica y máxima proximidad al continente africano. La acción política cerca de Bruselas en materia de cooperación internacional, reviste una especial importancia siendo urgente la búsqueda de proyectos de desarrollo para la ribera sur del Mediterráneo.

Pero en estos nuevos tiempos también hay que considerar el papel creciente de la opinión pública y la rapidez con que se forma el impulso social y político de un país, gracias a la revolución tecnológica experimentada en las telecomunicaciones. Por ello, hoy, este impulso reviste quizás mayor importancia que las convicciones profundas del estadista de antaño, que en la actualidad es necesario moldear y adaptar con arreglo a la formación de la opinión mediática. El cambio es sustancial, pues el grado de influencia del gobernado sobre el gobernante hace tan sólo cincuenta años era mínimo si se compara con el que tiene en la actualidad, aunque su efecto puede ser perverso si, en determinadas situaciones críticas, el estadista no se atreve a ir contra corriente de esa misma opinión pública a veces deformada por intereses tan ocultos como interesados.

El control de ese dato por parte de los Servicios de Inteligencia ofrece unas posibilidades ilimitadas en la lucha por la preservación del bien general. Este aspecto no se debe olvidar en ningún esquema de seguridad nacional, pues la gran incidencia de la revolución tecnológica sobre el ser humano puede, a su vez, reflejar condicionantes de su propio destino, siendo por tanto necesario controlar su invasión en el terreno de las libertades individuales o colectivas. Por ello, los responsables de aquellos servicios deben potenciar sus recursos materiales aunque también la adquisición humana, dado que este factor es cada vez más decisivo a la hora de evaluar situaciones de conflicto.

La revolución tecnológica incontrolada, como todas las revoluciones, porta en sí misma el germen de la anarquía, aunque en este caso sea de tipo diferente al tradicional. El riesgo que conlleva ahora no es el desbordamiento de una situación por la masa social, sino el aprovechamiento interesado por parte del poder fáctico de las posibilidades que ofrece este nuevo mundo virtual para filtrar y dosificar la información, a niveles que pongan en peligro nuestras libertades esenciales.

En este sentido, el Parlamento debería reforzar cuanto antes los mecanismos ya existentes e idear otros nuevos que permitan contrapesar la revolución tecnológica, con el fin de seguir viviendo en un mundo en el que mayor información siga significando más, y no menos, libertad.

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La precariedad jurídica del sistema

“Cuando murió Franco el desconcierto fue grande: no había costumbre”. Esta mordaz pero irrefutable referencia histórica de Julio Cerón, refleja con especial adecuación el sustrato sociopolítico que en la transición del antiguo régimen a la España democrática soportó la creación del CESID. Porque, en efecto, nada de lo acometido políticamente en aquellos cruciales momentos de nuestra historia, fue tan artificial y contradictorio como la “reconducción” de los servicios secretos franquistas hacia el organismo en el que, dentro del naciente Estado de Derecho, se residenciaba nada menos que la autoridad delegada en materia de seguridad nacional.

En el marco de la reforma política pactada tras el fallecimiento del general Franco, que como hemos comentado estuvo más próxima si cabe a una “auto corrección” generada intramuros del sistema periclitado que de la “ruptura” propugnada inicialmente por las fuerzas democráticas emergentes, el CESID nació con una singularidad “inespecífica” que se mantuvo fuera de toda lógica hasta la consumación del controvertido intento desestabilizador del 23 de febrero de 1981. Su fundamento jurídico se limitó al apartado 5 del artículo 2 del Real Decreto 1.558/1977, de 4 de julio, por el que se reestructuraban determinados órganos de la Administración Central del Estado, y en el comienzo, por tanto, de la legislatura constituyente, ya con Adolfo Suárez como presidente del Gobierno y con el teniente general Manuel Gutiérrez Mellado como vicepresidente para Asuntos de la Defensa. Dicho texto legal, sucinto e inconsistente, se insertó como apartado del artículo que creaba el nuevo Ministerio de Defensa mediante la integración de los tres preexistentes (Ejército, Marina y Aire) y que literalmente decía:

“Bajo la dependencia directa del titular del Departamento se crea el Centro Superior de Información de la Defensa, al que se incorporarán las funciones y organismos de la Administración que se determinen”. Para empezar, eso fue todo.

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Pues bien, con esa escasa base normativa, el CESID comenzó su controvertida andadura centrando la atención de la opinión informada al menos sobre dos circunstancias bien sorprendentes dentro del indiscutible proceso democratizador que entonces se estaba imponiendo.

En primer lugar, chocaba la inmediata transferencia de los Servicios de Inteligencia ya razonablemente operativos (el SECED consolidado por el almirante Carrero) al recién creado Ministerio de Defensa, con lo que el control político-gubernamental del mismo se residenciaba con toda claridad en el estricto ámbito militar, apoyando tal decisión, incluso, con la precisión semántica que bautizaba al nuevo organismo: Centro Superior de Información de la Defensa. De esta forma, al sustraer de un ministerio civil la potestad de intervención sobre tan categórica actividad, se marcaba, quiérase o no, un evidente retroceso en las aspiraciones propias de la reforma democrática, produciendo al tiempo un frustrante confusionismo dentro de la comunidad de inteligencia occidental, que en aquellos momentos ya tenía asumida la plena subordinación de sus respectivos servicios al poder civil.

Y aunque alguien pudiera interpretar aquel extremo como una táctica para adscribir la tutela del CESID al nuevo perfil teóricamente democrático o reformista del general Gutiérrez Mellado, no era así, porque éste ostentaba también la Vicepresidencia Primera del Gobierno, cargo con suficiente ascendencia sobre cualquier ministerio no militar del que se hubiera hecho depender. Al margen de que todo el Gobierno, “gestor” por mandato electoral de la propia transición política “pactada”, estuviera en manos de una fuerza centrista desde luego obsesionada con la búsqueda de su legitimación democrática. Entonces, hasta los anti franquistas más recalcitrantes admitieron que la adaptabilidad política del SECED tras los sucesivos fallecimientos del almirante Carrero y del general Franco había sido impecable, sin que tampoco nadie pudiera cuestionar la confianza y amistad personal que su último director, el teniente coronel Andrés Cassinello, mantenía con Adolfo Suárez, quien le asignó esa responsabilidad en julio de 1977.

Por otra parte, aquella apreciación (sin duda regresiva en el contexto de la reforma democrática) se acompañó de forma simultánea con la integración de todo el personal del SECED en el CESID y, todavía más allá, también con el desembarco en este nuevo organismo de los militares que habían venido desempeñando tareas de información e inteligencia en el antiguo Alto Estado Mayor, reconvertido el año 1977 en Estado Mayor de la Defensa (EMAD) cuando cesó en su mando el teniente general Carlos Fernández Vallespín. La elite proveniente del Alto se había formado en la pura ortodoxia ultra

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católica y falangista y estaba comprometida a ultranza con la política más conservadora del momento, inicialmente como promotores de Reforma Democrática, primera formación partidista liderada por Manuel Fraga, y luego como asesores encubiertos en sus sucesivas refundaciones (Coalición Democrática, Alianza Popular y Partido Popular). Eran los Calderón, Ruiz Platero, Cortina, Ortuño..., que supieron prevalecer profesional y políticamente tanto bajo el régimen nacional-sindicalista como en la transitoriedad de la Unión de Centro Democrático, en la hegemonía socialista o en la última eclosión electoral del PP.

Es decir, el CESID no solo fue blindado “militarmente” en su mismo nacimiento, sino que, de forma inconsciente o consciente, además se le incrustó un “núcleo duro”, al parecer imperecedero, empeñado en salvaguardar la pureza de su origen, sus claves político-genéticas y el comportamiento tendencioso que, en el fondo, ha venido caracterizando su controvertida existencia.

Con esta base de partida, la implementación del CESID como entidad pública de la más alta responsabilidad se mantuvo totalmente alejada del consenso político que presidía el asentamiento de la democracia. Mientras las fuerzas parlamentarias convenían la Carta Magna de 1978, la Ley de Partidos Políticos (54/1978), la Ley del Régimen Electoral General (5/1985) y hasta los Reglamentos de las Cortes Generales, piezas que articularon el Estado social y democrático de Derecho, el funcionamiento de los Servicios de Inteligencia que habían de protegerlo permanecía bajo la discrecionalidad del poder de turno y, en el peor de los casos, sometido a la praxis interpretativa de sus directivos. Así, y ya con la Constitución en vigencia, la Ley Orgánica 6/1980 de 1 de julio, reguladora de los Criterios Básicos de la Defensa Nacional y la Organización Militar, se limitó, en el apartado 2 de su artículo 15, a reseñar “los servicios de inteligencia y contrainteligencia” (que todavía se mantenían sin el adecuado ordenamiento legal) como uno de los recursos de necesaria coordinación para lograr los objetivos en la política de defensa.

Encauzado pues en el sendero de la precariedad normativa, acompañada por la ambigüedad funcional y el personalismo operativo, el CESID prosiguió su artificiosa andadura durante los agitados años en que gobernó la UCD bajo la presidencia de Adolfo Suárez, sin la garantía de poder o querer controlar los movimientos de involución política entonces más que latentes, tanto bajo la dirección inicial del general José María Bourgón (noviembre 1977 - mayo 1979) como con su sucesor en el cargo, el general Gerardo Mariñas (mayo 1979 - agosto 1980). Y dando, incluso, desde su Agrupación Operativa de Misiones Especiales cobertura organizativa y logística al fallido golpe de Estado del 23-F,

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con independencia de su participación directa en el planeamiento del propio SAM (Supuesto Anticonstitucional Máximo) que los hechos previos y posteriores evidenciaron y que condujeron al procesamiento de tres miembros de este organismo: el comandante José Luís Cortina (absuelto), el capitán de la Guardia Civil Vicente Gómez Iglesias (condenado a seis años de prisión) y el capitán Gil Sánchez Valiente (declarado en rebeldía). Todo ello bajo la dirección interina del coronel Narciso de Carreras, ajeno en la práctica al funcionamiento del centro, y con el teniente coronel Javier Calderón como responsable técnico y operativo del mismo, quien años más tarde, y de forma en efecto paradójica, sería nombrado su máximo responsable al ocupar el PP la posición gubernamental del PSOE.

Por tanto, el Gobierno de UCD sólo se decide a formalizar la estructura general y misiones del CESID después de la intentona golpista de 1981, ya en la antesala de su finiquito político, instando para ello una simple Orden del Ministerio de Defensa (número 135/1982, de 30 de septiembre) que desarrollaba el Real Decreto de 27 de marzo del año 81. Disposición que también incluía las funciones específicas de su máximo responsable junto a otras consideraciones organizativas, de coordinación y de recursos humanos.

Pero todavía tuvieron que transcurrir otros tres años para que el Real Decreto 2.632/1985, de 27 de diciembre, concretara someramente la estructura interna y las relaciones funcionales del organismo requeridas por las responsabilidades genéricas que le había vuelto a señalar el artículo 17 del Real Decreto 135/1984, de 25 de enero, reforzando con ello, si aún cabía, las atribuciones de su director general.

A partir de ahí, el CESID se mantuvo inmerso durante más de diez años en una nueva laguna normativa que tan solo sería superada, en apariencia, con la aprobación del denominado “Estatuto del Personal del Centro Superior de Información de la Defensa”. Fue durante el verano de 1995 cuando el último gobierno socialista promulgó el Real Decreto 1.324/1995 que sancionaba el Estatuto del CESID y que, con la primaria vestidura legal de un mero reglamento, fue la norma inspiradora de su estructura y funcionamiento hasta el 6 de mayo de 2002, fecha en la que entran en vigor las disposiciones reguladoras del CNI y del control judicial previo de sus actividades (Ley 11/2002 y Ley Orgánica 2/2002, respectivamente). Pero la insolvencia jurídica de aquel texto estatutario, temporalmente subrogado en la nueva nomenclatura, quedó en evidencia con el recurso de nulidad interpuesto contra gran parte de sus contenidos por el coronel Diego Camacho, estando todavía destinado en el CESID, y que retomaremos más adelante.

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No obstante, hay dos circunstancias que inicialmente no deben quedar inadvertidas en relación con nuestra inevitable crítica al Estatuto del CESID, hoy prácticamente asimilado para el CNI. En primer lugar, la circunstancia de que hubieran de transcurrir seis años hasta que, por fin, quedase materializada la necesidad ya sentida por el legislador al promulgar en 1989 la Ley del Régimen del Personal Militar Profesional. Y, en segundo término, el hecho de que ese tardío reconocimiento estatutario se formalizara con un simple real decreto a pesar de la importante materia que regulaba.

En cualquier caso, el tan esperado Estatuto había sido precedido de algunas referencias al CESID, más o menos circunstanciales, en otros preceptos normativos. Entre estos cabe destacar la disposición final octava de la citada Ley 17/1989, que sometía a quienes estaban adscritos a la milicia profesional, y cualquiera que fuera su procedencia, a una única relación estatutaria, con carácter temporal o permanente, y también el Real Decreto 1.169/1995, de 7 de julio, que, como era habitual, reiteraba algunas generalidades sobre sus competencias y organización interna.

Pero tanta fragilidad normativa no dejaría de volver a parchearse de nuevo con el Real Decreto 266/1996, de 16 de febrero, que modificaba la estructura orgánica básica del CESID, y que sería a su vez cualificada por los reales decretos 1.369/1996 y 1.883/1996. Todo un ejemplo de la inconsistencia legal y organizativa que ha caracterizado y sigue caracterizando a los Servicios de Inteligencia…

Por otra parte, durante el primer mandato gubernamental de José María Aznar (sexta legislatura), y con la reforma del CESID comprometida en el programa electoral pero todavía sin sustanciar, el ministro Eduardo Serra, titular de Defensa, quiso imponer su plena militarización mediante una enmienda introducida subrepticiamente por la propia ponencia en la tramitación senatorial de la nueva Ley de Régimen del Personal de las Fuerzas Armadas (17/1999), que despreciaba la revisión del modelo de Servicios de Inteligencia teóricamente en curso. Entonces, el diputado canario Luís Mardones logró, con gran agilidad parlamentaria, que en la sesión plenaria del 29 de abril de 1999 aquella iniciativa fuera rechazada in extremis por todas las señorías presentes en la votación.

Con anterioridad, y en términos de comparación desde luego algo sorprendentes, una norma de máximo rango, la Ley Orgánica 1/1984 de 5 de enero (que modificaba la Ley Orgánica 6/1980 reguladora de los Criterios Básicos de la Defensa Nacional y la Organización Militar), asignaba al jefe de Estado Mayor de la Defensa la función de

“proponer al ministro de Defensa, previa deliberación de la Junta de Jefes de Estado Mayor, la unificación de los servicios cuya misión no sea exclusiva de un solo Ejército, con el fin de lograr su funcionamiento conjunto con criterios de eficacia y economía de

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medios” (artículo 7). En consonancia, tres años más tarde se aprobaba el Real Decreto 1/87, de 1 de enero, cuyo artículo 6 capacitaba al jefe del Estado Mayor de la Defensa (JEMAD) para “coordinar y, en su caso, integrar en un sistema único, los servicios operativos de inteligencia, telecomunicaciones y guerra electrónica de los Ejércitos”, condición obviamente imprescindible para racionalizar la política global de inteligencia.

Ese mismo Real Decreto 1/1987, que reproducía las funciones generales ya conocidas del CESID, le otorgaba en su artículo 3, además, la facultad de “coordinar la acción de los distintos organismos que utilizan medios o procedimientos de cifra, garantizar la seguridad criptográfica, promover la adquisición coordinada de material y formar el personal especialista”.

De esta manera, es decir arbitrada ya formalmente una organización de inteligencia militar bajo la responsabilidad del JEMAD (y concretada en la Segunda División del Estado Mayor Conjunto de la Defensa, con extensiones en la División de Inteligencia del Estado Mayor del Ejército, en la Sección de Inteligencia del Estado Mayor de la Armada y en la División de Información del Estado Mayor del Aire), pero con funciones reservadas exclusivamente al CESID, tampoco se despejaba el confusionismo reinante sobre la autoridad final y la operatividad real en materia de seguridad nacional. El tiempo ha demostrado que se trataba tan sólo de un atisbo de racionalización y reorganización ilusorio.

Por otra parte, las funciones latentes o efectivas que en actividades de información- inteligencia han venido manteniendo otras unidades o departamentos de la Administración Central del Estado (Servicio de Información de la Guardia Civil, Comisaría General de Información de la Policía, Oficina de Información Diplomática...), con gran capacidad de penetración social y una excelente dotación humana y material, también han servido para realimentar la indefinición y hasta el descontrol operativo del sistema.

La pretendida coordinación general de todos los recursos de información e inteligencia es, pues, otro obstáculo aparentemente insuperable en el marco del modelo actual, incluida la Comisión Delegada del Gobierno para Asuntos de Inteligencia prevista en la Ley 11/2002 reguladora del CNI. Buena prueba de ello se ha tenido, y se sigue teniendo, con la infinidad de operaciones de todo tipo (lucha contra el terrorismo, narcotráfico, inmigración ilegal...) abortadas o saldadas con éxitos limitados debido, en efecto, al celo o al enfrentamiento corporativo de los diferentes servicios implicados, como a veces ha trascendido en los medios informativos.

Quizás, el absurdo unitarismo actual de los Servicios de Inteligencia (por no hablar de su endogámica prepotencia) se comprenda mejor con la elemental visualización gráfica

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de las dependencias jerárquicas y funcionales que los enmarcan, adjunta como anexo. En ella se evidencia, al amparo de su propia indefinición política y jurídico-formal, el confusionismo existente entre las funciones meramente policiales y de información operativa frente a la responsabilidad específica de la seguridad nacional (quedan por incluir otras unidades operativas como el Servicio de Vigilancia Aduanera del Ministerio de Hacienda, la Brigada de Delitos Monetarios adscrita al Banco de España, los servicios especializados de las policías autonómicas...). Aparentemente, el CNI, como antes el CESID, centraliza los Servicios de Inteligencia, pero en la realidad existe todo un entramado de actividades conexas o afines carentes de coordinación (funcional y operativamente independientes) que, en efecto, ponen en entredicho la eficacia de nuestro sistema de seguridad nacional, paradoja difícil de entender y que por sí misma justificaría su nueva reforma.

Como contrapunto de una mayor racionalidad funcional, eficacia operativa y garantía de salvaguarda democrática, en los anexos finales se reproduce también un posible marco reorganizado de nuestra comunidad de inteligencia, acorde por supuesto con los mecanismos de control del sistema general propuesto en páginas anteriores. Con ello, se abre paso a otro aspecto sustancial en el marco de actividad de los Servicios de Inteligencia: el de la legislación sobre secretos oficiales, que deja en evidencia la tendenciosa correlación establecida por los medios gubernamentales entre aquellos y ésta como instrumentación política interesada para frenar cualquier intento reformador del sistema.

Cierto es que hoy en día nadie discute la institución del “secreto oficial”, cuya legitimidad se encuentra establecida formalmente en el artículo 105, apartado b, de la Constitución Española. Además, su declaración es una prerrogativa gubernamental generalizada en los países democráticos y en las organizaciones supranacionales.

Sin embargo, esta es una materia bien delicada para el Estado de Derecho, que en España se mantiene envuelta dentro de una sospechosa nebulosa y sostenida todavía por normas preconstitucionales. En concreto por la Ley 9/1968, de 5 de abril, reguladora de los secretos oficiales; por la Ley 48/1978, de 7 de octubre, que modifica la anterior, y en última instancia por el Decreto 242/1969, de 20 de febrero, que desarrolla las disposiciones de la Ley 9/1968 también de aplicación a la no menos renuente Ley 48/1978.

Pero, como decimos, no parece que esta palmaria desgana normativa sea accidental. Al menos discurre extrañamente en paralelo con la precariedad que, también en el plano legislativo, ha sufrido la regulación de los Servicios de Inteligencia. Y si ahora quizás no

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procede profundizar con criterios técnico-jurídicos en la normativa sobre secretos oficiales, tampoco parece momento inapropiado para destacar la correspondencia de hechos que destacamos.

Tómese entonces nota de que, aún existiendo en nuestro país una normativa vigente en la delicada materia que nos ocupa, su origen se remonta al régimen franquista, y que su intencionalidad es, por supuesto, discordante con los principios y la realidad del sistema democrático. A partir de ahí quizás se comprendan mejor las reticencias que han existido para reformar de verdad el CESID en su transformación como CNI, sobre todo en lo que ha sido su núcleo más duro y continuista, sin que una nueva ley de secretos oficiales actualizada proporcione una “válvula de escape” frente a la eventual presión que le deberían imponer los controles administrativo, parlamentario y judicial propios del sistema constitucional. Por ello, tal vez sería más apropiado hablar del interés subrepticio de la clase gobernante por controlar políticamente el tema (conservando siempre en sus manos la recurrente capacidad de imponer el secreto oficial a su libre albedrío), que de la auténtica renovación de una normativa a todas luces obsoleta.

Además, y estando desde luego debidamente legitimado y legalizado, el “secreto oficial” no constituye un fin en sí mismo, razón por la que no quedó recogido en la parte dogmática del texto constitucional (Título I) dedicada a los derechos y libertades fundamentales: solo es un instrumento para la consecución de un fin, aunque éste pueda identificarse con un derecho formal (por ejemplo, el derecho a la paz o a la seguridad del Estado). Y esta mera capacidad instrumental es justo la que puede ser desviada, y de hecho a menudo lo ha sido, para encubrir ilegalidades manifiestas socapa de una falsa razón de Estado, a su vez difuminada con más o menos sutileza al amparo del propio “secreto oficial”.

Es decir, cuando la superficialidad normativa, intencionada o no, entrega el marchamo del “secreto” al albur de la discrecionalidad política, la realidad es que éste se convierte de inmediato en “secreteo gubernamental”. Práctica perfectamente asentada durante los primeros gobiernos socialistas presididos por Felipe González, que encontró un ejecutor virtuoso en su ministro de Defensa, Narcís Serra, y que alcanzó su más deplorable quintaesencia cuando se pretendió encubrir con ella el terrorismo de Estado practicado contra ETA desde instancias de la propia seguridad nacional.

Lo malo de esta desnaturalización abusiva en el ejercicio del poder es que, una vez “normalizada”, o simplemente tolerada por quienes participan en el juego de la política, tiene difícil retorno. Ni en los momentos en que el PP reclamaba con más dureza frente al PSOE su turno en la gobernación del Estado (campaña para las elecciones legislativas de

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1996), la entonces fuerza de oposición mayoritaria mencionó para nada la impavidez con la que se había impuesto el secreto oficial en el escándalo del GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación) y en otras actuaciones del CESID no menos cuestionables. Ésta, la complicidad en salvaguardar los atributos del establishment, es una de las servidumbres del bipartidismo imperfecto con el que, en 1978, los constituyentes arbitraron la convivencia democrática del país, marcados sin duda más por el interés coyuntural de los grandes partidos que por su propia grandeza política.

Y las pruebas que contrastan dicha connivencia política no son escasas. Para empezar, una cuestión tan simple como armonizar la terminología contemplada en la normativa vigente (que sólo distingue entre el “secreto” y la “materia reservada”) con otras clasificaciones más amplias y mejor definidas (como, por ejemplo, la adoptada por la OTAN, que incluye las categorías de “alto secreto”, “secreto”, “confidencial” y “reservado”), ya justificaría la revisión del sistema. Sin contar con que la información clasificada con origen en la propia Comunidad Europea, o intercambiable en ese nivel de actividades, también dispone de una normativa actual y de un repertorio de clasificación homologable (“CE-secretísimo”, “CE-secreto” y “CE-confidencial”).

Pero, más allá todavía, también sería necesario correlacionar de forma congruente toda la normativa relativa a la tutela del secreto oficial con vigencia en la Ley de Enjuiciamiento Criminal, en el Código Penal, civil y militar, y hasta en los Reglamentos de las Cortes Generales. Y ello con independencia de tenerse que dar cumplimiento claro al mandato establecido en el artículo 24, apartado 2, de la Constitución: ”La ley regulará los casos en que, por razón de parentesco o de secreto profesional, no se estará obligado a declarar sobre hechos presuntamente delictivos”.

Toda esta endeble y dispersa normativa, quedó además en entredicho cuando, con motivo del tan comentado “caso GAL”, algunos diputados y funcionarios civiles o militares, así como altos cargos o ex cargos del Gobierno, estuvieron a punto de tener que comparecer en sede parlamentaria, o de declarar ante la autoridad judicial, y en relación precisamente con materias que afectaban a la seguridad nacional y clasificadas bajo la rúbrica del “secreto oficial”. Tras el amparo parlamentario que iban a solicitar unos y las amenazas proferidas por otros justo para rescindir sus compromisos personales y profesionales con la manida razón de Estado, la comisión de investigación impuesta en el Senado por la mayoría del PP se diluyó como un terrón de azúcar en un vaso de agua, sucediendo otro tanto con la combativa actitud inicial mostrada al respecto por la Fiscalía General del Estado y por otros medios no menos progubernamentales del poder judicial.

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Pero la prueba de fuego a favor de la tesis de manipulación “omisiva”, o sea la evidencia de que regular el secreto oficial con suficiente seguridad jurídica y democrática podría limitar la eventual impunidad de determinadas actuaciones irregulares o encubiertas más o menos auspiciadas desde el aparato del Estado, se superó con creces cuando, a principios de la sexta legislatura, el Gobierno de Aznar decidió no llevar a tramitación parlamentaria su propio proyecto de ley de secretos oficiales adecuada al desarrollo constitucional. La excusa vino, como agua llovida del cielo, por las duras críticas anticipadas con que la prensa recibió los contenidos de la propuesta gubernamental filtrados a modo de globo sonda.

Previamente se había vinculado la necesidad de disponer de una nueva ley de secretos oficiales para acometer la también reclamada reforma del CESID, haciendo llegar poco después a diversos medios informativos un primer borrador de su texto. La reacción no se hizo esperar, produciéndose de inmediato un rechazo generalizado primero por parte de la prensa y poco más tarde en la opinión pública, debido a las teóricas limitaciones que iba a sufrir el derecho a la libertad de información, también en relación directa con las denominadas “materias clasificadas”. Y todo ello justo como ya tenían previsto los estrategas y analistas de Moncloa.

Por tanto, y sensu contrario, no es difícil comprender que, sin una normativa de secretos oficiales operativamente “conveniente” (es decir, sin tener asegurada la posibilidad de blindar a cal y canto con el sello de “clasificado” las actividades más comprometidas en materia de seguridad nacional), su anodino pero poderoso aparato directivo difícilmente iba a permitir que se introdujeran modificaciones o controles sustanciales en el modus operandi del CESID. Porque sobre todo se trataba, antes que de servir con lealtad al Estado democrático, de garantizar un auténtico salvavidas corporativo para que los privilegiados del poder pudieran seguir “sirviéndose” del Estado: esa parece ser la triste realidad, al menos desde la contumacia anti reformista del sistema.

Y de que así fuera ya tuvo buen cuidado el entonces ministro de Defensa, Eduardo Serra, quien primero se encargó de disolver en el seno del Gobierno cualquier intención de ajuste jurídico-democrático en los textos de la nueva normativa reguladora del secreto oficial que se manejaban y, a continuación, de que durante su mandato ministerial tampoco prosperase la prometida y esperada reforma del CESID, apoyándose justo en el hecho de que aquella (el instrumento previo “necesario”) había quedado oportunamente aparcada.

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Más tarde, las conversaciones con los portavoces de Defensa en el Congreso de los Diputados, anunciadas a bombo y platillo por el propio ministro del ramo para consensuar la reforma del CESID, se redujeron a enviarles una sucinta propuesta inicial sin mostrar nunca el más mínimo interés por escuchar formalmente sus correspondientes réplicas, salvo algún comentario lanzado a vuelapluma por los interesados en encuentros circunstanciales. Cosa desde luego muy distinta del reiterado nivel de interlocución sobre el tema que él mismo vendió a los medios informativos sin que de verdad existiera, llegando a mencionarse incluso una segunda y otra tercera ronda de conversaciones también inventadas, o que sólo se dieron en el contexto del amiguismo que le unía al aparato del PSOE.

En la nota comentada, impresa sobre un papel sin firma ni referencia departamental alguna, ya se apreciaba la cortedad del planteamiento a tenor de su lacónico contenido y de su pobreza expositiva. Literalmente decía así:

NOTA RESUMEN RONDA NEGOCIACIÓN LEY ORGÁNICA SOBRE

LOS CONTROLES APLICABLES A LA ACTIVIDAD DEL CESID.

1.- Control administrativo.

Aprobación anual de objetivos por el Consejo de Ministros.

Los objetivos aprobados:

-Serán clasificados como secreto.

-Serán remitidos a la Comisión Parlamentaria de Control y al Magistrado encargado del control judicial.

2.- Control parlamentario.

Comisión de Secretos Oficiales del Congreso.

Sesiones secretas, obligación de sus miembros de guardar secreto y prohibición de prestar declaración.

Funciones Comisión:

-Conocer los objetivos aprobados y grado de cumplimiento.

-Recibir un informe anual del Director del Centro sobre actividades, situación y grado de cumplimiento de objetivos.

-Controlar las actividades del Centro.

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-Recibir información ejecución presupuesto.

3.- Control judicial.

Magistrado del Tribunal Supremo (en activo, 5 años de servicio, 3 mínimo TS) nombrado por el Consejo General del Poder Judicial por un periodo de tres años entre terna propuesta por Sala de Gobierno.

Ordinario (“a priori”).

-Solicitud motivada (medidas que se desean, razones que fundamentan y duración).

-Si se deniega la autorización cabe recurso (con doble efecto) (Sala reducida Presidente + antiguo + moderno Sala Tercera TS Contencioso).

Extraordinario (“a posteriori”).

-Excepcional, bandas armadas o elementos terroristas (55.2 CE), sujeto al principio de proporcionalidad.

-24 h. comunicación al Magistrado, solicitando confirmación, que además de la motivación de la solicitud ordinaria deberá contener las razones de la urgencia y excepcionalidad.

-Si no hay confirmación cabe igualmente recurso (con doble efecto).

Sobre el jugoso tema de los controles “aplicables” a la actividad del CESID, que no de los “aplicados”, algo hemos escrito en páginas anteriores. Sin embargo, una vez conocido el enfoque de “aproximación” planteado por Eduardo Serra en la sexta legislatura, si conviene reconfirmar, con ese nuevo dato presente, la correspondencia trabada ya sobre un documento de trabajo entre el “secreto oficial” (¿o mejor acaso el secreteo gubernamental?) y la eventual reforma del modelo de seguridad nacional encarnada más tarde con la creación del CNI (sobre todo su adecuación a los principios que sustentan el sistema democrático). En el esquema facilitado entonces para el debate político, eran bien llamativas las imposiciones del secreto tanto en el control administrativo de los Servicios de Inteligencia como en el parlamentario, de manera que nuevamente afloraba la tesis, y si cabía con más fuerza, de que el freno a la ley de secretos oficiales no era sino una mera argucia previa para evitar cualquier “intromisión” en el CESID, aunque proviniera de la soberanía legislativa. Y todo este contubernio político, si que merece algún análisis un poco más detallado y clarificador.

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A este respecto, conviene llamar la atención sobre tres detalles bien significativos. En primer lugar, una vez rechazado el borrador de la nueva ley de secretos oficiales, que ciertamente se elaboró con inusitada rapidez, nadie supo que se procediera de inmediato a redactar una segunda versión más presentable, alternativa lógica siendo el asunto de máxima preocupación para el Gobierno. En segundo lugar, el colaborador de Moncloa responsable de tan importante proyecto legislativo, cuya poca convicción democrática había quedado en evidencia, no sólo nunca fue cesado sino que al parecer quedó todavía más reforzado como asesor áulico del entorno presidencial. Y, por último, una vez asumido por consenso el rechazo de aquella impresentable propuesta normativa, y vista la relación de causa-efecto con que el propio Gobierno la vinculaba a la reforma del CESID, los dirigentes del PP se vieron políticamente legitimados para posponer sine die ambas iniciativas, que tanto juego le habían dado poco antes como ariete electoral contra el PSOE.

La prisa meteórica con la que se elaboró aquel primer engendro para rearticular nada menos que los “secretos de Estado”, la ocultación pública del adalid legislativo que lo elaboró y la inmediata pérdida del interés gubernamental sobre el tema, hacen pensar en una operación programada o de “rechazo controlado”, que, dejando todo finalmente como estaba, evitaría con gran habilidad el desgaste político de incumplir una promesa electoral publicitada de forma bien notoria.

Pero esta práctica, reconocida universalmente gracias a la obra del Príncipe de Lampedusa “El Gatopardo”, ya citada, no hace sino reafirmar el ejercicio de un poder político ignominioso que desprecia la ética más elemental y la confianza prestada por los electores a quienes, por su misma representación pública, deberían ser arquetipos de honestidad personal. Máxime cuando la ley sobre secretos oficiales vigente data de 1968 y es, en consecuencia, no sólo preconstitucional sino también inconstitucional (ver el dictamen elaborado al respecto por el Defensor del Pueblo en el Anexo VI).

Tres formaciones políticas situadas de forma sucesiva en el poder (UCD, PSOE y PP), dos de ellas nacidas en la transición, se han venido sintiendo excesivamente cómodas con una regulación del secreto oficial de marchamo franquista, sin mostrar el más mínimo interés por actualizarla y legitimarla constitucionalmente. Razones habrá para ello, pero desde luego ni convincentes ni tranquilizadoras en el teórico marco de convivencia democrática que creemos habernos dado los ciudadanos españoles.

Existiendo en efecto una estrecha relación entre la normativa de secretos oficiales y la reforma del CESID, no hay nada, sin embargo, que impidiera acometer la segunda sin que se hubiera actualizado la primera, como se terminó haciendo en el 2002. Ya se

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impondrían en el momento oportuno las variaciones necesarias o se derogarían las disposiciones que colisionaran con el nuevo texto legal.

Pero al aceptar entonces aquella vinculación como determinante, el Gobierno del PP estaba reconociendo que el CESID seguía anclado en la década poco prodigiosa de los años 60 durante la que se promulgó la ley vigente. Y aunque esa sea precisamente nuestra hipótesis (por ello criticamos la pobre reforma del CESID y proponemos una nueva refundación del CNI) el fondo de la cuestión radica en que la organización y el funcionamiento de nuestros Servicios de Inteligencia continúan bajo formulaciones del antiguo régimen dictatorial, más allá de una simple circunstancia o fundamento legal.

Prueba palpable de ello es el silencio político y parlamentario con que se enterró la prudente y elemental enmienda de adición presentada por el portavoz de Defensa de Coalición Canaria, el diputado Luís Mardones, al proyecto de ley reguladora del CNI, que transcribimos literalmente: “Regulación de los Secretos Oficiales. El Gobierno desarrollará y aprobará, antes del 31 de diciembre del año 2002, una nueva Ley reguladora de los Secretos Oficiales que ampare la seguridad y defensa del Estado, la averiguación de los delitos y la intimidad de las personas, de acuerdo con lo establecido en el artículo 105, apartado b), de la Constitución Española, proporcionando la necesaria coherencia técnico-jurídico a toda la normativa legal afecta en la materia”. Una clara evidencia de que todo seguiría atado y bien atado.

Como colofón a este apartado, podemos resumir que hoy existen dos vías alternativas en lo que atañe a la inteligencia del Estado. La primera reside en su plena convergencia con el Estado democrático, respetando la Constitución y la soberanía popular. La segunda se identifica con la perpetuación de un dominio reservado ajeno al orden constitucional y al control político y parlamentario, oculto como hemos reiterado tras una falsa y manida “razón de Estado”, la misma que la autorizada voz de Su Santidad Pío V, azote incansable del nepotismo y la simonía, ya nos denunció como invención de los hombres perversos.

La apuesta decisiva debe ser por la primera de esas dos alternativas. Sin que tampoco sea admisible una tercera posibilidad que teóricamente fuera capaz de conciliar ambas opciones. En todo caso, es absolutamente necesario, y así lo reclamamos, que la clase política posicione la materia, de una vez por todas y con la máxima lealtad política, en el marco del Estado social y democrático de Derecho.

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El contubernio de El Escorial

Claro está que todo el planteamiento reformista comentado, que sin llegar a ser rechazado oficialmente sí que fue combatido de forma soterrada por la dirección del CESID que encabezaba Javier Calderón y por su entorno de intereses políticos, es difícil de imponer.

Ya hemos visto el escaso interés mostrado por el ministro Eduardo Serra para cumplimentar durante la sexta legislatura la reforma comprometida en el programa electoral del PP, pero todavía más sorprendente es que sus manipulaciones encubiertas para frenarla continuaran fuera de la legitimidad que para ello le podía otorgar, en todo caso, el mando ministerial.

La contumacia antidemocrática de Eduardo Serra le hizo enfangarse más tarde, en julio del año 2000, ya extramuros del Gobierno y acogido a la benevolencia aznarista de presidir el Patronato del Museo del Prado, en otro lamentable barrizal: el seminario sobre “Seguridad y Democracia” incluido en los cursos de verano de San Lorenzo de El Escorial organizados por la Universidad Complutense. Actuación que, como se terminó evidenciando, no tuvo otra intencionalidad que preservar el continuismo de los Servicios de Inteligencia, someterlos al interés patrimonialista del grupúsculo que siempre ha querido manejarlos de forma encubierta y, por último, boicotear su necesaria reforma, reiteradamente propuesta en los programas electorales del PP, confirmada por el nuevo ministro de Defensa, Federico Trillo-Figueroa, al presentar las líneas maestras de su acción departamental en el Congreso de los Diputados (06-06-2000) y finalmente sustituida por el mero lavado de cara que ha supuesto la creación del CNI.

Aunque, a mayor gloria de quienes la protagonizaron, esta deslealtad manifiesta venía de lejos. Como hemos apuntado con anterioridad, el propio Eduardo Serra ya adujo al concluir la sexta legislatura que la ciudadanía española “no estaba madura” para

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afrontar la reforma del CESID (“La Razón”, 28-12-99). El mismo día, “Diario 16” también sorprendía a sus lectores con el título “Defensa afirma que la 'ingenuidad' de los españoles impide reformar el CESID”, añadiendo que “invitará a espías internacionales a un curso de verano para 'madurar' a la sociedad”... Es decir, que los tecno-espías de siempre ya tenían prevista una campaña para “concienciar” a la opinión pública (quizás sería más apropiado calificarla de “manipuladora”) a favor de la estructura y el funcionamiento tradicional de nuestros Servicios de Inteligencia, al margen, claro está, de cualquier directriz arbitrada o arbitrable por el gobierno de turno, que, como atestigua la realidad actual, terminaría aceptando una seudo reforma del CESID y perdiendo por tanto la batalla fundamental.

Además, para que la operación no se descontrolara, sus promotores encomendaron la dirección de tan socorrido seminario nada menos que a Alberto Oliart, otro ex ministro del ramo y todo un personaje paralelo a Eduardo Serra en su fácil tránsito a las lealtades pro estadounidenses y a la diversidad ideológica. Sin olvidar, dicho sea por pasiva, el escaso interés que en su momento tuvo por aclarar las implicaciones del CESID y de su máximo responsable técnico y operativo (el entonces teniente coronel Javier Calderón) en el intento desestabilizador del 23-F.

Y afianzamiento que, ad cautelam, quedó bien amarrado asignando la coordinación del acto al propio director general de los Servicios de Inteligencia, quien, al parecer, podía marginar las importantes tareas propias de su cargo (lucha contra el narcotráfico y las redes del crimen organizado, contraterrorismo, inteligencia exterior, seguridad interior...) para autor realizarse con la intensa dedicación de planificar, comprometer y sustanciar un amplio ciclo semanal de intervenciones de tipo académico, algo bien alejado sin duda de las estrictas obligaciones cubiertas con su generosa nómina personal...

Pero esta personalización del evento, a fuer de sospechosa, rayó además en el límite del absurdo cuando se adornó con una ostentosa presentación pública sin precedentes en toda la historia de estos cursos veraniegos, y no en la sede de la propia Universidad Complutense, que era su teórica organizadora, o en la Fundación Caja Madrid, su principal patrocinadora, sino en el mismísimo cuartel general de los Servicios de Inteligencia. Tómese nota: ni luz ni taquígrafos para clarificar las actividades ilegales de “la Casa”, pero ¡vengan puertas abiertas y llamadas a rebato para dar cobertura informativa a sus estrafalarias campañas publicitarias!

Ese fue un comportamiento personal de los directivos del CESID, corresponsables del invento, que, por otra parte, quedaba también fuera de toda ética política al garantizarse

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el aparente éxito de asistencia al seminario nada menos que con siete millones de pesetas provenientes de sus fondos reservados (¿pero acaso están para eso?). Y esta es una información A-1, como se diría en el argot interno del CESID, que para mayor vergüenza ajena fue puesta en negro sobre blanco por el diario “La Razón” (21-07-2000) sin que nadie la pudiera desmentir.

Así las cosas, tampoco era de extrañar que, junto a los ponentes extranjeros más o menos asequibles (CIA y MOSSAD se negaron a que colaboraran sus miembros en activo), también se seleccionaran convenientemente los parlamentarios encargados de dar credibilidad política al seminario y a sus eventuales conclusiones... Nada de criterios de participación objetivos y habituales en estos casos (por ejemplo, los portavoces de los grupos parlamentarios en la Comisión de Defensa, los seis diputados adscritos a la Comisión de Secretos Oficiales o una mezcla equilibrada de unos y otros), sino que sus habilidosos programadores elaboraron una “lista corta” de conferenciantes vinculados al poder legislativo (que al final sería el encargado de debatir y en su caso aprobar la reforma del CESID). Y ello aún cuando sí hubiera sitio para duplicar la presencia de juristas (todos plenamente coincidentes en sus criterios) y, peor todavía, para primar la arbitraria presencia de un periodista de “El País” que, al margen de la minuta de su intervención, poco más aportó al acto.

Lo que durante la mise en scène del contubernio espiológico escurialense realizada ante los “chicos de la prensa” (tratados como auténtica “canalla” periodística por el director del curso cuando más tarde informaron con toda veracidad sobre lo que en él aconteció) extrañó sobremanera, fue el razonamiento esgrimido sin pudor alguno por el general Calderón con objeto de justificar la presencia selectiva en el mismo de parlamentarios populares, socialistas y convergentes. Su escaso tacto político, anticipado ya con un implícito “yo me lo guiso y yo me lo como” organizativo, y pretendiendo falsificar un debate político a todas luces trucado, se vio además desbordado cuando, para justificar el trato discriminatorio que se daba al PNV frente a CiU, afirmó que había nacionalismos con sentido de Estado y otros sin él.

Todo un prematuro desbarramiento, ciertamente acorde con una ideología ridícula antes que autoritaria, que al mismo tiempo dejaba malparados a los nacionalismos canario y gallego también postergados en el criterio de asistencia al seminario. Y por supuesto a Izquierda Unida, formación para la que, en aquel orden de despropósitos, el director del CESID guardase posiblemente valoraciones todavía menos edificantes.

Con todo, esos dos grandes excesos del evento, el efecto de “campaña periodística” y amañar la relación de ponentes, junto con la imposibilidad de tergiversar por más tiempo

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la “singularidad” de nuestros Servicios de Inteligencia frente al modelo imperante en los demás países del entorno occidental y otanista, condujeron a una postrera percepción pública de su intencionalidad bien distinta de la esperada por sus organizadores.

Tras la marejada informativa desatada ab initio por los comentarios antinacionalistas del general Calderón, que le hicieron acreedor de una seria amonestación hecha pública por el propio Ministro de Defensa en sede parlamentaria, la misma intervención con la que Eduardo Serra inauguraba el seminario ya permitía intuir el desastroso balance final que conllevaría.

Para abrir boca, el conferenciante estrella sorprendió al auditorio, o al menos a parte de él incluidos los periodistas presentes, afirmando que los servicios en cuestión debían interpretar el precepto legal “en sentido laxo y no estricto”, mostrándose además encantado de que el CESID le grabase todas sus conversaciones telefónicas (como en su opinión deberían sentirse todos los ciudadanos decentes) “si luego permanecían en secreto y no se hacían públicas”...

No obstante, hubo más. Ni corto ni perezoso, Eduardo Serra arremetió justo contra las líneas básicas anunciadas formalmente el mes anterior por el ministro Trillo-Figueroa en el Congreso de los Diputados para acometer, de una vez por todas, la tan cacareada reforma de los Servicios de Inteligencia (proyectos que después fueron olvidados en su parte más sustancial).

En primer lugar, criticó el redimensionamiento de los servicios secretos con el eventual traslado de las tareas de inteligencia estrictamente militares bajo el mando directo del JEMAD, como ya había apuntado el propio Ministro de Defensa, afirmando que eso le parecía “algo más que un error” y añadiendo que la disgregación de esa actividad constituía “un delito de lesa patria”. Y, tras dejar bien claro que su ubicación o dependencia era cuando menos materia “opinable”, a renglón seguido se decantó claramente porque continuara dirigiéndolos un militar, subrayando que para ello el uniforme otorgaba “un plus de confianza”...

Lo requerido entonces, si tanta confianza le ofrecían para ello los militares, es que Eduardo Serra hubiera explicado las razones que poco antes le indujeron a combatir desde el Ministerio de Defensa, y con tanta virulencia, sus derechos constitucionales más elementales. ¿O es que prefiere a los militares “sólo” para esas funciones, y acaso por su condición “robotizada” de ciudadanos de segunda clase acomplejados ante el poder ministerial? Y si, en efecto, les considera idóneos como para ser autoridad delegada en materia de seguridad nacional ¿por qué en su momento adujo sus pasadas veleidades

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golpistas para negarse a constitucionalizar el artículo 181 de las Reales Ordenanzas y facilitarles el pleno ejercicio de su legítimo derecho de asociación...?

Dejando a un lado el presumible “gato encerrado” que pudiera ocultar su sobrevenida defensa del uniforme militar, las pretenciosas torpezas aireadas por Eduardo Serra fueron recogidas de forma inequívoca por todos los medios de comunicación asistentes (“Efe”, “Europa Press”, “El Mundo”, “La Razón”, “ABC”, “Diario 16”...), excluida, claro está, la ya poco sospechosa autocensura de “El País”. Y para ello contaron con las manifestaciones restauradoras de Luís Mardones, uno de los seis diputados miembro de la Comisión de Secretos Oficiales del Congreso y portavoz de Coalición Canaria durante varias legislaturas en Asuntos Exteriores, Defensa y Justicia e Interior (todo un bagaje de conocimientos en la materia), matriculado con toda humildad como alumno del seminario para documentar su actividad parlamentaria de la mejor forma posible.

Las crónicas periodísticas de aquella llamativa jornada inaugural, en efecto poco respetuosa con el orden constitucional, ya recogieron los inevitables comentarios del político canario ante tanto despropósito oficioso: “Yo no soy partidario de que la Constitución se interprete de manera laxa y no estricta … Hay que armonizar valores como seguridad y democracia … A mi sí me preocupa que se graben todas mis conversaciones, y, si a alguien le gusta eso, que se apunte a programas televisivos como Gran Hermano...”.

Y ello sin referirse a otra cuestión, no menos sorprendente, planteada por el ponente Carlos Westendorp, cuando un alumno requirió su opinión sobre la conveniencia de realizar operaciones encubiertas en las misiones de gendarmería internacional. Todo un ex ministro de Asuntos Exteriores dejó en el aire la siguiente pregunta, aun sin pronunciarse personalmente al respecto: “¿No hubiera sido más conveniente ejecutar una acción de ese tipo contra Milosevic...?”. Bajo el manto protector de Oliart y Calderón (ninguno de los dos quiso matizar tan controvertida propuesta), revoloteaba de nuevo el terrorismo de Estado, ahora nada menos que en el ámbito internacional...

Pero el Estado de Derecho se volvería a estremecer de nuevo cada vez que otro insistente alumno algo más que reaccionario, barbudo y con pinta de desayunarse niños crudos (adornado por supuesto con el “pin” que en la solapa de su chaqueta identificaba a los matriculados por el propio CESID), planteaba cuestiones de este refinado corte:

“Habida cuenta de que muchas ONGs encubren a gente sospechosa, ¿no debería el CESID controlarlas a todas?”; “dado que el control parlamentario resta eficacia a los Servicios de Inteligencia, ¿no sería mejor limitarlo sólo a algunas de sus actividades (no

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sustanciales) evitando así compartir información con algunos miembros (no fiables) de las Cámaras?”; “la seguridad del Estado está por encima de los derechos individuales”...

Menos mal que uno de los ponentes sensatos del seminario, en aquellos momentos embajador in pectore de España en los Estados Unidos y ex presidente de la Comisión de Defensa del Congreso, Javier Rupérez, supo poner las cosas en su sitio: “Siempre democracia antes que eficacia”, afirmó atajando las veleidades inconstitucionales de aquel estrafalario alumno-espía y dejando bien claro que sin democracia no tiene sentido hablar de eficacia...

Pero lo más esclarecedor del seminario todavía estaba por llegar. Sin excepción alguna, todos los expertos extranjeros invitados como ponentes fueron evidenciando de forma paradójica justo la gran verdad que tan interesadamente se ha venido ocultando a la sociedad española desde la creación del CESID: la seguridad nacional de sus respectivos países (Estados Unidos, Canadá, Francia, Alemania, Reino Unido, Italia...) estaba, al contrario que la nuestra, sometida al control administrativo, parlamentario y judicial, tenía segregadas las actividades de inteligencia militar bajo la competencia directa de sus Fuerzas Armadas (todo un delito de lesa patria según la desproporcionada expresión de Eduardo Serra) y, finalmente, era dirigida por un alto cargo “civil” casi siempre desde un ministerio distinto al de Defensa. Toda una flagrante contradicción frente a la situación española, que hacía saltar por los aires la resistencia y los argumentos torticeros del clan continuista (“la ciudadanía no está madura para la reforma del modelo”).

Para acreditar la singular discrecionalidad del modelo español, baste con repasar el cuadro-resumen utilizado por Jean Jacques Pascal, director de la DST de Francia, al desarrollar su ponencia sobre la colaboración de los Servicios de Inteligencia con las demás instituciones del Estado. El nutrido auditorio de atónitos discentes, junto con los no menos sorprendidos periodistas y políticos presentes, analistas sectoriales y hasta gratuitos aficionados al tema, ciertamente divertidos con aquél improvisado espectáculo, comprobó en primer lugar que el CESID contaba menos que nada en el análisis pretitulado precisamente como “Inteligencia y Democracia”, y que los invitados, que en teoría habrían de santificarlo como baluarte inconmovible de la inteligencia occidental (esa era la intención), en realidad lo hacían saltar por los aires de la incongruencia democrática en una dialéctica tan imprevista como demoledora. Y en segundo lugar pasaban por la vergüenza ajena de comprobar que los Servicios de Inteligencia españoles, su organización, dependencias y discrecionalidad operativa eran, en efecto, “otra cosa”.

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CONTROL INSTITUCIONAL DE LOS SERVICIOS DE INTELIGENCIA

1. SITUACIÓN EN ESTADOS UNIDOS

Los órganos de control se crean entre los años 1976 y 1977.

Actualmente existen dos comisiones de control, una en el Senado y otra en la Cámara de Representantes:

La Comisión del Senado está compuesta por 21 miembros (11 pertenecientes a la mayoría política y 10 a la minoría), todos ellos nombrados por el presidente de la República conforme a la propuesta de los correspondientes líderes de partido.

La Comisión de la Cámara de Representantes está compuesta por 18 miembros (10 pertenecientes a la mayoría y 8 a la minoría), que son nombrados directamente por sus respectivos partidos.

Además, existen los controles que pueden ejercer la Comisión de Finanzas y la Comisión de las Fuerzas Armadas sobre los temas afectos a cada uno de sus ámbitos de competencia.

La misión y el alcance de estas supervisiones incluyen:

El control de toda la información disponible, con excepción de la que tiene carácter militar táctico que corresponde solamente al Senado.

Poder para plantear iniciativas legislativas.

El control presupuestario, antes y después del gasto.

La aprobación por el Senado de la candidatura a la alta dirección de los servicios.

El acceso a las informaciones clasificadas no tiene límite, aunque en la práctica existe una autocensura de los propios parlamentarios sobre las materias más sensibles o confidenciales.

Las sanciones en caso de violación de la información recibida pueden ser:

Sanciones personales, salvo irresponsabilidad.

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Sanciones disciplinarias impuestas por la Comisión de Ética, que pueden llegar hasta la exclusión de la Cámara.

En cuanto a la publicidad de las tareas de control, se establece:

La confidencialidad de los trabajos.

Emisión de informes presupuestarios o legislativos y realización de dossiers sobre temas específicos.

2.SITUACIÓN EN ITALIA

Los órganos de control se crean en 1977.

Existe un Comité parlamentario para controlar los servicios de información y seguridad y para entender sobre los secretos de Estado. Es común para las dos Cámaras (lo que en España se denominaría “Comisión Mixta”) y está compuesta por 4 diputados y 4 senadores nombrados por los presidentes de cada Asamblea con criterios de proporcionalidad y a propuesta de los diferentes grupos políticos representados. Desde 1992 este Comité de control está presidido por el jefe de la oposición parlamentaria.

En las competencias del Comité se contempla:

Obtener información directa del presidente del Consejo de Ministros y del Comité Interministerial de Información y Seguridad, relativa a los enfoques esenciales tanto de las estructuras como de las actividades de los servicios.

Formular proposiciones sobre la materia.

No se permiten investigaciones concretas sobre el objeto o el lugar de operaciones determinadas.

No se incluye ningún tipo de control sobre temas presupuestarios.

En cuanto al acceso a informaciones clasificadas, el presidente del Consejo de Ministros tiene la posibilidad de negarlo alegando “secreto de Estado”, pero motivando su decisión.

Además, existe la posibilidad de aplicar sanciones si se viola la naturaleza clasificada de las informaciones correspondientes, aunque no se dispone de datos más concretos. También se mantiene la confidencialidad de los trabajos realizados

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dentro de la Comisión, aunque si se puede elaborar y emitir dictámenes informativos concretos.

3. SITUACIÓN EN ALEMANIA

Los órganos de control se crean en 1979.

Existe una Comisión de control permanente residenciada en el Bundestag (Asamblea Legislativa), sin reglas fijas para establecer su composición y la designación de miembros. En 1996 estaba formada por 8 parlamentarios que, en su mayor parte, eran los propios líderes de los partidos representados en la Cámara. Su funcionamiento no tiene diferencias sobre el de las demás comisiones permanentes.

Las competencias de esta Comisión son muy amplias, incidiendo, muy especialmente, en la verificación de que todas las medidas tomadas por los servicios no supongan un atentado contra los derechos de los ciudadanos.

Existe la posibilidad de exigir al Gobierno federal informaciones, extensas o precisas, sobre las actividades de los servicios.

La violación, en su caso, de materias clasificadas puede ser sancionada, aunque no se dispone de datos concretos al respecto. Desde 1992 es posible divulgar la información correspondiente a la propia actividad de la Comisión.

4. SITUACIÓN EN AUSTRIA

Los órganos de control se crean en 1991.

Existen dos subcomisiones en el seno, respectivamente, de la Comisión de Defensa y de la Comisión de Interior. Sus miembros son designados con criterios de proporcionalidad y a propuesta de los diferentes grupos parlamentarios. Actualmente ambas subcomisiones constan de 14 miembros, aunque esta cifra puede variar.

La misión fundamental de la Subcomisión de Defensa consiste en examinar las medidas tomadas por los servicios para garantizar la defensa del territorio. Por su parte, la Subcomisión de Interior verifica que los servicios aseguren la misión de proteger los organismos e instituciones constitucionales. Ambas carecen de capacidad para ejercer cualquier tipo de control presupuestario.

El acceso informativo se limita a aquellas materias cuya divulgación no representa riesgo alguno para la seguridad nacional o para la de sus agentes.

Existen sanciones penales en el caso de violar informaciones clasificadas.

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Las reuniones de trabajo de estas subcomisiones tienen estricto carácter confidencial.

5. SITUACIÓN EN EL REINO UNIDO

Los órganos de control se crean en 1994.

Existe una Comisión de Información y Seguridad, compuesta por 9 miembros nombrados por el primer ministro tras consulta con el líder de la oposición.

Entre sus competencias se incluyen:

El examen de la organización y las misiones generales de todos los servicios, con la excepción de las afectas al Servicio de Inteligencia Militar.

Control presupuestario de todos los servicios a posteriori.

El acceso informativo no incluye aquellas materias catalogadas como “sensibles” por los propios servicios.

La violación de las materias clasificadas puede comportar sanciones penales y la exclusión de la Comisión por decisión del primer ministro.

La publicidad del trabajo de la Comisión se realiza a través de un informe anual, que es revisado por el primer ministro antes de su publicación.

6. SITUACIÓN EN CANADÁ

Los órganos de control se crean en 1998.

Existe un Comité especial residenciado en el Senado y compuesto por 7 miembros que son escogidos en función de su competencia.

La misión fundamental de este Comité es examinar la orientación general de los servicios, sin tener acceso a informaciones clasificadas.

Existen sanciones penales aplicables a la violación de la materia clasificada. Anualmente se publica un informe revisado previamente por el poder ejecutivo (se

trata de una disposición informal).

Con esta evidencia por delante, el mismo día que se clausuraba el Seminario de El Escorial (14-07-2000), los medios informativos recogían de nuevo otros comentarios concluyentes de Luís Mardones: “El testimonio de los expertos que han informado el

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seminario, ha demostrado que el CESID es de una singularidad excesivamente genuina … Habrá que averiguar, entonces, que servicios son los desviados en su eficacia … Es de lamentar que los interesantes argumentos expuestos en este seminario no se hayan escuchado en sede parlamentaria...”. Y lanzaba un desafío bien sensato y convincente para acabar con las maniobras manipuladoras, que, no obstante, nunca pudo llegar a puerto: “Desde la lealtad institucional y personal hacia el Ministro de Defensa propondré una iniciativa conjunta de todos los grupos parlamentarios para crear, como se ha hecho en otras ocasiones, una Comisión de Estudio que siente las bases consensuadas de la reforma del CESID ... Ésta es una cuestión de Estado pendiente desde la transición política...”. Todo ello con un corolario irrefutable: “Si alguien pretendió organizar este seminario con el objetivo de 'legitimar' el modelo español, ha quedado en entredicho”. Así fue y así se escribió.

Por ello, en las últimas intervenciones sólo restaba matizar algún prudente desmarque político de aquel fallido complot anti reformista, intentar la exculpación personal de quien se hubiera visto involuntariamente atrapado en el enfrentamiento del controvertido Eduardo Serra con las directrices iniciales del Gobierno, y confirmar también el papanatismo a ultranza de algún otro orador que, sufrido lo ya sufrido por el PSOE, parecía buscar su propia ruina partidista con las botas puestas y siendo todavía más papista que el propio Papa.

Esos eran, respectivamente, los casos de Xavier Trías, portavoz de CiU en el Congreso de los Diputados, ponente ecuánime que tras reconocer su escaso dominio del tema se posicionó sin duda alguna en la línea constitucional; de Alejandro Muñoz Alonso, ya presidente de la Comisión de Defensa del Senado y correa de transmisión de Eduardo Serra en el Congreso durante la anterior legislatura (al tiempo que articulista prosélito de Javier Calderón), y, por último, de Jordi Marsal, diputado socialista que, tras reconocer su falta de argumentos para negar una dirección militar del CESID, terminó alabando sin el menor sonrojo ni fundamento algo en efecto ignoto en la comunidad de inteligencia:

“su gran prestigio internacional”.

Después de lo visto y oído al respecto durante muchos años en este país, los periodistas presentes y los pocos alumnos independientes o intelectualmente interesados en el tema, se preguntaban con cierta sorna dónde podría haber verificado el ingenuo parlamentario socialista aquél pretendido reconocimiento profesional de “la Casa”. Y si, en todo caso, podía tener su origen en la conocida implicación de sus miembros en el intento desestabilizador del 23-F, en su indeseable protagonismo informativo o en el

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bochornoso “fuera de juego” con el que se había auto castigado en aquél mismo encuentro espiológico de El Escorial.

No obstante, y por si lo contado fuera poco, el propio director del seminario, Alberto Oliart, desmesuró todo lo allí vivido cuando, a la hora de reconocer las colaboraciones recibidas, se marcó un golpe bajo contra la libertad de expresión, pero, eso sí, con los periodistas ya ausentes de la sala. Su intervención final concluyó con un exabrupto de marca mayor al incluir en su relación de agradecimientos también a los medios informativos, precisando “aunque algunos han dicho cosas que yo no he oído aquí..., pero, en fin, en la democracia también son necesarios los periodistas que mienten”. Estas fueron sus palabras exactas, que, por falaces e impropias en un “demócrata de toda la vida”, merecen algún comentario aunque sea marginal.

No parece que este sea el momento más oportuno para arremeter contra el ex ministro centrista, afeándole haber confundido las reglas del juego democrático con los viejos usos del periodismo más arribista, con el que él mismo convivió intensamente cuando estuvo al frente del Departamento de Defensa. Pero hay que puntualizar que todos los asistentes al seminario fueron testigos de la veracidad con la que informaron al respecto los medios de comunicación: ahí quedaron las grabaciones correspondientes y también la ausencia del más mínimo desmentido por parte de cualquier afectado. Aunque el resumen oficial que el general Calderón distribuyó con profusión entre la clase política y los medios informativos estuviera adecuadamente maquillado.

En todo caso, sí conviene insistir en la ineficacia, acaso convenida, que Alberto Oliart demostró durante aquella misma época para esclarecer las evidentes implicaciones del CESID en los sucesos desestabilizadores del 23-F. Antes que de sanearlo, se preocupó sólo de enmascarar sus connivencias involucionistas y, todavía menos edificante, de respaldar operaciones de distracción y auto propaganda como cazador de otros golpistas menos evidentes (“Operación Cervantes”) y no de los más palpables (trama civil y militar del golpe vivido en febrero de 1981) o de encubrir desde la complicidad gubernamental a quienes propiciaron en última instancia los asesinatos del “caso Almería”.

Sobre el primero de estos dos asuntos, la “Operación Cervantes” (que también fue conocida como “golpe del 27-O”), en el libro ya citado de Fernando J. Muniesa “Los espías de madera”, se da cuenta precisa de una realidad muy distinta a la sustentada en su momento por el ministro Oliart. En esas mísmas páginas se incluye, además, la siguiente nota relativa al denominado “caso Almería”:

El 7 de mayo de 1981, con el 23-F todavía caliente, ETA atentó contra la

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vida del teniente general Valenzuela, jefe del Cuarto Militar del Rey, y otros militares que le acompañaban en su coche oficial. Esta operación terrorista fue espectacularmente sangrienta y se produjo colocando una potente carga explosiva en el techo del coche que utilizaban las víctimas cuando se encontraba parado ante un semáforo. Los autores del atentado se desplazaban en motocicleta, lo que facilitó su rápida huida. Su trágico balance (murieron el conductor del automóvil, un escolta y el teniente coronel ayudante del general Valenzuela, quedando éste malherido), el emblemático destino militar de las víctimas y la facilidad con la que se ejecutó en pleno centro de la capital, produjeron una gran tensión en el estamento castrense y muy especialmente en el entorno de La Zarzuela.

Por ello, se instó a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado a que resolvieran el caso con la mayor diligencia posible, requerimiento que se zanjó con la detención en la provincia de Almería de tres jóvenes sospechosos de pertenecer al comando etarra que realizó aquel conflictivo atentado, aunque de inmediato se desvelaría su inocencia. Sin embargo, las circunstancias del momento y las instrucciones internas de la Guardia Civil derivaron en el asesinato de los detenidos por razones de conveniencia (10-05-81), concentrándose entonces toda la responsabilidad de aquel canallesco delito casi exclusivamente en un jefe del Cuerpo, el teniente coronel Castillo Quero, quien de esta forma se tragó uno de los “marrones” más tenebrosos de la transición, rodeado de promesas incumplidas y afrontando una condena de veinticuatro años de cárcel impuesta en 1982 por la Audiencia Provincial de Almería (también fueron procesados un teniente y un guardia segundo bajo su mando). Carlos Castillo Quero falleció de un ataque al corazón el 5 de abril de 1994 en la Parroquia de San Rafael (Córdoba), disfrutando ya de la libertad condicional que le fue concedida el 20 de julio de 1992.

El juez Joaquín Navarro, llegó a afirmar ante las cámaras de Antena 3 TV que este proceloso asunto (que como los sucesos del 23-F también cuenta con sus tenebrosos silencios) constituía “un crimen de Estado que hizo imposible la verdad y la justicia”.

Los dos máximos responsables de aquel descalabrado asunto dentro de la Guardia Civil, el entonces coronel-jefe de su Servicio de Información, Emilio Andrés Cassinello, y su propio director general, el teniente general José Luís Aramburu, no solamente no fueron apercibidos o sancionados, y ni mucho menos imputados en el caso, sino que culminaron sus respectivas carreras profesionales de forma esplendorosa. El primero como capitán general de la V Región Militar Pirenaica Occidental, con sede en Burgos, y

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el segundo acogido, una vez concluida su vida militar, a la canonjía de las empresas públicas, compatibilizando la Presidencia DEFEX, entidad dedicada a la exportación de material de defensa, y la Vicepresidencia de Santa Bárbara de Industrias Militares, industria fabricante del fusil de asalto “Cetme”, cuya unidad de gestión dirigió personalmente...

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Corona, Fuerzas Armadas y Servicios de Inteligencia

Corrido un tupido velo sobre el periodismo mentiroso de la democracia, que como hemos advertido tanto molestó al ex ministro centrista Alberto Oliart ya en el crepúsculo de su adaptable vida política, no podemos sin embargo dejar de recordar la reiterada afirmación popular de que el hombre es el único animal capaz de tropezar dos veces en la misma piedra. En el caso de nuestros Servicios de Inteligencia, esto es un axioma.

A pesar de que en el balance final del escandaloso seminario sobre “Seguridad y Democracia” que acabamos de comentar, su director, el propio Oliart, afirmara que aquél había sido el primer acto de tal naturaleza organizado en Europa (quería decir con auténticos espías de protagonistas), la realidad era otra. La pantomima escurialense escenografiada en julio del año 2000 tuvo un precedente en 1991, también auspiciado por el CESID, integrado en los mismos cursos de verano de la Universidad Complutense, celebrado en la misma sede del Euroforum Felipe II y con idéntica proyección de imagen política y socialmente negativa51.

Pero la afición de nuestros Servicios de Inteligencia a reiterar sus torpezas no se limita, ni mucho menos, al campo de la manipulación informativa. En 1991 ya se encendieron las alarmas rojas del ordenamiento institucional español cuando el entonces director del CESID, el general Alonso Manglano, resaltó, justo en aquel primer “seminario de espías” celebrado en San Lorenzo de El Escorial, su dependencia directa de la Presidencia del Gobierno y del Ministro de Defensa, pero añadiendo a renglón seguido “y, naturalmente, de Su Majestad el Rey” (“El País”, 29-08-91).

51 Transcurrido algún tiempo desde la celebración de aquél primer “seminario de espías”, Fernando J. Muniesa recogió tan singular experiencia en un libro citado con anterioridad, “Los espías de madera”, en el que el CESID y varios de sus miembros más significados no quedaban ciertamente bien parados. Por ello, el general Calderón ordenó someterle a una exhaustiva investigación que fue dirigida por el coronel Andrés Fuentes Gómez (alias “Efrén Puentes”), director de Seguridad del Centro. Su resultado nada aportó al oscuro juego de

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Aquel desliz produjo una gran inquietud en los medios políticos y judiciales ya que, disparada la polémica sobre las reiteradas actuaciones ilegales del CESID, el mismo Manglano las vinculaba (seguramente de forma involuntaria) a la propia Jefatura del Estado. De sus palabras se colegía que podía existir una cierta connivencia del Monarca con la polémica trayectoria vital de los Servicios de Inteligencia y con sus desviaciones institucionales, admitiéndose que ese conocimiento regio intramuros del sistema otorgaba, por sí mismo, al menos un “enterado” de sus grandes operaciones...

A partir de aquella revelación, los analistas más perspicaces se podían plantear cuestiones tan inconvenientes para la Corona como estas: ¿Era creíble entonces que en La Zarzuela se hubieran ignorado, por ejemplo, los tejemanejes del CESID durante el intento desestabilizador del 23-F, cuando dos de sus hombres más comprometido, el comandante Cortina y el general Armada, gozaban entonces de una especial relación personal con Su Majestad...? ¿Y se podía creer también que el Jefe del Estado, de quien el director del CESID reconocía depender en directo, desconocía toda la basura interna descubierta a raíz del “caso Perote” y exhibida con toda crudeza en los juzgados civiles y militares y en los medios de comunicación...? ¿O es que la dirección del CESID practicaba con el Rey la deslealtad de informarle parcialmente, sólo de lo que más le convenía...?

Como ya hemos apuntado, estas o parecidas preguntas quizás fueran las que incitaron a un joven alumno del seminario sobre “Seguridad y Democracia”, que subtitulamos como “El contubernio de El Escorial”, a requerir del general Aurelio Madrigal, secretario general del CESID y ponente que nueve años más tarde reiteró en aquella tribuna la misma indiscreción del general Alonso Manglano, una explicación sobre la información clasificada que dicho organismo facilitaba al rey Juan Carlos. El fondo de la pregunta incluía un definitivo “¿a título de qué?”, con la pretensión de que allí se racionalizara tan extraña o confusa relación, no contemplada, salvo mejor opinión, por el ordenamiento constitucional vigente.

Pero aquel destacado representante de los Servicios de Inteligencia, a quien se interpelaba en materia relacionada directamente con su cargo, aunque en efecto algo alejada de sus conocimientos sobre Max Aub y Francisco de Quevedo con los que desde hace años gustaba demostrar alguna cultura literaria, tampoco supo justificar tan extraña connivencia, bien reconociendo en Juan Carlos I su condición de Jefe del Estado o bien porque fuera Capitán General de los tres Ejércitos, limitándose a afirmar que la información se enviaba al Rey “como institución”... Esperemos que las materias

intoxicaciones pretendido por su instigador y tampoco alcanzó el objetivo de descubrir sus “gargantas profundas”, quizás demasiado próximas al nepote de turno.

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clasificadas del actual CNI no se faciliten también, como dignas instituciones que son, a la Organización Médica Colegial, a la Asociación de la Prensa de Madrid o, con los debidos respetos, a los concejales del Ayuntamiento de Calasparra.

Claro está que, manteniéndose a ultranza la naturaleza militarista y militarizada de nuestros Servicios de Inteligencia, la torpeza política de implicar a la Corona en su controvertida historia, o, peor aún, la de propiciar la sospecha de que la más alta magistratura del Estado pudiera injerirse inconstitucionalmente en su gobernación, encuentra cierto apoyo en el hecho de que, junto a la propia Jefatura del Estado, Su Majestad el Rey ostente también el mando supremo de las Fuerzas Armadas. Así lo establece el artículo 62 de la Constitución Española, y aunque la sociedad civil pueda entender esa compatibilidad como una secuela inoperante y pactada en el pragmatismo de la transición política, o acaso como una herencia inevitable del franquismo, su visualización en el ámbito militar es muy distinta. Ello sin olvidar que, desde su creación y durante casi un cuarto de siglo, el máximo nivel directivo del CESID siempre estuvo (salvo en los primeros años del mandato de Alonso Manglano) ocupado por miembros del generalato.

Y la evidencia palpable de este reconocimiento, desde luego estremecedora en un Estado de Derecho, la encontramos en la propia biografía autorizada de Juan Carlos I escrita por José Luís De Vilallonga52. En ella se nos recuerda que durante la ronda de conversaciones telefónicas mantenidas por Su Majestad con los capitanes generales para contrastar sus posiciones ante el golpe militar, todos coincidían terriblemente en una misma afirmación: estaban a las órdenes del Rey “para lo que sea”. Es decir, los generales renegaban de su propia dignidad y raciocinio para convertirse en demócratas o golpistas según le conviniera al mando supremo “simbólico” de las Fuerzas Armadas... La triste realidad es que la institución militar estaba con el Monarca... pero también para conculcar el Estado de Derecho si éste se lo pedía.

Desde esta perspectiva simbiótica, y al objeto de percibir en toda su dimensión la relación del Monarca con el estamento castrense, con el aparato de seguridad nacional y hasta con el entorno vinculado a la industria de defensa, quizás convenga recordar algunos hitos de su propia biografía.

Juan Carlos Víctor María de Borbón y de Borbón, primer hijo de Don Juan de Borbón y Battenberg y de Doña María de las Mercedes de Borbón y Orleáns, nació el 5 de enero de 1938 en Roma. Fue bautizado en la iglesia del palacio magistral de la Soberana Orden Militar de Malta por el entonces secretario de Estado del Vaticano, cardenal Eugenio

52 José Luís De Vilallonga, “El Rey” (Plaza & Janés Editores, 1993).

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Pacelli, quien un año después sería investido Papa con el nombre de Pío XII. Su infancia, antes de trasladarse a España, discurrió en Roma, Lausana y Estoril. En estas dos últimas ciudades comenzó sus estudios preparatorios de bachillerato, que completaría en Madrid y San Sebastián.

Al acabar el bachillerato, Don Juan Carlos de Borbón inició su preparación militar bajo la tutela del general Martínez Campos, asistido por personalidades castrenses como Nicolás Cotoner, Emilio García-Conde (el hombre que siendo más tarde jefe del Estado Mayor del Ejército del Aire defendería a ultranza la polémica adquisición de los aviones norteamericanos F-18 frente a otras opciones europeas) y Joaquín Valenzuela. Ingresó en el servicio el 14 de julio de 1955 y permaneció dos años en la Academia General Militar de Zaragoza hasta alcanzar el empleo de alférez de Infantería. En 1957 se trasladó a la Escuela Naval Militar de Marín, realizando su primer viaje de prácticas por el continente americano a bordo del buque escuela “Juan Sebastián Elcano”. El 16 de julio de 1958 abandonó la Escuela Naval con el grado de alférez de Fragata, pasando en septiembre de ese mismo año a la Academia General del Aire de San Javier (Murcia) para titularse como piloto militar. El 10 de diciembre de 1959, recibió sus despachos de teniente de Infantería, alférez de Fragata y teniente de Aviación. Ocho años después ascendió a capitán de Infantería, obteniendo más tarde, en 1969, el titulo de piloto de helicópteros del Ejército del Aire.

Una vez concluida su formación militar, Don Juan Carlos de Borbón comenzó los estudios universitarios en Madrid (primavera de 1960), asistido por profesores de la talla intelectual de Enrique Fuentes Quintana, Pedro Laín Entralgo, Torcuato Fernández- Miranda, Segismundo Royo-Villanova, Carlos Ruiz del Castillo, Martín de Riquer…, y por opusdeistas como Florentino Pérez Embid, Laureano López Rodó y Antonio Fontán. En esa misma época, Don Juan Carlos realizó diversos viajes de estudio por España con objeto de conocer en detalle sus distintas regiones. El 14 de mayo de 1962 contrajo matrimonio en Atenas con la princesa Sofía, hija de los reyes Pablo I y Federica de Grecia, ceremonia en la que, curiosamente, estuvo presente como invitado excepcional el entonces capitán Emilio Alonso Manglano, quien más tarde, tras los vergonzosos sucesos del 23-F, sería puesto al frente del CESID con el respaldo personal de aquel mismo consorte ya convertido en Rey de España.

De la unión matrimonial entre Don Juan Carlos y Doña Sofía nacieron en Madrid las infantas Doña Elena (el 20 de diciembre de 1963) y Doña Cristina (el 13 de junio de 1965) y el infante Don Felipe, heredero de la Corona, alumbramiento que tuvo lugar el 30 de enero de 1968.

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En virtud de la Ley de Sucesión de 26 de julio de 1947, Su Excelencia el Generalísimo designó el 22 de julio de 1969 a Don Juan Carlos de Borbón y de Borbón sucesor a título de Rey, nombrándole Príncipe de España. Éste terminó siendo proclamado Rey el 22 de noviembre de 1975, tras haber jurado las Leyes Fundamentales franquistas ante las Cortes Españolas y el Consejo del Reino.

El 2 de noviembre de 1975, ejerciendo por segunda vez la Jefatura del Estado de forma interina en razón de la enfermedad padecida por su titular, Francisco Franco, el Príncipe de España (que desde ese nombramiento ya ostentaba el grado de general gracias a la discrecionalidad del régimen) se desplazó a El Aaiún, girando una visita oficial a los territorios del todavía Sahara español que fortaleció su relación con el estamento militar, moralmente afectado por la amenaza de la “marcha verde” que había impulsado el Gobierno marroquí aprovechando la agonía del Caudillo. Nada más ser proclamado Rey, y asumido en consecuencia el mando supremo de las Fuerzas Armadas (autoridad militar que en la legalidad del sistema precedente fue efectiva hasta que en 1978 entró en vigor la Constitución), el mismo 22 de noviembre envió este mensaje a sus tres ejércitos:

En estos momentos en que asumo la Jefatura de las Fuerzas Armadas, me dirijo a todos vosotros con profunda ilusión y fundadas esperanzas.

Sois los depositarios de los más altos ideales de la Patria y la salvaguardia y garantía del cumplimiento de cuanto está establecido en nuestras Leyes Fundamentales, fiel reflejo de la voluntad de nuestro pueblo.

Expreso mi reconocimiento y gratitud a nuestro Generalísimo Franco, que con tanta dedicación y entrega os ha mandado hasta ahora, dándonos un ejemplo único de amor a España y sentido de la responsabilidad. Mi recuerdo emocionado se dirige hoy a las Fuerzas destinadas en África, las que por su patriotismo, disciplina y entrega están haciéndose acreedoras del agradecimiento de todos los españoles.

Debemos mirar el futuro con serena tranquilidad, pues hemos adquirido un alto grado de madurez política que ha cumplido lo que nuestro pueblo y sólo él desea.

España confía plenamente en sus Fuerzas Armadas. Sé que tenéis un alto concepto del amor a la Patria y que no escatimaréis vuestro esfuerzo para lograr una España cada vez mejor.

Quiero renovar hoy el juramento de fidelidad a nuestra bandera, símbolo de nuestras virtudes y de nuestra raza, y prometeros, una vez más, servirlas y defenderlas, a cualquier precio, de los enemigos de la Patria.

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Mandar es servir, y quiero estar en el mando muy unido a vosotros. Sé que cumpliréis con vuestro deber como siempre lo habéis hecho. Como español, como soldado y como Rey, me siento orgulloso de contar con vuestra adhesión y lealtad. Estoy seguro de que, trabajando todos unidos, alcanzaremos lo que España se merece por imperativo de la historia y su papel en el mundo de hoy.

¡Viva España!

JUAN CARLOS, REY

Especial significado tuvo también para el entorno de la milicia el párrafo de elogio y agradecimiento con el que, previamente, el ya rey Juan Carlos distinguió a la figura de Franco en el denominado “discurso de la Corona”, pronunciado ante las Cortes Españolas. En él afirmaba literalmente:

Una figura excepcional entra en la Historia. El nombre de Francisco Franco será ya un jalón del acontecer español y un hito al que será imposible dejar de referirse para entender la clave de nuestra vida política contemporánea. Con respeto y gratitud quiero recordar la figura de quien durante tantos años asumió la pesada responsabilidad de conducir la gobernación del Estado. Su recuerdo constituiría para mi una exigencia de comportamiento y de lealtad para con las funciones que asumo al servicio de la Patria. Es de pueblos grandes y nobles el saber recordar a quienes dedicaron su vida al servicio de un ideal. España nunca podrá olvidar a quien como soldado y estadista ha consagrado toda la existencia a su servicio...

Además, otro gesto político-militar del Rey de España, entonces como hemos dicho jefe no constitucional pero efectivo de sus Fuerzas Armadas, consistió en la firma de un inmediato Real Decreto (3.269/1975) que reiteraba su demostración de afecto al Generalísimo, y por el que se le colocaba permanentemente en el primer puesto de todos los escalafones militares, algo que hoy no deja de ser curioso en relación con el desmantelamiento de la simbología franquista perseguido desde hace un cuarto de siglo por todas las fuerzas políticas. Su texto establecía:

Francisco Franco, Jefe del Estado Español, Caudillo de España y Generalísimo de sus Ejércitos, fue a lo largo de su esforzada vida acendrado exponente de todas las virtudes militares en su más alto grado.

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Por el elevado valor ejemplarizador de su limpia conducta, por cuanto ésta debe tener de ejemplo permanente para todos los miembros de las Fuerzas Armadas, en la firme voluntad de prestar un homenaje eficaz y permanente a la memoria de Franco, a propuesta de los ministros del Ejército, Marina y Aire, y previa deliberación del Consejo de Ministros en su reunión del día cinco de diciembre de mil novecientos setenta y cinco.

DISPONGO:

Artículo único. En todos los escalafones de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire figurará en cabeza, en lo sucesivo y a perpetuidad, el excelentísimo señor don Francisco Franco Bahamonde, Generalísimo y capitán general de los Ejércitos, seguido de la frase “Caudillo de España”.

Así lo dispongo por el presente decreto, dado en Madrid a cinco de diciembre de 1975.

JUAN CARLOS, REY

Toda esta evidente ascendencia del Rey sobre las Fuerzas Armadas, ciertamente discutible a partir del Estado constitucional, quizás tenga una difícil continuidad en la figura del Príncipe Heredero, Don Felipe de Borbón, sobre todo si prosperase alguna de las iniciativas que, impulsadas por distintas razones y fuerzas políticas, afloran cada vez con mayor naturalidad para reformar la Carta Magna. Pero, con independencia de cualquier posible incidencia histórica, ese deslizamiento institucional se traduce en otras manifestaciones más preocupantes y que, de nuevo, entrelazan a la Corona de España de forma poco convincente, y sobre todo innecesaria, con el mando de las Fuerzas Armadas y, peor todavía, con los propios Servicios de Inteligencia53.

53 En páginas anteriores ya hemos advertido el militarismo reconocido en la precisión semántica con la que en su momento se rebautizaron nuestros Servicios de Inteligencia: Centro Superior de Información de la Defensa. Ahora, parece oportuno señalar también las connotaciones buscadas posteriormente por el propio CESID en sus gratuitos signos de identificación externa y su correspondiente proyección psicológica, bien evidentes en el que fue su escudo corporativo.

En primer lugar, destacaba el corte facistoide del águila, aunque sin llegar a la expresión “imperial” bicéfala, desplegada sobre un escudo que rememora las cruzadas y el honor de los caballeros que servían fielmente a sus reyes y señores medievales, encastrando una granada que simboliza la unidad nacional consumada por los Reyes Católicos con la conquista de la ciudad del mismo nombre, aunque abierta o desgranada como expresión del acceso al mundo de los secretos, y orlado con el lema “ex notitia victoria” digno de la mejor tradición heráldica. En segundo lugar, la presencia de la espada (capacidad ofensiva) ensamblada bajo el escudo (capacidad defensiva) reforzaba con toda claridad su vocación militar, aunque en todo caso existan imágenes mucho más sutiles y adecuadas para simbolizar la naturaleza de los modernos servicios secretos o las actividades de inteligencia al servicio del Estado democrático. En tercer lugar, todo ello se situaba bajo el dominio de la Corona, en un exceso interpretativo de nuestra monarquía parlamentaria, no coronada, que no deja de evidenciar, con mayor o menor delicadeza, el encadenamiento entre Corona, Fuerzas Armadas y

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Sin olvidar que en el genuino caso español el Ministerio de Defensa ha asumido y reasumido toda la potestad jerárquica y funcional sobre los Servicios de Inteligencia (tanto con el CESID como con el CNI), justamente en la vorágine de su época más escandalosa (el entorno electoral de 1996 que propició el acceso de José María Aznar a la presidencia del Gobierno) llamó la atención el hecho de que éste pusiera al frente de tan relevante y estratégico ministerio a Eduardo Serra. El nombramiento fue cuando menos sorprendente, por cuanto tan discutido personaje no militaba, ni de lejos, en el PP y porque nadie ignoraba sus comprometidas relaciones previas con el PSOE. Se consumaba así todo un espectacular “borrón y cuenta nueva”, desde luego bien llamativo después de haberse vivido una virulenta campaña electoral en la que los líderes populares esgrimieron descalificaciones sin precedentes contra el histórico partido fundado por Pablo Iglesias.

Por otra parte, la cartera de Eduardo Serra sobrevenida en mayo de 1996, no sólo frustraba otras muchas y fundadas expectativas de políticos bien significados dentro del PP, sino que obligaba a recomponer el Gobierno que, vulnerando el sigilo propio del caso, había trascendido ya a los medios de opinión informada. En ese filtrado equipo inicial, el Ministerio de Defensa lo ocupaba Rafael Arias-Salgado, y el de Fomento, donde este disciplinado profesional de la política terminó acoplándose sobre la marcha, se adjudicaba en teoría a Jesús Posada. El antiguo centrista Arias-Salgado había llegado, incluso, a comentar con personas de toda confianza que ya tenía “medio uniforme” para ponerse al frente del Ministerio de Defensa, mientras que su fiel colaborador, Joaquín Abril Martorell, deslizaba en los pasillos del Congreso de los Diputados que él mismo le acompañaría como nuevo secretario de Estado en ese Departamento.

Las razones efectivas de aquel sorprendente nombramiento de Eduardo Serra como ministro de Defensa, de quien dependía el proceloso mundo de un CESID convulsionado y a punto de estallar (ya se había engullido a su propio director general, a un vicepresidente del Gobierno y a un ministro de Defensa, que se vieron obligados a dimitir precisamente por las irregularidades que protagonizó), nunca fueron desveladas. No obstante, por las redacciones de los medios informativos se aventuraron hipótesis sobre tan enigmática decisión, entonces no publicadas, que aludían a la sugerente mediación del propio Monarca en el momento que el presidente del Gobierno, José María Aznar, le

Servicios de Inteligencia tratado en este capítulo, aunque éste sea formalmente inexistente, políticamente insostenible, socialmente indeseado y realmente innecesario. Y, por último, acaso lo más revelador: la ausencia de cualquier referencia al orden constitucional.

Consideración aparte merecen otras iniciativas internas gestadas también al amparo del espíritu de “cruzada nacional” que caracteriza los orígenes ancestrales del CESID, todavía perdurables. Entre ellas se

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presentaba de forma preceptiva la relación de los candidatos que habrían de integrar su primer Consejo de Ministros.

De ser cierto, dicho padrinazgo quizás hubiera tenido un hipotético origen en el interés del gobierno saliente por blindar a cal y canto la condición “clasificada” de los documentos del CESID más comprometedores en la denominada “guerra sucia contra ETA”, dejándolos bajo el férreo control de un ministro independiente de la mayor confianza, experto como pocos en subvertir los auténticos intereses del Estado. Puede que esa eventualidad, bien sopesada en su momento por los analistas más perspicaces, no pasara de ser una pura especulación, aunque la realidad posterior de los hechos tampoco haya demostrado lo contrario.

Pero es que estos mismos comentarios sobre eventuales presiones de la Corona para imponer un titular “conveniente” al frente del Ministerio de Defensa, y en consecuencia para controlar los Servicios de Inteligencia en su actual sistema de dependencias, volvieron a circular cuando el PP revalidó en el 2000 su mayoría parlamentaria, en este caso absoluta, para gobernar el país. Entonces, fuentes de toda solvencia y próximas a quienes protagonizaron los hechos, difundieron reservadamente la noticia de que, estando Francisco Álvarez-Cascos nominado por Aznar como ministro de Defensa in pectore, de nuevo la pretendida ascendencia del Rey sobre esa área departamental recondujo su titularidad hacia Federico Trillo-Figueroa, hombre del Opus Dei que al parecer ya se encontraba encajado como ministro de Justicia con el encargo de abordar una reforma profunda del sistema judicial. Y, de nuevo, hubo “baile de ministros” no programado: Álvarez-Cascos asumió Fomento, Arias-Salgado se vio abocado a dejar el Gobierno aunque hubiera ocupado el cartel electoral como número tres por Madrid (en su condición de diplomático también optó infructuosamente a ocupar la cartera de Asuntos Exteriores), mientras Ángel Acebes se desplazaba al ministerio inicialmente previsto para Trillo-Figueroa y Jesús Posada, en principio fuera del nuevo Gobierno, era repescado como ministro de Administraciones Públicas...

Lo más curioso del caso, llevado con toda discreción por el propio Aznar al afectar sensiblemente a su dignidad presidencial, es que, en última instancia, aquella injerencia se producía para evitar que una personalidad tan fuerte como la de Álvarez-Cascos pusiera algo de orden y concierto en el delicado terreno de la defensa y la seguridad nacional, según parece acotado por la Corona. Y, en efecto, esa pudo ser la abortada intención inicial de quien hasta entonces había sido vicepresidente primero del Gobierno,

incluye, como un simple ejemplo, la inspiración “templaria” de los procedimientos que debía seguir la AOME en la época previa al 23-F, cuando era dirigida por el comandante José Luís Cortina.

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aunque acaso manteniendo la esencia del sistema original dada su vinculación personal con el núcleo duro del CESID (Calderón, Cortina, Ruiz Platero, Ortuño…) ya desde los tiempos de GODSA, pero reconduciendo al menos la subordinación total de la actividad político-militar (Fuerzas Armadas, industria e infraestructuras de la defensa, Servicios de Inteligencia…) al entorno presidencial de Moncloa y al del propio aparato del PP, frente a sus atípicas vinculaciones con el palacio de la Zarzuela.

En definitiva, aquella nueva intromisión en el nombramiento del ministro de Defensa no dejaba de consolidar una curiosa versión asilvestrada del arraigado sentimiento decimonónico que proclamaba sin ningún pudor eso de “¡la finca es mía!”.

Pero quizás, esa incomprensible exigencia del Monarca conllevase algún justificado temor habida cuenta de la trascendencia pública que, en el largo sabat democrático vivido por el CESID desde su creación, han tenido algunas de sus actuaciones directamente relacionadas con la Casa Real. Entre ellas, y sin querer ser prolijos ni tendenciosos porque están al alcance de todo el mundo en cualquier hemeroteca, basten recordarse la intervención ilegal del sistema telefónico utilizado por el propio Jefe del Estado y la grabación de las conversaciones que mantenía con sus amigos personales; la financiación de un lujoso chalet situado en la zona residencial de Aravaca (próxima al palacio de La Zarzuela), equipado para grabar y filmar secretamente las reuniones privadas y encuentros íntimos que mantenían en el mismo personalidades de la máxima relevancia; la derivación de fondos reservados para apoyar las necesidades presupuestarias de la Casa Real, al margen de su asignación oficial; el asalto al domicilio privado de la polifacética Bárbara Rey para rescatar grabaciones que, según se desprende de tan osada iniciativa, podrían comprometer la “razón de Estado” suprema…

Todo un catálogo de actuaciones ciertamente singulares complementadas con “variables de entorno” tan dispares que han abarcado un impresentable seguimiento al general Sabino Fernández Campo, ex jefe de la Casa de Su Majestad, la filtración de los contratos millonarios de decoración y amueblamiento del CESID asignados en la más pura arbitrariedad a una amiga íntima del propio Eduardo Serra, o las presiones ejercidas contra cualquier persona cuya información o carácter decidido pudiera poner en entredicho el sistema y hacer peligrar los ilegítimos intereses personales de sus directivos.

En este último caso, se podrían computar desde las “advertencias” de silencio transmitidas a militares golpistas como Alfonso Armada y Antonio Tejero, o las cursadas a otros compañeros de armas políticamente contestatarios como Amadeo Martínez Inglés y a simples defensores de su dignidad profesional como Ricardo Castillo Algar, hasta las

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que intentaron acallar estrictas peticiones de justicia por la muerte de un hijo en acto de servicio, como sucedió con Arturo Vinuesa. O las sufridas directamente por militares vinculados al propio CESID, como en el caso de Juan Alberto Perote. Eso sin contar con el acoso al que han sido sometidos algunos periodistas críticos con la institución, como el sufrido por Fernando Rueda tras violentar el ordenador personal instalado en su domicilio como venganza por toda la trastienda expuesta en los diversos libros que ha publicado sobre la materia54...

Y ello sin profundizar tampoco en otros cruces secuenciales de relaciones que comienzan con implicaciones en el montaje del golpe del 23-F (Calderón, Cortina, García- Almenta...); se continúan con el barrido de las pruebas pertinentes (Oliart, Jesús del Olmo, Eduardo Serra, Calderón, Ortuño...); prosiguen con cortinas de humo como la “operación Mister”55 y otras maniobras de distracción para evidenciar una falsa defensa del modelo democrático, como la “operación Cervantes” del 27-O y la “operación Zambombazo” de 1985 en La Coruña (Oliart, Serra...); se acreditan socialmente en la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción (de nuevo Calderón y Serra...) y se consolidan económicamente en el entorno profesional y empresarial de la política de Defensa (Oliart, Serra...). En fin, un curioso repertorio de relaciones y personajes siempre prevalentes y sospechosamente ganadores jueguen en el equipo que jueguen...

Por todo lo expuesto, otra de las ataduras que, quiérase o no, ha dificultado sin duda alguna la reforma democrática del CESID, es precisamente esa incomprensible indefinición que envuelve la relación de la Jefatura del Estado con las Fuerzas Armadas y, mucho peor como ya dijimos, con los Servicios de Inteligencia. Porque, en efecto, al ostentar la Corona de España, y a tenor como hemos advertido de lo establecido en el artículo 62 de su Constitución, también corresponde a Juan Carlos I “el mando supremo de las Fuerzas Armadas”. Pero no estando al mismo tiempo su persona sujeta a responsabilidad alguna según el artículo 56.3 de la misma Carta Magna (lo que exige que todos sus actos como jefe del Estado deban ser refrendados), se produce una evidente incoherencia legal que, a su vez, incide en la inconsecuencia de las Reales Ordenanzas

54Fernando Rueda: “La Casa” (Ediciones Temas de Hoy, 1993), “Espías”, escrito en colaboración con Elena Pradas (Temas de Hoy, 1995), “KA: licencia para matar” (Temas de Hoy, 1997) y, en particular, “Por qué nos da miedo el CESID” (Ediciones Foca, 1999).

55Junto a la interesada desmesura periodística y judicial con la que se trató en su momento la denominada “operación Cervantes”, y también frente a la irrealidad formal de la “operación Zambombazo”, ambas utilizadas para intentar recuperar el crédito del CESID como defensor de la democracia, perdido tras los sucesos del 23-F, hay que destacar igualmente la “operación Mister”, que terminó convertida en falsa excusa para “lavar” una de sus actuaciones más comprometidas.

Dicha operación, nacida realmente en tiempos pasados como seguimiento de algunos diplomáticos norteamericanos acreditados en nuestro país, fue desempolvada inmediatamente después del 23-F para justificar el apoyo operativo prestado por el CESID a los asaltantes del Congreso de los Diputados y salvar así las responsabilidades de sus miembros implicados en aquel grave intento de desestabilización política.

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(Ley 85/1978) cuyos artículos 77 y 79 determinan claramente que la caracterización del mando reside en su capacidad para decidir y en la responsabilidad derivada del mismo. Es decir, que en la concordancia de ambas normas, el Monarca no podría ser mando supremo de las Fuerzas Armadas, ni éste titular de mando ser, al mismo tiempo, Rey de España.

El mando militar es indivisible y plenamente responsable, pero el Rey es irresponsable y sus actos (salvo los que afecten al gobierno de la Casa Real) requieren un refrendo responsable ajeno a su persona. Dicho de otra forma, quien no es responsable no puede mandar. Por eso, durante el 23-F fue patético ver como los capitanes generales se ponían, finalmente, a las órdenes incondicionales de su mando supremo, en un tema desde luego delicado pero que tenía una respuesta democrática inequívoca. Aunque no menos chocante para esa misma sensibilidad democrática fuera ver al propio Rey lanzando sus órdenes militares, por fortuna de reconducción constitucional, a la cúpula de nuestros ejércitos en la oscura madrugada del 24 de febrero de 1981.

Y prueba de toda esta incoherente situación, se tuvo incluso con el pronunciamiento del Tribunal Supremo al fallar en casación las sentencias definitivas para los encausados del 23-F. En él, y para deslegitimar el pretexto de “obediencia al Monarca” que esgrimían los acusados (pero que también hubiera podido expresarse como “obediencia militar debida al mando”), se manifestaba: “Con el debido respeto al Rey, y aceptando, por supuesto, la inmunidad que concede al Rey la Constitución, si tales órdenes del Rey hubieran existido, no hubieran excusado de ningún modo a los procesados, pues tales órdenes no entran dentro de las facultades de Su Majestad el Rey y siendo manifiestamente ilegales no tendrían por que haber sido obedecidas”.

Por otra parte, el juramento impuesto al Rey en su propia proclamación para que guarde y haga guardar la Constitución, la reiteración que de su condición de mando supremo de las Fuerzas Armadas se hace en el artículo segundo de las Reales Ordenanzas, ignorando la potestad que sobre aquellas tiene el poder ejecutivo, o la incongruente presidencia que como rey no gobernante ha venido ostentando al frente de la Junta de Defensa Nacional, y otros aspectos técnicamente no resueltos en el orden funcional de la propia institución monárquica (como los honores y distinciones afectos a la figura de su Heredero que están sometidos a la discrecionalidad del gobierno de turno), aconsejan en efecto un desarrollo que clarifique y perfeccione el Título II de la Constitución Española dedicado a la Corona. Por cierto, legitimada en cualquier caso de forma muy distinta al régimen franquista.

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Esta iniciativa legislativa, incomprensiblemente pendiente desde 1978, como recordó con gran sensatez y oportunidad el profesor Julián Marías en la conferencia magistral que pronunció en el Congreso de los Diputados al celebrarse el vigésimo aniversario de la propia Constitución (y que la Secretaría General del Congreso de los Diputados guardó sin editar), es otro de los aspectos que, a fuer de ser coherentes con el Estado de Derecho, tendría que contemplarse también de algún modo en una revisión democrática de los Servicios de Inteligencia.

Tal vez así se evitarían espectáculos tan sorprendentes (al menos para quienes conserven un mínimo de memoria histórica y de respeto al orden constitucional) como el vivido el 12 de octubre del año 2000 en Madrid con motivo de la Fiesta Nacional. Su celebración incluyó una llamativa parada militar presidida por el rey Juan Carlos que contaba, por primera vez, con fuerzas del Cuerpo de Ejército Europeo: sus dos máximos mandos, como hemos visto bien caracterizados antes como sucesor y ayudante, respectivamente, del comandante Cortina en el CESID más polémico y cuestionado, eran el teniente general Juan Ortuño (al frente del Eurocuerpo) y el general brigadista Francisco García-Almenta (al frente de los carros de combate). Todo un ¡chapeau! con el que descubrirse ante la Corona.

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Una reforma de rodillo parlamentario

Tan importante como todo lo señalado, y desde luego en plena concordancia con el trasfondo instrumental que ha caracterizado la estructura y el funcionamiento de nuestros Servicios de Inteligencia, es la arbitrariedad con la que también se impregna gran parte de los contenidos del Estatuto del Personal del CESID (creado por el Real Decreto 1.324/1995, de 28 de julio, y con vigencia prolongada en la Ley 11/2002 reguladora del CNI), vulnerando a nuestro entender los principios de legalidad, interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos y seguridad jurídica, consagrados en el artículo 9.3 de la Constitución Española. La gravedad de esta normativa manipuladora acaso se comprenda mejor sabiendo que, dentro del tradicional régimen militar de subordinación, llegó incluso a ser impugnada por un directivo del propio CESID, entonces todavía en activo y coautor de este libro: el coronel Diego Camacho.

En cualquier caso, fueron necesarios casi veinte años de espera (desde 1977 a 1995) para que se pudiera disponer de un texto legal regularizador, sólo en parte, del funcionamiento de los Servicios de Inteligencia en un marco constitucional y, por tanto, teóricamente respetuoso con el Estado de Derecho. Pero aún así, la triste realidad es que dicho ordenamiento, cumplimentado mediante un simple real decreto, conculca repetidamente el espíritu y la letra de la Carta Magna, lo que dice muy poco en favor de la credibilidad democrática de sus inspiradores y mucho sobre la falta de recursos jurídicos alternativos del último gobierno socialista presidido por Felipe González, que fue el autor del reglamento en cuestión, aunque lo pactara con la oposición popular para afrontar la problemática surgida en el seno del CESID.

Como hemos visto, la escasez de antecedentes legales ha sido una constante en todos estos años. Pero esa misma precariedad jurídico-normativa propiciaba, de una manera también recurrente, que al sustanciarse el debate sobre los Servicios de

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Inteligencia siempre se pospusiera su reforma como si el tema fuera, en definitiva, de importancia menor en las prioridades legislativas del gobierno de turno. En otras palabras, haciendo valer que el CESID, o bien el CNI, funciona y que su director es un hombre de confianza política, el partido en el poder aprovecha la nebulosa legislativa para orientar su actividad de forma interesada. “Vamos pues a dejarlo como está”, parece ser siempre su acomodaticia decisión final.

A pesar de que la situación anterior no fuera la óptima, y ni siquiera la deseada, tenía la ventaja de no violentar frontalmente el Estado de Derecho ya que en ausencia de norma específica siempre podía acudirse a la legislación general existente, aunque ésta fuera bien precaria. Sin embargo, al publicarse el Real Decreto 1.324/1995 la situación varía de forma notable, pues con él se llena el vacío legal, si bien a costa de vulnerar la Constitución y la jurisprudencia del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional, y con una nueva normativa de simple rango reglamentario. En definitiva, se genera una situación de iure en donde antes sólo existía una de facto. El retroceso es a todas luces muy significativo, pues consagra reglamentariamente, de nuevo, la existencia de un Estado arbitrario dentro del propio Estado de Derecho. Y sin el necesario control político de equilibrio sobre los Servicios de Inteligencia, ya que el único existente de verdad (el gubernamental, que en el sistema español condiciona la autonomía del poder judicial) es desde luego insuficiente si se compara con el de los países occidentales que se han dado un régimen de convivencia basado en las libertades democráticas.

De todos modos, con el paso del tiempo fue bien sorprendente, y no menos reconfortante, escuchar en un acto interno del CESID (la “copa de navidad” servida el 20 de diciembre del 2000), en boca del propio general Calderón y de forma un tanto ilusoria, que el controvertido régimen estatutario de su personal sería sustituido de inmediato, y con tan sólo cinco años de vigencia, por otro aparentemente más acorde con el Estado de Derecho (“La Razón” 23-12-2000). Cualquier conocedor perspicaz de aquella noticia pudo pues advertir tanto la inadecuación formal del Real Decreto 1.324/1995 a la realidad que habría pretendido reglamentar como, dada su temprana propuesta de inhabilitación, la eventualidad del servicio coyuntural que había podido prestar a los intereses más bastardos de nuestros Servicios de Inteligencia.

Al margen de la evidente precariedad jurídica con la que se continúa soportando todo el entramado de nuestra seguridad nacional, y vista la actitud mantenida por el último gobierno de Felipe González y los sucesivos de José María Aznar (incluida la reforma de rodillo parlamentario realizada con la creación del CNI), podríamos decir que el control ejercido sobre los servicios secretos ha sido considerado suficiente por ambas

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formaciones políticas. Pero también es evidente que dicho control, si se compara con el establecido en otros países de nuestro mismo entorno occidental, sigue siendo inadecuado para salvaguardar el interés general en un marco democrático. Pero si se establecieran otros controles más convincentes, como se ha detallado en páginas anteriores, el sistema se equilibraría permitiendo que la sociedad democrática se sienta protegida y no amenazada.

Además, en contra de lo que podría apreciarse en un análisis superficial, un sistema compensatorio de controles refuerza la propia autoridad del Gobierno sobre este importante ámbito de la seguridad nacional. Claro está que ello requiere un interés previo y también encontrarse con fuerza suficiente para asumir dicho control. Ambas hipótesis nos llevan al mismo escenario, el de la democracia “tutelada”.

Cuando la clase política propicia que la excepcionalidad jurídica sea el método de funcionamiento de los Servicios de Inteligencia, no está beneficiando para nada al poder ejecutivo ni tampoco a la opción partidista alternativa, sino todo lo contrario. En la historia reciente tenemos numerosos ejemplos de como, al orientarse la actividad de dichos servicios de forma indebida y en aras del interés particular o grupal, poco después los mismos obedientes funcionarios ejecutores del desviacionismo institucional han pasado factura a sus mandatarios y a los eventuales destinatarios del favor. Propiciar este esquema es facilitar el blindaje de los arribistas de oficio, que han hecho del chantaje institucional el mejor instrumento para servir a su carrera profesional o política.

Sólo el respaldo de la soberanía popular y de su acreditada representación democrática fortalece la acción del poder ejecutivo. Por ello, un gobierno pragmático es el primer interesado en que los Servicios de Inteligencia actúen sólo en beneficio de la Constitución y de la seguridad nacional. No profundizar en el Estado de Derecho es propiciar la falsa razón de Estado y ésta, por su propia naturaleza, es enemiga irremisible de la democracia.

Durante la sexta legislatura, el diputado Willy Meyer, entonces portavoz de IU en la Comisión de Defensa del Congreso de los Diputados, mantuvo en repetidas ocasiones que el país más parecido al nuestro en relación con sus Servicios de Inteligencia, era Marruecos. Quienes le escuchaban, bien en el Parlamento o bien en alguna tertulia radiofónica, no podían ocultar cierta sorpresa; pero tenía razón por el valor determinante que se le da al imperativo de Estado en ambos países. Y además con un plus a favor de Marruecos: la organización de su seguridad nacional ha sido copiada de la francesa y al menos está dividida en dos agencias, una interior y otra exterior, con dependencias ministeriales distintas. En Marruecos la defensa de la razón de Estado, y no la

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profundización democrática, era en efecto el principal objetivo del Mahzen y, en consecuencia, de los sucesivos gobiernos alauitas. Pero, aun admitiendo la indeseable homologación de ambos países en el diseño filosófico de la inteligencia nacional, quede claro que nuestros vecinos magrebís nos superan lamentablemente en el plano organizativo.

Por otra parte, es interesante reseñar también la génesis del Estatuto y su utilización política posterior.

Varios años antes de su publicación, acaecida como hemos visto en el verano de 1995, se nombra una comisión mixta del CESID y del Ministerio de Defensa para estudiar su elaboración. Los borradores inoperantes se suceden a lo largo de los años y va a ser el escándalo de las escuchas ilegales, que como se sabe origina los ceses del vicepresidente del Gobierno, Narcís Serra, del ministro de Defensa, Julián García Vargas, y del entonces director del CESID, Emilio Alonso Manglano, el que va a impulsar la publicación definitiva de este reglamento.

Esta circunstancia de acoso político y miedo escénico, legítimamente capitalizada por la oposición popular, es lo que motiva que ese texto legal sufra modificaciones sustanciales sobre alguna de sus versiones previas más presentables. Así, para obtener una cobertura de seguridad corporativa, se redacta el reglamento en cuestión, como si extrayendo al Centro del orden constitucional se garantizara, o al menos se facilitara, que los responsables políticos fueran a quedar a salvo de las acciones ilegales ejecutadas por los funcionarios aunque fueran estimuladas u ordenadas por aquellos.

Frente a esa actitud miope y egoísta, el inspirador político debería haber impuesto al director del Centro un principio de colaboración responsable, en vez de buscar subterfugios o favores que al final terminan volviéndose contra él, con un fuerte coste personal además del institucional. En un sistema democrático, lo institucional siempre debe de prevalecer sobre lo personal, aunque en España la figura del personaje “blindado”, por una u otra causa, se ha convertido ya en una costumbre más que proverbial, sin que el desgaste corporativo que conlleva importe lo más mínimo.

Precisamente, es en el período de transición que va desde el cese del general Manglano hasta el nombramiento del general Calderón al frente del CESID, cuando tiene lugar la publicación del Estatuto en el Boletín Oficial del Estado. En su camino para llegar al poder, culminado con la victoria electoral de 1996, el PP opositor hará del CESID, de su necesaria limpieza y reforma, una muy rentable baza electoral. Así, una vez instalado el nuevo director en la sede de “la Casa” y utilizando el nuevo reglamento como

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instrumento legitimador, se inicia la aparente labor de reestructuración comprometida por el nuevo gobierno de signo popular.

Para conformar la cúpula directiva del CESID y otros cargos de menor entidad pero de máxima confianza, el general Calderón recupera entonces antiguas lealtades personales y recompensa directamente la carrera profesional de su hija y de su sobrino enmascarando su arbitrariedad con otros ascensos circunstanciales.

A continuación cesa a veintiocho agentes, transmitiendo desde medios informativos afines al Gobierno la noticia de que por fin el CESID ha sido “limpiado y reformado”. Y en esta campaña interesada intervienen mano a mano el nada imparcial presidente de la Comisión de Defensa del Congreso de los Diputados, Alejandro Muñoz Alonso, quien publica un artículo torticero coincidente con las tesis del general Calderón (“ABC”, 23-12- 96), y Pilar Urbano, la periodista del Opus Dei que se embolsó unos buenos millones de pesetas por vehicular con su firma una impresentable hagiografía institucional del CESID, realizando una entrevista de cobertura ad hoc al propio José María Aznar (“El Mundo”, 30-12-96).

Dos de los expulsados del CESID, un prestigioso teniente coronel del Ejército del Aire y el militar coautor de este libro, se ven obligados a convocar a los medios informativos para aclarar una situación fácilmente demostrable: ni ellos, ni sus veintiséis compañeros cesados, formaban parte de la tan cacareada “limpieza” del CESID porque jamás se implicaron en acción delictiva alguna. Por tanto, el general Calderón y el Gobierno, con su presidente a la cabeza, estaban engañando a la opinión pública.

Sobre la marcha, la dirección del CESID les abre un expediente, al final del cual se les castiga con un mes y un día y un mes y medio de arresto militar, respectivamente, por hacer declaraciones a la prensa contrarias a la disciplina, pero no por hacer aseveraciones falsas ni por calumniar a nadie: sencillamente por no prestarse de forma sumisa a ser chivos expiatorios de las culpas de otros y no mantener complicidad silente ante la campaña montada por el general Calderón en su propio beneficio y en el del partido político que, bajo el liderazgo de Manuel Fraga, ayudó a fundar desde GODSA.

La historia posterior también es conocida, pero siempre es clarificador recordar algunos hechos y matices enmarcados en el contexto que se merecen. Unos meses antes de concluir la sexta legislatura, el Gobierno reconoce que no ha tenido tiempo de acometer la reforma del CESID. El titular de la cartera de Defensa, Eduardo Serra, afirmó nada menos que el pueblo español no estaba preparado para afrontarla. Pero no hay motivo de preocupación, ya que la responsable previsión gubernamental va a propiciar un encuentro de importantes adalides de la inteligencia mundial para que expliquen en

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un seminario académico sus propias experiencias, educando al respecto la ignorancia pública sobre la materia (el contubernio de El Escorial).

La realidad era que al final de esa primera legislatura de mandato popular, el Gobierno no había consumado la limpieza anunciada (GAL, escuchas ilegales, corrupción…), ni tampoco la reforma necesaria. Aunque esos dos pequeños detalles no le impiden olvidar ya en su nuevo programa electoral toda la podredumbre organizativa y funcional del CESID, anteriormente denunciada a bombo y platillo. La teoría del poder de Pareto se cumple en este caso al cien por cien.

La lectura política de esta secuencia de falsedades e incumplimientos no puede ser más descorazonadora. Un tema que afecta a la seguridad nacional de manera decisiva, es utilizado como arma electoral sin que en ningún momento el interés general sea tomado en consideración. Y no menos desalentador es comprobar como el PP, después de obtener una mayoría absoluta en las elecciones legislativas de 1999, no ha generado tampoco iniciativas realmente serias para abordar este asunto, manteniéndose bien al contrario en la estela continuista marcada a sangre y fuego por Eduardo Serra. El hecho de que el Gobierno haya limitado su acción de reforma a la realización de un seminario propagandista y manipulador en los cursos de verano de San Lorenzo de El Escorial, y aun a una acción maquilladora del CESID con la creación del CNI, es una auténtica burla al ciudadano, aunque muy coherente con la pobre opinión política e intelectual que el ex ministro Eduardo Serra y sus acomodaticios seguidores tienen de sus compatriotas.

La propia naturaleza del Estatuto por el que se rige el personal adscrito al CESID, con su vigencia mantenida por la Ley 11/2002, imposibilita el último de los seis controles que señalábamos anteriormente (el autocontrol o control interior), para disponer de un sistema de seguridad nacional integrado en el ordenamiento constitucional que garantice de consuno la protección del Estado y su régimen de libertades.

Desde el momento que los derechos fundamentales protegidos por la Constitución o regulados por las leyes orgánicas correspondientes son delegados en un mero reglamento, que a su vez es manejable de forma arbitraria por una persona cuyo control sólo fiscaliza el gobierno de turno, nos avocamos regresivamente a formulaciones políticas utilizadas en los sistemas autoritarios o dictatoriales, llámense monarquías absolutas, ilustradas o de Carta otorgada, repúblicas de partido único o de imposición militar... Lejos desde luego de los países que reconocen la soberanía popular y el Estado de Derecho.

En el contexto perverso del régimen estatutario que comentamos, al funcionario implicado en la seguridad nacional le resulta desde luego muy difícil y arriesgado velar

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por el interés del Estado, así como influir o corregir las derivas inconstitucionales en las que todo poder absoluto tiene tendencia a caer. Este reglamento le impide la tutela constitucional y consagra un poder arbitrario contra el que nada puede. A una mayor seguridad del director de los Servicios de Inteligencia en la toma de decisiones, no fiscalizables de forma eficaz incluso con la vigente normativa y por tanto de eventual ilegalidad no punible, se corresponde una mayor inseguridad por parte del funcionario y en consecuencia del ciudadano.

En política internacional es bien conocido el principio de que, en asuntos de interés común, la seguridad absoluta de uno se corresponde con la inseguridad absoluta de los demás. Extendido al ámbito de los Servicios de Inteligencia, podemos afirmar que sólo si se establece un modelo en el que todos estemos razonablemente inseguros, podremos contrapesar nuestros propios intereses para hacer prevalecer el interés general y adecuar las actividades de información-inteligencia a los auténticos objetivos de la seguridad nacional.

El amplio margen de discrecionalidad que el Real Decreto 1.324/1995 concede a la dirección del Centro podría hacernos pensar en la resurrección del Estatuto de Bravo Murillo de 1852, que negaba a sus funcionarios el acceso a los documentos que motivaran su traslado, suspensión o separación de la Administración. También les negaba la personación en los expedientes sancionadores, aunque esta arbitrariedad manifiesta fuera corregida parcialmente por el Estatuto de Leopoldo O’Donnell de 1866, por el que los funcionarios que hubieran obtenido plaza mediante oposición no podían ser separados del servicio después de seis años de antigüedad. Hoy, aquél famoso general liberal podría seguir teniéndose por un cabal progresista si comparamos la normativa que auspició con el Real Decreto 1.324/1995.

Esa es, pese a quien pese, la realidad de nuestra “democracia imperfecta” trasladada al ámbito de la seguridad nacional. Su precariedad jurídica y su inconsistencia constitucional arrancaron de la debilidad política propia de la extinta UCD, y quizás de los atávicos complejos franquistas de sus líderes más significados, se arrastra con la deriva de la corrupción y de la prepotencia socialista y se consuma con el nonato regeneracionismo del gobierno popular.

Prueba palpable de esta triste realidad se tuvo cuando, tras los atentados protagonizados por el grupo terrorista Al-Qaeda el 11 de septiembre de 2001 en territorio estadounidense, el ministro de Defensa, Federico Trillo-Figueroa, rindió todos sus encantos y encantamientos personales ante la línea más reaccionaria del CESID histórico, refugiado en asesoramientos aledaños a Moncloa (de nuevo los Ruiz Platero,

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Cortina, Ortuño…), abandonando cualquier planteamiento realmente reformista. Alguna razón tendría para ello...

Lo cierto es que, en efecto, el 2 de diciembre de ese mismo año, los medios informados en materia de inteligencia y seguridad nacional quedaron sin duda sorprendidos con las declaraciones que el veleidoso ministro hizo al diario “La Razón”: “El 11 de septiembre ha demostrado que el esquema más usual de fraccionamiento de los actuales servicios de inteligencia no es el más eficaz…”. A continuación añadía que “todos los países tienden ahora a la concentración, lograda ya en el CESID”.

Una vez más, como en los tiempos de la mejor autarquía franquista, el defecto se convertía en virtud. ¿Acaso es que en el reencuentro del poder conservador la falange ultra católica del grupo Forja se amancebaba felizmente con sus antagónicos seculares del Opus Dei…? ¿O es que estamos quizás ante otro monje-lobo asilvestrado en tierna oveja vaticana?

Otra cosa muy distinta sería el camino de despropósitos que podamos recorrer en el futuro por un eventual desenfoque en la lucha contraterrorista internacional. Del explosivo cóctel que se puede producir por las acciones y reacciones que de forma sucesiva propicien la locura terrorista y la prepotencia del gendarme universal, a punto de convertirse en auténtica deidad de la guerra, cierto es que nadie puede responder.

En cualquier caso, aquel periodístico brindis al sol del ministro Trillo-Figueroa no dejaba de ser una peculiar manera de justificar la continuidad pura y dura del mismo y polémico modelo de servicios secretos impuesto en los antiguos países comunistas del Este europeo, y que precisamente los espías norteamericanos habían combatido con tanto ahínco durante los años de la guerra fría. Toda una paradoja, desde luego consecuente con la torpe arrogancia del conocido Spain is different.

Eso sí; la desmañada correlación que aquella autoridad pensante de nuestra seguridad nacional atribuía a los terroríficos sucesos que asolaron las torres gemelas de Nueva York y la sede del Departamento de Defensa estadounidense en Washington DC, sirvió de inmejorable excusa para tratar de justificar lo injustificable: una seudo reforma del CESID finalmente impuesta desde el ordeno y mando. Dicho de otra forma, la barbarie terrorista de Osama ben Laden le vino al pelo para endilgar una reforma de importancia sustancial ajena de nuevo al auténtico consenso de Estado y pactada soterradamente con los mismos socialistas a los que antes se había denostado desde la oposición popular por valerse de unos Servicios de Inteligencia más pro-gubernamentales que pro-ciudadanos, y por permitir que violentaran los fundamentos propios de la democracia, para consolidarlos ahora en la misma ilegitimidad histórica.

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Que la recreación del CESID en el CNI se amañó con nocturnidad y alevosía parlamentaria entre los dos partidos mayoritarios (los del “quítate tú para ponerme yo”), sin plantearse para nada la deseable colaboración de los demás partidos presentes en la Cámara, fue algo bien evidente. Nada más conocerse los anteproyectos de ley correspondientes (el de ley ordinaria para regular el CNI y el de ley orgánica para regular el control judicial previo del mismo), prácticamente todos los grupos minoritarios presentes en el Congreso de los Diputados suscribieron enmiendas de totalidad a los textos gubernamentales, pidiendo la retirada de su tramitación parlamentaria. Desconsideraciones políticas y ninguneos previos aparte, algo políticamente repudiable tendría que tener aquel entendimiento entre opositores tan conspicuos, para que todos los demás representantes del poder legislativo se enfrentaran radicalmente a su repentina connivencia.

Así, bien contra uno u otro de los dos proyectos de ley citados (contestados ambos de inmediato en su esencia antidemocrática), todas las enmiendas parlamentarias de totalidad recogían afirmaciones tan rotundas como incontestables.

El Grupo Parlamentario Federal de Izquierda Unida hacía, entre otras, las siguientes afirmaciones: “El Gobierno de la Nación ha optado claramente por primar la seguridad (la inteligencia como instrumento al servicio de la misma) en detrimento de las garantías jurídicas, parlamentarias y judiciales de los derechos y libertades constitucionales de las y los ciudadanos españoles”. “En relación al nominalmente llamado control judicial previo de la actividad del CNI, cabe decir que éste está plagado de lagunas y peligros para el Estado de Derecho”. “En definitiva, entendemos que no se crea un procedimiento de control judicial del CNI, sino más bien una vestimenta semánticamente jurídica con una apariencia judicial que en el fondo no es más que una santificación casi incondicional de las actuaciones de la inteligencia española”.

Por su parte, los nacionalistas del PNV, tras advertir que el control judicial previo de las actividades del CNI propuesto podía incidir en cuestiones de inconstitucionalidad, señalaban de forma literal:

La caracterización del Centro Nacional de Inteligencia que se hace en este Proyecto de Ley se mantiene apartada de las tendencias de Derecho comparado occidental, que han llegado a distinguir tres ámbitos distintos de actuación, a saber, ámbito de seguridad interior, ámbito de seguridad exterior y, en algunos casos, ámbito relacionado con la inteligencia estricta de las fuerzas armadas...

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No se ha superado la tradición pre-democrática que confundía y aglutinaba en un mismo saco el concepto de seguridad con el de defensa del aparato del Estado, lo que implica el resultado de englobar en la misma estructura ámbitos funcionales que en la mayor parte del entorno europeo se encuentran claramente diferenciados. Este defecto provoca la continuidad de una adscripción o dependencia para con el ámbito de defensa, que conduce de este modo a una visión deformada del ejercicio de sus funciones, anacrónica desde la perspectiva de profesionalización y modernización, y peligrosa para la perdurabilidad del sistema democrático desde la perspectiva de los posibles controles, la transparencia y el ejercicio de libertades y derechos fundamentales...

El representante de Iniciativa per Catalunya-Verds, Joan Saura, destacaba en primer lugar diversos conceptos recogidos en el texto regulador del CNI que, a su juicio, sirven para introducir elementos discrecionales sobre sus objetivos y actividades. A continuación, recurría al informe del propio Consejo General del Poder Judicial adjuntado por el Gobierno a su proyecto de ley orgánica reguladora precisamente del control judicial previo del CNI, para recordar que éste “no prevé cómo se configuraría el derecho del titular de las libertades sacrificadas a conocer la actuación judicial y a reaccionar contra ella”. El texto gubernamental (volvía a transcribirse de la misma fuente) “no precisa tampoco el particular alcance del régimen de control al que quedaría sujeta la actividad del centro, cuando pudiera colisionar con otros derechos fundamentales distintos de los recogidos en el artículo 18.2 y 18.3 de la Constitución, singularmente en lo ateniente al uso de la informática previsto en el artículo 18.4 de la Constitución”. Y, por último, recordaba también el portavoz de IC-V, de nuevo en línea de opinión con la misma alta institución, que el Gobierno no concretaba la definición del modelo de control judicial elegido, no especificaba la existencia de mecanismos para la revisión jurisdiccional de las medidas afectas, ni se establecían límites temporales a su prevista prórroga...

Pero, junto a la de Joan Saura, otras voces parlamentarias integradas igualmente en el Grupo Mixto (las del Bloque Nacionalista Galego, Esquerra Republicana de Catalunya, Eusko Alkartasuna...) evidenciaron con sus enmiendas de totalidad a los proyectos de ley que conformaban la reforma del CESID, ciertamente necesaria y trascendente pero desde luego igualmente frustrante, que se trataba tan sólo de una reforma nominal. Y también que bajo una nueva denominación semántica más actual, y utilizando en su presentación legal una terminología suficientemente equívoca, el CNI volvía a encubrir los mismos

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intereses espurios que en nuestro país han caracterizado a los organismos homólogos precedentes. ¿Dónde quedaba entonces la profunda remoralización de la vida y de las instituciones públicas españolas propuesta en su momento por el presidenciable José María Aznar? ¿Y para qué mejor ocasión guardaba su antagónico José Luís Rodríguez Zapatero la vara de marcar distancias de respeto constitucional y dignidad democrática...?

¿Es que con la losa del affaire Rumasa encima, el PSOE iba a tener ocasión de “opositar” al Gobierno, como es su obligación, criticando, por ejemplo, la privatización del sector empresarial público acometida por el presidente Aznar? Con anterioridad al auténtico debate parlamentario que hubiera debido conllevar la mal llamada “reforma” de los Servicios de Inteligencia, la oposición liderada por Rodríguez Zapatero ya tuvo oportunidades inmejorables para comprometer las responsabilidades del Gobierno en las comisiones de investigación que entendieron sobre el fraude en la producción del lino y sobre el escándalo financiero de Gescartera, pero fue incapaz de hacerlo.

¿Por qué incomprensible razón el partido que con tanto afán buscaba la recuperación del poder perdió, entonces, la oportunidad de enfrentar constructivamente los modelos de seguridad nacional que en teoría deberían matizar al menos dos opciones políticas ideológicamente dispares...? Tal vez, las esencias opositoras al Gobierno terminen emanando con la contrarreforma del modelo de Fuerzas Armadas profesionales que anticipa el fracaso del anterior pasteleo parlamentario cocinado conjuntamente también por los dos partidos mayoritarios, y otra vez mediante un falso consenso nacional.

Con las Cortes Generales y la propia opinión pública un tanto perplejas (o quizás no) ante el bochornoso pactismo del PSOE en cuestión tan sustancial como la que se debatía (nada menos que la modernización de los Servicios de Inteligencia y su reconducción hacia el interés general en el Estado de Derecho), la representación parlamentaria de Convergència i Unió navegaba a remolque de los acontecimientos, inevitables por otra parte a tenor del rodillo parlamentario popular en el que se había montado también el complacido continuismo socialista. Sin embargo, no menos llamativa que la pasividad y falta de coraje político mostradas por Rodríguez Zapatero en materia que en su momento fue uno de los instrumentos más arrojadizo del PP contra Felipe González (referente de su partido), o que las contundentes enmiendas de totalidad ya señaladas, fue la curiosa posición fijada por los nacionalistas canarios.

Coalición Canaria, formación que, como hacían los nacionalistas catalanes, y aunque fuera innecesario por la aritmética parlamentaria que respaldaba al PP, apoyaba la acción gubernamental para garantizarse a su vez el apoyo popular en la continuidad de su

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propio gobierno autonómico, desarrolló en efecto una inteligente estrategia para conjugar su necesaria lealtad política con una mínima coherencia y dignidad democrática. No cuestionó los proyectos de ley en su totalidad, pero sí que presentó un bloque de enmiendas al articulado que, tanto por su cantidad como por su contenido, y admitiendo incluso el repudiable unitarismo del CNI, evidenciaba su plena discrepancia y las múltiples vías de agua del sistema democrático que se reiteraban en el nuevo modelo de Servicios de Inteligencia.

La firmeza de Luís Mardones, portavoz de la coalición en aquella tramitación parlamentaria, para por lo menos intentar perfeccionar la decepcionante propuesta pactada de forma discrecional por los dos partidos mayoritarios de gobierno-oposición, aumentó su significación cuando en círculos de la seguridad nacional se supo que, tras ser requerido desde el Ministerio de Defensa para que no presentara enmienda alguna (por cierto mediante llamada telefónica y con escasa comprensión de lo que son las libertades democráticas), más tarde fue de nuevo conminado, desde luego fallidamente, a que las retirara. Todo ello presionándole además a través de algún inconsecuente jerarca de su propio partido...

Para atestiguarlo, ahí quedan perfectamente referenciadas y argumentadas en el Boletín Oficial de las Cortes Generales y en el Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, sus veintidós enmiendas al articulado del proyecto de ley reguladora del CNI (que sólo consta de doce artículos) y sus cinco enmiendas al proyecto de ley orgánica reguladora de su control judicial previo (de artículo único). La mayoría parlamentaria del PP las despreció, pero sin que nadie se atreviera a rebatir sus impecables contenidos, ni de forma oficiosa en el habitual “pasilleo” de la Cámara, ni mucho menos de forma oficial, con luz y taquígrafos de por medio.

Pero actitud todavía políticamente menos gallarda, fue la del portavoz de Defensa del PSOE, quien asumiendo el papel de mamporrero parlamentario del Gobierno intentó un discurso crítico, vago y generalista, no contra el proyecto de ley en debate, que hubiera sido lo suyo, sino contra las enmiendas presentadas por los nacionalistas canarios. Toda una vergonzosa evidencia del pasteleo consumado entre los partidos mayoritarios para falsear la necesaria democratización de los Servicios de Inteligencia, torpemente escenificada: quedó muy claro cuando el diputado Felipe Alcaraz (IU) recordó al “despistado” portavoz socialista de marras, Jordi Marsal, que se estaba atribuyendo funciones del portavoz del Gobierno…

En fin, fuera como fuese, la realidad es que las Cortes Generales, invidentes ante la nebulosa opacidad del secreto oficial con la que se envuelven otra vez las actividades de

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los Servicios de Inteligencia, sometidas a la omnipotencia de su unitarismo, inoperantes en su legítima función de control parlamentario y maniatadas por la connivencia del poder judicial, sucumbieron a sus más elevadas obligaciones de representación y defensa ciudadana otorgando un auténtico cheque en blanco para salvaguardar la responsabilidad del poder ejecutivo y del propio CNI en sus eventuales conculcaciones del Estado de Derecho. Todo ello con la innegable complacencia del PP y del PSOE (tal para cual en la perversa rotación del poder férreamente prevista en nuestro modelo de bipartidismo encubierto), que han podido y sabido arrastrar la complicidad del ámbito jurisdiccional y al poder legislativo mayoritario, antes que facilitar la capacidad efectiva de ambos estamentos para proteger el marco legal vigente.

Si lo que se ha pretendido con la transformación del CESID en el CNI es consolidar los Servicios de Inteligencia como policía política del régimen, no se va por mal camino. Cierto es que quienes en él prevalecen (básicamente los dos partidos que en la irreversible atadura del sistema tienen opción real para rotarse en el poder y, por supuesto, la propia Corona), poco interés van a tener en alterar el statu quo; otra cosa al parecer más admisible es maquillarlo cuantas veces haga falta, tarea para la que nada hay tan útil como un buen rodillo parlamentario.

Ya es hora pues de cortar, desde un Parlamento que se encuentra formal y moralmente comprometido con el orden constitucional y con el interés general, y cueste lo que cueste, el nudo gordiano que todavía ata nuestros Servicios de Inteligencia a una España otorgada no deseada, no merecida y de impresentable legado a las generaciones venideras.

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El deterioro del modelo de defensa nacional

Pero la política gubernamental y de oposición seguida en relación con los Servicios de Inteligencia, caracterizada como hemos visto por el maquillaje continuado del sistema establecido originalmente, reasumido en la transición de la dictadura a la democracia, y por su utilización política interesada, presenta derivadas quizás más preocupantes en el ámbito global de la defensa nacional, del que aquellos forman parte expresa gracias a la confundida voluntad del legislador. De hecho, el actual CNI sigue dependiendo del Ministerio de Defensa, controla de forma férrea el CIFAS (Centro de Inteligencia de las Fuerzas Armadas) y, a fuerza de bandazos organizativos, en julio de 2009 volvió a ser dirigido por un militar, Félix Sanz Roldán, general de Ejército y antiguo JEMAD (Jefe del Estado Mayor de la Defensa).

Dada, pues, la singular subordinación que en España tienen los Servicios de Inteligencia del Ministerio de Defensa, también es necesario considerar, a efectos de esa misma tutela y del interés general del Estado de Derecho, el progresivo deterioro del modelo más amplio de defensa nacional. Una senda de peligroso trazado a partir de los errores iniciales del primer gobierno presidido por José María Aznar en la VI Legislatura, antes de que él mismo auspiciara también la reconversión sucedánea del CESID en el CNI tras los sucesos del 11-S.

La Ley 17/1999, de 18 de mayo, de Régimen del Personal de las Fuerzas Armadas, produjo, efectivamente, un cambió sustancial en el modelo de defensa nacional, marcado por la precipitación y el oportunismo político. A tenor de su contenido, se sustituyó el razonable sistema mixto de reclutamiento entonces vigente y consensuado por todas las fuerzas políticas, que combinaba la leva obligatoria decreciente con una incorporación progresiva de voluntarios profesionales, acorde en tiempos y acompañamientos presupuestarios, por el de plena “profesionalización”.

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A este respecto, conviene recordar también que la objeción de conciencia y la prestación social sustitutoria del servicio militar obligatorio ya se encontraban reguladas por la Ley 48/1984, de 26 de diciembre, aunque sus contenidos fueran reemplazados por la Ley 22/1998, de 6 de julio, subsanando algunas de sus insuficiencias y limitaciones y dotándola de una mayor practicidad.

El nuevo criterio del Gobierno en materia de defensa nacional tuvo su origen en la imposición política de CiU, partido que en una estrategia debilitadora del Estado, consciente o incosciente, perseguía desentender a la sociedad catalana y española de sus obligaciones afectas a la defensa nacional. La baza jugada para conseguirlo, fueron los 16 escaños que ocupaba en el Congreso de los Diputados que, junto con otros 4 del PNV, eran decisivos para la investidura presidencial de José María Aznar en primera votación y para suscribir un pacto político que le asegurara los necesarios apoyos de estabilidad durante la legislatura.

En el marco de aquella aritmética parlamentaria, la citada Ley 17/1999 terminó “suspendiendo” el servicio militar obligatorio recogido en el artículo 30.2 CE, dado que su “supresión” hubiera requerido, nada más y nada menos, que la reforma del texto constitucional, implantado en paralelo un nuevo modelo de Fuerzas Armadas totalmente “profesional” y desafecto, por tanto, al compromiso social. Un modelo que sus padrinos políticos (CiU y PP) vendieron a la juventud española con tanta frivolidad como populismo, arrastrando al resto de las fuerzas políticas a una complaciente demagogia para captar votos electorales en rebajas, sin establecer unos plazos de transformación razonables y sin arbitrar los presupuestos requeridos para ello, pero que no dejó de mostrar, a la postre, su difícil encaje cuantitativo y cualitativo en la realidad socioeconómica nacional.

De hecho, ese fue el temerario origen del desentendimiento ciudadano en el compromiso nacional de defensa y seguridad, encauzándolo por un camino político de difícil tránsito e imposible retorno, comprobado en la posterior historia de nuestras Fuerzas Armadas, comprometidas de forma radical en un modelo “ocupacional”, más que “vocacional”. El gobierno de Aznar, espoleado por CiU, y haciendo gala de muy poco sentido de Estado, eliminó la escasa cohesión que aún existía entre la sociedad civil y las Fuerzas Armadas a través de la “mili” obligatoria, logrando que la defensa nacional fuera considerada a nivel ciudadano “cosa de otros”, que bien o mal “cobrarían” para cumplir con las obligaciones impuestas al respecto por la Constitución al conjunto de los españoles. De ahí al banderín de enganche para reclutar inmigrantes extranjeros como defensores de nuestra propia patria, quedaba, como se ha visto, bien poco trecho.

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Todo ello, con el señuelo inicial de convertir al militar profesional en un auténtico “ciudadano de uniforme”, al corte de los países de nuestro entorno occidental más desarrollados, a tenor de lo determinado por la “Comisión Mixta, no Permanente, Congreso-Senado para establecer la fórmula y plazos para la plena profesionalización de las Fuerzas Armadas”, cuyo dictamen final fue aprobado por unanimidad de las Cortes Generales (en el Pleno del Congreso el 28 de mayo de 1998 y en el Pleno del Senado el 9 de junio del mismo año). Su apartado 2.2 establecía los principios generales del nuevo modelo de Fuerzas Armadas, incluyendo uno, ordenado con la letra “k”, especialmente afecto al constitucionalismo de la nueva milicia y que reconocía de forma expresa: “Los militares profesionales, como ciudadanos de uniforme, son titulares de los derechos y libertades establecidos en la Constitución, con las imprescindibles restricciones o limitaciones en su ejercicio que la propia Constitución y las disposiciones de desarrollo de la misma contemplen”.

Sin embargo, este reconocimiento del militar profesional como “ciudadano de uniforme” jamás pasaría de ser pura farfolla política incumplida. Incluso por Federico Trillo-Figueroa, quien mucho antes de llegar a ser ministro de Defensa había sintetizado el concepto y reclamado su sustanciación en un impecable artículo titulado “El militar y la libertad de expresión”, publicado en el diario “ABC” (06/01/1982) cuando todavía ejercía como capitán jurídico de la Armada: “Si se quiere hacer un Ejército de ‘ciudadanos de uniforme’ -conforme al paradigma de los Estados más democráticos- habrá que comenzar por hacer de los militares profesionales auténticos ciudadanos, iguales en derechos a sus compatriotas”.

De hecho, desde el mismo alumbramiento del Estado social y democrático de Derecho, tres han sido los mandatos parlamentarios dirigidos al Gobierno de la Nación para que reconociera y ordenara el ejercicio de los deberes y derechos fundamentales de los militares en el marco constitucional, incumplidos uno tras otro de forma en efecto poco edificante:

La disposición final segunda de la Ley 85/1978, de 28 de diciembre, de Reales Ordenanzas para las Fuerzas Armadas, ordenaba de forma literal: “El Gobierno deberá dictar las normas de desarrollo relativas al ejercicio de deberes y derechos individuales en el plazo de tres meses a partir de la entrada en vigor de la presente Ley”. Fue incumplida por el Gobierno de la extinta UCD.

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La disposición final séptima de la Ley 17/1999, de 18 de mayo, de Régimen del Personal de las Fuerzas Armadas, volvía a comprometer la misma iniciativa: “El Gobierno, antes del 31 de diciembre del año 2002, deberá remitir al Congreso de los Diputados los proyectos de Ley necesarios para adaptar el ordenamiento legal de la defensa nacional y el régimen de derechos y deberes de los militares al modelo de Fuerzas Armadas profesionales”. Fue incumplida por el Gobierno del PP.

La disposición final tercera de la Ley Orgánica 5/2005, de 17 de noviembre, de la Defensa Nacional, reiteraba de nuevo la exigencia parlamentaria estableciendo literalmente: “Mandato Legislativo. El gobierno, en el plazo de tres meses, deberá remitir al Congreso de los Diputados un proyecto de ley reguladora de los derechos fundamentales de los militares profesionales, que incluirá la creación del Observatorio de la vida militar”. Fue incumplida por el Gobierno del PSOE.

Un magnífico ejemplo de deslealtad institucional, alimentado por los asesores legales y los propios militares-oficinistas atrincherados de forma permanente en el Ministerio de Defensa con los sucesivos gobiernos, sea cual fuere su color político, e inseguros de sí mismos. Una “camarilla” que también tiene mucho que ver con el lamentable presente y el previsible oscuro futuro de nuestras Fuerzas Armadas.

En la estela de ese increíble desentendimiento gubernamental de los compromisos formalmente establecidos por las Cortes Generales, que son legítimas representantes del pueblo soberano y el órgano ejerciente de la potestad legislativa del Estado (artículo 66 CE), la habitualidad en la chapuza normativa afecta a la defensa nacional continuó con la demolición de la Ley 85/1978 de Reales Ordenanzas para las Fuerzas Armadas. Un texto inconstitucional que, aún desnaturalizado por la Ley 39/2007, de 19 de noviembre, de la Carrera Militar, mediante un galimatías técnico-jurídico de difícil digestión, que en principio derogaba 69 artículos y “deslegalizaba” otros 147, seguía dejando vigentes con rango de ley ocho artículos de un total de 224, que eran precisamente los más inconvenientes desde la óptica del Derecho.

Más tarde, la Ley de Reales Ordenanzas de 1978, “capada” en 216 artículos, se hizo paradójicamente compatible con el Real Decreto 96/2009, de 6 de febrero, por el que se aprobaban una nuevas Reales Ordenanzas para las Fuerzas Armadas, ya sin rango de ley pero con aquel fondo de inconstitucionalidad colgado todavía de la cuestionada normativa

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original, “asegurado” con unas extemporáneas “Reglas de Comportamiento del Militar” encajadas a presión en el artículo 4 de la Ley 39/2007 de la Carrera Militar. Con el factor añadido de que fueran una transposición prácticamente exacta del denominado “Código de Conducta de las Fuerzas Armadas” que el Gobierno de Rodríguez Zapatero quiso introducir en la Ley Orgánica 5/2005 de la Defensa Nacional, de forma ciertamente desafortunada y, en consecuencia, rechazada de plano por el Congreso de los Diputados durante su tramitación parlamentaria... En el modelo de defensa nacional, todo parece válido para acallar la voz de los militares profesionales y censurar su opinión informada frente a los manejos de la clase política.

Nada hay que oponer a la limitación o prohibición de los derechos específicos de quienes sirven al Estado desde la Institución Militar, porque así lo estableció la Carta Magna. Esa limitación es desde luego necesaria, pero debe hacerse con absoluto respeto a la letra y al espíritu de la norma constitucional. Al militar le están constitucionalmente limitados los derechos de sindicación (artículo 28.1 CE) y de petición colectiva (artículo 29.2 CE), y para ellos ahí acaba la constitucionalidad. Cualquier otra limitación o sobrecarga en su entorno de deberes, derechos y libertades fundamentales será, quiérase o no, inconstitucional, marcando también la línea que define su caracterización como auténticos “ciudadanos de uniforme” o, alternativamente, como “ciudadanos de segunda clase”.

Volviendo a las debilidades normativas iniciales del Gobierno Aznar, hay que recordar otras muchas puertas abiertas al campo de la torpeza recurrente. Desde la falsa muestra de progresismo que supuso imponer una rebaja en las pruebas físicas del acceso femenino a la milicia profesional, sin acompañarla con la necesaria limitación de destinos que exigiesen mayor nivel o esfuerzo de ese tipo, hasta la de propiciar un rango de coronel del Cuerpo de Músicas Militares, despropósito que, en su inevitable dinámica, Rodríguez Zapatero terminó elevando hasta el empleo de general de brigada en la Ley de la Carrera Militar. Un alarde de auténtica opereta bufa, del mejor estilo cortesano.

Al mismo tiempo, se limitaba hasta el empleo de teniente coronel, por ejemplo, la carrera militar de ingenieros y arquitectos técnicos, universitarios con atribuciones plenas en sus respectivas especialidades y claro exponente de la tecnificación militar, que en los demás Ejércitos de la OTAN alcanzan como mínimo el empleo de coronel. O se machacaba sistemáticamente la carrera de los oficiales de Complemento y la promoción interna de las escalas básicas. O se despreciaba, sin la menor contemplación, a los miles de cabos primero que precisamente constituían una base profesional y vocacional,

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necesaria y eficaz, frente al mero oportunismo laboral y a la desmotivación con la que se imbuía el nuevo modelo de Fuerzas Armadas...

De ahí quedó poco trecho al bandazo de tener que elevar la edad de la tropa y marinería en servicio activo “operativo”, nada menos que hasta los 45 años de edad (Ley 8/2006, de 24 de abril, de Tropa y Marinería), pudiendo desarrollar a partir de esa edad sólo funciones logísticas y de apoyo a la fuerza. Es decir, a propiciar ya a muy pocos años vista un ejército de “abuelos” en ciernes, apenas transcurridos menos de siete años desde la reforma del modelo.

Pero si las imposiciones de sus socios nacionalistas impidieron a José María Aznar sustanciar desde el Gobierno las propuestas regeneracionistas que con tanto ardor había planteado en sus campañas electorales de oposición, peor sería ver como la mayoría absoluta alcanzada por el PP para gobernar en solitario durante la siguiente VII Legislatura, libre de aquellas ataduras, las relegó de forma tan paradójica como definitiva al archivo del olvido. Aún más, en honor a la verdad, hay que reconocer que los primeros errores de Aznar en materia de defensa nacional fueron ampliamente desbordados por su segundo ministro de Defensa, Federico Trillo-Figueroa. Éste tuvo a bien superar con creces cualquier record de torpezas y hasta de deslealtades con las Fuerzas Armadas, particularmente en su gestión de las misiones militares proyectadas sobre Afganistán, incluyendo desde luego la crisis generada por el accidente del avión “Yak-42” en el que perdieron la vida los 75 ocupantes que transportaba en viaje de regreso de aquel teatro de operaciones, 62 de ellos militares españoles.

Antes de que se destapara el escándalo de la falsa identificación de los cadáveres, los engaños que desde su alta posición gubernamental reiteró a los familiares de las víctimas, a la opinión pública y al Parlamento, fueron más que proverbiales. Con independencia de que todas aquellas patrañas contaminaran, además, a unos cuantos generales excesivamente serviciales, que de nuevo dejaron la Institución Militar a las patas de la peor opinión ciudadana.

Denigrar y entremezclar de forma truculenta los restos mortales de quienes habían dado su vida en acto de servicio a la patria, con la posible comisión por medio de un delito de falsedad documental, fue sin duda alguna un hecho impresentable. Y más todavía si se le imputaba nada menos que a un miembro del Consejo de Ministros, al margen de que perteneciera o no a una organización religiosa.

Previamente, Trillo-Figueroa ya había apuntado maneras muy similares con el tratamiento dado a los soldados españoles que, participando en la “Operación Fuerza Decidida” sobre la antigua Yugoslavia, fueron víctimas del llamado “síndrome de los

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Balcanes”. Se trataba de una etiología confusa, pero que afectaba de forma sintomática a militares de todos los países partícipes en aquella misión, y que, tras producir múltiples trastornos epidérmicos, digestivos y respiratorios, terminaba generando metástasis cancerígenas irreversibles en muchos de los pacientes afectados.

La reacción oficial ante aquel evidente síndrome, aceptado y combatido de forma coherente en los demás países afectados, comenzando por Estados Unidos, cuyos responsables militares fueron precisamente los que alertaron sobre el problema, fue negarlo a rajatabla. Y después, cuando los acontecimientos desbordaron ese primer dique de incontenible soberbia política, el ministro Trillo-Figueroa activó la creación de una supuesta “Comisión Científica” sólo para que, a la velocidad del rayo, decretara que no existía relación alguna de causa-efecto entre la munición de uranio empobrecido utilizada en la Guerra de los Balcanes y las secuelas cancerosas padecidas por quienes participaron en ella, en número significado y fuera cual fuese su nacionalidad.

Aquel descarado montaje permitió, acto seguido, que el Ministerio de Defensa se desentendiese del problema y dejara a sus antiguos y patrióticos soldados de reemplazo (no precisamente insumisos) en manos del masificado sistema asistencial público, sin más miramientos. Y, desde luego, sin reconocerles prestación social alguna.

Un magnífico ejercicio soterrado de inhumanidad, superado sin duda con buena nota, que además incumplía de cabo a rabo el código de conducta de los mandos militares, el compendio ético y moral que debía regir su comportamiento profesional, recogido en las mismas Reales Ordenanzas que el Ministerio de Defensa traía a colación de forma recurrente, sólo cuando le interesaba. Pero la gravedad de aquella irresponsable política de dejación, lamentablemente poco aireada, tuvo mayor alcance. Con ella se desmoronó, otra vez, el prestigio social que ya habían alcanzado las Fuerzas Armadas españolas gracias, justamente, a las misiones “humanitarias” en las que participaban, por muy discutibles que fueran desde el punto de vista militar. La actitud y el comportamiento del segundo ministro de Defensa “aznarista” ante aquel imprevisto drama, dañaron gravemente esa imagen pública, provocando un mayor e irreversible distanciamiento de la juventud española en el ámbito de la defensa nacional.

Comentario aparte, muy breve porque los hechos son de sobra conocidos, merece la “liberación” del islote Perejil en julio de 2002. Una auténtica pantomima de arrojo bélico contraria a la recomendación de la cúpula militar, ejecutada, como ya hemos comentado, bajo la potestad y supervisión personal de Trillo-Figueroa “al alba y con tiempo duro de levante…, con fuerte levante, 35 nudos de viento, salieron cinco helicópteros…”, estilo “imperial” con el que tuvo a bien informar de la proeza al Congreso de los Diputados y

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que lamentablemente los anales de la defensa nacional guardarán para regocijo de quienes más critican a las Fuerzas Armadas.

La historia de los errores “populares” en materia militar podría alargarse ad infinitum, con jugarretas tan deplorables como la arbitrariedad de propiciar ascensos ilegales sin que existiera la preceptiva ocasión de vacante (véanse el ascenso a general del coronel Juan Antonio Lombo, afanado posteriormente como Jefe del Estado Mayor del Aire en favorecer la reclasificación para el ascenso de su propio hijo, o la reconfirmación en el generalato del coronel jurídico-militar Jesús Del Olmo, una vez degradado judicialmente por su inicial ascenso ilegal). Sin dejar atrás los privilegios concedidos a los cuatro Jefes de Estado Mayor por su “colaboracionismo” con la Ley 17/1999, quienes, tras ser ascendidos a generales de “cuatro estrellas”, verían generosamente retrasado su pase a la reserva con la correspondiente compensación económica, al igual que sus sucesores…

Pero tampoco merece la pena ser exhaustivos en el daño producido al sistema de defensa nacional durante las dos legislaturas en las que Aznar estuvo al frente del Gobierno. Todo lo señalado, y más que hubiere, no pasa de pura nimiedad comparado con la trama de reconversión militar montada por los sucesivos gobiernos de José Luís Rodríguez Zapatero.

Junto al incremento del privilegio de los cuatro jefes de Estado Mayor, recogido en el artículo 13.4 de la Ley 39/2007 de la Carrera Militar, o a la desmedida creación de un empleo de general de brigada en el Cuerpo de Músicas Militares ya comentada, minucias legislativas ambas con la desvergüenza política de instigarse a favor de nombres y apellidos concretos, algo mucho más peligroso y extremadamente preocupante subyace en el nuevo modelo de Fuerzas Armadas establecido de forma subrepticia al amparo de dicha ordenación legal. Más allá de que, engañosamente titulado, este bodrio normativo sea en realidad una ley de la función militar (o mejor de la disfunción militar teniendo en cuenta las explosivas cargas de profundidad que conlleva contra la esencia misma de la organización castrense), la triste realidad es, ni más ni menos, que se trata de una auténtica reconversión, dura y encubierta, de las Fuerzas Armadas.

Esa peligrosa deriva política (torpemente apoyada por el PP) no deja de ser, incluso, una vendetta revisionista arrojada contra el estamento militar y enmarcada en el tortuoso esfuerzo socialista por reinterpretar, al gusto propio, la triste historia de la guerra civil española. Y, entre otras cosas, facilitada por la inexistencia en ese ámbito de un asociacionismo constitucional como el integrado en EUROMIL, defensor de sus legítimos intereses profesionales, que en buena medida la misma milicia ha venido despreciando hasta ponerse ingenuamente al cuello la soga de su propio ahorcamiento.

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Lectores poco impuestos en materia de defensa nacional, o algunos grupos sectarios de la política, podrían tildar la realidad que estamos describiendo de exagerada. Pero ¿qué significa entonces la drástica disminución de 25.000 efectivos sobre la horquilla máxima y mínima de la anterior y ya exigua plantilla de nuestras Fuerzas Armadas, consumada de refilón en el artículo 16 de la Ley de la Carrera Militar? ¿Y la eliminación de más de 200 puestos de coronel, que son justamente los mismos con los que se ha aumentado en paralelo la plantilla de la Guardia Civil, amén de incorporar también en el Benemérito Cuerpo algunos miles de nuevos números y nada menos que cuatro empleos de teniente general?

Además, y a efectos del desproporcionado bandazo político que significa la progresiva desactivación de las Fuerzas Armadas por un lado y, por otro, la creciente potenciación de la Guardia Civil, téngase también en cuenta que mientras sólo a la primera institución compete la defensa constitucional de la unidad de España (artículo 8.1 CE), la segunda es ajena a ese mandato específico, estando plena y exclusivamente subordinada al poder gubernativo. Para el analista avezado, las conclusiones que se pueden sacar de tal evolución ante un hipotético interés del gobierno de turno por atender en sus últimas consecuencias las propuestas nacionalistas de desmembración nacional, abriendo las puertas al Estado federal, o quizás al confederal, son ciertamente inquietantes.

Por otra parte, ¿qué significa la sorprendente decisión de que a partir de la Ley 39/2007, y frente al criterio de antigüedad y clasificación, los ascensos al empleo de coronel devengan exclusivamente por “elección” del correspondiente Jefe de Estado Mayor, designado previamente como tal por la confianza del Gobierno? Pues, dicho de forma llana y directa, no supone otra cosa que la plena politización del escalón real y más significado del mando militar y, en consecuencia, también de la función asignada institucionalmente a las Fuerzas Armadas. Nada diferente a lo que de forma tan lamentable se ha logrado hacer ya con el poder judicial y, en medida muy aproximada, con el poder legislativo, si tenemos en cuenta la peculiaridad de los Reglamentos con que se rigen el Senado y el Congreso de los Diputados.

Para empezar, la primera decepción que produjo la tramitación parlamentaria de la Ley de la Carrera Militar, fue el hecho de que, como norma básica de la defensa nacional, que además modificaba otra vez de forma tan radical como innecesaria el modelo vigente de Fuerzas Armadas, no se viera acompañada del preceptivo (aunque no sea vinculante) dictamen del Consejo de Estado, que el Ministerio de Defensa ya obvió también en la tramitación de la Ley Orgánica 5/2005, de la Defensa Nacional. Una reiteración indeseable que conculca la propia esencia del alto organismo consultivo, expuesta con

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toda claridad en el artículo 21 de la Ley Orgánica 3/1980 que regula su funcionamiento, y que, teniendo como tiene la competencia de velar por la observancia de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico, siempre mantendrá viva la duda sobre si lo que no se ha querido conocer es precisamente su opinión acerca de ese fondo sustancial de la norma.

Al mismo tiempo, dicha tramitación parlamentaria se gestó con la competencia legislativa plena de la Comisión de Defensa del Congreso de los Diputados, sin que ninguno de los dos grupos mayoritarios de la Cámara, PSOE y PP, solicitaran la avocación al Pleno propugnada inicialmente por CC, grupo que sin otros apoyos se vio forzado a retirarla. Sobran, pues, más comentarios sobre la falta de estética parlamentaria y el interés decreciente que viene mereciendo tan importante materia legislativa, cuya sustanciación se realiza prácticamente en puro trámite de los designios ministeriales, alentados por un impulso quizás más revisionista que modernizador y orientado con una deriva partidista ciertamente poco aconsejable en lo que debieran ser estrictas políticas de Estado.

Sea como fuere, el Preámbulo de la Ley de la Carrera Militar, anticipa en su apartado II la pretensión de dar cumplimiento a una de las directrices de la Directiva de Defensa Nacional de 30 de diciembre de 2004, estableciendo “sistemas de ascenso y promoción que incentiven la dedicación y el esfuerzo personal”. Y añade en ese mismo sentido que la carrera militar “queda definida por la ocupación de diferentes destinos, por el ascenso a los sucesivos empleos y por la progresiva capacitación para puestos de mayor responsabilidad, combinando preparación y experiencia profesional”.

Poco habría que objetar a esta declaración expositiva de la ley en cuestión si, contraviniéndola de plano, en el desarrollo del articulado no se ampliara efectivamente el sistema de ascenso por elección al empleo de coronel (y capitán de navío), extrayéndolo del procedimiento de clasificación mucho más razonable que afecta a los empleos precedentes. Esta discrecionalidad quedaba añadida a la que ya existía para promover el ascenso en todo el ámbito del generalato, copando con esta fórmula los cinco empleos más importantes de la carrera militar (de coronel y capitán de navío hasta general de Ejército, almirante General y general del Aire). Ello conlleva que esa misma carrera profesional tenga su límite generalizado de ascensos por el sistema de antigüedad primero y de clasificación después, en el empleo de teniente coronel o capitán de fragata, lo que para los oficiales de carrera de los cuerpos específicos de los tres ejércitos representa tan solo tres de los ocho ascensos posibles a partir de recibir su despacho de teniente o alférez de navío.

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Este fuerte desequilibrio entre los distintos sistemas de ascenso establecidos en la Ley de la Carrera Militar, invalida en sí mismo el criterio de “clasificación”, que, aún siendo el más objetivo, queda limitado al ascenso de capitán a comandante y de comandante a teniente coronel, o sus correspondientes en la Armada, dado que el de teniente a capitán, o similar, se sigue realizando por antigüedad.

La extensión del sistema de ascenso por elección hasta el empleo de coronel o capitán de navío, incluso acompañado de las condiciones y evaluaciones previas que puedan preverse de forma reglamentaria, no solo carece de parangón en todo el ámbito de las Administraciones Públicas, sino que reorienta decididamente el principio de neutralidad política que debe prevalecer en las Fuerzas Armadas hacia posiciones partidistas con opción de gobernar. Además, se aproxima todavía de peor forma a las “camarillas” militares y al “amiguismo” propio de los regímenes menos democráticos, dado que quien ostenta la capacidad de elección en esos ascensos (el Jefe de Estado Mayor correspondiente) ha sido, a su vez, designado por el Gobierno para ocupar sus sucesivos empleos en el generalato.

La actual organización militar queda, pues, efectivamente lejos de la emblemática propuesta del general Cassola Fernández que ahora, a la luz de cómo prevalecen los ascensos militares, se muestra especialmente oportuna: “El Ejército debe estar organizado de suerte que nada tenga que temer de la injusticia ni que esperar del favor”. La frase recoge el mejor fondo del espíritu castrense y se encuentra reproducida en el monumento erigido a su persona en el madrileño Parque del Oeste, frente al que fuera acuertelamiento del Regimiento de Infantería Inmemorial del Rey nº 1, el más antiguo del mundo y el de más prestigiosa andadura de las Fuerzas Armadas españolas. Es una pena que, hoy por hoy, el Ministerio de Defensa esté en otra onda, acaso también confundido por el excesivo conformismo de la cúpula militar.

Pero es que, a mayor abundamiento, y sobrepasando incluso la reconversión de las Fuerzas Armadas, la reestructuración de la propia carrera militar implícita en la nueva aberración legislativa que supone la Ley 39/2007, conlleva una carga disuasoria de gran calado para la captación de jóvenes oficiales. Ahí está, en primer lugar, el escaso horizonte profesional de la oficialidad superior, ahora limitado en un desarrollo razonable al empleo y sueldo de teniente coronel o capitán de fragata y con el paso obligado a la reserva al cumplir los 58 años, salvado sólo por las prácticas “políticas” que puedan propiciar el ascenso a los cinco empleos más importantes de los ocho que conforman su carrera militar. Y seguido con la obligación paralela de tener que obtener una segunda

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titulación universitaria que, además de no ser deseada, perjudica la auténtica formación militar vocacional.

Y todo ello añadiendo a esa tendenciosa “civilidad” de lo militar otra flagrante desnaturalización de las Fuerzas Armadas, materializada personalmente por Rodríguez Zapatero en la Unidad Militar de Emergencias (UME), dotada con 4.361 efectivos, convertidos en más bomberos que soldados y detraídos de su ya escasa plantilla operativa, ampliando así el fondo de la reconversión militar que comentamos.

Desde su misma creación en octubre de 2005, impulsada con más celeridad que reflexión por la controversia que provocaron los trágicos incendios forestales previos de Guadalajara, la UME ha venido generando no pocas críticas, con enfoques y puntos de partida muy diversos pero unánimes en la expresión de su rechazo.

A nuestro entender, la primera de todas ellas es que, siendo un proyecto “estrella” y personal del Presidente de Gobierno anunciado como de gran proyección civil y militar, que además introdujo fuertes desequilibrios en el reparto presupuestario del Ministerio de Defensa, se haya creado y dotado económicamente mediante dos simples acuerdos del Consejo de Ministros, y que su discutible organización y arbitrario despliegue territorial se establecieran igualmente mediante otra norma sin rango de ley (el Real Decreto 416/2006, de 11 de abril). Es decir, con criterios exclusivamente extraparlamentarios, parejos a los utilizados también para intentar otorgar a sus miembros (afortunadamente sin éxito) la polémica condición de “agentes de la autoridad”: un curioso atributo que, entre otras inconveniencias, les obligaría a portar al menos un arma reglamentaria “corta” en actos de servicio (al uso de policías y guardias civiles) junto con sus mangueras, “picos o azadones” y demás pertrechos, estáticos o móviles, necesarios en las misiones de emergencia.

Cierto es que el ministro de Defensa, José Luís Alonso, supo reconducir la dependencia orgánica y funcional de la UME desde su desajustado encuadramiento original en la Secretaría de Estado de Defensa a la autoridad del JEMAD, integrándola así al menos en la estructura centralizada que le corresponde como organización armada “depositaria de la fuerza”. Una decisión acertada, pero en ningún caso eximente de realizar un debate político, abierto y constructivo, sobre tan singular reconversión de las Fuerzas Armadas, frente a otras alternativas mucho más razonables. Porque, quiérase o no, la UME no deja de ser, como ha significado incluso algún parlamentario socialista, una “ocurrencia” bien alejada de la esencialidad castrense, y en el mejor de los casos redundante con las funciones tradicionalmente asignadas al Arma de Ingenieros, que en las situaciones críticas siempre colabora en apoyo de las autoridades y organismos de protección civil.

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Por otra parte, el analista avezado ha podido observar que en el tardío estreno operativo de la UME, coincidente con los incendios forestales de 2007, y también con una incipiente polémica que reclamaba su transferencia competencial al ámbito autonómico, los medios oficialistas desplegaron una importante campaña periodística con la evidente intención de atemperar la controversia. Y sin dejar de retorcer en ella el fondo real de las críticas recibidas.

En unos casos, esa nueva justificación oficiosa de la UME se planteó bajo el supuesto ilusorio de que “para otras amenazas son necesarios otros ejércitos”, apoyándose con escasa razón en las operaciones de proyección de nuestras Fuerzas Armadas, algunas rebautizadas de forma ciertamente artificiosa como “misiones de paz”. Pero la realidad es que la esencia de la Institución Militar, como sus misiones constitucionales, siguen siendo las mismas, mientras que las amenazas de catástrofes naturales con que se ha pretendido justificar la creación de la UME, son tan antiguas como el propio mundo, al igual que los medios destinados a combatirlas.

Por lo tanto, de nada vale inventar a esos efectos una nueva realidad inexistente, máxime cuando el Ejército de Tierra ya tiene desplegadas en la geografía española, peninsular e insular, sus unidades operativas profesionales de ingenieros-zapadores (regimientos, batallones o compañías), muy disminuidas en los últimos tiempos pero con una trayectoria impecable desde que Felipe V sancionara su fundación con un Real Decreto expedido en Zaragoza el 17 de abril de 1711. Cierto es que el Arma de Ingenieros no ha sido suficientemente valorada en términos históricos y operativos, pero la realidad es que, además de ser imprescindible para poder culminar las misiones de las Fuerzas Armadas en el ámbito operacional-militar, su preparación técnica y su singular equipamiento conforman un instrumento ideal para ayudar a la población civil en situaciones de desastre, en catástrofes naturales y en misiones humanitarias efectivas.

En otros casos, las campañas oficialistas han optado por propugnar cierta misericordia política con la UME, mediante la prédica de que todas las objeciones que soporta “tanto las razonables como las artificiosas, cederán en función de la eficacia demostrada”. Pero sin proposición alguna frente a la posibilidad de que esa presumible “eficacia” se muestre, como hasta ahora, más bien inexistente.

De hecho, su intervención en los incendios generalizados durante el verano de 2007 en el Archipiélago Canario, por ejemplo, fue tardía y con una escasa aportación de medios materiales propios, como bien recogió en su momento el periodismo local, fotografías y felicitaciones triunfalistas aparte. Y, posiblemente, esa ayuda siempre llegará tarde, incluso a nivel peninsular, porque, cuando se declara un incendio forestal,

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la acción más devastadora de las llamas se produce durante las primeras diez horas, como sabe cualquier persona documentada en la lucha contra el fuego.

Esa es una de las razones por las que ya se criticó el arbitrario despliegue geográfico de la UME no sólo en el ámbito insular. En éste, y aún con los ajustes realizados, el Ministerio de Defensa no ha ponderado con suficiente racionalidad y justeza ni su encuadramiento dentro de la organización militar, de mando y dependencia territorial jerárquica, ni su despliegue concreto en los archipiélagos canario y balear. Junto a la consideración general del tamaño-cobertura de cada escenario y de los niveles específicos de riesgo, ignorar la peculiaridad del hecho insular y su territorio fragmentado, sus necesidades de medios y apoyo logístico “in situ” y la organización propia del mando militar territorial, supone una ligereza de obligada rectificación.

Dejando a un lado las críticas de fondo y el debate que no se ha querido plantear sobre soluciones alternativas, y si se insiste en potenciar la intervención de las Fuerzas Armadas en situaciones de emergencia y de catástrofe natural, algo que por otra parte nunca les ha sido ajeno, hay vías más racionales, sensatas y eficaces para hacerlo. Sólo haría falta reubicar sus recursos humanos y materiales en las unidades orgánicas del actual Cuerpo de Ingenieros que corresponda en cada territorio: es decir, dotándolas con la misma y mayor capacidad operativa que ahora se ha asignado graciosamente a la UME y sin sustraerlas a los mandos militares territoriales, lo que evitaría la creación de “islotes” en la dependencia jerárquica y en el mando operativo.

Sobra, pues, el exceso de encuadrar orgánica y funcionalmente a la UME fuera de la estructura militar territorial y, mucho más, el de asignar a un teniente general (asistido por otro general de división) el mando de una brigada de “soldados-bomberos”, que en términos militares nunca estará a la altura de sus homólogas Legionaria o Paracaidista, cuyos jefes son generales situados nada menos que en dos empleos inferiores. Esta sería otra prudente rectificación o reconducción del caso, que evitaría roces y confrontaciones con servicios de protección civil estatales o de las propias Comunidades Autónomas, que en sus respectivos Estatutos ya tienen asignadas las competencias correspondientes.

Aparcado el paradigmático ejemplo de la UME, toda la operación “disolvente” de las Fuerzas Armadas, basada en difuminar sus misiones, en diluir el valor y la vigencia de sus principios más emblemáticos y, finalmente, en reducir su capacidad operativa, ya se inició de forma bien evidente con la Ley Orgánica 5/2005, de la Defensa Nacional. Una norma realmente trascendente, alumbrada sin consenso político, que supuso una alteración sustancial de la Ley Orgánica 6/1980, de 1 de julio, reguladora de los criterios

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básicos de la Defensa Nacional y la Organización Militar, y de su posterior reforma contemplada en la Ley Orgánica 1/1984, de 5 de enero.

Un reordenamiento legal que, entre tras cosas, ya comenzó a reconvertir el concepto mismo de Fuerzas Armadas, eliminando el término “guerra” en todo su contenido, a pesar de que tratara, evidentemente, de la propia defensa nacional. Aunque su zarpazo más significativo consistiera en apear drásticamente al rey Juan Carlos, Jefe del Estado constitucional al margen de su condición militar, de la hasta entonces denominada Junta de Defensa Nacional, reconvertida en Consejo de Defensa Nacional bajo la dependencia directa del Presidente del Gobierno y relegando de su órgano ejecutivo, aunque no del pleno, a los disciplinados Jefes de Estado Mayor del Ejército de Tierra, de la Armada y del Ejército del Aire…

Después vendría la Ley 8/2006, de Tropa y Marinería, subsumida más tarde en la Ley 39/2007 de la Carrera Militar, que evidenciaría el desinterés político por adscribir a las Fuerzas Armadas una base de recursos humanos operativos profesionalmente digna, bien retribuida y con el necesario horizonte de futuro. Y que, con todas sus consecuencias, no dejaría de consolidar el fallido modelo “ocupacional”, instalado ya sin complejo alguno en el mercado de la inmigración, frente a una reforma que primase sobre todo el aspecto “vocacional” de la milicia. Sólo el dramático incremento del paro en el mundo laboral civil, iniciado con la crisis de 2008, permitiría cubrir en los últimos tiempos las mínimas necesidades cuantitativas de efectivos requeridas por el exiguo contingente de las Fuerzas Armadas españolas, apenas capaz de cumplir sus reducidos compromisos internacionales de defensa y seguridad.

Sin olvidar tampoco, entre ocurrencias e inconveniencias salpicadas a golpes de oportunidad, las formas destempladas con las que se produjo la retirada militar de España en Irak, las extemporáneas recomendaciones posteriores de Rodríguez Zapatero para que otros ejércitos abandonaran también sus posiciones militares en la región, sus insensatas connivencias con el visionario bolivariano Hugo Chávez o las mentiras vertidas de forma reiterada por su ministro José Bono sobre los helicópteros españoles atacados en Afganistán y sus 17 víctimas mortales...

Con tanto desafuero en el ámbito militar, y si al fin y al cabo la clase política (de uno y otro signo) sigue empeñada en impedir la independencia real del poder judicial y del Tribunal Constitucional, si persigue o consiente debilitar el concepto de Estado y su cimentación social, y si, entre otras muchas cuestiones reprobables, persiste en la utilización de los Servicios de Inteligencia y los medios de información públicos a beneficio partidista, no parece incoherente que también pueda triturar la capacidad

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operativa de la Institución Militar y, por ende, el sistema que soporta de defensa y seguridad nacional. En definitiva, disolviendo un testigo inconveniente de su escaso sentido de la responsabilidad, con misiones constitucionales enfrentadas a algunas transgresiones políticas fácilmente reconocibles.

Quizás, ahí radique también la urdimbre creada en torno al control del generalato, como hemos visto ampliada últimamente también al empleo más operativo de coronel o capitán de navío. En una equilibrada planificación del conocido modelo condicionante de la conducta personal mediante “premios y castigos” (la zanahoria y el palo aplicado también a las bestias de carga), conviene distinguir entre los privilegios concedidos a la cúpula militar, cuya connivencia a ultranza con el poder político se muestra más que evidente, y el castigo a los generales eventualmente desafectos al mismo.

En el primer caso, hay que insistir en que la Ley 17/1999, de Régimen del Personal de las Fuerzas Armadas, además de crear un nuevo empleo para los Jefes de Estado Mayor por encima del de teniente general o almirante y de establecer su permanencia en servicio activo mientras permanezcan en el cargo, como sucede con el Jefe del Cuarto Militar de la Casa de Su Majestad el Rey, les otorgó otro beneficio excesivo, profesionalmente injustificado y socialmente poco comprensible. Pero que, además, constituye un agravio comparativo para el conjunto del estamento militar y, en especial, para los demás oficiales generales, que con ello ven conculcado el principio de igualdad ante la ley recogido en el artículo 14 CE. Al igual que sucede con el resto de los funcionarios al servicio de la Administraciones Públicas.

Esa reiteración a favor a los miembros de la cúpula militar consiste en que, al cesar en aquellos cargos, su permanencia en la reserva queda prolongada de forma automática otros seis años más como miembros de la Asamblea de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo. Un segundo privilegio, tras otro privilegio, difícil de sostener en una profesión que ya cuenta con una estructura de personal mucho más envejecida que en otros ejércitos del contexto OTAN.

Con esta normativa, puede darse el caso de que un teniente general o almirante designado Jefe de Estado Mayor a los 64 años no pase a retirado hasta los 74, y eso si se le mantiene en el cargo durante una sola legislatura. Situación que no es de recibo en unas Fuerzas Armadas que cada vez han de ser más dinámicas y operativas, ni tampoco en relación con la imagen pública de su necesario rejuvenecimiento, ya iniciado con la Ley 17/1989, de 19 de julio, reguladora del Régimen del Personal Militar Profesional, pero que con la Ley 17/1999, que incluyó estos pagos excepcionales por la callada colaboración política de la cúspide del mando castrense, sufrió una inapropiada y

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bochornosa regresión. Como referencia bien contraria, téngase en cuenta, por ejemplo, la edad de 55 años a la que se retiran los Jefes de Estado Mayor de las Fuerzas Armadas estadounidenses de forma obligatoria.

Pero, todavía más, al incorporar los contenidos de aquella Ley 17/1999, de Régimen del Personal de las Fuerzas Armadas, en la Ley 39/2007, de la Carrera Militar, ya se cuidó el Ministerio de Defensa de extender el contenido de la prebenda otorgada a los jefes de Estado Mayor para que, si alguno de ellos fuera nombrado, además, para algún cargo “en organizaciones internacionales u otros organismos en el extranjero…” continuara “en situación de servicio activo hasta el momento de su cese”. Una curiosa modificación a la exacta medida del puesto de presidente del Comité Militar de la OTAN que entonces buscaba de forma infructuosa el JEMAD del momento: Félix Sanz Roldán. Véanse, para cotejarlo, los textos del caso, que coinciden ordinalmente en el apartado 4 del mismo artículo 13:

Artículo 13.4 de la Ley 17/1999:

Los Oficiales Generales que cesen en los cargos citados en el apartado 1 de este artículo y en el de Jefe del Cuarto Militar de la Casa de Su Majestad el Rey pasarán a la situación de reserva, en la que permanecerán un período de seis años, a partir de la fecha del cese, como miembros de la Asamblea de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo, siempre que pertenezcan a la citada Orden, finalizado el cual pasarán a retiro.

Artículo 13.4 de la Ley 39/2007:

Los oficiales generales que cesen en los cargos citados en el apartado 1, así como en el de Jefe del Cuarto Militar de la Casa de Su Majestad el Rey y no sean nombrados para alguno de ellos o en organizaciones internacionales u otros organismos en el extranjero en los que deban permanecer en servicio activo, pasarán a la situación de reserva y serán nombrados por Real Decreto acordado en Consejo de Ministros, a propuesta del Ministro de Defensa, miembros de la Asamblea de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo. Podrán permanecer un máximo de seis años, retrasando en su caso el retiro hasta el momento de su cese.

No obstante, cuando se produzca alguna de las circunstancias previstas en el párrafo anterior, los oficiales generales a que se refiere el mismo continuarán en situación de servicio activo hasta el momento de su cese.

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Además, el artículo 13, apartado 2, de la misma Ley de la Carrera Militar, prevé la posibilidad de que se pueda designar como Jefes de Estado Mayor de cada uno de los tres Ejércitos, bien a tenientes generales y almirantes o bien a generales de división y vicealmirantes, según corresponda. Sin embargo, esta misma posibilidad no se explicita para designar al Jefe del Estado Mayor de la Defensa (JEMAD), debiéndose entender entonces que éste ha de ostentar previamente el empleo de teniente general o almirante.

Ello implica que, en el caso de los Jefes de Estado Mayor de los tres ejércitos, el designado pueda ascender de forma automática en dos empleos sucesivos, discrecionalidad excesiva que, por otra parte, cuestiona la capacidad de quienes ya hubieren alcanzado el rango de tenientes generales o almirantes. Algo ciertamente tan arbitrario como innecesario, dado que la previsión en el tiempo de tales nombramientos permite el ascenso previo más normalizado de aquellos oficiales generales que muestren el mérito y la capacidad para esa ulterior promoción, o de quienes el Gobierno considere apropiados para ello. Y desde luego poco coherente en su diferenciación con el empleo del que se extrae la designación del JEMAD.

Pero más allá de cualquier exceso que se pueda arrogar el Gobierno con esta fórmula de designación, lo que con ella se deja en entredicho es el propio sistema de ascensos por elección dentro del generalato, que así se muestra inútil o inadecuado para promover a los más capacitados. De hecho, por esa vía tampoco se justifica que los generales de brigada y los contralmirantes, que son igualmente oficiales generales, no puedan ser designados Jefes de Estado Mayor de sus respectivos ejércitos,

Por otro lado, este tipo de componendas en la promoción profesional tampoco tiene parangón dentro de las Administraciones Públicas, al margen de los puestos que se asignan por estricta confianza política. Opción muy cuestionable en el medio castrense, cuyo régimen disciplinario sanciona paradójicamente con especial atención la falta de neutralidad política de sus miembros o su colaboración, encubierta o no, con partidos políticos…

Sin embargo, frente a tanta complacencia gubernamental con los máximos mandos de las Fuerzas Armadas, por otra parte inversamente proporcional a su ascendencia y autoridad militar y cada vez más ajustado a su sumisión política, el artículo 108.2 de la misma norma reguladora, también establece la discrecionalidad del Gobierno para imponer directamente el pase a la reserva de los oficiales generales, manteniendo el criterio injusto y discriminatorio de leyes anteriores.

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Cierto es que el destino de los oficiales generales, por tratarse de destinos de elección, supone la confianza de quien lo asigna en el militar elegido para ello. Y no lo es menos que esa confianza puede quebrar, sea por el motivo que fuere, caso en el que el destino libremente asignado debería ser revocado de igual forma.

Este mecanismo de libre designación y cese es normal e idéntico al previsto en la vida administrativa civil. Pero en ésta no se impide que el cesado en su puesto o cargo continúe su vida profesional accediendo a otros destinos, sin mediar causa disciplinaria que justifique lo contrario.

Pues bien, en la equivalencia militar, imponer de forma discrecional el pase a la reserva de un oficial general significa poner fin a su vida profesional de forma tajante. Radicalidad en estos momentos más evidente por cuanto el generalato se viene alcanzando ahora a edades notablemente más tempranas que antes, pudiéndose alargar entonces ese perjuicio profesional y económico un buen número de años. De hecho, ya se han dado varios casos con estas lamentables consecuencias.

Pero la discriminación del caso es doble: además de su diferencia con la Administración Civil del Estado, también hay que tenerla en cuenta en relación con el resto de los militares que, sin ser oficiales generales, son igualmente sujetos de destinos de elección.

Nadie cuestiona que el ministro de Defensa tenga libertad para proponer el cese de los generales en destinos de su confianza, pero de ahí a pasarles sin más a la situación de reserva existe un largo trecho de dudoso recorrido constitucional. En ese cese debe concluir la potestad ministerial, quedando en consecuencia el cesado en servicio activo, aunque sea pendiente de destino si no se restaura la confianza para asignarle otro nuevo.

Este exceso administrativo, además de ser profesionalmente denigrante, puede llevar al analista perspicaz a concluir que, en definitiva, constituye un instrumento para someter a los altos mandos militares al servilismo político o partidista, más allá de su obligada disciplina. Aunque peor todavía son las dudas políticas que proyecta sobre la incuestionable lealtad democrática de las Fuerzas Armadas…

Aún con lo expuesto, el progresivo deterioro del modelo de defensa nacional no quedaría justificado del todo sin incluir algunas precisiones y comentarios sobre la también progresiva reducción cuantitativa de las Fuerzas Armadas.

La reiterada Ley 17/1999, de Régimen del Personal de las Fuerzas Armadas, que puso en marcha el modelo de defensa nacional plenamente profesionalizado, fijaba los efectivos de clase de tropa y marinería en un máximo de 120.000 y un mínimo de

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102.000, correlacionados con una plantilla legal máxima de 48.000 cuadros de mando en situación de servicio activo. La cifra no fue en modo alguno arbitraria, ya que se estableció tras un dilatado debate político y técnico-profesional suscitado en la ya citada “Comisión Mixta Congreso-Senado, no permanente, para establecer la fórmula y plazos para alcanzar la plena profesionalización de las Fuerzas Armadas”, sin precedentes en el ámbito parlamentario. Su dictamen final situaba el conjunto de los efectivos militares dentro de una horquilla total de 150.000 a 170.000 profesionales, que el planeamiento de la defensa militar concretó, entonces, en el nivel máximo posible de 48.000 cuadros de mando y en 110.500 soldados de clase de tropa y marinería.

Esas fueron, pues, las previsiones objetivas del nuevo modelo de Fuerzas Armadas profesionales, determinadas en todo caso a la baja por su alta factura presupuestaria, imprevista o sobrevenida, como se ha dicho, por los pactos de gobernabilidad suscritos en la VI Legislatura y por la complacencia social y el impacto electoral que conllevaba la suspensión del servicio militar obligatorio. Y ello con independencia de lo que a partir de aquel momento, y de forma progresiva, exigirían las nuevas operaciones militares derivadas del emergente concepto de Seguridad y Defensa Compartidas y de las “Misiones Petersberg”, de prevención de conflictos y gestión de crisis, asignadas a las Fuerzas Armadas de acuerdo con nuestros compromisos internacionales.

De cualquier forma, el fondo de la cuestión radica en que a partir de aquella significativa reducción de los efectivos, sin duda hoy en día más cualificados y eficaces pero también muy disminuidos en relación con el modelo precedente y tradicional de servicio militar obligatorio, difícilmente se alcanzaría la cifra de alistamientos y renovaciones de compromisos requerida para la tropa y marinería, quebrándose con ello la capacidad operativa real de las Fuerzas Armadas y, en definitiva, la eficacia del sistema de defensa nacional. Así se reconoce de forma expresa en el primer párrafo del Preámbulo de la desaparecida Ley 8/2006, de 24 de abril, de Tropa y Marinería (sustituida por la Ley 39/2007 de la Carrera Militar): “El paso de un Ejército de leva obligatoria al modelo de profesionalización vigente no ha satisfecho las expectativas previstas, ni ha permitido alcanzar los objetivos en cuanto al contingente de tropa y marinería establecido en la Ley 17/1999, de 18 de mayo, de Régimen de Personal de las Fuerzas Armadas”.

Y esa es una realidad admitida también de forma implícita en la propia Memoria Justificativa adjuntada por el Gobierno al Proyecto de Ley de la Carrera Militar. En ella se incluía un párrafo revelador: “Como ya se ha señalado, con esta determinación de efectivos (entre 130.000 y 140.000 efectivos que incluyen un máximo de 50.000 cuadros

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de mando) se pretende alcanzar un punto de equilibrio entre necesidades y posibilidades. Las necesidades se derivan de los análisis y estimaciones realizadas para atender las misiones y cometidos de las Fuerzas Armadas derivados de lo dispuesto en la Ley Orgánica de la Defensa Nacional, mientras que las posibilidades están condicionadas por la realidad demográfica, la predisposición de los jóvenes para integrarse en los Ejércitos, las expectativas profesionales y por los recursos económicos que es posible asignar para sustentar el modelo”.

Es decir, la cifra de efectivos propuesta en el Proyecto de Ley, y aprobada a tenor del artículo 16 del texto legal definitivo, no era en modo alguno la objetivamente necesaria, sino la que el Ministerio de Defensa parecía poder alcanzar de forma más o menos complacida. Algo muy distinto, desde luego, a lo que se explicita como “necesidades del planeamiento de la defensa”, concepto manejado por tanto de forma arbitraria y sin el menor soporte técnico-documental en la Memoria Justificativa ya citada.

Pero antes que el desinterés por solventar el fracaso en la captación de aspirantes a clase de tropa y marinería profesional, desarrollando una política de motivación y auténticos incentivos, no deja de sorprender que, como ha hecho el Gobierno, encima se deriven nada menos que 4.361 efectivos del ya escaso contingente total de las Fuerzas Armadas a la UME, con funciones que pueden ser asumidas perfectamente por la Administración Civil del Estado, con mejor integración en el sistema de protección civil e incluso con mayor eficacia. Una desviación de recursos militares que, en definitiva, constituía otra razón más para no reducir el tamaño previsto originalmente en el modelo de Fuerzas Armadas profesionales.

Sin mantener, pues, aquellas cifras, al menos en términos de posibilidad teórica hasta que se pudieran alcanzar realmente, es utópico aspirar siquiera a una capacidad de proyección del Ejército de Tierra de dos agrupaciones tácticas reforzadas, o brigadas reducidas, de 2.000 hombres cada una en dos escenarios diferentes, o una sola brigada reforzada de 6.200 hombres en un escenario único, en el mejor de los casos. Y ello teniendo en cuenta que, con las necesarias rotaciones de una fuerza en zona, otra reincorporándose y una más preparándose, esa mínima capacidad de proyección obliga a disponer del triple de efectivos operativos (más de 18.000 hombres).

Por tanto, confirmada la reducción de tropa y marinería propuesta tan alegremente por el Gobierno de Rodríguez Zapatero, el objetivo planteado a medio y largo plazo de poder proyectar un tercio de la teórica Fuerza de Maniobra española (unos 15.000 hombres), es prácticamente inalcanzable. Mírese como se mire, esa evidente realidad no permite disponer permanentemente de los 20.000 hombres operativos en el Ejército de

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Tierra, más 2.000 en la Armada y otros 2.000 en el Ejército del Aire, necesarios y ya vinculados como mínima proyección de fuerza a la compleja arquitectura de seguridad europea, que es un compromiso de Estado, vertebrado con responsabilidades muy concretas e insoslayables y participado a través de la ONU, la OTAN, la OSCE, el propio Consejo de Europa…

Además, con las nuevas cifras en juego, la proporción entre cuadros de mando y clase de tropa y marinería llegaría a ofrecer una ratio de entre 1,6 y 1,8 (50.000 sobre 80.000 y 90.000) frente al 2,3 fijado anteriormente en la Ley 17/1999 (48.000 sobre 110.500). En conclusión, una disminución total de entre 28.500 y 38.500 efectivos y específica de militares de clase de tropa y marinería de entre 30.500 y 40.500, a todas luces “de conveniencia” y que cuestiona seriamente las necesidades reales de planeamiento que debería proponer el Estado Mayor de la Defensa.

Otro hecho que por sí solo marca de forma significada la senda por la que los gobiernos socialistas presididos por Rodríguez Zapatero han reconducido la política de defensa nacional, es la Declaración Institucional de reconocimiento a miembros de las Fuerzas Armadas en la transición a la democracia, con especial mención a la UMD, aprobada por el Consejo de Ministros en su sesión del 4 de diciembre de 2009 (Orden PRE/3279/2009) y recogida al final de estas páginas como Anexo VI. En ella, se reinterpreta la realidad legal y disciplinaria histórica, hasta el punto de afirmarse que sus miembros sufrieron procedimientos judiciales y disciplinarios fundamentados, “no en el ámbito de su conducta profesional, sino en el de su apoyo a la democracia”, falacia que, por otra parte, deja en entredicho el comportamiento “menos democrático” de aquellos otros militares que no se sumaron al oportunismo de su iniciativa.

Baste recordar al respecto lo escrito por el propio Gutiérrez Mellado en el “Informe General” que dirigió a todas las unidades militares como jefe del Estado Mayor Central en septiembre de 1976, poco días antes de que Adolfo Suárez le nombrara Vicepresidente Primero del Gobierno para Asuntos de la Defensa en su primer gabinete: “Es necesario que la UMD sea pronto un triste y mal recuerdo, pero sin estridencias, ni sentimientos fratricidas”. A continuación, y en clara contradicción con la Declaración Institucional en cuestión, añadía: “El Ejército no puede volver a admitir en él, como miembros de pleno derecho, a quienes de forma tan equivocada e inconsciente han puesto en grave peligro su disciplina y su unidad. Su presencia entre nosotros mantendría abierta una herida que por el bien de España y del Ejército, e incluso por el suyo propio, es preciso cerrar y olvidar…”.

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Ese colmo del revisionismo militar socialista alcanzó su momento más estrambótico el 16 de febrero de 2010, cuando la ministra de Defensa, Carme Chacón, condecoró a catorce antiguos miembros de la UMD, tres de ellos fallecidos, con la Cruz del Mérito Militar en doce casos y con la del Mérito Aeronáutico en los otros dos. En el acto oficial de imposición, la ministra manifestó que esta alta distinción se les otorgaba por haber contribuido a que las Fuerzas Armadas “sean hoy una institución básica en el modelo de convivencia democrática”, subrayando: “Recompensar su valor es un acto de justicia, una reparación necesaria, que confirma la dignidad que nunca perdieron, y engrandece a la sociedad española”.

En realidad, aquel comportamiento de los miembros de la UMD fue un manifiesto ejercicio de indisciplina militar, una injerencia torpe e innecesaria en el marco de la transición política, que como es obvio culminó su andadura al margen de su radical depuración, y hasta una ocultación vergonzante de los reconocidos orígenes franquistas de todos ellos. La ministra socialista de Defensa les calificó no obstante de “valientes”, por supuesto que no en el campo de batalla, afirmando que “fueron una pieza importante en el sutil y complejo mecanismo de constitución de nuestra democracia”.

Al imponerles las condecoraciones, Carme Chacón también subrayó que éstas eran

“la recompensa tangible” que cada militar “espera tras la declaración de méritos contrastados”. Un conocido teniente general del Ejército de Tierra ya en la segunda reserva, Agustín Muñoz-Grandes, tuvo que advertirla lo equivocada que estaba en un artículo de opinión titulado “Inquietudes”, publicado de forma inmediata en el diario “ABC” ((01/03/2010), en el que se incluían los párrafos siguientes:

(…) Condecoraciones militares: Sorprendió y fue difícil de entender que el Gobierno (4 diciembre 2009) aprobase una declaración institucional de reconocimiento especial por sus méritos en la transición a la democracia a los miembros de la Unión Militar Democrática (UMD) y más difícil todavía aceptar que fueran premiados con condecoraciones militares, cuyo reglamento de concesión difícilmente encaja con su actuación. Se reabre así un tema sensible, serio y quizás poco conocido por las últimas generaciones. En 1974, cuando el deterioro físico de Franco era evidente, un pequeño grupo de oficiales rompió sus promesas de lealtad y disciplina, despreció a sus superiores, a los que tenía el deber de elevar sus lícitas inquietudes y, aislándose del resto de los cuadros de mando, desde la clandestinidad trató de atraer, con muy poco éxito, a sus propios compañeros a su particular proyecto político, pudiendo crear fisuras graves en las filas de las Fuerzas Armadas.

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Y lo hicieron en el momento más inoportuno, cuando empeoraba la situación en el Sahara y cuando los Ejércitos eran muy conscientes de que, más que nunca, tenían la obligación ante la nación de estrechar sus ya fuertes lazos de unión para formar un bloque que, superando nostalgias y sentimientos particulares, estuviera preparado para trasladar su lealtad y disciplina a quien sería su nuevo Jefe Supremo, el Rey de España, desde el mismo momento de su Coronación. Y así se hizo, y el camino de la transición hacia la democracia quedó abierto. Debe quedar muy claro que por constituir una célula clandestina, que no puede aceptar ningún Ejército, y nunca por sus ideales democráticos, fueron juzgados y condenados los miembros de la UMD, amnistiados y rehabilitados en 1987. Premiarles militarmente ahora constituye, a mi juicio, un error serio…

Otros miembros del generalato, como el teniente general Francisco Alamán Castro y el general de división Rogelio García de Dios, advertirían públicamente su renuncia a lucir sus respectivas Cruces del Mérito Militar como muestra de repulsa frente el agravio comparativo que significaba aquel gratuito e injusto exceso gratificador, fuera de todo reglamento, que premiaba las peores manifestaciones del espíritu castrense…

Quizás éste sea el momento de recordar, y en especial a la clase política, una justa apreciación de Ortega y Gasset recogida en su ensayo sobre la España invertebrada: “Lo importante es que el pueblo advierta que el grado de perfección de un ejército mide con pasmosa exactitud los quilates de la moralidad y vitalidad nacionales”.

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Epílogo a la primera edición

El año 2001 estuvo repleto de acontecimientos con gran incidencia sobre la historia y la proyección política y estratégica de nuestro país, sobre todo para el lector informado y el analista perspicaz.

Durante el mes de febrero, por ejemplo, y gracias al profuso despliegue informativo con el que se acompañó, toda España recordó el vigésimo aniversario del fallido golpe de Estado del 23-F. Entre los varios libros que rememoraron aquellos lamentables sucesos, dos aportaron elementos efectivamente decisivos para su esclarecimiento público.

En primer lugar, el libro de Juan Alberto Perote, titulado de forma bien sugerente “Ni Milans ni Tejero: El informe que se ocultó” ya citado, saca a la luz, en tardía pero rigurosa primicia, el denominado “Informe Jáudenes”. Se trataba, ni más ni menos, que de la investigación no judicial realizada internamente por el propio CESID y que evidenciaba la participación de varios de sus miembros en aquel intento de asonada, que algunos denominaron “Solución Armada”, o si se prefiere en la “Operación De Gaulle”, como también la definieron otros atendiendo a su inspiración inicial en los sucesos que terminaron instaurando la V República de Francia, en 1958.

Entre las muchas revelaciones del coronel Perote sobre el funcionamiento del CESID, en aquellas mismas páginas se incluye un párrafo que, además de retratar la catadura moral de sus protagonistas, vuelve a evidenciar el deleznable uso gubernamental de los Servicios de Inteligencia, utilizados cuando interesa como instrumento chantajista de interés partidista. Por ello, merece reproducirse fielmente en apoyo a las tesis del presente ensayo56:

… Javier Calderón, a las pocas horas de sentarse tras su mesa de director del CESID, en la nueva sede de la Avenida del Padre Huidobro, pidió dos expedientes: el de la Operación Jano y el del 23-F. Calderón quería comprobar qué quedaba de lo que se conoció como Operación Fantasma, incluida en Jano. El Centro arrastraba aquella operación desde la época en que el servicio de inteligencia de Carrero Blanco (el SECED) se dedicaba a investigar a toda clase de personas influyentes. La idea era realizar informes confidenciales en los que constase cualquier punto flaco de la vida de aquellos personajes a los que, en cierto momento, podría ser imprtanyte mantener

56 Aunque el libro del coronel Perote fue publicado en 2001, este párrafo del mismo no se incluía en la primera edición de “La España Otorgada” (2005).

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bajo control. La investigación no se restringía a los personajes poderosos del momento, sino que se hacía con cierta perspectiva de futuro, de tal forma que cualquier persona que comenzase a despuntar precozmente se convertía en objetivo. Esta había sido la operación que los implicados en el 23-F pusieron encima de la mesa, amenazando con desvelar su contenido en el caso de que fueran procesados. Calderón recordaba perfectamente la Operación fantasma, curiosamente, había corrido a cargo de los hombres de Cortina. “Curiosamente” porque la finalidad de la misión era aupar al poder al hombre al que después traicionarían. En efecto, gracias a esta operación el presidente de la UCD no fue el conde de Métrico, a quien desde el CESID se ‘persuadió’ con cierta información para que dejara libre el camino a Adolfo Suárez. Como cualquiera puede suponer, el tipo de información en cuestión era, por así decirlo, de índole particularmente ‘personal’…

Casi al unísono con la aparición del libro de Perote, otros tres autores, periodistas de cierto renombre y próximos en sus comentarios habituales al oficialismo de los servicios secretos, publicaron en comandita otro libro dedicado al mismo acontecimiento, pero con un título ante todo exculpatorio, “23-F: la conjura de los necios”57, e incluyendo en él una versión mutilada del citado y hasta entonces inaccesible informe. La plena autenticidad del texto que ofrece Perote la otorga el Tribunal Militar Central (jurisdicción nada sospechosa de connivencia con el autor), dado que fue su abogado, Jesús Santaella, quien obtuvo legalmente la copia correspondiente durante el breve lapso de tiempo que el documento estuvo desclasificado en esa instancia. Sin embargo, el texto manipulado del informe estaba en aquellos momentos bajo la custodia expresa del director del CESID, Javier Calderón.

A pesar de la grave deslealtad institucional que supuso aquel filtraje interesado, en los medios políticos responsables de la seguridad nacional nunca preocupó lo más mínimo la publicación de un documento secreto sin desclasificar, y menos aún aclarar si al ser falso ya no era secreto, lo que en cualquier caso constituía un notable ejercicio de intoxicación periodística. Y todavía más sorprendente fue el silencio de los firmantes del libro (su autoría real bien podía ser otra) ante la flagrante manipulación a la que desde luego fueron sometidos por su fuente informativa, aunque, bien mirado, todas las largas convivencias tengan su do ut des (te doy para que des).

57 Pilar Cernuda, Fernando Jáuregui y Manuel Ángel Menéndez, “23-F: la conjura de los necios” (Ediciones Foca, 2001).

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En segundo lugar, el libro de Jesús Palacios, publicado con el expresivo título “23-F: el golpe del CESID”58, hace un análisis pormenorizado de la trama que sustentó aquel intento desestabilizador y une por primera vez los eslabones que hasta entonces habían estado inconexos o resguardados en círculos de opinión muy informados y no menos discretos. Y es la ausencia, hasta entonces, de este mero ejercicio de investigación e inteligencia periodística, lo que dificultaba el esclarecimiento de los hechos, en razón de una obviedad que acaso los hacía increíbles: algunas personas y personalidades muy significadas en el entorno de la institución militar, impunemente blindadas en la España otorgada, optaron por no responsabilizarse de sus propios actos, aunque ello comportase que las culpas fueran pagadas por otros compañeros de armas, o que lo pagaran más.

Y demoledor a este respecto fue el auto dictado el 17 de octubre de 2003 por el magistrado Rafael Rosel, titular del Juzgado de Instrucción número 7 de Leganés (Madrid), ordenando archivar la querella contra Jesús Palacios interpuesta por el general Javier Calderón al entender como calumniosos algunos contenidos del libro en cuestión relacionados con su persona, amén de evidenciar que el CESID estuvo puntualmente al tanto de la sediciosa tropelía del 23-F, conociendo de antemano quienes eran los mandos militares que la protagonizarían y prestándoles la cooperación necesaria para consumar su frustrado pronunciamiento. El juez instructor, más allá de desestimar la existencia de delito alguno en lo que el autor decidió escribir como “servicio a la verdad histórica”, añade que tal ejercicio narrativo debe ser tomado especialmente en cuenta “a los fines de interpretación constitucional de la información veraz que se transmite al concluir que el querellante tuvo una participación activa en dicho golpe de Estado y que no fue juzgado por ello”.

El redactor del auto, aún aclarando expresamente que su labor no consiste en valorar

“si el general Calderón dirigió o no el golpe de Estado”, es decir advirtiendo con gran sutileza que carece de competencia para reabrir el denominado “juicio de Campamento”, que en opinión de Jesús Palacios se cerró en falso, manifiesta a continuación de forma contundente: “No sólo el ánimo de menospreciar el honor de dicho personaje (Calderón) no se aprecia ni de lejos, sino que el contenido de la información que el escritor ofrece al público es alabado y valorado muy positivamente, como tema asumible, por varios historiadores y periodistas, como se desprende de los documentos que aporta el querellado…”.

Las evidencias de aquellos deplorables sucesos están, pues, donde están. Como hemos advertido, en algunos casos tienen nombres propios con distinguidas trayectorias

58 Jesús María Palacios, “23-F: el golpe del CESID” (Editorial Planeta, 2001).

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profesionales, fruto quizás del agradecimiento por los servicios prestados o los disciplinados silencios que han mantenido. Pero para no tropezar otra vez en la misma piedra, lo que el futuro nos exige, además de trascender ese afán por justificar culpas y descargos, es profundizar precisamente en la auténtica reforma de nuestros Servicios de Inteligencia, única institución del Estado democrático que, como jardín privativo propio de otras épocas, quedó en efecto al margen de los consensos generalizados en la transición política.

Sólo de esa forma, regenerando de verdad el viciado funcionamiento de los servicios secretos, que ningún gobierno ha querido reconducir a la inequívoca senda democrática y que es origen de su controvertida imagen pública, la sociedad española dejará, según hemos advertido, de percibirlos como una amenaza. Por ello, es una pena que al reconvertir el CESID en el CNI, obligados desde luego por la bochornosa evidencia de su propia trayectoria, se haya apostado más por la semántica y la cosmética que por el derecho comparado y la armonización democrática, aplicando el rodillo parlamentario en manos del PP. Pero todavía ha sido más penosa la actitud de la oposición socialista que, llegados a ese punto, ha preferido recuperar sus viejos ejercicios de tinieblas y apostar por lo de antes, por lo de siempre: un modelo de Servicios de Inteligencia que en apariencia es de gran ayuda cuando se gobierna, puesto que con él prevalece la razón de Estado a conveniencia, pero que en realidad es fuente de corrupción, del escándalo político y, finalmente, del descrédito de quienes lo sostienen y protagonizan.

Por otra parte, los sucesos del 11 de septiembre marcaron también en el 2001 una nueva era a escala mundial. El terrorismo internacional, concepto bien difícil de definir, fue no obstante milimétricamente delimitado por Estados Unidos, única potencia capaz de acotar y salvaguardar el orden estratégico, como ha hecho al visualizar la personalidad del nuevo Satán. Es evidente que el antiguo concierto internacional ha quedado anticuado para quien está a punto de superar el generoso papel de gendarme universal y convertirse en definitivo amo del mundo, aunque hasta el momento tampoco haya sido capaz de crear un orden nuevo más estable, con la inmediata consecuencia de que la ONU se sitúe al borde del colapso, ciertamente estremecida.

La ausencia del necesario equilibrio internacional es desde luego una mala noticia para el mundo civilizado, que durante más de quinientos años lo ha entendido como norma para la convivencia. El modelo antiguo ya no sirve, pero tampoco se dispone del correspondiente recambio. Como hemos descrito, y aunque parezca paradójico, la inseguridad relativa de todos es también una garantía de estabilidad general, y, por esa

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misma razón, la seguridad absoluta que hoy se residencia en un único país (Estados Unidos) no deja de generar miedo e inseguridad en el resto.

En definitiva, después de una historia común plagada de guerras, los líderes de la denominada civilización occidental han preferido apostar por el reparto del poder y la influencia mundial, antes que por su expresión imperial pura y dura. Los imperios adolecen de una ley ciertamente categórica: en su misma fundación se genera el germen que terminará destruyéndolos, aunque inflingiendo siempre en ese tortuoso camino daños colaterales irreparables.

Pero más que la religión, como pudiera deducirse de algún análisis simplista, la causa principal del desencuentro humano (entre personas, grupos o naciones) es la propia intolerancia de unos frente a otros. El hombre, o la mujer, de todas las religiones han recogido en el concepto de hospitalidad la manera de neutralizar una natural tendencia de hostilidad hacia el extranjero. Parece evidente que ni el judaísmo ni el cristianismo (y mucho menos la religión católica) han sido ejemplos de tolerancia hacia otros credos monoteístas, de igual manera que los musulmanes tampoco aceptan a aquellos. Sin embargo, los conflictos pasados y presentes más irreductibles se generan cuando se coloca a Dios en el territorio que le corresponde al César.

Por el tipo de conflicto globalizado que se avecina, si se materializan las previsiones más pesimistas, vamos a vivir días tristes y confusos en los que la obtención y el tratamiento de la información serán elementos esenciales para asegurar la iniciativa psicológica. Momentos en los que todos seremos menos libres (la libertad es el fruto principal de la paz) y que tendrán una difícil reconducción, ya que la fuerza dominante, en la que nosotros mismos nos situamos, está más influenciada por el miedo que por el análisis inteligente, simplificando de forma un tanto temeraria entre “buenos” y “malos”.

De cualquier modo, y al margen de estos últimos comentarios, el libro que el lector tiene en sus manos aparece tras haberse producido ya un relevo significativo en la cúpula de mando del antiguo CESID y cuando las Cortes Generales han consumado su teórica reforma, con el único resultado apreciable de un nuevo nombre, el Centro Nacional de Inteligencia, que no deja de soportar semánticamente la ambición de su criticable unitarismo.

El general Javier Calderón cesa efectivamente como director general de “la Casa” con fecha 29 de junio de 2001, circunstancia previsible tanto en términos administrativos (ya había consumido el plazo de actividad otorgado a su máximo responsable en el correspondiente régimen estatutario) como por haber agotado la confianza política del

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Gobierno59. Esta sustancial circunstancia se puso de manifiesto por primera vez cuando en el mes de abril el Ministro de Defensa le excluye de su Consejo de Dirección literalmente “para que no haya filtraciones”. Pero más tarde, cuando los medios informativos publican que sus predicciones sobre los resultados de las elecciones autonómicas vascas habían sido erróneas, induciendo previamente al PP a presionar el adelanto de dichos comicios, es definitivamente sustituido por el diplomático Jorge Dezcallar, que es el primer civil puesto al frente de la institución y además con un rango administrativo elevado a Secretaría de Estado.

A pesar de este cambio en la vestimenta del nuevo responsable de los Servicios de Inteligencia, injustificadamente reclamado por algunos, a nuestro entender poco importa la condición civil o militar de quien vaya a dirigirlos. Lo fundamental es que se mantenga un fiel compromiso institucional y personal con el verdadero interés general del Estado y con la ética política que debe asegurarlo, práctica que, como hemos expuesto, se vio muy difuminada en la historia reciente.

La incapacidad experimentada para generar, tanto en el ámbito de las Fuerzas Armadas como en el de la inteligencia del Estado, las ideas de renovación que permitieran su incorporación a la dinámica de modernidad característica en la España de los últimos años, ha sido el corolario que ha incidido de forma más directa en el desprestigio de ambas instituciones ante la opinión pública.

Prueba de lo anterior es la reconversión del CESID en el CNI realizada por el Gobierno, como si, sólo por sí mismos, el simple nominalismo o el poder de la semántica fueran capaces de cambiar el fondo de las cosas. Así, con la connivencia interesada del PP y del PSOE, y en consecuencia con una mayoría parlamentaria que falsea el interés social, se ha podido sancionar una nueva normativa reguladora de los Servicios de Inteligencia que consagra unos usos indeseables, antes asentados sólo en el poder fáctico y que ahora rigen en plena legalidad.

Y la contumacia de este absurdo planteamiento ha llegado, incluso, al extremo de que el propio general Calderón, nada menos que todo un ex director de los Servicios de Inteligencia, culminara su retiro con una última narración quijotesca de su paso por el CESID, ayudado, como no, por su fiel escudero Florentino Ruiz Platero. En el libro

59 Tampoco fue ajeno a este relevo el hecho de que el general Calderón fuera imputado, junto con el general Alonso Manglano y otros cuatro agentes del CESID, en el proceso judicial seguido por las escuchas ilegales realizadas en la sede de Herri Batasuna de Vitoria, descubiertas el 31 de mayo de 1998 cuando ya ocupaba la dirección de los Servicios de Inteligencia. La Audiencia Provincial de Álava condenó inicialmente a los generales Calderón y Alonso Manglano a tres años de cárcel y a los agentes Francisco Buján y Mario Cantero a dos años y seis meses, penas que fueron suspendidas posteriormente por el Tribunal Supremo, salvo en el caso de éste último que, en su mínimo rango, tuvo que soportar en solitario la culpabilidad del delito cometido.

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titulado “Algo más que el 23-F”60, ese par de ufanos personajes, numantinos casi más que cervantinos, relanzan a estas alturas de la historia tesis, según ellos “propias y novedosas”, sobre la organización y desarrollo de aquel intento desestabilizador como una confluencia circunstancial de varias acciones golpistas de muy diferente grado, ante las que ellos aparecieron, lanza en ristre, como salvadores de la democracia. En definitiva, sus autores sólo pretenden, y desde luego lo consiguen, morir con las botas puestas, sin dejar el menor resquicio a la verdad histórica ni a la dignificación profesional de unos Servicios de Inteligencia utilizados tendenciosamente hasta la saciedad.

Salvando las distancias, y como en gran medida ha sucedido con el CESID, las Fuerzas Armadas también han experimentado la indiferencia social producida por una inconsecuente profesionalización impuesta igualmente a golpe de rodillo parlamentario, y que por su falta de autenticidad y motivación no convence a nadie, a pesar de empujarla con importantes esfuerzos de promoción. La jocosidad con que la sociedad española acoge noticias como la colisión simultánea de cuatro buques de la Armada, el alquiler de un carro “Leopard” para desfilar el Día de las Fuerzas Armadas, el contrabando de hachís amparado en maniobras militares o la desmesurada toma del islote Perejil (“al alba y con tiempo duro de levante…, con fuerte levante…”, como narrara el ministro del ramo), son el mejor exponente de esa triste realidad. Aunque quizás tengan peor encaje las maniobras navales que producen decenas de muertes de cetáceos en el entorno marítimo canario, el vergonzoso abuso sexual de mujeres soldado en unidades militares de elite, la desaprensión con la que se ha ignorado a las víctimas del “síndrome de los Balcanes” o la desvergüenza con la que se trató el trágico accidente del “Yakolev-42”…

La recurrente adecuación semántica puede ser, desde luego, una condición necesaria o conveniente, pero también es claramente insuficiente en el modelo de reformismo a ultranza que hemos propuesto. Una vez aceptada la diagnosis de mala praxis institucional explicitada en estas páginas, lo que se requiere es un tratamiento profundo e intensivo para reorientar y democratizar el modelo vigente de seguridad nacional, y que en estos momentos trasciende las meras actitudes individuales, incluida la del Secretario de Estado responsable de turno del CNI. Sin que ello quiera cuestionar su buena intención, ni que la capacidad e integridad de las personas implicadas dejen de ser imprescindibles para revaluar una actividad sustancial en la consolidación del sistema democrático, mal planteada desde sus orígenes.

60 Florentino Ruiz Platero y Javier Calderón Fernández, “Algo más que el 23-F. Vivencias y testimonios en torno a la Transición española” (La Esfera de los Libros, 2004).

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El CESID ha sido una poderosa organización que desde su misma creación, en 1977, arrastraba el estigma conceptual, organizativo y funcional del sistema y de las estructuras de gobierno existentes en España al consumirse el régimen franquista. En un excesivo ejercicio de originalidad, sus inmutables esencias han permanecido bien alejadas de la evolución experimentada por el país en todos los órdenes, incluyendo los grandes consensos propios de la transición política, y en consecuencia distanciadas también de los principios y valores que conforman la vida democrática, aunque no perviviendo precisamente de forma milagrosa ni por cualquier otra razón de naturaleza arcana o tan siquiera inercial.

El origen de esa extraña incongruencia formal entre fines y medios, es decir la teórica protección del orden constitucional y de los intereses nacionales desde unos Servicios de Inteligencia esencialmente incoherentes con el sistema democrático, tiene su raíz en el temor de las familias políticas supervivientes del antiguo régimen para afrontar la reconversión real de la sociedad española, actitud avalada en gran medida por el conservadurismo que en aquellos momentos impregnaba los análisis de la Secretaría de Estado norteamericana, y que distorsionó una transición controlada y acorde con las expectativas del mundo occidental. Además, ese miedo escénico que tanto turbaba al poder fáctico interno y ese paralelo temor foráneo, contaron, simultáneamente, con la silente complicidad de los principales grupos monárquicos y republicanos, opuestos a la dictadura nacida con la sublevación militar del 18 de julio de 1936.

No obstante, protagonismos y supuestos méritos o deméritos aparte, la transición política ha permitido llegar a la razonable y perceptible situación actual, caracterizada por una mejora sustancial en el ámbito de las libertades públicas y privadas y en las condiciones materiales de vida. Sin embargo, al producirse esta evolución con notable rapidez, y sin que al mismo tiempo se hubieran instrumentado los necesarios mecanismos de contrapeso sociopolítico, también se ha propiciado un indeseable renacimiento de la corrupción, cuya penetración continuada en los estamentos públicos pone en grave peligro al mismo Estado social y democrático de Derecho.

Por otro lado, desaparecidos ya los propios temores nacionales, las nuevas generaciones han asumido en plenitud la vida democrática, con su correspondiente equilibrio entre libertades y servidumbres ciudadanas. Hoy, Franco es tan sólo un general más de nuestra historia, sin que el franquismo represente ninguna opción de futuro. Y estando, como el resto del mundo, igualmente afectados por la caída del muro de Berlín, el análisis estratégico de nuestros aliados ha tenido que cambiar: España ha dejado de ser una incógnita para convertirse en una variable dependiente, cuyo estatus

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internacional podría correlacionarse cada vez más con su actuación política intrínseca si consiguiera erradicar, entre otros, los factores negativos que hemos señalado más arriba.

El modelo de convivencia adoptado en nuestro país hace veinticinco años, nos ha permitido aspirar al prototípico chalet adosado y renovar el modelo de nuestro automóvil con cierta asiduidad, pero a cambio hemos contemplado una degeneración galopante del propio sistema democrático. En los grandes conflictos sociales y políticos, la verdad de los hechos casi nunca coincide con la versión oficial; la justicia prescinde con demasiada frecuencia de la venda que debe tapar sus ojos y la defensa de la razón de Estado y de los intereses no generales (de personas, grupos o instituciones) son el principal motor en la actuación de los Servicios de Inteligencia...

En definitiva, y de forma recurrente, lo perseguido es extender el principio constitucional de irresponsabilidad (que solamente alcanza al Rey) a todos aquellos que de una u otra manera se vinculan de forma arbitraria con unos inexistentes “intereses” de Estado. Y esa heterodoxa práctica política ha agudizado nuestros problemas de identidad nacional; desprestigia, en general, a toda la clase dirigente, que en el ámbito público transmite la idea de ser un fin en sí misma, y sacraliza una Constitución arrojadiza contra quienes puedan criticarla, mientras sus principales garantes ignoran a conveniencia sus contenidos más esenciales… Es decir, se ha consolidado el materialismo y el protagonismo personal a costa de perder el referente ético y el pulso cívico.

Al mismo tiempo, nuestra situación internacional viene condicionada sobre todo por nuestra realidad interna. Poco seremos fuera de nuestras fronteras si dentro de ellas somos incapaces de trabajar en beneficio del interés colectivo y si no se percibe que nuestros gobernantes llenan de dignidad el cargo público que ostentan y su auténtica función política. La actitud contraria es potenciar el servilismo externo de nuestra nación en un estatus prestado, que no le corresponde y que nadie reconoce cuando llega el momento de tomar las grandes decisiones.

En estas líneas conclusivas hemos recordado que, hoy por hoy, en la organización y el funcionamiento de la inteligencia del Estado persiste un fondo de oscuras connivencias con el entramado profundo de la política nacional, y si esa sensación no aflora con mayor evidencia es porque existe un marco de disimulo consensuado, a veces demasiado hipócrita, cuando no una descarada ocultación de la realidad, y desde luego una permanente búsqueda de lo que en ese ámbito se considera “correcto”. Lo prioritario ha sido eludir las responsabilidades personales y crear una complicidad en el poder fáctico que transciende el partidismo ideológico, instaurando el permisivo modus operandi del “hoy por ti y mañana por mí”. En consecuencia, cualquier escándalo, el fracaso, o los

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simples errores, han encontrado siempre el correspondiente chivo expiatorio para el desaguisado de turno, ocultando a los responsables de su instigamiento, concepción o ejecución.

En nuestro entorno occidental, es difícil encontrar otro país en el que su clase política se sienta menos responsable de sus propias decisiones y en donde se considere al ciudadano tan anclado atávicamente, todavía, a sus antecedentes históricos menos edificantes.

En este orden de reflexiones, parece por tanto necesario insistir en que la organización y el control de la superestructura gubernamental y administrativa corresponde a los líderes políticos, y que estos, lamentablemente, han antepuesto de forma habitual sus propias miras en vez de dotar a España de unos Servicios de Inteligencia que fueran exclusivos servidores del Estado.

El ejemplo lo tenemos, primero, con el Estatuto del Personal del CESID, normativa después vigente para el CNI, que siendo manifiestamente inconstitucional es impuesta por el último gobierno socialista que presidió Felipe González, mientras el Tribunal Supremo se desentendía de su posible nulidad con argumentos formalistas y el Consejo de Estado expresaba su complicidad mirando hacia otro lado. Es uno de los funcionarios de “la Casa” en activo quien impugna su régimen estatutario, y aunque éste se mantiene a capa y espada para salvaguardar una falsa imagen de autoridad, el director del momento aprovechaba el brindis navideño del año 2000 para desvelar que, con solo cinco años de vigencia, ya iba a ser sustituido por otro.

El segundo claro exponente de aquella actitud egoísta, se manifiesta con la aprobación de las leyes reguladoras del CNI y de su control judicial previo, en las que se opta por “legalizar” una repudiable situación ya existente de facto, despreciando los ordenamientos jurídicos de países aliados que tienen este problema resuelto hace varias décadas, y sobre todo poniendo en solfa el sistema de garantías que consagra la Constitución. Parece que en nuestro país siempre es más rentable desacreditar una institución que acometer las reformas necesarias, incluso aunque hayan sido prometidas electoralmente.

Por último, no queremos dejar de atestiguar también la gran preparación técnica y operativa de los funcionarios del CNI, y antes del CESID, fruto de muchos años de esfuerzo e ilusionada dedicación al servicio del Estado, y su deseo generalizado de defender los intereses nacionales por delante de cualquier opción partidista o personal. El problema no radica ahí: es en la alta dirección de la seguridad nacional, y por supuesto

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en los sucesivos gobiernos responsables, donde se ha propiciado que los Servicios de Inteligencia sirvieran antes a intereses espurios que a los del pueblo soberano.

Si este libro merece una dedicatoria, quizás sería adecuado ofrecérsela a esos agentes anónimos que, como el resto de ciudadanos españoles, se han visto atrapados por una realidad frustrante, que no era la esperada ni la declarada solemnemente cuando se promulgó la Constitución Española. Salvando las distancias, a unos y otros podríamos hacer partícipes de aquel famoso cantar de gesta, proclamando que, como buenos vasallos, quizás hayan necesitado un mejor señor al que servir.

El alcanzar un sistema judicial ciertamente independiente y una seguridad nacional acorde con nuestros intereses generales, son dos asignaturas pendientes de este régimen político. Si no se logran ambas, el Estado de Derecho es una ficción, y sin él la identidad nacional y la cohesión interna una utopía irrealizable.

Madrid, Diciembre de 2004.

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Adenda a la segunda edición

La segunda edición de “La España Otorgada” (2010) que el lector tiene en sus manos, incorpora dos nuevos capítulos al texto original publicado en 2005. Su razón no es otra que reafirmar el contenido sustancial del ensayo y las tesis que sustenta, con el apoyo de algunos acontecimientos subsiguientes verdaderamente significativos en el campo que nos ocupa y en su correlación con otros referentes históricos.

El primero de ellos, titulado “Tres hitos en la inseguridad del Estado”, analiza determinados sucesos vividos en nuestra historia reciente, de enorme proyección y trascendencia política, en los que, obviamente, los Servicios de Inteligencia no han sabido, no han podido o no han querido estar a la altura exigida. El segundo, “El deterioro del modelo de defensa nacional”, describe con puntual precisión la preocupante deriva de nuestras Fuerzas Armadas y, por tanto, la del sistema global de defensa nacional en el que, junto a ellas, también se integran los propios Servicios de Inteligencia, con las consecuencias correspondientes.

Tales añadidos, antes que pulir o revisar lo escrito en la primera edición, si acaso hubiera quedado desfasado o refutado en el transcurso del tiempo, refuerzan en efecto las críticas que contiene y el fondo de la cuestión debatida: la necesidad de reformar los Servicios de Inteligencia, adecuándolos de una vez por todas a las exigencias más profundas y al interés real del Estado de Derecho.

Durante los cinco años transcurridos entre las dos ediciones de la obra, del 2005 al 2010, se han producido hechos muy concretos y significativos, unos menos perceptibles que otros pero igual de trascendentes, que conviene considerar en la crítica constructiva del modelo. Un quinquenio de distancia temporal que también permite analizar otros sucesos anteriores de similar importancia con mayor sosiego, desde una óptica más afinada y con los necesarios contrastes informativos.

En lo referente al primero de los dos nuevos capítulos citados, es cierto que la propia naturaleza “encubierta” de los hechos que contempla (el magnicidio del 20-D, el golpe del 23-F y los atentados del 11-M), impide llevarlo mucho más allá, al menos en este concreto ensayo que tiene su propio objetivo. El lector informado no podrá encontrar en él revelaciones definitivas, pero sí algunos datos nuevos, enfoques y análisis de los hechos distintos y, sobre todo, su correlación con la tesis central del ensayo (la precariedad y las servidumbres de la seguridad nacional), que quizás ya sean, sin más, suficientemente sintomáticas.

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A sustentar esa misma tesis, coadyuva igualmente el contenido del otro capítulo nuevo, que repasa la última evolución del modelo de Fuerzas Armadas, con todas sus reformas conceptuales, funcionales y legislativas. En definitiva, la nueva política de defensa nacional, peligrosamente avocada también, como sucede con los Servicios de Inteligencia, a su más profunda desnaturalización.

En ese orden de consideraciones, quedan, como es lógico, importantes cuestiones sin tratar. Entre ellas habría que incluir un análisis ponderado del fenómeno de los GAL (la “guerra sucia” del Estado contra ETA), la utilización ilícita de los denominados “fondos reservados”, la politización de la Justicia… y hasta la insoportable corrupción de los partidos políticos. Dicho en otras palabras, la incrustación de los “jardines del poder”, o de los “Estados privativos”, en el cuerpo mismo del Estado de Derecho.

Todo ello, no deja de ser consecuencia en buena parte del desenfoque organizativo y funcional de los Servicios de Inteligencia, y desde luego de su manipulación política, más allá de su eventual incompetencia. Su finalidad, a veces obviamente incumplida, no es otra que la de “facilitar al Presidente del Gobierno y al Gobierno de la Nación las informaciones, análisis, estudios o propuestas que permitan prevenir y evitar cualquier peligro, amenaza o agresión contra la independencia o integridad territorial de España, los intereses nacionales y la estabilidad del Estado de Derecho y sus instituciones”

(artículo 1 de la Ley 11/2002, de 6 de mayo, reguladora del Centro Nacional de Inteligencia).

La evidente ineficacia final de la lucha contra ETA, considerando que su existencia criminal activa se prolonga ya durante más de medio siglo (se fundó en 1959), el continuo desenfoque de nuestra acción diplomática y la débil tutela de los intereses españoles en el exterior, la problemática derivada del fenómeno inmigratorio y tantos otros aspectos fundamentales en la vida del país, están, aunque en apariencia no lo parezca, vinculados de forma muy directa con las responsabilidades propias del CNI (la Inteligencia del Estado), por otra parte incapaz de cortar siquiera la continuidad histórica de sus propios escándalos internos… Su imbricación en la política nacional y en la gestión del Gobierno debe ser convenientemente capilar, extensiva y en determinadas cuestiones también intensiva.

Dentro de ese amplio marco de interconexiones, los errores políticos cometidos en la lucha contraterrorista, y sobre todo en las “negociaciones” del Gobierno con ETA desarrolladas durante la VIII Legislatura, primera bajo la presidencia de Rodríguez Zapatero, denominadas “proceso de paz” y fracasadas de forma estrepitosa, merecen alguna consideración especial. Cierto es que el hecho de iniciar negociaciones políticas

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con la banda terrorista, como antes hicieran otros gobiernos, parece inobjetable; muy distinto es, sin embargo, el modo y manera de sustanciarlas, que en el caso que nos ocupa han sido tan improcedentes como criticables. Veamos algunos puntos clave del empecinamiento negociador que propició el fracaso gubernamental:

1.La utilización de falsas premisas legales, impidiendo alcanzar objetivos concretos viables y conduciendo en todo caso a la pérdida de la iniciativa política.

2.El error inicial que supuso no contrastar la autoridad real de los interlocutores que representaban a la banda terrorista, condicionando en su origen la precariedad de las negociaciones.

3.La debilidad de la posición gubernamental evidenciada ante la propia ETA, al no reaccionar frente a los acontecimientos puntuales provocados por la organización terrorista durante el proceso negociador.

4.No esforzarse en recuperar la iniciativa pérdida, condicionado por transmitir una imagen pacifista estereotipada (“todo el mundo es bueno, incluidos los etarras”).

5.Arrodillar visualmente al Estado de Derecho ante las posiciones terroristas, al no utilizar su legitimidad y despreciar a las víctimas del terrorismo.

6.Permitir que fuera la organización terrorista quien rompiera el proceso negociador, apuntándose con ello un notable éxito estratégico, manifiesto en su desprecio al Estado.

La displicencia del Gobierno de Rodríguez Zapatero ante los informes de Inteligencia elaborados por el CNI, demuestra la sobrevaloración de las capacidades propias y una profunda desconfianza hacia las funciones competenciales de los organismos e instituciones del Estado. El fracaso de su política antiterrorista ha devenido, básicamente, de su propia incapacidad e incoherencia.

Iniciar un proceso de negociación política, máxime si se inserta en el delicado ámbito del terrorismo, creyendo que en él es posible sustituir la utilización metódica y objetiva de la información por las intuiciones y la impronta personal, es algo peor que una ligereza: es un error sustancial con consecuencias de muy difícil reparación. Sustituir la planificación por la improvisación apresurada, sin prever respuestas ante los cambios de situación, es la mejor manera de perder la iniciativa política en beneficio del adversario.

Para alcanzar el éxito, hubiera sido imprescindible conservar la libertad de acción, perdida durante las negociaciones básicamente por dos motivos: la deslealtad de la parte contraria, que a nadie sorprendería, y la falta de respuestas inmediatas y eficaces a las

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sucesivas provocaciones del entramado terrorista. Rodríguez Zapatero mostraba así su debilidad conceptual y política, alarmaba a los ciudadanos y permitía rebotar en los medios informativos la imagen de una ETA eufórica que día a día veía más cercano el logro de sus objetivos.

El “proceso de paz” en cuestión, nunca fue efectivamente controlado por el Gobierno. De hecho, la sociedad en su conjunto, apoyos mediáticos y posiciones interesadas aparte, percibía señales bien evidentes al respecto:

Cuando el gobierno hablaba de “verificaciones” en el proceso de paz, ETA robaba 350 armas cortas en la localidad francesa de Vauvert (22 de octubre de 2006), arreciaba la “kale borroka” (lucha callejera) y reaparecían las exigencias del impuesto revolucionario al empresariado vasco.

Cuando a instancia de Batasuna y con la ayuda del PSOE el Parlamento Europeo apoyaba las negociaciones con ETA (25 de octubre de 2006), sus simpatizantes se manifestaban en Estrasburgo a las puertas de la Eurocámara con pancartas a favor de la autodeterminación y de los presos etarras.

Cuando Rodríguez Zapatero anunciaba que todo iba mejor que antes y que mañana aún iría mejor, ETA volaba la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas el 30 de diciembre de 2006, asesinando a dos jóvenes ecuatorianos (Carlos Alonso Palate y Diego Armando Estacio), sin emitir previamente comunicado alguno que rompiera su “alto el fuego permanente” vigente desde el 24 de marzo de 2006. De forma sorprendente, el presidente del Gobierno definiría aquel dramático atentado simplemente como “un error”.

Cuando desde las filas gubernamentales se afirmaba que Batasuna no se presentaría a las elecciones municipales del 27 de mayo de 2007, la ciudadanía observaba perpleja la admisión de varias decenas de candidaturas electorales de Acción Nacionalista Vasca (ANV), incluyendo en ellas a reconocidos militantes de la banda terrorista. Más tarde, el 16 de septiembre de 2008, una vez roto el “proceso de paz”, ANV sería declarada ilegal por el Tribunal Supremo, junto al Partido Comunista de las Tierras Vascas (PCTV)…

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En este tipo de conflictos, ni se ganan batallas campales, ni se conquistan territorios a uña de caballo, ni se derrotan ejércitos frontalmente... El objetivo terrorista en el plano social no es otro que lograr la victoria psicológica, orientándose en lo esencial a la quiebra del Estado de Derecho. De ahí que, con esa intención, para ETA fuera esencial la forma en la que el terrorista De Juana Chaos saliera o no saliera de la cárcel, tratando en todo momento que el Gobierno renunciara a defender el principio de legalidad, lo que en un sistema democrático equivale a deslegitimarse. Por ello, la sociedad percibiría, con más y más evidencia según transcurrían los días, que el llamado “proceso de paz” era otra cosa: un “proceso de rendición”.

La efectividad del terror como arma política, radica básicamente en la respuesta popular que genera, lo que a su vez deviene de cómo la autoridad gubernamental maneje la situación. Por eso, los terroristas pretenden situar siempre al Estado entre el exceso y el defecto, entre el pánico y la debilidad.

De otra parte, la fuerza del Gobierno reside precisamente en utilizar la legalidad como arma principal, pues ella es la que valida la resistencia y la lucha contra la violencia. Pero la auténtica defensa de la legalidad poco tiene que ver con acogerse a fórmulas e interpretaciones jurisdiccionales poco claras que de forma coyuntural puedan interesar más: de ahí que el mayor error de Rodríguez Zapatero haya sido precisamente apoyarse en jueces y fiscales para obviar o retorcer el imperio de la ley. La responsabilidad histórica de ese estamento judicial y fiscal ha sido faltar a los principios deontológicos y optar, como ha sucedido en algunos casos, antes por el medro político personal que por una defensa genuina de la democracia y del interés general. En definitiva, su pecado capital ha sido someterse al poder ejecutivo: en ocasiones, sus togas no han recogido el polvo del camino, como señaló en algún momento el fiscal general del Estado, Cándido Conde-Pumpido, sino que se han manchado con el lodo de la bajeza profesional…

Durante aquella trascendente operación gubernamental, fracasada, Alberto Saiz, director del CNI se mostraría con una doble apariencia: bien como responsable directo de un mal asesoramiento al caso, o bien, si de forma alternativa sus recomendaciones hubieran sido las oportunas, como persona carente del peso específico necesario para evitar que terminaran en las papeleras de Moncloa. Sin embargo, lo que si conseguiría es que el Consejo de Ministros renovara el mandato legal de su nombramiento, establecido por cinco años en el artículo 9.1 de la Ley reguladora del Centro Nacional de Inteligencia, y que caducaba el 20 de abril de 2009. Un plazo que en la tramitación parlamentaria de la norma había sido consensuado entre PP y PSOE como derivación del “síndrome

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Manglano”, cuya permanencia al mando del CESID durante 14 años no se consideró como una experiencia política positiva.

A pesar de aquel consenso, el Gobierno socialista despreció la voluntad más evidente del legislador recogida en la citada ley de que el nombramiento de cinco años al frente de la institución fuera improrrogable, para acogerse a una segunda lectura interesada según la cual se podrían encadenar mandatos sucesivos titulados por una misma persona (¿para que fijar entonces ningún plazo?), aplicándola de forma bien inconsecuente a Alberto Saiz. La dinámica escandalosa de su gestión directiva, en la que no se privó de utilizar fondos y medios públicos en su propio beneficio, dinamitó aquella equivocada renovación a los tres meses de producirse, procurándose entonces la precipitada sustitución de Alberto Saiz por Félix Sanz Roldán, un general de Ejército con el que no se dejaba de reasignar a la institución cierta imagen militarista. Cese en cualquier caso consumado sin que el cúmulo de irregularidades que aquél había protagonizado como director del CNI, advertidas y denunciadas con todo detalle por el diario “El Mundo”, conllevara admonición alguna, quizás debido a su previo servilismo pro gubernamental.

La laxitud del Gobierno ante el reprobable comportamiento del director del CNI, primero renombrándole para el cargo y luego permitiendo su dimisión antes que cesándole, evidencia en efecto su cuestionable adhesión ciega a la autoridad de Moncloa. Una confianza política alimentada con numerosas víctimas dentro del propio Servicio de Inteligencia, un nutrido grupo de funcionarios integrados en la lucha antiterrorista que al mantener la objetividad profesional en el desempeño de sus funciones sufrirían la airada persecución directa del propio Saiz. Unos siendo presionados para rectificar los análisis que contradecían el voluntarismo del Gobierno y otros viéndose removidos de sus responsabilidades concretas sólo por obrar lealmente. El principal mérito y valimiento de Saiz ante Rodríguez Zapatero, no sería otro que el haber embridado durante el “proceso de paz” la información y los análisis de inteligencia del CNI, en clara discrepancia con la acción gubernamental.

La lista de los objetivos alcanzados por ETA durante el “proceso de paz”, ha sido desde luego bien extensa: el reconocimiento internacional expreso de Batasuna, con el apoyo gubernamental, incluyendo los votos socialistas para que el Parlamento Europeo “santificara” las negociaciones con ETA; la presentación de terroristas en las listas legalizadas de ANV, respaldada por el aparato judicial del Estado; el atentado de la T4 de Barajas con dos asesinatos, mientras el Gobierno “dialogaba” mirando al tendido; la continuidad del “impuesto revolucionario” y las extorsiones a empresarios vascos, al tiempo que el ministro del Interior, Pérez Rubalcaba, planteaba “verificaciones”; la

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inacción policial ante la “kale borroka”, con la abdicación del Estado en el mantenimiento de la seguridad ciudadana… En definitiva, y se quiera o no se quiera reconocer, ETA logró quebrar en buena medida el Estado de Derecho, con la complicidad de jueces y fiscales rendidos al servicio de las “tácticas” gubernamentales…

Todo ello, no ha dejado de potenciar la exaltación del separatismo en sectores importantes de la sociedad vasca y, en paralelo, un notable debilitamiento político de quienes luchan por una España en libertad. El camino surrealista emprendido bajo la presidencia de Rodríguez Zapatero, llevó a los terroristas al borde del éxito estratégico: la victoria psicológica en el ámbito social. Al cierre de esta segunda edición de “La España Otorgada”, en 2010 ETA sigue financiando su actividad terrorista también con el dinero público procedente de la política municipal, ejercida gracias a la tolerancia mostrada en su momento por el Gobierno de Rodríguez Zapatero.

El fracaso de sus sucesivos gobiernos en la lucha contra ETA se ha debido, sobre todo, al voluntarismo político con el que han despreciado los datos y elementos de análisis objetivos que tenían a su alcance, mientras que la banda terrorista utilizaba de forma mucho más conveniente los tiempos y las iniciativas para alcanzar su objetivo estratégico: debilitar al Estado y enfrentar sañudamente al Ejecutivo con el cuerpo social. El desconcierto sufrido por la ciudadanía durante el “proceso de paz”, no provenía de ignorar hacia donde se dirigía ETA, sino de la indefinición, la carencia de objetivos claros y la ausencia de una adecuada planificación en la acción gubernamental, todo ello aderezado con una desastrosa política de comunicación. Para saber lo que estaba ocurriendo había que acudir a las fuentes informativas de los propios terroristas.

En política cuentan los resultados, y en lo concerniente a las negociaciones del PSOE con ETA éstos han sido decepcionantes. Aunque pudieron ser peores si la organización terrorista hubiera estado dirigida por alguien más maquiavélico o más inteligente. Lo triste del caso es que cuando los hechos desmintieron sus deseos de forma contundente, Rodríguez Zapatero se enrocó en su falsa razón, como si, incapaz de adaptarse a la situación, ésta pudiera cambiar tan solo con aumentar las dosis de voluntarismo.

Además, el llamado “proceso de paz” tuvo un colofón verdaderamente preocupante: el soplo de advertencia que desde el entorno del Ministerio del Interior se dió a miembros de ETA para evitar que fueran detenidos en una redada ordenada por el juez Grande Marlaska (la “Operación Faisán”). Al igual que en otros sucesos ya descritos, los presuntos culpables fueron celosamente protegidos desde el Gobierno e incluso promocionados. El principal responsable del caso, el ex director de la policía Víctor García Hidalgo, especialmente favorable al entendimiento con ETA, sería propuesto como

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consejero de Caja Vital (Vital Kutxa) por los socialistas vascos (PSE-EE), cargo al que renunció cuando afloraron las sospechas sobre su intervención en el chivatazo a ETA. De nuevo el “jardín privativo” del poder político en estado semipuro…

Los gobiernos presididos por Felipe González y por José Luís Rodríguez Zapatero, si bien utilizando caminos distintos, primero con la “guerra sucia” de los GAL y después con el “proceso de paz”, han conducido al país a una encrucijada similar: el profundo debilitamiento de la Nación, al haber propiciado con sus políticas antiterroristas la deslegitimación del Estado de Derecho que la sustenta. Una señal de decadencia apenas perceptible en su origen, pero con consecuencias irreversibles a medio y largo plazo.

En esa lamentable praxis política se ha requerido y obtenido no poca colaboración connivente por parte de los Servicios de Inteligencia. De ahí también la necesidad de reorganizarlos en la más estricta concordancia con los principios y valores democráticos y en su plena sujeción a la legalidad vigente, sin utilizaciones bastardas y sin que quepa manipular a quienes en ellos quieren servir fielmente al Estado.

Algo que ha de acompañarse de forma inexcusable con el adecuado nombramiento de su máximo responsable. Una persona que por su alta responsabilidad y por el inmenso poder afecto al ejercicio del cargo, mucho más del que los lectores no informados puedan imaginar, ha de cumplir los requisitos de capacidad, honradez, independencia partidista, ninguna ambición política y entrega exclusiva al servicio del Estado.

Finalmente, tampoco queremos dejar de citar en esta adenda conclusiva dos importantes cuestiones que han alcanzado su cenit entre una y otra edición de “La España Otorgada”, porque, entre otras cosas, realimentan claramente las tesis que contiene. Por un lado, la actitud dilatoria del Tribunal Constitucional evitando resolver con la prontitud y objetividad debidas los distintos recursos de inconstitucionalidad presentadas contra el Estatuto de Cataluña, cuestión de su estricta responsabilidad pero supeditada en tiempos y formas a los intereses gubernamentales y del partido oficialista. Y, por otro lado, el deplorable espectáculo protagonizado por el juez Baltasar Garzón con los últimos episodios de su particular “virreinato jurisdiccional”, colmatados, sectarismos aparte, con una intolerable campaña en contra del propio Tribunal Supremo apoyada por la izquierda ultramontana, incluidos algunos irresponsables cargos del Gobierno.

Las presiones e improperios que se han propiciado contra las dos altas magistraturas del Estado, violentando la independencia que les confiere la Constitución Española, no son sino muestras pervertidas de la España “otorgada” que deploramos y combatimos.

Madrid, Septiembre de 2010.

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ANEXO I

SISTEMA ESPAÑOL TRADICIONAL DE INFORMACIÓN-INTELIGENCIA

PRESIDENCIA

 

DEL GOBIERNO

(1)

 

CNI

Comisión Delegada del Gobierno para Asuntos de Inteligencia

MINISTERIO

MINISTERIO

MINISTERIO

DE DEFENSA

DEL INTERIOR

DE ASUNTOS

 

 

EXTERIORES

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(2)

 

SEGUNDA

SECRETARIA ESTADO

 

OFICINA

 

 

DIVISIÓN EMACON

DE SEGURIDAD

 

 

 

 

 

 

 

 

 

DE INFORMACIÓN

 

 

 

 

 

 

 

 

DIPLOMÁTICA

 

 

JUCOIFAS

 

GABINETE

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

DE INFORMACIÓN

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

SEGUNDA DIVISIÓN

DIRECCIÓN GENERAL

 

EMBAJADAS

 

 

DEL EME

DE LA POLICIA

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Comisaría General

 

 

 

 

 

 

SIEMA

 

de Información

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(3)

 

 

 

 

 

 

 

AGREGADOS

 

 

 

 

DIRECCIÓN GENERAL

 

 

SEGUNDA DIVISIÓN

 

 

MILITARES, DEL CNI

 

 

 

DE LA GUARDIA CIVIL

 

Y DE LA POLICIA

 

 

DEL EMAIRE

 

 

 

 

 

Servicio de Información

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Dependencia funcional

Dependencia orgánica

(1)Nivel nacional

(2)Nivel departamental

(3)Nivel operativo

284

ANEXO II

MARCO REORGANIZADO DE LA COMUNIDAD DE INTELIGENCIA

PRESIDENCIA DEL GOBIERNO

JUNTA

DE DEFENSA

NACIONAL

COMISION

SEGURIDAD NACIONAL*

PARLAMENTARIA

 

 

 

TRIBUNAL DE CUENTAS

 

 

 

MINISTERIO

MINISTERIO

MINISTERIO

OTROS

DE DEFENSA

DEL INTERIOR

DE PRESIDENCIA

MINISTERIOS

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Gabinetes

 

 

 

 

 

 

de análisis

 

 

 

 

 

 

SERVICIO

SERVICIO

SERVICIO

sin adquisición

INTELIGENCIA

INTELIGENCIA

INTELIGENCIA

técnica o

humana

MILITAR

INTERIOR

EXTERIOR**

 

 

 

 

 

 

 

 

EMBAJADAS

Agregados militares, de inteligencia y de policía

Oficina de Información Diplomática (OID)

Dependencia funcional.

Línea de control y coordinación.

(*)La dirección de coordinación del sistema de Seguridad Nacional (sin adquisición técnica o humana) que integra todos los servicios implicados, puede simultanearse, como sucede en

Estados Unidos, con la dirección de los Servicios de Inteligencia Exterior y depender de la actual Junta de Defensa Nacional o futuro organismo homólogo.

(**)El Servicio de Inteligencia Exterior puede depender del Ministerio de Presidencia, del de Asuntos Exteriores o de un organismo independiente, pero siempre bajo responsabilidad política ministerial.

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ANEXO III

EL “LLAMAMIENTO DE 1973”

En su libro “El Ejército de Franco y de Juan Carlos”, Jesús Ynfante analiza la situación militar durante la agonía del régimen franquista con una gran aportación documental sobre los hechos más relevantes del momento. En los textos manejados se incluía el denominado “Llamamiento de 1973” cuya forma y contenido le identificaban claramente como precursor de toda la literatura emitida más tarde por la UMD, una vez obligada a salir de la clandestinidad al ser detenidos y procesados en 1975 nueve de sus miembros. El texto correspondiente, que en razón de su fecha evidencia una UMD previa a la “revolución de los claveles” (25 de abril de 1974), movimiento por tanto ajeno a su nacimiento, es el que literalmente se reproduce a continuación:

Los graves acontecimientos que se han producido en nuestra Patria durante los últimos tiempos y los que con toda seguridad continuarán teniendo lugar –pues son consecuencia directa de la actual estructura socioeconómica, que el reciente cambio de gobierno (simple apariencia para calmar los ánimos) no va a modificar–, nos empuja a un grupo de oficiales, que creemos haber tomado conciencia plena de todo cuanto sucede en nuestro país, a hacer este llamamiento al Ejército español a fin de que despierte del letargo en el que le tienen sumido aquellos a quienes les interesa mantenerlo.

Ante todo, y sabiendo cuáles van a ser los calificativos que va a aplicarnos el Mando en cuanto estas notas lleguen a su poder, nos apresuramos a afirmar que no somos marxistas, ni pertenecemos a partido, asociación, tendencia, familia u organización política alguna, ni de derechas, ni de centro, ni de izquierdas. Empeñamos en ello nuestra palabra de honor. Somos simplemente militares amantes de nuestra Patria, preocupados por sus problemas y que pretendemos servirla en la forma en que nos enseñaron en la Academia, sin intereses mezquinos de ninguna clase.

Los constantes escándalos financieros y económicos (producidos ya de manera descarada); las continuas irregularidades y arbitrariedades cometidas desde el poder;

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la especulación en que se ven envueltas altas personalidades del gobierno; el fraude fiscal generalizado; la impunidad que ampara a los autores de todo ello; la desfachatez con que se miente o se enmascara la verdad al pueblo español con discursos triunfalistas y pedantes; la falta de enfoque auténticamente patriótico que caracteriza a la actual política española, dirigida más bien a la salvaguardia de intereses particulares que hacia el interés general de la Nación; la despreocupación por los verdaderos problemas del pueblo español, y, en una palabra, el estado de manifiesta inmoralidad y flagrante injusticia que nos envuelve y que empaña el prestigio de España ante el extranjero, tienen soliviantado al país.

Disturbios estudiantiles, huelgas y conflictos laborales de cada vez más funestas consecuencias, intranquilidad en los colegios profesionales, inconformismo en la juventud y, en síntesis, el descontento general del país, son la consecuencia de todo ello. Pretendiendo ocultar culpas propias, se acusa como causante de ello a la “subversión marxista”, a los “perturbadores de la paz y el orden”, al “enemigo desintegrador de la Patria”, etcétera. Pero en el fondo de la cuestión late algo mucho más profundo. Y, de no ponerle remedio, pronto, tal vez mucho antes de lo que te imaginas, tendrás que ser llamado para mantener el orden; el orden que está siendo roto a pasos agigantados por quienes, contra viento y marea, pretenden seguir manteniendo privilegios que van en detrimento del interés general de la Nación; por quienes en realidad constituyen el verdadero enemigo de la Patria.

Quienes no ignoran esta situación procuran mantener embelesadas a las Fuerzas Armadas para así poder utilizarlas para sus propios fines. Así, desde un tiempo a esta parte, se vienen produciendo bellos y hermosos discursos en los que se invocan grandes cosas: la Patria, la Religión, el Honor, la gloriosa tradición española, nuestra historia, nuestros santos, mártires y héroes… Constantemente se alude al Ejército como salvaguardia y columna vertebral de la Nación.

Pero ¡cuidado, no te dejes engañar! Porque da la casualidad de que los que mencionan tales cosas son quienes menos las sienten. Hablan de Patria quienes son incapaces de supeditar sus propios intereses al general y supremo de la Nación; quienes, por el contrario, enfocan hacía ellos la política del país; quienes están acostumbrados a considerar el patrimonio nacional como riqueza propia; quienes no tienen reparos de poner en manos del capital extranjero la economía española; quienes no se sonrojan de entregar a otra potencia trozos del territorio patrio; quienes mediatizan y subordinan nuestra política exterior a los dictados de los Estados Unidos; quienes, por defender sus privilegios, humillan y tiran por el suelo la

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dignidad nacional; quienes, sabiendo que España es Europa, no adoptan las medidas necesarias para la integración porque ello supone dañar sus intereses.

Invocan la Religión quienes la utilizan hipócritamente para su medro personal; quienes no son creyentes por convicción sino por profesión; quienes desconocen lo que es caridad cristiana; quienes ignoran el significado de la palabra justicia; quienes no la practican (aunque así pretendan hacerlo creer) en el campo social. Nos mencionan a nuestros santos, mártires y héroes, quienes, en vez de procurar imitarlos, hacen demagogia con su nombre.

Hablan de Honor quienes están envueltos en el fraude y el escándalo económico; quienes falsean los datos de su gestión ante el pueblo español; quienes no responden en la forma debida de su actuación en el gobierno; quienes engañan al país organizando manifestaciones con pretexto del XXXV Aniversario de la exaltación al poder del Jefe del Estado, para así poder dar carpetazo al caso Matesa; quienes hacen desaparecer en el silencio otros affaires; quienes practican el nepotismo más descarado.

Citan al Ejército como salvaguardia de la Patria quienes jamás se han preocupado de resolver sus problemas; quienes lo mantienen en estado de completa ineficacia; quienes le han dotado de material de “ayuda” americana, que sólo puede ser utilizado en los casos que a Estados Unidos interese; quienes le han puesto en el riesgo nada improbable de que pueda quedar inerme, por un corte de suministros de piezas de repuesto y recambios, cuando a dicha potencia se le antoje hacerlo; quienes han provocado la frustración y la insatisfacción profesional ante la oficialidad; quienes la han empujado al pluriempleo; quienes se han olvidado del suboficial; quienes han hecho que el Servicio Militar se convierta en pesada carga para el ciudadano, pues, dada la forma en que se realiza, llegue a considerarlo innecesario; quienes han desprestigiado al Ejército ante la sociedad; quienes, cuando así les interese, no vacilarán en enfrentar a las Fuerzas Armadas con el pueblo a quien representan.

Jefes y oficiales del Ejército: Vosotros, que tenéis empeñado el juramento de defender “el honor, la independencia y la integridad de vuestra Patria”, no podéis ser utilizados como instrumento para mantener una situación que a todas luces no es justa. Mucho menos si se tiene en cuenta que, entre 1936 y 1939, un millón de españoles ofrendaron su vida por una España mejor y que no es ésta, llena de escándalos, oprobio y vergüenza, la España por la que lucharon y murieron. Vosotros estáis obligados a cumplir vuestro juramento. Pero pensad que la Patria la integran

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34 millones de españoles y que son sus intereses los que tenéis que defender, no los de un centenar de familias privilegiadas de la fortuna.

Con todo cuanto estamos diciendo, no os pedimos una sublevación ni otro “pronunciamiento” impropio de un país civilizado. Únicamente queremos invitaros a una meditación profunda sobre los auténticos problemas de la Patria, para que, de acuerdo con ellos, adecuéis vuestra conducta; para que no consintáis nunca que se os enfrente al pueblo español. Pensad que el Ejército “nace del pueblo, del pueblo se nutre y la representación del pueblo en armas es”.

Intentamos daros una visión lo más completa posible de la verdadera realidad española… Decidid lo que debáis hacer. Pero pensad que de vuestra decisión seréis responsables ante Dios, ante vuestra Patria, ante la Historia y ante vuestra propia conciencia.

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ANEXO IV

MANIFIESTO E IDEARIO DE LA UNION MILITAR DEMOCRÁTICA

En 1976, el Estado Mayor Central del Ministerio del Ejército editó en los Talleres del Servicio Geográfico un documentado trabajo sobre “La UMD y la Causa 250/75”, marcado con el módico precio de 120 pesetas. Cuando la evolución de los acontecimientos políticos reconvirtió a los antiguos miembros de la Unión Militar Democrática de “malos” en “buenos”, el Ministerio de Defensa ordenó la retirada y destrucción de todos los ejemplares localizables, razón por la que esta monografía se ha convertido en una preciada pieza bibliográfica. De ella reproducimos primero el Manifiesto de la UMD (junto con su anexo titulado “Por la libertad hacia la justicia social”) y a continuación su Ideario (acompañado de las posteriores “Normas Complementarias”), que fueron transcritos de los facsímiles correspondientes:

MANIFIESTO DE LA UMD

Gravemente preocupados ante la situación que vive nuestra Patria en el momento presente, caracterizado por la liquidación de una etapa histórica y el inicio de otra nueva, creemos debe superarse un sistema político que nació en una guerra civil. Al objeto de posibilitar la creación de una nueva España en la que todos podamos convivir en paz, sin que nadie pueda arrogarse el monopolio de la verdad ni del patriotismo, y siendo conscientes de que las Fuerzas Armadas deben colaborar en esta patriótica y positiva labor, un grupo de militares, pertenecientes a las distintas Armas y Cuerpos de los tres Ejércitos, hemos constituido la “Unión Militar Democrática” y lanzamos este Manifiesto a nuestros compañeros de Armas, con la esperanza de que todos unidos ayudemos a edificar una España en paz, justicia y libertad.

Por la libertad hacia la justicia social. El actual régimen político español

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España, como cualquier otro país del mundo occidental, tiene una economía capitalista. Pero, a diferencia de los restantes países de Occidente, no disfruta de un régimen político liberal-demócrata, y tiene, por el contrario, un sistema político más o menos fascista: sin partidos políticos; con sindicatos verticales dirigidos por burócratas y no por líderes de los obreros; con un Jefe de Estado vitalicio y carismático, que no solo tiene el poder ejecutivo, sino, además, gran parte del poder legislativo; con un legislativo de 560 diputados, de los que 100 son elegidos por el pueblo; con las libertades políticas o los derechos humanos prácticamente anulados (sin derecho de manifestación, ni de reunión, ni de huelga, ni de asociación…). En consecuencia, nuestro país disfruta de los inconvenientes del mundo occidental (la falta de justicia que se deriva de una economía capitalista), pero no goza de sus ventajas (o sea, de las libertades o derechos antes citados).

Lo mismo ocurre si comparamos al actual Régimen español con los países socialistas o comunistas: tenemos sus mismos inconvenientes. De hecho hay en España tan poca libertad como en Rusia (allí hay una dictadura de izquierdas y aquí de derechas) y, en cambio, no tenemos las ventajas de un sistema comunista, en el que las clases sociales han sido abolidas, ya que nadie puede poseer grandes bienes de producción (bancos, latifundios, grandes empresas...) y, por tanto, nadie se beneficia del sudor del trabajo ajeno, con lo que allí, aunque ciertamente no hay libertad, al menos hay justicia social y ningún hombre es explotado por otros.

En resumen: en el mundo occidental hay libertad y democracia política, pero no hay justicia social. En el comunista hay justicia social, pero no hay libertad política. En España no hay ni libertad ni justicia; ni hay partidos políticos, elecciones libres, oposición legal, sindicatos obreros…, como en Europa Occidental, ni se ha hecho la reforma agraria y la nacionalización de la Banca y de las grandes empresas, como en la Europa Oriental. Tenemos lo malo de todos y lo bueno de nadie.

España y el futuro

Si combinamos las posibilidades de libertad y justicia que ofrecen los distintos sistemas políticos, encontraremos cuatro posibles tipos de regímenes:

Liberales (occidentales): Con libertad, pero sin justicia social.

Socialistas (orientales): Con justicia social, pero sin libertad.

Fascistas (España): Sin libertad y sin justicia social.

Ideales (no existen): Con libertad y con justicia social.

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Parece evidente que para España, lo mismo que para cualquier otro país, el régimen ideal sería aquel en el que hubiese libertad y, además, la riqueza estuviese equitativamente distribuida, o sea, en que hubiesen simultáneamente libertad y justicia, y a ello se debe tender. Pero también parece evidente que el camino a recorrer para llegar a este ideal desde el actual sistema español, tiene doble duración que el que deben recorrer los demás países de Europa, ya que ellos nos llevan adelantada la mitad del camino, puesto que ya poseen o libertad o justicia social.

Sin embargo, todos los que amamos a España y creemos que España no es ni la Sierra de Gredos, ni el río Guadiana, ni tampoco la persona de Franco, ni siquiera la bandera (que es sólo un símbolo), sino que creemos que España es la suma de todos nuestros compatriotas, los españoles, o sea el pueblo español, creemos también que debemos esforzarnos en conseguir para nuestra amada Patria la justicia y la libertad. Porque en ello reside el máximo bien de España, que es la felicidad de los españoles. Pero, ¿cómo llegar hasta allí desde aquí? ¿Cómo lograr que en España haya justicia y libertad cuando no hay una cosa ni otra?

Para conseguirlo hay –por pura razón táctica– que dar prioridad a uno de los dos posibles objetivos, y parece más lógico elegir como primer objetivo la conquista de la libertad (y, por tanto, una estructura política análoga a la occidental), porque tal es el deseo de la mayoría de los españoles, que ya están hartos de treinta y cinco años de dictadura. Ahora bien, para conquistar la libertad existen dos posibles caminos –al menos en teoría–, de los que vamos a tratar a continuación: la evolución del actual sistema y la ruptura democrática.

Primer camino: la evolución del actual sistema

El camino más cómodo sería, evidentemente, la evolución. Conseguir que un proceso aperturista llevase a nuestra Patria hasta un sistema de gobierno análogo al del “Espíritu del 12 de febrero”, pues, evidentemente, el actual Gobierno no desea llegar a transformar España en una democracia inorgánica, con partidos políticos, sindicatos obreros, etcétera.

Desgraciadamente, parece que tal cambio es prácticamente inviable. En efecto, en los últimos quince años se han hecho ya cuatro intentos de apertura, habiendo fracasado los tres primeros (el de Ruiz-Giménez, el de Fraga/Solís y el de López Bravo/Villar Palasí) y llevando las mismas trazas el cuarto de Arias Navarro, pues eso parece indicar la destitución de Pío Cabanillas y de Barrera y las 20 dimisiones que les

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siguieron, así como las graves limitaciones que se han impuesto a las leyes de asociaciones (que sólo permiten asociarse a falangistas, requetés y ex combatientes; o sea, a los grupos que vienen detentando el poder desde hace treinta años). Incompatibilidad de cargos de los diputados (que afectará a menos de la mitad de los mismos). Elección de alcaldes (que implica la manipulación de la voluntad popular mediante varios grados de elecciones) y, sobre todo, la Ley de Unidad de Jurisdicciones, de tan manifiesta regresividad, que de hecho es peor que la anterior.

Ante estos hechos nos preguntamos: ¿Cuántos años tardará España en llegar a ser una democracia como Francia, Suiza o Inglaterra? Parece claro que con semejante ritmo de evolución se tardarían muchos decenios, por lo que debemos concluir que el Régimen español no puede evolucionar, dado que el fin de la evolución no lo verán nuestros ojos, y, por tanto, para los españoles de hoy tal evolución carece de relevancia práctica. Con ello no negamos que exista un mínimo de evolución, lo que queremos decir es que no podemos aceptar un camino que es excesivamente lento e insuficiente, y que, en consecuencia, es en general rechazado por la juventud y por sectores cada vez más amplios del país.

Y aquí llegamos al meollo del problema de la evolución del franquismo: que para que tal camino sea éticamente admisible, requiere como requisito previo que el franquismo sea el sistema deseado por la mayoría de los españoles, y, sin embargo, la realidad cotidiana nos indica que tal presupuesto dista mucho de la realidad y que el franquismo, de unos años acá, no sólo no ensancha la base popular del régimen, sino que pierde adeptos de día en día, habiendo abandonado sus filas muchos grupos que inicialmente lo apoyaban, como los carlistas, los monárquicos, los demócrata cristianos; gran parte del clero, del capital, grupos de funcionarios, etcétera… En resumen, actualmente el núcleo franquista, estancado en un inmovilismo que intenta enmascarar tras un falso evolucionismo, disminuye doblemente, en parte por un proceso de envejecimiento y muerte natural de sus miembros y en parte por la pérdida de ciertos grupos que pasan a la oposición, la cual, por el contrario, ve aumentar cada día sus efectivos mientras prepara la ruptura democrática.

Segundo camino: la ruptura democrática

Ante el incuestionable envejecimiento del franquismo y la constante disminución de sus adictos, sobre todo entre la juventud del país, la oposición propone una alternativa democrática que es auspiciada actualmente por dos grupos políticos: la

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Convergencia Democrática, de la que es líder informal Joaquín Ruiz-Giménez, que integra la confederación de los cuatro partidos demócrata cristianos y varios partidos socialistas, y el Pacto firmado por Santiago Carrillo y Calvo Serer, que tiene principalmente el apoyo de los comunistas, los carlistas y algunos grupos de menor importancia.

Puesto que ambos grupos, la Convergencia Democrática y el Pacto, tienen un mismo objetivo (la conquista de la libertad) y una misma táctica (la ruptura democrática), parece lógico prever que en breve se integrarán en un bloque unitario, o al menos establecerán algún acuerdo para alcanzar el objetivo común. Cuando así ocurra –y creemos que será pronto–, todos los partidos políticos del país (desde los carlistas y los monárquicos hasta los comunistas, incluyendo a liberales, democristianos y socialistas) formarán un poderoso frente ante el cual el Régimen tendrá pocos argumentos que oponer.

En efecto, todos estos partidos coaligados intentarán aprovechar algún momento de crisis del franquismo para paralizar el aparato del Estado, provocando una huelga general y nacional (de todo tipo de trabajadores y en todo el país), y al mismo tiempo presionarán a los titulares del poder político (a través de grupos de financieros, intelectuales, eclesiásticos…) para que den paso a un gobierno de coalición, que de hecho sería un Gobierno de Salvación Nacional aupado por los huelguistas y la base del país, y que haría borrón y cuenta nueva respecto al franquismo, autorizando los partidos, sindicatos, etcétera. O sea, reconociendo plenamente los derechos del hombre y sus libertades políticas, concediendo una amnistía para los presos políticos y convocando unas elecciones para una Asamblea Constituyente, que debería elaborar una Constitución nueva y semejante a las que existen en los demás países de Europa Occidental.

La aportación militar a la lucha por la libertad

Vista la necesidad de conseguir la libertad para España y la inviabilidad de la evolución, es fácil deducir que no hay más solución que la ruptura democrática. Pero, ¿debe el Ejército participar en esta ruptura? ¿Deben las Fuerzas Armadas colaborar en la patriótica labor de liberar a España de la dictadura? ¿O deben, por el contrario, inhibirse, abstenerse y contemplar un país que tiene un Régimen que no desea, que no tienen reconocidas las libertades básicas, que cuenta con más de 2.000 presos políticos, etcétera, sin decidirse a intervenir…?

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Posiblemente caben muchas respuestas a estas dolorosas preguntas que a todos nos desazonan. Pero con el corazón en la mano, queridos compañeros, nosotros os decimos que en conciencia creemos que tenemos el difícil, peligroso, y quizá incluso suicida pero insoslayable, deber de intervenir. Como tantas veces hicieron nuestros mayores en el XIX; como han hecho nuestros compañeros en Portugal, en Grecia, en Abisinia y en tantos lugares más, en donde los oficiales han recobrado su dignidad y dado sentido a sus vidas, devolviendo la libertad a la Patria o muriendo al servicio de ella en el glorioso intento de conseguirlo, al fin no en un día juvenil, cuando en el Patio de Armas de la Academia besamos con unción la bandera de España y juramos dar la sangre por defenderla. Porque, dígase lo que se diga, lo cierto es que quienes hoy dirigen al país han robado al pueblo su libertad, para imponer la dictadura.

Y una dictadura es detestable por los muchos males que ocasiona: anula las libertades políticas y hace que los ciudadanos se desentiendan del quehacer nacional, prefiriendo su bienestar personal; facilita la corrupción al no estar el Gobierno controlado por la oposición; detiene el desarrollo cultural del país, debido a que los intelectuales y artistas necesitan un clima de libertad que no puede proporcionar una dictadura… Pero, sobre todo, el más grave inconveniente de las dictaduras es el de su propia continuación, porque hoy no se puede “reinar después de morir”, y los dictadores suelen edificar un sistema de gobierno basado en el culto a su propia persona, que nunca les sobrevive, y a continuación estallan todos los problemas que los dictadores reprimieron, pero no resolvieron. Y así, la caótica República siguió a la dictadura de Primo de Rivera, que fue el auténtico responsable histórico de aquel caos; lo mismo que Salazar sería el responsable histórico del posible fracaso portugués, si éste –no lo deseamos– se produjera, porque siempre después de una dictadura se ha producido una época de turbulencias y desórdenes, debido a que afloran de golpe, reunidos, todos los problemas –repetimos– que la dictadura reprimió, pero no resolvió.

Y así, Franco, ni ha resuelto los problemas de justicia social, ni de reforma agraria, ni de nacionalización de la Banca; ni ha educado a los españoles en la libertad política; ni ha rescatado –como decía en los años 40– las propiedades extranjeras; ni ha acabado con la corrupción, que, por el contrario, ha aumentado; ni ha creado un Ejército eficaz; ni ha resuelto los problemas del regionalismo; ni de la integración en Europa, de la que hemos quedado excluidos por el odio que allí suscita su presencia; ni ha solucionado los problemas de Gibraltar, Sahara, Ceuta y Melilla, etcétera.

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Ciertamente, la intervención militar es arriesgada y al leer esta frase algunos piensan en la posibilidad de una guerra civil. Nada tan lejos de nuestra intención. Si la libertad y la justicia son los dos máximos valores de la vida política de los pueblos, la misma importancia tiene la paz. Y la paz no debe romperse con la intervención militar, que puede revestir muchas formas, desde la presión por vía de los escritos hasta el golpe incruento de estilo griego o portugués. Sin embargo, no es este el lugar ni el momento de tratar de tal cuestión, pues en este escrito no proponemos técnicas de acción, sino simplemente pretendemos dilucidar, desde un punto de vista puramente teórico, cuál es el mejor camino para la andadura de España. El concretar técnicas –si tal camino se considerase válido– sería, obviamente, tema de otro trabajo tan largo como éste. Lo que aquí se pretende manifestar es simplemente que la evolución del Régimen no nos parece viable en un plazo de tiempo razonable, de acuerdo con los deseos de los españoles, y que ante este hecho, nosotros –los militares de los tres Ejércitos– tenemos un insoslayable deber que cumplir si realmente queremos ser hombres de honor y militares con valor dispuestos a dar la vida por la Patria.

Un ideal que da sentido a nuestras vidas

Muchos años han pasado desde que ingresamos en la Academia Militar. Desde entonces, las frustraciones, las desilusiones, los disgustos, la realidad cotidiana de un Ejército falto de hombres, de medios y de ideales, han carcomido nuestro espíritu militar, mientras nos repudríamos pasándonos veinte años entre los empleos de teniente y capitán. La mayoría de nosotros somos hombres ya maduros y cansados, desilusionados. Realizamos nuestra diaria tarea militar sin fe, sin ilusiones, porque no puede haber ilusión en quien, tras cinco años de carrera y diez o veinte de vida militar, dispone de una Unidad sin casi hombres ni medios o un puesto de trabajo que no requiere preparación técnica, pues es propio de un administrativo: caja, auxiliaría, mayoría, hojas, almacén, cocina…

Todo esto nos ocurre porque la dictadura ha triturado al Ejército para que no pudiera operar contra ella. Pero la dictadura nos ha causado, además, otro mal: utilizarnos reiteradamente en consejos de guerra contra los obreros y contra los líderes de la oposición; ha conseguido granjearnos la animadversión del pueblo, que –por ignorancia– vuelca contra nosotros el odio que debería dirigir contra la camarilla del dictador. Esto es duro decirlo, pero es así: somos seres odiados por el pueblo, que

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no nos ve como a sus soldados, como a sus defensores, sino como a sus enemigos, como a los representantes de la represión, como a los pretorianos de la dictadura, y no reconocerlo, no querer verlo, es mentirnos a nosotros mismos y practicar la política del avestruz.

Frente a esta situación, que viene caracterizada por la frustración profesional y la animadversión del pueblo; ante esta situación oscura, sin horizontes, con desilusiones diarias, varios compañeros hemos meditado y hemos llegado a la conclusión de que tenemos un deber que cumplir, un algo que hacer, que puede darnos de nuevo juvenil ilusión y librar del oprobio de la esterilidad a nuestras vidas: conseguir la libertad para España. Sabemos que el intento es difícil, pero creemos que vale la pena. Y creemos también que tenemos el insoslayable deber de intentarlo si queremos ser consecuentes con el uniforme que llevamos, con la bandera que juramos y con la institución en la que servimos; al fin y al cabo, la profesión militar sólo tiene sentido en aquel que está dispuesto a dar la vida por la Patria.

Madrid, 6 de enero de 1975.

ANEXO: POR LA LIBERTAD HACIA LA JUSTICIA SOCIAL

Tras haberse afirmado en el manifiesto que la UMD desea un Estado ideal, capaz de conjugar libertad y justicia social, se ha decidido elegir como primer objetivo la conquista de la libertad y en consecuencia relegar momentáneamente la conquista de la justicia social. Como quiera que esta elección aparentemente perjudica a aquellos sectores sociales que necesitan más apoyo y por los que sentimos más hondo afecto, nos creemos en la obligación de exponer las razones por las que se ha tomado esta decisión, las cuales en apretada síntesis son las siguientes:

1.La existencia legal de partidos y sindicatos obreros, los derechos de huelga, reunión y manifestación, etcétera, permitirían a los trabajadores gozar de cauces legales para defender sus derechos y lograr no sólo mejoras económicas, sino, incluso, participar en los órganos e instituciones públicas, con lo que la conquista de la libertad significaría alguna aproximación a una mayor justicia social.

2.Si las Fuerzas Armadas intentasen imponer la justicia social tal como han hecho en Perú o algunos países árabes, provocarían una reacción del capital

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que tomaría dos represalias contra nuestro país: la descapitalización (mediante la fuga de capitales) y el cerco económico (especialmente grave para un país que tiene casi el 90 por 100 de su comercio exterior con países capitalistas). Estas dos medidas provocarían la escasez, el paro…, y en consecuencia una situación de tensión contra el Gobierno de las Fuerzas Armadas, que las forzaría a imponer un sistema dictatorial que daría al socialismo que se intentase crear una imagen muy distante y distinta del rostro humano que creemos el socialismo debe tener (y éste es el problema de los países comunistas, en los que el fin de la dictadura del proletariado nunca acaba de llegar).

3.La conquista de la libertad es actualmente el principal objetivo de toda oposición y en ello coinciden no sólo los llamados partidos burgueses (demócrata-cristianos, liberales…), sino también los llamados partidos obreros (comunistas, socialistas…), que han reformado sus programas para dar prioridad a la conquista de la libertad sobre la justicia social. Y si unos partidos, en general, formados por obreros y con una larga tradición de lucha en defensa de la clase trabajadora, han renunciado –al menos de momento– a la construcción de una sociedad socialista para conseguir primero la libertad, parece lógico que nosotros asumamos el mismo orden de prioridades, pues quien mejor sabe lo que interesa a la clase trabajadora son los partidos obreros. Lo contrario sería más papista que el Papa.

4.Nuestro objetivo final –expuesto al comienzo del manifiesto– es la construcción de un Estado ideal, en el que exista un socialismo de rostro humano, capaz de conjugar justicia y libertad. En el intento de llegar a él han fracasado de igual modo los países comunistas, que no han logrado superar la etapa intermedia de dictadura del proletariado, que los socialdemócratas occidentales, que no han logrado la justicia social. Creemos, sin embargo, que la actual limitación histórica será más difícil de superar por los países comunistas, ya que cualquier estructura dictatorial es por esencia monolítica, o sea anti dialéctica, e implica una rigidez que impide su evolución. Por eso, y pese a sus limitaciones y fracasos, creemos más en la vía de Allende que en la de Stalin, y por supuesto, que en la de Velasco Alvarado (pese que admiramos sus logros y reconocemos su buena voluntad). En otras palabras, creemos que el socialismo debe repartir equitativamente la propiedad del poder político o pierde su validez y, por tanto, que no hay más que un socialismo válido: el

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que construye un pueblo libre, adulto y responsable que es capaz de comprender que el capitalismo debe acabar porque es éticamente intolerable y esencialmente injusto, ya que se basa en la apropiación del valor del trabajo ajeno y en la explotación de un hombre por otro.

IDEARIO DE LA UMD

1.El completo divorcio existente entre la España real y el sistema totalitario que la gobierna, preocupado únicamente por su permanencia, están haciendo jugar a las Fuerzas Armadas el papel de guardián de los intereses del actual Régimen, y no del pueblo español. La UMD (Unión Militar Democrática), consciente de esta situación, aspira a que las Fuerzas Armadas se pongan exclusivamente al servicio del pueblo, recobrando su prestigio y dignidad.

2.La UMD está constituida por todos los cuadros profesionales, apoyándose precisamente en la fuerza del compañerismo militar, y en ella no tienen cabida los que están al servicio de partidos políticos (lo mismo del Gobierno que de la oposición) y de los Servicios de Información Política.

3.El pertenecer a la UMD implica una exigencia profesional y otra nacional. A nivel profesional, los miembros de la UMD se esforzarán en ser militares ejemplares, huyendo de los destinos cómodos y prefiriéndolos en Unidades, y dentro de éstas con mando de tropas. A nivel nacional asumirán la obligación de adquirir una profunda formación política, consciente de los riesgos que actualmente esto implica.

4.Los miembros de la UMD repudian todo protagonismo y se comprometen formal y categóricamente a no aceptar ningún tipo de recompensas ni prebendas por su actuación patriótica.

Objetivos nacionales

1.Restablecimiento pleno de los derechos del hombre y de las libertades democráticas y, en consecuencia, promulgación de una amnistía total para todos aquellos ciudadanos (civiles y militares) que han sido sancionados por defender estos derechos.

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2.Reformas de tipo socioeconómicas conducentes a igualar la distribución de la riqueza, reconociendo a los trabajadores la plenitud de sus derechos y, por tanto, el derecho de huelga y de dirigir y organizar libremente sus propios sindicatos.

3.Reconocimiento a todos los niveles territoriales e institucionales del derecho de elegir democráticamente a sus Jefes y de darse la forma de gobierno y de organización que juzguen más adecuada, sin menoscabo de la integridad del Estado español.

4.Combatir con la máxima energía la corrupción imperante, propiciada por el Régimen, hasta conseguir su desenmascaramiento y desarraigo total.

5.La convocatoria de una Asamblea Constituyente elegida democráticamente que elabore una Constitución para España, que nos permita integrarnos en Europa Occidental.

Objetivos militares

1.Reorganización de las Fuerzas Armadas, creando un Ministerio de Defensa como único órgano responsable de su dirección y abordando los problemas de la burocracia, Unidades no operativas y exceso de Cuadros profesionales, especialmente en el Cuerpo de Oficiales Generales, del que forman parte algunas personas ineptas y ligadas a los sectores más reaccionarios del país.

2.Dar al Cuerpo de Suboficiales la preparación, dignidad y responsabilidad que le corresponde.

3.Revisión de la Ley General del Servicio Militar, con objeto de hacer desaparecer actuales privilegios e intensificar la instrucción del soldado durante su permanencia en filas, tendiendo a reducir la misma, habida cuenta del sacrificio que para la nación y su juventud representa.

4.Reforma del sistema de Justicia Militar, reduciendo esta Jurisdicción a los delitos específicamente militares y suprimiendo el aforamiento por razón del lugar o la persona, así como sistemas trasnochados, como los Tribunales de Honor, los Consejos de Disciplina Académicos, las Comisiones Depuradoras y otros sistemas, por la inseguridad jurídica que crean y la indefensión en que dejan al militar.

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5.Elaboración de un Estatuto del Militar, en el que se especifiquen deberes y derechos, así como el sistema de recursos jurídicos que pueden usar ante toda medida injusta o arbitraria.

NORMAS COMPLEMENTARIAS

El rápido crecimiento experimentado por la UMD (Unión Militar Democrática) desde la reunión general celebrada en julio, que la ha hecho extenderse a 13 provincias y superar el centenar de miembros de los tres Ejércitos, hace aconsejable dar unas normas que impidan que este rápido crecimiento, que parece tiende a continuar, llegue a alterar el primitivo espíritu democrático de nuestra unión, impida que se produzca una disgregación interna y, sobre todo, para evitar los peligros que desde fuera nos acechan y que van desde la represión policial hasta la posible manipulación de la UMD, bien por elementos falsamente democráticos del seudo evolucionismo del Régimen, bien por los partidos de la oposición. En consecuencia, se redactan estas normas que tienden a evitar lo mismo la desvirtuación y la manipulación que el aplastamiento de nuestra unión.

Organización

Resulta evidente que en cualquier organización que se titule democrática y desee sinceramente serlo, la soberanía de la misma (el poder decisorio supremo) reside en el conjunto de todos sus miembros que se reúnen para deliberar formando una asamblea. Tal es la democracia directa, que es la más antigua (Grecia y Suiza) y también más perfecta.

Ahora bien, a nosotros nos resulta imposible, en el momento presente, hacer una reunión tan numerosa por razones de seguridad. En consecuencia, no tenemos más remedio que desplegar la soberanía de nuestro movimiento hacia un órgano o parlamento que represente a todos los compañeros, la llamada Junta Nacional, y que debe ser elegido por todos. Como los Jefes de cada grupo son elegidos por los compañeros, parece lógico que sea la reunión de todos los Jefes de grupo la que componga la Junta Nacional.

Como la Junta Nacional es un conjunto de decenas de personas, no puede estar reunida permanentemente y sólo lo hará de forma periódica. En consecuencia, es preciso crear un Ejecutivo Colegiado, que funcione como delegación permanente de la

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Junta Nacional y cumpla decisiones que se hayan aprobado en ella. Este Ejecutivo Colegiado estará formado por seis miembros (dos del Centro, dos de Levante, uno del Norte y otro del Sur). A nivel regional, nuestra organización permite observar varios núcleos principales. En cada uno de estos núcleos la dirección correrá a cargo de una Junta Regional, que estará formada por la reunión de los Jefes de grupo. Esta Junta Regional actuará como poder colegiado, sin delegación alguna, por ser fácil reunirse a los que viven en el mismo lugar.

A fin de facilitar los gastos de la organización, se propone que todos los miembros paguen una cuota mensual, debiendo nombrar en cada Región un Jefe económico responsable de la administración.

Formación

El rápido crecimiento cuantitativo antes citado sólo podrá ser asimilado por la UMD si va acompañado del equivalente crecimiento cualitativo. De lo contrario, nuestro espíritu se aguará y la organización que con tanto sacrificio, ilusión y riesgo ha sido creada para el bien de España puede convertirse en un órgano de opresión o en un ascensor para escalada de los ambiciosos. Sólo si profundizamos en nuestro ideario y nos esforzamos en el conocimiento de la realidad económica, social, y política de España, podremos ser fieles a nuestro patriotismo. En consecuencia, se propone el plan de formación que deberá ser seguido por todos los grupos y estará controlado por un Jefe de Estudios en cada una de las Regiones.

El plan de formación exige una reunión semanal o quincenal (mejor semanal, porque la actual situación de España nos urge), y en ella deben tratarse los temas que se citan en folio anexo, con la correspondiente bibliografía. Para dar cada tema, podrá designarse un miembro de la UMD que esté capacitado para ello (sea o no del propio grupo), o bien recurrirse a una persona civil o militar que reúna las debidas condiciones de competencia, discreción o ideología democrática.

Las reuniones puramente formativas antes citadas, deberán alternarse, en la medida de lo posible, con reuniones con líderes de los distintos partidos políticos, teniendo en cuenta las normas que se citan en el siguiente epígrafe. A estas reuniones deberá forzosamente asistir algún compañero políticamente formado, para evitar que en ellas baje el nivel de diálogo.

Relación con los grupos políticos

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La obligación que nos impone nuestro ideario de formarnos políticamente nos obliga en algunos casos a tomar contacto con los partidos políticos, pues es obvio que sólo contactando con ellos podemos conocer a estos grupos de patriotas que representan los distintos sectores ideológicos de nuestro país, que también luchan por acabar con la dictadura y conseguir la libertad de la Patria. Sin embargo, nuestra relación con ellos debe ser muy prudente, fundamentalmente porque nos ocasiona dos graves riesgos. El primero es debido a la natural indiscreción de los políticos, que puede hacer llegar a los Servicios de Información Militar datos sobre nosotros. En segundo lugar, y esto es lo más grave, porque los partidos cuentan con personas con entrenamiento y formación política (y a veces con “liberados”, o sea, con miembros pagados por el partido para trabajar exclusivamente en la política y en la captación) y, en consecuencia, pueden tender a manipularnos o filtrarse, captando algunos de nuestros miembros para su partido. Y en este sentido no tenemos más remedio que aludir con cierta preocupación al Partido Comunista para indicar que nuestra posición respecto a él es la siguiente:

1.Como somos partidarios de la existencia de los partidos políticos y de no excluir ni discriminar a nadie, consideramos que el PC tiene tanto derecho a la existencia legal como cualquier otro partido político. Pero además consideramos que su existencia legal es totalmente necesaria para un desarrollo democrático en España, porque lo mismo en los sectores obreros que en los universitarios, el PC representa la única posibilidad de orden y diálogo frente al creciente “gauchismo”: trotskistas, internacionalistas, anarquistas, maoístas…, y, por tanto, no se podrá gobernar democráticamente en España sin permitir participar en el juego democrático al PC (y la experiencia de Francia, Italia, Portugal y Grecia abona este aserto). A más abundamiento, conviene no olvidar que la actual tendencia de los partidos comunistas europeos occidentales es independizarse de la tutela de Moscú (actitud del PCE ante la invasión checa, etcétera).

2.Por el contrario, consideramos que en el Ejército no deben existir partidos políticos, pues si tal ocurre, o se fracciona la unidad del Ejército (como ocurrió antes de 1936) o se hipoteca su servicio a la Nación al poner al Ejército al servicio de un partido o movimiento (como ocurre desde 1939). Esta teoría es aceptada por los partidos democristianos y socialistas, que han renunciado

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explícitamente a captar militares; sin embargo, no ha hecho tal cosa el PC, y quizá intente penetrar en nuestra Institución. En consecuencia, y en tanto el PC no haga reiteradas y rotundas declaraciones públicas en este sentido, debemos abstenernos de todo contacto con el PC, pues probablemente lo aprovechará para realizar captaciones, y amargamente sabemos lo mucho que han sufrido algunos compañeros cuyo espíritu abierto les ha hecho aceptar algún excepcional contacto, a causa de la indiscreción de los comunistas y de la brutalidad de la represión. Además, conviene no olvidar que hoy por hoy el PC es tabú en las Fuerzas Armadas, y si la UMD fuese acusada de tener contactos con el PC podría ser fácilmente desprestigiada y destruida.

3.Por último, queremos prevenir a los compañeros en contra de la pertenencia a las Secciones militares de las recién nacidas Asociaciones Políticas (ex combatientes y otras), ya que por ser las Asociaciones Políticas partidos políticos franquistas, rompen la unidad del Ejército lo mismo que cualquier otro partido.

Captación

A fin de evitar que una captación, que se hace fundamentalmente sobre cadenas de amistades íntimas, llegue a desvirtuar la UMD al integrar compañeros que no asuman o comprendan el ideario, y a fin sobre todo de evitar que se nos infiltre algún compañero engañado o mal intencionado que, al informar de nuestra existencia, ponga en peligro la UMD, en toda captación deberá seguirse el siguiente proceso:

-Consultar al propio grupo para que los que le conozcan den su opinión sobre él.

-Observarlo durante un tiempo prudencial. Sugerir temas de conversación profesional y política para conocer su opinión.

-Llevarle a alguna reunión informal para que otros compañeros den su opinión al respecto. A esta reunión deberá asistir el jefe de captaciones de la región, quien deberá dar su visto bueno al aspirante. Esta cautela es necesaria para evitar que los grupos con bajo nivel crezcan excesivamente y desvirtúen la UMD.

-Leerle los objetivos, pero sin decirle que son una cosa definitiva, sino presentándoselos como un proyecto personal.

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-Llevarle a varias reuniones de un grupo de la UMD.

-Hablarle de la UMD.

Seguridad

Por razones varias veces citadas, los miembros de la UMD deberán abstenerse de tratar de la misma por correo y sobre todo por teléfono.

Cuando en las conversaciones privadas se trate de la misma, deberán usarse nombres supuestos para los lugares y apodos para las personas.

Cada grupo tendrá previamente fijado un lugar en el que se reunirán sus miembros en caso de urgencia, sin necesidad de decir por teléfono el lugar.

Si algún miembro de la UMD sufre en algún modo la persecución o represión del Régimen, será debidamente apoyado moral, jurídica y económicamente por los demás miembros.

Quizá éstas y otras normas de seguridad que conviene desarrollar al máximo preocupen a algunos compañeros y les dé la sensación de que estamos haciendo algo ilícito. Queremos simplemente recordar que nada hay más lícito para un militar que luchar por el bien de su Patria, siendo éste el fin de la UMD y lo que nos mueve a actuar diariamente.

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ANEXO V

SEGUNDO MANIFIESTO DE LA UNIÓN MILITAR DEMOCRÁTICA

En el libro de Carlos Fernández Santander “Los militares en la transición política” (Editorial Argos Vergara, 1982), que constituye uno de los trabajos más informados y precisos sobre la UMD, se reproduce un Segundo Manifiesto de dicha organización, fechado en diciembre de 1975, que incluimos a continuación con su título original:

MEDIDAS PREVIAS PARA UN FUTURO DEMOCRÁTICO

A raíz de los recientes acontecimientos políticos ocurridos en nuestro país, la mayoría de los grupos políticos y de las corporaciones profesionales han lanzado escritos, analizando la situación y exponiendo sus puntos de vista. En la mayoría de estos escritos se exponían peticiones, que nosotros auspiciamos y apoyamos desde hace ya tiempo, como prueba el hecho de que en general están recogidas en nuestro Ideario: así la amnistía, el reconocimiento pleno de los derechos del hombre y de distintas libertades políticas, etcétera. No creemos necesario reiterar unos objetivos que son públicos, que hace tiempo asumimos y que seguimos respaldando en su plenitud. Sin embargo, nuestra condición de militares, nos ha permitido reflexionar sobre un tema, que creemos fundamental para la instauración de la democracia, y este escrito es resultado de esta reflexión. En consecuencia en él formulamos unas peticiones que son distintas que las que en este momento formula toda la Nación. Queremos insistir en que estas peticiones –que ya figuran en nuestro Ideario– las ratificamos y las formulamos una vez más, pero además, hacer notar a quien quiera escucharnos, que la democratización de España, no será viable, sin una aceptación de la misma por parte de las Fuerzas Armadas, y esta aceptación no será posible, si no se toman las medidas previas que se exponen al final de este escrito.

1.El actual momento político español, se caracteriza por la muerte de Franco y el comienzo de una nueva etapa histórica, que en general se opina se

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caracterizará por significar el tránsito hacia normas políticas democráticas, bien sea mediante una ruptura con el sistema político anterior (opinión de la oposición), bien sea mediante una evolución del antiguo sistema político (opinión de los franquistas-aperturistas), pero de una u otra forma ambos grupos políticos, que sumados implican la casi totalidad del país (ya que fuera de ellos sólo quedan los “ultra”), coinciden en afirmar que lo que conviene a España es la reinstauración de la Democracia y la abolición de la actual Dictadura.

2.Ante este deseo de la inmersa mayoría de la población del país, la UMD (Unión Militar Democrática), se considera en el deber de indicar a los dirigentes políticos, a los compañeros de Armas y al pueblo, que la democratización de España, será totalmente inviable, si previamente no se produce una aceptación de la misma por parte de las Fuerzas Armadas.

La razón de esta afirmación está en la misma existencia de la profesión militar y el Ejército regular, que crea un núcleo de poder distinto y más fuerte (aunque le deba estar subordinado) que el poder político, con lo que “de hecho” en todo Estado moderno existen dos poderes: un poder “legal” que es el político y otro poder “real” que es el militar. En consecuencia el poder político, sólo puede gobernar, en tanto en cuanto se lo permita el Ejército, ya que esta institución detenta el poder real. Esta afirmación es ciertamente irritante, escandalosa y desoladora, pero ignorarla es aún peor, es simplemente estúpido y puede hacer fracasar cualquier intento de edificar la democracia. La Alemania de Adenauer habría sido imposible con los generales de Hitler. El Chile de Allende fue posible con el general Prat e imposible en cuanto dimitió y le sucedió Pinochet. La Dictadura de Primo de Rivera o la de García cayeron cuando lo decidieron los generales. Los ejemplos serían innumerables.

Si concretamos este planteamiento al momento actual español, observamos un gobierno que afirma desear una apertura hacia la democracia. Sin embargo no es la primera vez que esto ocurre, sino la quinta. Sí, la quinta vez, y en otro trabajo titulado POR LA LIBERTAD HACIA LA JUSTICIA SOCIAL se hizo un análisis de los cuatro fallidos anteriores intentos. Y cosa sorprendente: el

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actual gobierno, al hacer un intento análogo a los anteriores –algunos de los cuales, como el del 12 de febrero, no es aún muy lejano– no analiza por qué se produjeron los anteriores fracasos, con los que, desconociendo las causas, puede volver a incurrir en los mismos errores y tropezar con las mismas piedras.

Ciertamente, uno de los grandes obstáculos de los anteriores intentos aperturistas, la persona del general Franco, que contaba con el apoyo prácticamente total e incondicional de las Fuerzas Armadas, ha desaparecido ya pero no su círculo y por supuesto nada ha cambiado dentro del mundo militar. Y en este sentido es preciso recordar que la caída de Díez-Alegría fue provocada por los capitanes generales, molestos con su excesivo liberalismo. Y que el tímido intento aperturista del primer gobierno de Carrero (cuando López Bravo hizo su östpolitik, Villar Palasí las Universidades Autónomas y Fernández-Miranda con camisa blanca habló de asociaciones políticas) acabó cuando el consejo de guerra de Burgos irritó a los capitanes de la Escuela de Aplicación de Caballería que recogieron unas 150 firmas…

En resumen, una apertura hacia una España democrática sólo es posible si el poder político real (léase el Ejército) la respalda y la garantiza y eso no será posible si previa, o al menos simultáneamente, no se consigue que el Ejército acepte la democracia, y hoy por hoy, y nos duele tener que decirlo, aunque en el Ejército existe una mayoría silenciosa y apolítica, la institución, en su conjunto, es una reserva de los grupos políticos antidemocráticos, debido a que una minoría de militares-ultra lo tienen dominado por varias razones:

-Durante los últimos 35 años, los militares que demostraban ideas liberales o democráticas, eran perseguidos, expulsados, o al menos arrinconados a destinos burocráticos y la UMD presentará oportunamente la larga lista de militares perseguidos por la simple razón de ser contrarios a la dictadura.

-Simultáneamente, los cargos clave del Ejército, el generalato, los mandos de las Unidades más operativas y los órganos de los Servicios de información, han sido puestos en manos de militares

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decididamente adictos al anterior sistema político y claramente enemigos de la Libertad y la Democracia.

Se ha realizado una tenaz y concienzuda, aunque a la par solapada, campaña de politización de la oficialidad, en un sentido ultra, imponiendo, por ejemplo, la revista “Fuerza Nueva” en los cuarteles, dando ciclos de conferencias extremistas, mediante los Boletines de Información de la Segunda Bis en general tendenciosos, a través de las revistas militares como “Reconquista”, etc... Mediante esta campaña se ha denigrado no sólo al liberalismo y a la democracia, sino al simple aperturismo, llegándose a presentar como enemigos del Ejército, incluso a ministros del gobierno.

Finalmente tras la última organización ministerial, ha sido elevado a 5 el número de ministros militares (pues Solís es general auditor), siendo tres de ellos (Pita, Solís y Díaz de Mendívil) de conocidas ideas no democráticas.

3.De lo anteriormente expuesto se deduce que los objetivos nacionales democráticos, tienen como condición previa, quitar el poder militar a los ultra que actualmente lo detentan, devolviendo al Ejército sus tradicionales pautas de conducta nacionales y profesionales y su independencia frente a la acción de los citados grupos de extrema derecha.

Esta tarea, que debe ser iniciada inmediatamente, es condición sine qua non del restablecimiento de la democracia en España.

Medidas inmediatas a tomar para posibilitar un futuro democrático

1.Recoger a las asociaciones de excombatientes, somatenes y partidos de extrema derecha, las armas que copiosamente se les han entregado desde que comenzó la enfermedad de Franco.

2.Clausurar los locales que las asociaciones de excombatientes tienen en edificios de propiedad militar. Fiscalizar sus fondos impidiendo toda otra fuente de financiación que no sea la de sus socios. Suprimir los fondos que cobran del Estado. Vigilar estas asociaciones, dada su vinculación con grupos de extrema derecha.

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3.Conceder inmediata amnistía para todos los presos políticos y para todos los militares que han sido perseguidos por luchar por la libertad de la Patria. Reponer en sus destinos a cuantos los perdieron por razones políticas enmascaradas con conveniencias del servicio. Devolver su antigüedad a cuantos estuvieron presos. Reingresar en el Ejército a los que fueron expulsados por razones políticas, etcétera.

4.Suprimir el servicio de Información de Presidencia del Gobierno, formado por militares ultra, que sobre su sueldo cobran a veces gratificaciones de 35.000 pesetas (lo que significa unas 80.000 mensuales) y que se dedican a vigilar al clero, a los universitarios y a los obreros. Este servicio formado por militares profesionales (a menudo diplomados en Estado Mayor) es una lacra y un deshonor para las Fuerzas Armadas y debe ser inmediatamente abolido, quedando sus 230 miembros en situación de disponibles, hasta que una comisión imparcial decida en torno a las responsabilidades en que cada uno haya incurrido realizando tan innoble tarea. Por análogas razones, abolir el SIBE o Servicio de Información política de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, cuyos miembros se han dedicado sistemáticamente a vigilar, detener y calumniar a los militares liberales. Los militares de este servicio deberán seguir un proceso análogo al citado en el punto anterior.

5.Crear un único “Servicio de Formación e Información”, válido para el Alto Estado Mayor, y los tres Ejércitos, con la misión de informar objetiva e imparcialmente a los militares y ayudarles a aumentar sus conocimientos políticos, a fin de que todos y cada uno puedan superar los efectos del lavado de cerebro que significan 35 años de recibir ideología política antidemocrática.

6.Abolir las recientes normas, que disponen que el servicio militar deberá hacerse forzosamente fuera de la región de origen, dado que esta disposición sobre aumentar las fatigas del soldado y de su familia no tiene motivación militar alguna y está basada sólo en la intención de poder utilizar al Ejército en contra del pueblo.

7.Reorganizar el Cuerpo Jurídico del Ejército de Tierra, a fin de acabar con el abuso que significa la reiterada utilización de los Consejos de guerra contra los dirigentes y militantes de los movimientos democráticos. Exigir responsabilidades a los miembros del citado Cuerpo que se han significado por poner sentencias injustas por razones políticas, denigrando y degradando, lo mismo a las Fuerzas Armadas que a la profesión jurídica.

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8.Conceder el mando de las unidades, y en especial de los regimientos, batallones y compañías, a quienes mereciéndolo profesionalmente, sean respetuosos con la primacía del poder civil y las normas de un Estado de Derecho, ya que no hacerlo implica el riesgo de un golpe de Estado, encaminado a derribar el Estado democrático. Por ello, esta norma debe ser especialmente observada en los mandos de Unidades independientes y más aún en las de carros, guerrilleros, paracaidistas, COE, Policía militar y Policía Armada.

9.Reorganizar el alto mando de las Fuerzas Armadas. Considerando que los capitanes generales son autoridades judiciales en sus respectivas capitanías y poseen por tanto el poder de expedientar, procesar, detener o arrestar, no sólo a las tropas a sus órdenes, sino también a la población civil (recuérdese el caso del concejal de Barcelona Sr. Soler Padró). Varios de los actuales tenientes generales, profesan una clara ideología totalitaria (Bañuls, Campano, Taix Planas, Merry Gordon...) y su actividad política en este sentido es pública y manifiesta por sus propios discursos. Creer que una España democrática es viable con tales jefes de las Fuerzas Armadas, es utópico.

10.A fin de poner rápido remedio a este grave problema, conviene quitar el mando a los generales ultra, y poner los mandos militares más importantes de la nación en manos de generales liberales, como Díez-Alegría, Vega, Jiménez- Benamú, Gutiérrez Mellado, Sintes Obrador..., con independencia de su situación militar y habida cuenta de que el ministro y los directores generales, no son cargos profesionales, sino políticos.

11.Reconocer al militar los derechos de reunión, asociación y libre expresión, en igualdad con el resto de la población civil y, concretamente, abolir la censura previa que aún existe para los militares, concederles el mismo derecho de reunión que a los paisanos (en el Ejército es delito la reunión de 4 personas, mientras que para el resto de la sociedad el límite es de 20) y autorizar las asociaciones de militares, que actualmente son legales para los alféreces provisionales e ilegales para el resto del Ejército.

Al exponer estas medidas, totalmente necesarias para el restablecimiento de la democracia en España, la UMD desea manifestar, que su cumplimiento u omisión, servirán para que el Ejército y el pueblo sepan si se desea restablecer realmente la

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democracia en España o por el contrario sólo crear una apariencia democrática, para mantener de hecho el poder de los ultra.

La verdad de lo que se piensa hacer, está en lo que se haga en las Fuerzas Armadas. Conceder libertades al pueblo y garantizarlas con un Ejército dominado por los ultras es un contrasentido y una farsa. La UMD no lo puede consentir. Consentirlo sería traicionar a España.

Diciembre de 1975

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ANEXO VI

DECLARACIÓN INSTITUCIONAL DEL GOBIERNO PRESIDIDO

POR RODRÍGUEZ ZAPATERO SOBRE LA UNIÓN MILITAR DEMOCRÁTICA

El Consejo de Ministros presidido por José Luís Rodríguez Zapatero aprobó, en su sesión del 4 de diciembre de 2009, una “Declaración Institucional de reconocimiento a miembros de las Fuerzas Armadas en la transición a la democracia con especial mención a la Unión Militar Democrática” (Orden PRE/3279/2009), complementada de inmediato por la ministra de Defensa, Carme Chacón, con la concesión a catorce antiguos miembros de la UMD, tres de ellos fallecidos, la Cruz del Mérito Militar en doce casos y la del Mérito Aeronáutico en los otros dos. A continuación se reproduce el contenido literal de la citada Declaración Institucional:

El pasado día 1 de abril de 2009 la Comisión de Defensa del Congreso de los Diputados aprobó una Proposición no de Ley en los siguientes términos:

“El Congreso de los Diputados insta al Gobierno a iniciar las actuaciones necesarias para rendir homenaje a los militares que colaboraron decididamente en el proceso de evolución hacia un régimen democrático en España con especial reconocimiento a aquellos que en defensa de esos ideales arriesgaron su carrera y promoción profesional e incluso su libertad personal como miembros de la Unión Militar Democrática (UMD) y a hacer públicos con precisión sus sacrificios personales y profesionales”.

En su cumplimiento, el Gobierno de España hace constar el reconocimiento público a todos los militares que colaboraron en el proceso de evolución hacia un régimen democrático en España.

Las Fuerzas Armadas, inmersas en esa evolución de la sociedad española como el resto de la ciudadanía, contribuyeron desde el patriotismo y la disciplina de la gran mayoría de sus miembros a prestar, a las órdenes del Gobierno, un inestimable servicio a España al colaborar en el establecimiento y consolidación de la Monarquía parlamentaria y en el mantenimiento de la normalidad institucional. Mención singular

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merecen los militares que más decididamente colaboraron en esa reforma e hicieron posible la vertebración de las Fuerzas Armadas en el nuevo ordenamiento constitucional.

Respecto al especial reconocimiento a los miembros de la Unión Militar Democrática (UMD) se hace constar que:

1.Un grupo de militares con convicciones democráticas constituyeron el 1 de septiembre de 1974 la organización denominada Unión Militar Democrática, con la finalidad de apoyar, desde el seno de las Fuerzas Armadas, el establecimiento de la democracia en España.

2.Con objeto de facilitar la nueva legalidad, el 27 de junio de 1977, unos días después de celebradas las primeras elecciones libres, acordaron su autodisolución poniendo fin a sus actividades y dando así cumplida muestra de coherencia con su ideario.

3.Los militares relacionados con la UMD sufrieron procedimientos judiciales y disciplinarios fundamentados, no en el ámbito de su conducta profesional, sino en el de su apoyo a la democracia.

4.Oficiales del Ejército de Tierra y del Ejército del Aire fueron procesados y condenados por pertenencia a la UMD en las causas 250/75 y 183/76 y la práctica totalidad separados del servicio. Así mismo se abrieron otras causas contra miembros de la UMD sin que los implicados fuesen finalmente condenados.

5.La Ley 24/1986, de 24 de diciembre, de rehabilitación de militares profesionales, reconociendo que en la aplicación de la amnistía establecida en el Real Decreto-Ley 10/1976 y en la Ley 46/1977, se había cometido un trato desigual con relación a otros empleados públicos, permitió su reincorporación a los Ejércitos con el empleo que les hubiera correspondido por antigüedad. La rehabilitación legal no supuso, sin embargo, el desempeño de ningún destino en servicio activo. Al haber transcurrido un tiempo excesivo, no se dieron las circunstancias para hacer factible la ocupación de los destinos que alguno de ellos hubiera deseado, por lo que todos, en un corto período de tiempo, pasaron a la situación de reserva.

Es de justicia poner de manifiesto que los sacrificios personales y profesionales asumidos por los militares de la Unión Militar Democrática (UMD), que arriesgaron su carrera y promoción profesional e incluso su libertad personal, son prueba manifiesta de su patriotismo, su alta conciencia democrática y su inquietud por contribuir a mejorar las Fuerzas Armadas, en el marco de la convivencia entre todos los españoles. El compromiso de los miembros de la UMD contribuyó a hacer visible la

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voluntad de un número significativo de oficiales de las Fuerzas Armadas que propiciaron y apoyaron la transición a un régimen democrático y constitucional.

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ANEXO VII

INFORME DEL DEFENSOR DEL PUEBLO SOBRE

LA ACTUAL REGULACIÓN DE LOS SECRETOS OFICIALES

La controversia pública sobre la vulneración del Estado de Derecho desde el propio entorno de la seguridad nacional, llegó a su cenit en el año 1995. En esa polémica se incluyeron la utilización ilegítima de los fondos reservados disponibles en el Ministerio del Interior, las escuchas ilegales realizadas por el CESID, el “caso Lasa-Zabala”, el secuestro de Segundo Marey y un largo etcétera de actuaciones protagonizadas directamente por los Servicios de Inteligencia que quedaban o se querían dejar al margen de la acción judicial, amparándolas bajo el oscuro manto del “secreto oficial”.

Por ello, la institución del Defensor del Pueblo, personificada en aquellos momentos por Don Fernando Álvarez de Miranda, incluyó en su informe referido al citado año un tratamiento monográfico de los problemas que suscita el actual marco regulador de los secretos oficiales, preconstitucional ya que se conforma con la Ley 9/1968, de 5 de abril, modificada por la Ley 48/1978, de 7 de octubre. Dicho documento concluía con un significativo llamamiento a las Cortes Generales para que “por éstas se estudie, valore y, en su caso, se apruebe una nueva regulación legal de los secretos oficiales, en la que se tengan en cuenta los derechos y principios proclamados en la Constitución de 1978”.

A continuación se reproduce íntegramente tan esclarecedor dictamen. En él queda bien patente la relación que el secreto oficial tiene con la impunidad operativa de los Servicios de Inteligencia, como se ha sostenido en las páginas precedentes:

Con ocasión de la sentencia dictada el 14 de diciembre de 1995 por el Tribunal de Conflictos de Jurisdicción y de la solicitud presentada con posterioridad a esa resolución por los letrados que ejercitan la acusación particular en unos determinados procedimientos judiciales, esta institución tuvo oportunidad de examinar la legislación vigente sobre secretos oficiales del Estado (Ley 9/1968, de 5 de abril, modificada por Ley 48/1978, de 7 de octubre) y su adecuación a la Constitución de 1978. Como consecuencia de aquel estudio, el pasado día 23 de enero de 1996, se hizo llegar al Presidente de las Cortes Generales, dado que éstas se encontraban disueltas, una

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comunicación en la que se expresaba la profunda preocupación que a esta institución le producía la actual legislación sobre secretos oficiales, anunciando igualmente que las carencias detectadas en esa materia serían abordadas en el presente informe anual, en los términos que a continuación se indican.

El estudio de la Ley de Secretos Oficiales del Estado afecta a las relaciones entre los órganos constitucionales y los poderes públicos, en una nueva dimensión superadora de alguno de los postulados parlamentarios decimonónicos ya periclitados.

En efecto, la vigencia del principio democrático y las consecuencias de la proclamación del Estado de Derecho hace que todos los poderes públicos estén sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico, con arreglo a un sistema de vinculación positiva, tal y como ha sido reconocido por nuestra doctrina y por nuestra jurisprudencia.

Al propio tiempo, todos los poderes públicos (Parlamento, Gobierno y Poder Judicial) son representantes de ese principio democrático sin que deba establecerse una relación de jerarquía entre ellos. Es decir, difícilmente se puede afirmar que el Parlamento es el único representante de la soberanía popular y que los demás órganos constitucionales del Estado deben únicamente su legitimidad democrática a nuestras Cortes Generales. Lo lógico es sostener la tesis de que tanto unos como otros se incardinan aunque de diferente forma en dicho contexto democrático, siendo todos expresión del mismo y representando a la soberanía popular.

Nuestro sistema político responde al principio de colaboración de poderes, que supone o debe suponer un deslinde competencial de sus funciones y una necesaria coordinación en el ejercicio de las mismas. Ello debe conllevar a que ninguno de los poderes del Estado puede sobresalir por encima de los otros debiendo entre todos ellos guardar el necesario equilibrio institucional. De este modo no se puede afirmar que toda la actividad del Gobierno está exenta de control judicial ni, por supuesto, que el ejercicio de la función jurisdiccional por parte de jueces y magistrados puede conducir a un “gobierno de los jueces”, pues éstos también se encuentran limitados en su función de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado en los términos establecidos en el artículo 117 de la Constitución.

En cuanto al contenido de la Ley de Secretos Oficiales podríamos decir, sin perjuicio de un estudio más detallado, que los artículos más relevantes del citado texto legal son los números 4, 11 y 13. En el primero de ellos se enumeran que órganos, en exclusiva, tienen la potestad de calificar “materias clasificadas”:

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concretamente menciona como órganos autorizados al Consejo de Ministros y a la Junta de Jefes de Estado Mayor. En el artículo 11.2 expresamente se autoriza a los dos órganos anteriormente citados, como los únicos que pueden permitir el acceso a esas “materias clasificadas”. En el artículo 13 prohíbe que esas actividades, una vez clasificadas, puedan ser comunicadas, difundidas o publicadas, constituyendo incluso infracción penal la no-observancia de esa prohibición.

El contenido de los artículos citados, en los términos descritos, genera serias dudas acerca de su validez constitucional, cuando se ponen en relación con alguno de los derechos fundamentales enumerados en el Título I de la Constitución (derecho a obtener la tutela efectiva de jueces y tribunales –art. 24.1– y derecho a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa –art. 24.2–). Con ocasión de actuaciones judiciales recientes, dentro de la jurisdicción penal, se ha puesto de manifiesto esa posible colisión que, desde el punto de vista constitucional, se produce cuando en el curso de una investigación penal por hechos muy graves es preciso aportar al procedimiento determinados documentos, que previamente han sido clasificados como secretos.

La ley que ahora se examina, puede afectar de modo frontal a los derechos fundamentales reconocidos en el artículo 24 de la Constitución. Dicho precepto reconoce a toda persona el derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos sin que, en ningún caso, pueda producirse indefensión. El Tribunal Constitucional ha proclamado, entre otras en las sentencias 70/1984 y 48/1986, que se vulnera ese derecho a la obtención de una tutela efectiva cuando existe una privación o minoración sustancial del derecho de defensa, un menoscabo sensible a los principios de contradicción y de igualdad de las partes que impide o dificulta gravemente a una de ellas la posibilidad de alegar y acreditar en el proceso su propio derecho o de replicar dialécticamente la posición contraria en igualdad de condiciones con las demás partes. En otra resolución (sentencia 46/1982) el tribunal declara que el juez debe acceder a aquellos elementos de prueba que permitan esclarecer los hechos y “agotar los medios de investigación procedentes”. Caso de impedir al juez esa posibilidad, se priva a las partes de poder aportar al proceso todas las pruebas posibles.

El artículo 24.2 establece el derecho de todo ciudadano a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa. Se trata como es evidente, de un derecho intraprocesal, existente dentro del proceso mismo. Al mencionarse expresamente en el apartado 2 del citado artículo que todos tienen derecho “a utilizar los medios de

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prueba pertinentes para su defensa”, pudiera pensarse, en un primer momento, que sólo se otorga este derecho a quienes han de hacer frente a una pretensión de otro. Sin embargo, el Tribunal Constitucional ha sido rotundo al declarar en sentencia 30/1986, que estamos ante un derecho fundamental respecto de cualquier proceso en que el ciudadano se vea involucrado. La profundización constitucional de este derecho ha dado una nueva perspectiva a la interpretación y aplicación de las normas procesales relativas a la admisión de las pruebas, de tal forma que los órganos jurisdiccionales, vienen obligados a la satisfacción de ese derecho, sin desconocerlo ni obstaculizarlo. No se trata de una ampliación sin límites del derecho a la admisión judicial de cualesquiera pruebas que las partes pueden proponer, sino que introduce el Tribunal Constitucional el concepto de “pertinencia”, cuya valoración corresponde al juzgador ordinario (sentencia 40/1986).

Concretamente al referirse el citado tribunal a la utilización dentro del proceso de los medios de prueba pertinentes, ha reconocido que, a la hora de realizar el juicio de “pertinencia” de las pruebas propuestas, no puede sacrificarse su realización a otros intereses que, aun estando también protegidos por el ordenamiento, sean de rango inferior al derecho a recibir una tutela judicial efectiva (sentencia 158/1989). En definitiva el “mayor valor” de los derechos fundamentales, que el alto tribunal ha convertido en criterio hermenéutico de la legalidad ordinaria, no puede ceder ante consideraciones de otra índole (sentencia 24/1990). A este respecto es de destacar lo dispuesto en el artículo 5 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, cuando dispone que

“la Constitución es la norma suprema del ordenamiento jurídico, y vincula a todos los Jueces y Tribunales, quienes interpretarán y aplicarán las Leyes y los Reglamentos según los preceptos y principios constitucionales, conforme a la interpretación de los mismos que resulte de las resoluciones dictadas por el Tribunal Constitucional en todo tipo de procesos”.

Una vez enumerados los derechos constitucionales que se ven afectados y mencionada la jurisprudencia que ha desarrollado los mismos, puede afirmarse que el problema jurídico surge al poner en relación los derechos fundamentales citados y la Ley de Secretos Oficiales. Este texto legal crea unas “materias clasificadas”, sin que sobre las mismas pueda existir control jurisdiccional alguno. Siempre que en un proceso, de la naturaleza que sea, fuese preciso aportar una de esas materias, la resolución última no estaría en manos del poder judicial, tal y como exige el artículo 117.3 de la Constitución, sino que la decisión pasa por el Consejo de Ministros o por la Junta de Jefes de Estado Mayor (arts. 4 y 11.2 de la Ley de Secretos Oficiales). De

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esa forma resulta difícil garantizar a los ciudadanos el derecho a obtener una tutela efectiva de jueces y tribunales, puesto que existe una zona de inmunidad que queda fuera de su actuación. Igualmente no puede garantizarse que dentro del proceso puedan utilizarse los medios de prueba que se consideren oportunos, ya que existe una zona oscura en la que la jurisdicción no puede entrar, salvo que así lo autorice el Consejo de Ministros o la Junta de Jefes de Estado Mayor.

Hasta ahora, se ha venido tratando la relación existente entre la Ley de Secretos Oficiales y aquellos derechos fundamentales que proclamados por la Constitución entran en colisión con ese texto legal: pero el problema jurídico planteado, al margen de esa cuestión esencial, tiene también otros aspectos que deben de mencionarse. La propia norma suprema, a lo largo de su articulado, va diseñando tanto la forma en que deben relacionarse los ciudadanos e instituciones con los jueces y tribunales (art. 118 de la Constitución), como el sometimiento de la actuación administrativa al control de aquellos (art. 106.1 de la Constitución).

Respecto al desarrollo jurisprudencial que se ha venido realizando del artículo 118, las resoluciones del Tribunal Constitucional no dejan lugar a dudas. De forma expresa en sentencia 227/1991 literalmente se dijo que: “Ante una situación en la que las fuentes de prueba se encuentran en poder de una de las partes, la obligación constitucional de colaboración con los jueces y tribunales en el curso del proceso determina como lógica consecuencia que, en materia probatoria, la parte emisora del informe esté especialmente obligada a aportar al proceso con fidelidad, exactitud y exhaustividad la totalidad de los datos requeridos, a fin de que el órgano judicial pueda descubrir la verdad”.

El deber de colaboración con jueces y tribunales que de forma genérica y sin excepciones proclama el Tribunal Constitucional, se ve limitado cuando un órgano judicial necesita aportar al procedimiento alguno de esos documentos, informaciones o datos que previamente han sido catalogados como “materias clasificadas”. Esa falta de colaboración incide en el derecho a recibir una tutela judicial efectiva, tal y como admitió el propio Tribunal Constitucional en sentencia de 7 de junio de 1984, al declarar que la sentencia que dictan los jueces y tribunales es un acto que emana de un poder del Estado y todos los poderes del Estado tienen entre sí el deber de colaboración.

En cuanto al sometimiento de la actuación administrativa al control de los tribunales, resulta difícil lograr ese sometimiento cuando la Ley de Secretos Oficiales, con su actual redacción, crea zonas de impunidad, “materias clasificadas”, que

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contradicen la previsión del artículo 106.1 de la Constitución, por el que se faculta a los tribunales no sólo para controlar la legalidad de la actuación administrativa, sino también para examinar su sometimiento a los fines que la justifican.

Una vez descrito desde el punto de vista constitucional el problema jurídico, es el momento de realizar algunas reflexiones acerca del tratamiento normativo que pudiera darse a los denominados “secretos oficiales”, tomando como referencia los pronunciamientos realizados por el Tribunal Constitucional.

Es indiscutible que el Gobierno, haciendo uso de la potestad que le confiere el artículo 97 de la Constitución, dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado. Dentro de esos amplios conceptos cabe incluir también el término “seguridad y defensa del Estado” que expresamente se menciona en el artículo 2 de la Ley de Secretos Oficiales.

Como consecuencia de las últimas actuaciones que se venían produciendo en relación con la materia que es objeto de este estudio, desde esta institución se remitió comunicación al Ministro de la Presidencia, con objeto de conocer aquellas disposiciones que desde el Gobierno se hubieran dictado con respecto a la Ley de Secretos Oficiales. De la información facilitada, se desprende que el Consejo de Ministros, en su reunión de 16 de febrero de 1996, haciendo uso de las facultades que le confiere el artículo 4 de la Ley de Secretos Oficiales de 5 de abril de 1969, actualizada por Ley de 7 de octubre de 1978, había clasificado como secreto a la estructura, organización, medios y técnicas operativas utilizadas en la lucha antiterrorista por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, así como sus fuentes y cuanta información o datos puedan revelarlas; esta clasificación había afectado también a los ficheros automatizados que en materia antiterrorista estableciera la Administración penitenciaria. Decisiones de esta naturaleza, que en principio se ajustan plenamente a la legalidad vigente, provocan preocupación e incertidumbre si se tiene en cuenta que el ámbito de lo clasificado como secreto, ha sido ampliado incluso a los ficheros automatizados de la Administración penitenciaria y que en el futuro, de ser necesaria la aportación a algún procedimiento judicial de los documentos clasificados como secretos, esa decisión queda en manos del Consejo de Ministros o de la Junta de Jefes de Estado Mayor, excluyéndose así esa decisión del ámbito jurisdiccional.

Esa potestad para dirigir y proteger la seguridad y defensa del Estado, debe realizarse dentro de los cauces y procedimientos que la propia Constitución señala, teniendo en cuenta que en su artículo 1 se define a España como “un Estado social y

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democrático de Derecho”, que en su artículo 9.3 se garantiza “la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos” y que en su artículo 103.1 se establece que la Administración pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de sometimiento pleno a la Ley y al Derecho.

A nivel internacional el termino “seguridad y defensa del Estado” se reconoce concretamente en el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Fundamentales (Convenio de Roma), en sus artículos 6.1, 8.2, 10.2 y 11.2. En ellos se define la “seguridad nacional” en sentido similar a lo que sería la seguridad y defensa del Estado, que se menciona en la Ley de Secretos Oficiales. La interpretación de las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades conforme con los tratados y acuerdos internacionales ratificados por España (artículo 10.2 de la Constitución), hace que sea jurídicamente posible admitir dentro de nuestro ordenamiento jurídico el concepto “seguridad y defensa del Estado”, el cual actuaría como límite frente al resto de los derechos, extremo que ha sido admitido por la sentencia 110/1984 del Tribunal Constitucional. Sin embargo, habrá que considerar que si los derechos y libertades no son absolutos, menos aún puede predicarse ese carácter a los límites a que ha de someterse el ejercicio de tales derechos. En este sentido se han pronunciado, entre otras, las sentencias 159/1986 y 254/1988 del Tribunal Constitucional.

Aunque en otro apartado de la constitución (artículo 105.b) se establece que la ley regulará el acceso de los ciudadanos a los archivos y registros administrativos, salvo en lo que afecte a la seguridad y defensa del Estado, de este precepto no puede deducirse que exista como derecho fundamental el secreto de Estado.

La aplicación práctica de la actual Ley de Secretos Oficiales pone de manifiesto un problema esencial que no es otro que las relaciones entre la Administración, dirigida en última instancia por el Gobierno, y la jurisdicción como máxima expresión del poder judicial. La regulación de esas relaciones, pasa necesariamente por un respeto a los derechos y principios que se proclaman en la Constitución, teniendo en cuenta que en ella no está prohibido el secreto de Estado, pero de igual forma no se descarta la posibilidad de su control parlamentario o judicial. En un Estado democrático de Derecho, la defensa y seguridad nacional requieren de ciertos ámbitos de secreto y reserva, pero ello no nos puede llevar a hacer de esos ámbitos zonas oscuras en las que no existe posibilidad alguna de intervención.

A este respecto se debería proceder a distinguir entre control de la decisión política del Gobierno de clasificar una determinada materia como secreta, de la

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hipotética negativa a entregar un documento relativo a materias clasificadas cuando la autoridad judicial lo ha acordado en el seno de un procedimiento en el que la Administración Pública no es parte. Supuesto este que podría dar lugar a pensar en la hipotética existencia de una responsabilidad administrativa en los términos del artículo 139.3 de la Ley 30/1992.

La actual redacción de los artículos 24, 103, 106 y 118 de la Constitución, puede chocar frontalmente con el contenido de los artículos 4, 11 y 13 de la Ley 9/1968. Mientras que los primeros preceptos otorgan un omnímodo poder de investigación a todos los jueces y tribunales, el segundo grupo de los mencionados dificultan y restringen esas facultades de investigación que la Constitución pone en manos del poder judicial. Siendo la justicia uno de los valores superiores sobre los que se constituye un Estado democrático de Derecho (artículo 1 de la Constitución), resulta difícilmente admisible que en la investigación de delitos muy graves, pueda haber “zonas de impunidad” vedadas al poder judicial.

Aunque pudiera plantearse que los actos que dicta el Consejo de Ministros, al amparo de la Ley de Secretos Oficiales, pueden ser calificados como “actos políticos” y por ello no estarían sometidos al control jurisdiccional, lo cierto y verdad es que la existencia de estos actos debe ser objeto de una interpretación restrictiva, en virtud de lo establecido en los artículos 9.1 y 24 de la Constitución, y de lo señalado en el artículo 7.3 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, cuando dispone que “los juzgados y tribunales protegerán los derechos e intereses legítimos, tanto individuales como colectivos, sin que en ningún caso pueda producirse indefensión”.

El acto político es susceptible de control, como dice la sentencia del Tribunal Constitucional de 22 de enero de 1993, “según la más moderna corriente jurisprudencial”, cuando contenga elementos reglados establecidos por el ordenamiento jurídico; o, como manifiesta la sentencia del Tribunal Supremo de 28 de junio de 1994, cuando el legislador haya definido mediante conceptos jurídicamente asequibles los límites o requisitos previos a que deben sujetarse dichos actos; o, finalmente, según la sentencia del Tribunal Supremo de 8 de febrero de 1994, cuando el acto está sometido a un régimen de reglamentación administrativa.

El sistema diseñado por nuestro ordenamiento jurídico en relación con los secretos de Estado, debe ser analizado, y esa es la propuesta del Defensor del Pueblo, a la vista de otros modelos constitucionales de nuestro ámbito cultural que permitan realizar los estudios de derecho comparado conducentes a un mejor conocimiento de la materia en cuestión.

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Por todo cuanto se ha expuesto, el Defensor del Pueblo, como alto comisionado de las Cortes Generales, que tiene encomendado, conforme el artículo 54 de la Constitución, la defensa de los derechos comprendidos en el Título I de nuestra Carta Magna, se encuentra en condiciones de concluir afirmando que una aplicación estricta y literal de una norma preconstitucional como es la Ley 9/1968, de 5 de abril, modificada por Ley 48/1978, de 7 de octubre, puede llegar a vulnerar los derechos fundamentales previstos en los apartados 1 y 2 del artículo 24 de la Constitución, al tiempo que no respeta ni el deber de colaboración con la Administración de justicia, ni permite el sometimiento de la actuación de la Administración al control de los tribunales. Por ello, al amparo de lo dispuesto en el apartado 2 del artículo 25 de la Ley Orgánica 3/1981, de 6 de abril, reguladora de la institución, se propone, a través del presente informe anual a las Cortes Generales –como órgano de representación de la soberanía popular en el que se deposita la potestad legislativa– que por estas se estudie, valore y, en su caso, se apruebe una nueva regulación legal de los secretos oficiales, en la que se tengan en cuenta los derechos y principios proclamados en la Constitución de 1978.

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ANEXO VIII

INFORME DEL CONSEJO DE EUROPA

SOBRE EL CONTROL DE LOS SERVICIOS DE SEGURIDAD INTERIOR

EN LOS ESTADOS-MIEMBRO

Con el mismo sentido de complemento y apoyo referencial a las tesis constitucionalistas y de legitimación democrática expuestas en este libro, y que ya informaba la reproducción del Anexo VI (dictamen del Defensor del Pueblo sobre la actual regulación de los secretos oficiales), parece oportuno adjuntarle también la traducción libre de otro documento bien significativo para identificar, de nuevo, el histórico distanciamiento conceptual de nuestros Servicios de Inteligencia en relación con la filosofía de subordinación política y social que ya les impregna dentro de la Unión Europea.

Se trata del Informe de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa sobre el Control de los Servicios de Seguridad Interior en los Estados Miembros (Documento 8301 de 23 de marzo de 1999), elaborado por su Comisión de Asuntos Jurídicos y Derechos Humanos, del que fue ponente M. György Frunda (Rumanía), perteneciente al Grupo del Partido Popular Europe:.

Los servicios de seguridad interior son muy valiosos para las sociedades democráticas pues protegen la seguridad nacional y el orden democrático en libertad del Estado. Sin embargo, estos servicios anteponen intereses que consideran de “seguridad nacional” para su país al respeto de los derechos del individuo. Por otra parte, al no estar suficientemente controlados, el riesgo de abuso de poder y de violaciones de los derechos humanos es elevado, situación que suscita inquietud en el ponente.

Para remediarlo, se propone que los servicios de seguridad interior no sean autorizados a llevar a cabo investigaciones judiciales, arrestos o encarcelamientos, ni adherirse a la lucha contra el crimen organizado, salvo en casos muy particulares cuando éste constituya una amenaza real para el orden democrático en libertad del Estado. Desde este punto de vista, es de vital importancia que los poderes ejecutivo,

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legislativo y judicial, ejerzan un control democrático efectivo de estos servicios, tanto a priori como a posteriori.

A tales efectos, es necesario que cada país tome medidas que, satisfaciendo sus propias exigencias en materia de seguridad, permitan a la vez el pleno respeto de las libertades fundamentales y que también aporten la garantía de los métodos de control, adaptados y conformes a una norma democrática común. En consecuencia, el Informe recomienda al Consejo de Ministros que redacte un convenio-marco relativo a los servicios de seguridad interior, teniendo en cuenta las líneas directrices que forman parte integrante de la recomendación.

I)PROYECTO DE RECOMENDACIÓN

1.La Asamblea reconoce que los servicios de seguridad interior prestan un servicio valioso a las sociedades democráticas, al proteger la seguridad nacional y el orden democrático en libertad del Estado.

2.Sin embargo, la Asamblea no deja de inquietarse al observar que los servicios de seguridad interior de los países miembro sobreponen a menudo intereses que consideran de seguridad nacional y de su país por encima del respeto a los derechos del individuo. Por otra parte, estando a menudo insuficientemente controlados, el riesgo de practicar abusos de poder y violaciones de los derechos humanos puede considerarse elevado, a menos que se tengan previstas las correspondientes garantías legislativas y constitucionales.

3.La Asamblea estima que una situación como la descrita es potencialmente peligrosa. Sí los servicios de seguridad interior han de estar habilitados para alcanzar sus objetivos legítimos, proteger la seguridad nacional y el orden democrático en libertad del Estado contra toda amenaza visible y real, ello no debe significar que tengan carta blanca para violar las libertades y los derechos fundamentales.

4.Por tanto, es necesario encontrar el justo equilibrio entre el derecho de una sociedad democrática a su seguridad nacional y la salvaguarda de los derechos individuales de quienes la conforman. Algunos derechos del hombre (tales como el derecho a una protección contra la tortura o los tratos inhumanos) son absolutos y no deberían ser nunca restringidos por los poderes públicos, incluidos los servicios de seguridad interior. Sin embargo, en algunos casos convendrá determinar cual de estos derechos (el derecho de la persona o el derecho de una

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sociedad democrática) deberá ser prioritario, aplicándose entonces los principios de proporcionalidad y legalidad como se estipula en la Convención Europea de los Derechos del Hombre.

5.Existe un riesgo creciente de abuso de poder por parte de los servicios de seguridad interior, y por tanto de violaciones graves de los derechos humanos, cuando estos servicios tienen una organización específica inadecuada, cuando ejercen ciertos poderes que incluyen métodos preventivos y represivos que implican la coerción (por ejemplo, efectuar indagaciones y registros, investigaciones judiciales, arrestos y encarcelamientos) y cuando están insuficientemente controlados (por los poderes ejecutivos, legislativo y judicial), como sucede en un gran número de agencias de seguridad nacional.

6.En consecuencia, la Asamblea propone que los servicios de seguridad interior no sean autorizados para instruir investigaciones judiciales, arrestar o encarcelar personas, ni asociarse a la lucha contra el crimen organizado, salvo en el caso muy particular de que éste constituya una amenaza real para el orden democrático y la libertad del Estado. Toda limitación a los derechos del hombre y a las libertades fundamentales protegidas por la Convención Europea de los Derechos del Hombre derivada de las actividades de estos servicios, debe ser autorizada por ley y preferentemente por un juez que autorice con anterioridad la conducción de las operaciones. Bajo este punto de vista, es vital que los tres poderes ejerzan un control democrático efectivo de estos servicios, tanto a priori como a posteriori.

7.La Asamblea considera que cada país debería tomar las medidas eficaces que se consideren necesarias para satisfacer sus propias exigencias en materia de seguridad interior, pero aportando también la garantía de los métodos de control conforme a una norma democrática uniforme. Esta norma común debería funcionar como garantía de que los servicios de seguridad interior obran solamente por el interés nacional, respetando plenamente al mismo tiempo las libertades fundamentales y sin llegar a ser un medio de opresión o de presiones indebidas.

8.La Asamblea recomienda, pues, al Consejo de Ministros que redacte un acuerdo-marco relativo a los servicios de seguridad interior, teniendo en cuenta las líneas directrices señaladas a continuación, y que forman parte integrante de esta recomendación.

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LÍNEAS DIRECTRICES

A Referentes a la organización de los servicios de seguridad interior.

I) Todo servicio de seguridad interior debe estar organizado y funcionar sobre bases legales, es decir conforme a las leyes nacionales adoptadas por el Parlamento siguiendo el procedimiento legislativo normal y publicadas íntegramente.

II) Los servicios de seguridad interior deben tener por única misión la de amparar la seguridad nacional. Ésta consiste en combatir toda amenaza visible y real para el orden democrático del Estado y la sociedad. Los objetivos económicos o la lucha contra el crimen organizado en sí mismos, no deberían incluirse en esta misión, pero si que deberían contemplarse cuando representen un peligro real y palpable para la seguridad nacional.

III) El poder ejecutivo no puede estar autorizado para ampliar la misión de estos servicios y sus objetivos deben quedar definidos por ley y, en caso de conflicto, ser interpretados por los jueces (y no por los diferentes gobiernos). Los servicios de seguridad interior no deben servir como instrumento de opresión de las minorías nacionales, grupos religiosos o cualquier otra categoría específica de la población.

IV) Es preferible que la organización de los servicios de seguridad interior no dependa de estructuras militares. Los servicios de seguridad civil tampoco deberían funcionar como estructuras militares o semi-militares.

V) Los Estados miembro no deben recurrir a más fuentes de financiación para sus servicios de seguridad interior que a las estrictamente gubernamentales. Los gastos de estos servicios deben ser cargados exclusivamente a los Presupuestos del Estado aprobados por el Parlamento de forma detallada y explícita.

B Referentes a las actividades operativas de los servicios de seguridad interior.

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I) Los servicios de seguridad interior deben respetar la Convención Europea de los Derechos del Hombre.

II) Toda vulneración de la Convención Europea de los Derechos del Hombre producida por las actividades operativas de los servicios de seguridad interior, debe ser autorizada por ley. Las escuchas telefónicas, mecánicas o técnicas, la vigilancia auditiva y visual y cualquier otra medida operativa que comporte un riesgo importante en la limitación de los derechos de las personas, deben ser sometidas a una autorización, especial y previa, expedida por el poder judicial. Normalmente, antes de toda autorización de pesquisas o en referencia a estas actividades, la legislación deberá definir los parámetros a tener en cuenta por jueces o magistrados, disponibles veinticuatro horas al día para expedir las autorizaciones previas con objeto de que la petición de autorización sea examinada en un plazo de horas (máximo). Estos parámetros deberían tomar en consideración las exigencias mínimas que se detallan a continuación:

Existen razones verosímiles para pensar que la persona ha cometido, comete o está a punto de cometer, una infracción delictiva.

Existen razones verosímiles para creer que ciertas comunicaciones o pruebas específicas en relación con dicha infracción podrán ser obtenidas por su interceptación, o en su caso con la violación del domicilio, o para que la comisión de la infracción puede ser evitada de forma indirecta con un mandato de arresto.

El recurso al procedimiento normal de investigación ha fracasado, ofrece pocas posibilidades de llegar a un resultado efectivo o puede resultar muy peligroso.

9.La autorización para iniciar este tipo de actividades debe estar limitada en el tiempo (tres meses como máximo). Cuando la vigilancia o la interceptación de las llamadas telefónicas han llegado a su fin, el interesado debe ser informado de las medidas tomadas en consideración al resultado.

10.Los servicios de seguridad interior no deben ser autorizados para llevar a cabo acciones de persecución penal, como investigaciones criminales, arrestos o detenciones. En razón del serio riesgo de abuso de estos poderes, y para evitar la

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duplicación en actividades tradicionales de la policía, esas actuaciones deben ser confiadas exclusivamente a los órganos encargados de la persecución penal.

C Referentes al control democrático efectivo de los servicios de seguridad interior.

I) El ejecutivo debe ejercer un control a posteriori de las actividades de estos servicios, obligándoles, por ejemplo, a redactar y presentar informes anuales y detallados de sus actividades. Convendría que la responsabilidad política de controlar y vigilar a los servicios de seguridad interior recayera en un solo ministerio, dándole libre acceso a los mismos con el fin de que su tarea cotidiana fuera más efectiva. El ministro correspondiente debe presentar al Parlamento un informe anual sobre las actividades de los servicios de seguridad interior.

II) El poder legislativo debe adoptar leyes claras y apropiadas que den a estos servicios una base estatutaria. Dichos textos legales deben precisar qué clase de actividades, al ser realizadas, conllevan un riesgo elevado de violación de los derechos individuales y en qué circunstancias. Para establecer las garantías deseadas contra abusos de poder, la representación parlamentaria debe controlar de manera estricta el presupuesto de estos servicios, obligándoles, entre otras cosas, a presentar informes anuales en sus Cámaras detallando la utilización de sus fuentes, y creando, en su caso, comisiones especiales de control.

III) Los jueces deben ser autorizados para ejercer un amplio control a priori y a posteriori, sobre todo en aquellas actuaciones inicialmente relacionadas con actividades que pongan en elevado riesgo los derechos de las personas. El primer principio para el control a posteriori debe ser el siguiente: las personas que estimen que sus derechos han sido violados por actos (u omisiones) de los órganos de seguridad, deberían disponer en general de la capacidad para ejercer un recurso ante los tribunales u otros órganos jurisdiccionales. Estos últimos habrían de ser entonces competentes para determinar si los funcionarios de estos servicios han ejecutado correctamente su mandato, tal y como está definido por ley. También sería recomendable que los tribunales fueran habilitados para determinar si ha habido acoso injustificado de una persona o abuso de los poderes administrativos.

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IV) Los otros órganos (por ejemplo, los mediadores y comisarios de protección de datos) deben ser autorizados a ejercer un control a posteriori de los servicios de seguridad, caso por caso.

V) Toda persona debe gozar de un derecho general de acceso a las informaciones coleccionadas y archivadas por los servicios de seguridad interior, con la reserva de las excepciones claramente definidas por la Ley y vinculadas a la seguridad nacional. Sería igualmente deseable que todos los litigios relativos a la potestad de los servicios de seguridad para prohibir la divulgación de información, se sometieran también a control judicial.

II) PROYECTO DE DIRECTIVA

La Asamblea encarga a la Comisión para el respeto de las obligaciones y compromisos de los Estados miembros del Consejo de Europa (Comisión de Seguimiento), incluir en la lista de sus competencias el problema de la compatibilidad de las actividades de los servicios de seguridad interior con las normas europeas de protección de los derechos humanos y las libertades fundamentales.

III) EXPOSICIÓN DE MOTIVOS, POR M. FRUNDA

A.Introducción

1.En muchos países, los servicios de seguridad interior han adquirido la reputación de violar los derechos humanos. En particular, durante la guerra fría fue frecuente anteponer intereses que consideraban de su país o de seguridad nacional (algunas veces incluso los del partido político en el poder) al propio respeto de los derechos individuales. Tal es, claramente, lo sucedido en Estados que en aquella época estaban adheridos al Pacto de Varsovia: casos del KGB ruso, de la Securitate rumana y de la Staatssicherheit de Alemania Oriental, estando justamente considerados todos estos servicios como proclives a cometer toda una gama de atentados en contra de los derechos humanos, desde el acoso y la intimidación a la brutalidad y la tortura, e incluso hasta la muerte, pasando por infracciones permanentes al derecho a la vida privada y familiar. No obstante, los

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servicios de seguridad interior occidentales tampoco se abstuvieron de violar los derechos de los presuntos terroristas y de aquellos que consideraban implicados en actividades subversivas (comunistas, por ejemplo), mientras que los interesados no hacían, en gran número de casos, otra cosa que ejercer su derecho a la libertad de expresión o a la oposición política pacífica.

2.La guerra fría ha terminado hace casi una década. La mayor parte de los países de la Europa central y oriental han adoptado regímenes democráticos y se han esforzado en reformar sus servicios de seguridad interna, de tal suerte que no puedan volver a los malos hábitos de antaño y abusar de sus poderes para violar los derechos humanos. Pero ¿en qué medida estas reformas han tenido resultados prácticos? Las competencias del Servicio Federal de Seguridad Ruso (FSB), por ejemplo, le permiten llevar sus propias investigaciones judiciales y gestionar sus centros de detención preventiva, lo que conduce fácilmente a abusos, como ha quedado demostrado en casos recientes de acusaciones inventadas sin pruebas, de investigaciones ilegales e incluso de detenciones de abogados defensores del medio ambiente. ¿Y qué decir, por otra parte, de algunos servicios de seguridad interior occidentales que no han conocido la menor reforma? Las recientes condenas en España de un ex ministro del Interior y de otros altos funcionarios por su papel en la denominada “guerra sucia” contra los terroristas vascos, demuestran que hoy las violaciones de los derechos humanos protagonizadas por servicios de seguridad interior, todavía siguen siendo posibles en algunos países democráticos.

3.Teniendo en cuenta estas cuestiones, M. Stoffelen y otros quince parlamentarios, incluido el propio ponente, presentaron en junio de 1994 una proposición de resolución sobre el control de los servicios de seguridad interior en Europa. La proposición hacía notar, con preocupación, que los servicios de seguridad interior de los Estados miembro del Consejo de Europa raramente eran objeto de una reglamentación o de un control parlamentario, y llamaba la atención a dichos Estados para que remediaran esa laguna con objeto de limitar el alcance de los abusos. La proposición fue trasmitida para un examen a fondo a la Comisión de Asuntos Jurídicos y Derechos Humanos, que designó a M. Severin como ponente.

4.En diciembre de 1994, M. Severin sometió a la Comisión un proyecto de cuestionario sobre este tema, que fue aprobado. El cuestionario se envió inmediatamente a todas las delegaciones parlamentarias de los Estados miembro

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del Consejo de Europa, así como a los Estados con estatus de invitado especial. Treinta y dos respuestas han sido comunicadas y analizadas en un documento de trabajo que ha elaborado una experta rumana, Mme. Mónica Macovei (AS/Jur, 1996, 23). Cuando, al ser nombrado ministro de Asuntos Exteriores de Rumania, M. Severin tuvo que abandonar la Comisión, yo le sustituí en sus funciones de ponente. En mayo de 1997, la Comisión decidió consultar a la Comisión Europea para la Democracia por el Derecho (Comisión de Venecia) sobre las relaciones constitucionales entre los servicios de seguridad interior y otros organismos del Estado. El 7 de marzo 1998, la Comisión de Venecia adoptó su informe sobre los servicios de seguridad interna en Europa, redactado por M. John Lundum (Dinamarca), M. Joseph Said Pullicino (Malta) y M. Antti Suviranta (Finlandia) (CDL – INF, 1998, 6). Para elaborar esta nota he tomado en gran consideración el excelente trabajo realizado por la Comisión de Venecia61.

5.En diciembre de 1997, la Comisión decidió organizar una mesa redonda sobre el control de los servicios de seguridad interior en Europa. Tuvo lugar el 24 de marzo de 1998 en Munich, y contó con la participación de M. Peter Frisch, director del Bundesverfassungsschutz alemán, con el general Aurelio Madrigal Diez, director adjunto del CESID español, con M. Valentin Sobolev, director adjunto del Servicio Federal de Seguridad ruso (FSP), con el juez Joseph Said Pullicino (ponente de la Comisión Europea para la Democracia por el Derecho), con los expertos de ONGs Mme. Mónica Macovei y M. Robin Robison, y con M. Michael O’Boyle, jefe de división en la Corte Europea de los Derechos Humanos. La sesión (AS/Jur. 1998, 3) fue muy útil, siendo también fuente de inspiración para la preparación del presente informe.

6.Me he esforzado por sintetizar los conocimientos reunidos por la Comisión con las respuestas a su cuestionario, con los informes de expertos y documentos de trabajo, con la opinión de la Comisión de Venecia y con las conclusiones de la mesa redonda celebrada en marzo de 1998. No obstante, hay que entender que no puedo proceder aquí a exponer un estudio tan detallado como el de las fuentes de las que me he ayudado (por ejemplo, la opinión de la Comisión de Venecia sobre los aspectos constitucionales, el resumen de la situación en los diferentes Estados fijado por Mme. Macovei, etcétera), aunque trataré de presentar estas

61 Se puede obtener un ejemplar solicitándolo al Secretariado de la Comisión de Asuntos Jurídicos y Derechos Humanos, o directamente a la Secretaría de la Comisión de Venecia.

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informaciones de forma condensada con el fin de llegar a conclusiones válidas y a formular proyectos de recomendación para los gobiernos nacionales.

B. Actividades de los servicios de seguridad interior en Europa: aspectos relativos a los derechos humanos

I) La protección de la seguridad nacional en oposición a los derechos de la persona.

7.Desde el punto de vista de los derechos humanos, el principal problema de hoy parece ser la confrontación, prácticamente inevitable, entre el derecho colectivo de defender la seguridad nacional y el orden propios de la sociedad y el Estado democrático y los derechos individuales (protección a la vida privada, libertad de expresión, derecho a ser oído por los tribunales, etcétera). Como sucede con los derechos de la persona y las libertades fundamentales que entran en conflicto (por ejemplo, el derecho a la vida privada y a la libertad de expresión), es preciso encontrar el justo equilibrio entre el derecho colectivo a la seguridad nacional y los derechos individuales, si bien ciertos derechos del hombre (tal como el derecho a ser protegido contra la tortura o el trato inhumano) son imprescriptibles, y no se pueden derogar. En consecuencia, dentro de ningún Estado miembro del Consejo de Europa puede permitirse derogar un derecho fundamental cuando la Convención Europea de Derechos Humanos (CEDH) no prevea tal posibilidad.

8.En la práctica, se debe determinar, casi caso por caso, cuál de estos derechos (individual o colectivo) es prioritario, teniéndose que recurrir al principio de proporcionalidad: ¿La conculcación de un derecho individual por los servicios de seguridad interna es necesaria para proteger la seguridad nacional? ¿Y el método empleado es proporcional a ese objetivo legítimo (todas las otras opciones que llevarían menos vulneración de este derecho han sido ensayadas sin éxito, o el riesgo para la seguridad nacional es tan claro y presente que no ha sido posible recurrir previamente a otras opciones)?

9.No hay duda de que los órganos ejecutivos del Estado, incluidos sus servicios de seguridad, pueden afrontar, tanto en el interior como en el exterior, diversas situaciones que exigen una acción rápida y decisiva para proteger los intereses fundamentales del país y de la sociedad. Por tanto, debe existir un consenso para

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que esta sola necesidad justifique la derogación de las normas en materia de derechos humanos. Bajo esta perspectiva, es fácil constatar que ciertas violaciones de los derechos humanos, como las torturas o las penas inhumanas o degradantes, nunca deberían ser autorizadas y que otras violaciones de esos mismos derechos no pueden ser justificadas más que por la defensa, también importante, de los derechos de otros (como la violación del derecho a la vida). Sólo en circunstancias verdaderamente excepcionales se puede permitir que un terrorista sea muerto por estos servicios, como, por ejemplo, en el caso de que estuviera a punto de hacer explosionar una bomba. En su generalidad, todos los actos precitados deberían ser considerados como abusos de poder, siendo necesario eliminarlos.

10.Es menos fácil llegar a una conclusión clara cuando la protección de la seguridad nacional debe ser contrastada con otros derechos de la persona. De hecho, la idea de proteger la seguridad nacional conlleva en sí misma un problema, pues no siempre está bien definida. Si bien los derechos humanos y las libertades fundamentales existen, por ejemplo en la Convención Europea de Derechos Humanos (CEDH) y en la jurisprudencia de la Corte Europea de Derechos Humanos, no es menos cierto que el concepto de protección de la seguridad nacional queda difuminado en muchos países. Esta incertidumbre parece ser explotada por ciertos servicios de seguridad para salvaguardar su mandato lo más posible, que acaba por englobarlo todo, desde la lucha contra el extremismo político hasta el simple perfeccionamiento en la recogida de impuestos o la protección del gobierno contra revelaciones embarazosas, pasando por la lucha contra el crimen organizado. Yo pediría una definición más estricta del concepto de protección de la seguridad nacional, según el cual ésta se limitaría a combatir los peligros claros y presentes para el orden democrático del Estado y de la sociedad. En este contexto, es igualmente importante asegurar que los servicios de seguridad interna no puedan ser utilizados en contra de minorías nacionales, religiosas o de otros grupos de población.

11.Uno de los derechos fundamentales que los servicios de seguridad interna vulneran con más frecuencia, es el derecho a la vida privada, que es consustancial con la razón de ser de una sociedad democrática. Consiste esencialmente en tener la capacidad de vivir con el mínimo de interferencias y en controlar las informaciones y actividades sobre uno mismo. Para proteger el derecho a la vida privada, es pues esencial que se impongan límites a la colectividad en la

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utilización y divulgación de datos personales. Con la excepción de aquellos casos en los que, disponiendo de todas las evidencias, se trate de servir al interés público conforme a lo que marque la ley, estas informaciones deberían ser recogidas, utilizadas y divulgadas únicamente con el consentimiento expreso e informado de los interesados. Hay que reconocer que tales consideraciones no se aplican sólo a los servicios de seguridad interior, sino también a otras estructuras del Estado moderno, consideradas hoy como esenciales para su preservación y desarrollo, y que proyectan su acción en la recogida de datos. En todo caso, las tendencias en la materia avanzan hacia una responsabilidad y un control crecientes por parte de todos aquellos organismos públicos que, poseyendo funciones y poderes de la naturaleza reseñada, en caso de abuso constituyan un riesgo para el derecho a la vida privada.

12.Este derecho está particularmente amenazado por la vigilancia auditiva y visual al utilizar, entre otros medios, las escuchas telefónicas, los dispositivos electrónicos y las cámaras de vídeo para seguir las actividades de particulares en locales privados. La jurisprudencia de la Corte Europea de Derechos Humanos indica que la recogida y almacenamiento de informaciones en las escuchas telefónicas pueden estar justificadas en una sociedad democrática si aquéllas son necesarias para la protección de la seguridad nacional, mientras que las condiciones y las circunstancias en las que estas medidas pueden ser tomadas sean claramente definidas por ley (de una forma bastante específica para que el ciudadano ordinario pueda comprenderla), y se aseguren las garantías apropiadas y efectivas para evitar el abuso de poder. Así, una legislación específica, asociada a los controles a priori y a posteriori de estas medidas de intrusión, establecida preferentemente por los órganos judiciales, debería facilitar a los servicios de seguridad los instrumentos necesarios para cumplir su tarea, pero impidiendo, sin embargo, que abusen de sus poderes en detrimento del derecho a la vida privada.

13.Otro derecho frecuentemente amenazado es la libertad de expresión. La Corte Europea de Derechos Humanos ha estimado que el Estado gozaba de un margen de apreciación importante para definir las restricciones a la libertad de expresión necesarias en toda sociedad democrática. No obstante, estas restricciones deben estar fundadas en razones pertinentes y suficientes, y ser proporcionadas también al objetivo de protección de la seguridad nacional. Por ejemplo: con ocasión de una investigación contra el Reino Unido, la Corte ha expresado la opinión de que el interés relativo a la seguridad nacional había desaparecido, puesto que los

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datos en cuestión ya habían sido publicados en otros países. En otro asunto relativo a los Países Bajos, la prohibición de un semanario ideológicamente de izquierdas fue considerada como injustificada porque las informaciones supuestamente secretas que publicaba eran antiguas, no teniendo pues más que un carácter crítico, y por haberse dispuesto con anterioridad de otras ediciones con esa misma información. En sentido contrario, y tratándose de una demanda contra Grecia, la Corte ha aprobado la decisión del Gobierno que había sancionado a un oficial colaborador de un estudio secreto sobre misiles teleguiados y que a continuación había escrito un artículo sobre ese tema: la Corte estimó que los datos manejados eran suficientemente sensibles para justificar el criterio del Gobierno, según el cual la seguridad nacional habría quedado comprometida.

14.El artículo 13 de la Convención Europea de Derechos Humanos (CEDH) garantiza, en caso de violación de los derechos y libertades que enuncia, “un recurso efectivo ante una instancia nacional, incluso aunque la violación hubiera sido cometida por personas obrando en el ejercicio de sus funciones oficiales”. En este aspecto, dos son los problemas que pueden plantearse frente a los servicios de seguridad interior. En primer lugar, las víctimas de una infracción (por ejemplo, en escuchas telefónicas o en el almacenamiento en memoria de datos inexactos) no siempre han tenido conocimiento de ello. En segundo lugar, incluso si se descubren y se instruye una acción ante la justicia, los servicios de seguridad pueden invocar sus prerrogativas en materia de “seguridad nacional” e impedir al tribunal examinar los elementos de prueba.

15.Me parece que podría vislumbrarse la solución siguiente: cuando datos concernientes a un individuo han sido recogidos y almacenados en memoria sin saberlo el interesado, se debe informar de ello cada vez que sea posible, siempre que no se arriesgue ya la implicación en las actividades de los servicios de seguridad. También sería necesario proceder a exámenes periódicos de estos ficheros para vigilar que estén al día y no existan datos superfluos e inexactos. Las personas que estiman que sus derechos han sido violados por actos (u omisiones) de los órganos de seguridad, deberían disponer, en general, de algún tipo de recurso ante los tribunales u otros órganos jurisdiccionales. Entonces sería necesario dar a éstos últimos la posibilidad de apreciar los elementos de prueba en apoyo de la protección de la seguridad nacional, si ella es invocada por los servicios de referencia, sobre todo por lo que concierne a la libertad del demandante (sin descuidar los intereses de la seguridad nacional en juego). Los

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tribunales deberían estar habilitados, en los límites establecidos por la ley, para determinar sí ha habido acoso injustificado de la persona o abuso de los poderes discrecionales administrativos. En efecto, el control judicial de los actos del ejecutivo, con las garantías indispensables según las circunstancias para proteger los intereses legítimos del Estado en materia de seguridad, no debería ser suprimido indebidamente.

II) Tipos de servicios y estructuras específicas que presentan un riesgo elevado de abuso.

16.Se puede apreciar que, de forma particular en las nuevas democracias de Europa central y oriental (por ejemplo, Rusia, Rumania, Polonia, Letonia, Moldavia…), existen numerosos servicios de seguridad interior, llegando a coexistir a veces más de cinco agencias especializadas por país. Este gran número de servicios de seguridad interior conlleva un mayor número de dificultades. En primer lugar, son onerosos. En segundo término, y esto es todavía más importante, la proliferación de agencias fomenta en cada una de ellas el deseo de ampliar sus actividades para justificar su existencia, lo que conduce a rivalidades entre estos organismos y su doble empleo. En fin, cuantos más servicios hay, más difícil y caro es para los órganos judiciales, legislativos y ejecutivos ejercer una vigilancia adecuada, siendo de temer más ineficacia en el control exterior de los mismos. Sería pues conveniente que los Estados miembros reduzcan a dos el número máximo de sus servicios de seguridad interna.

17.El tipo de servicio (militar o civil) afecta el acceso a las informaciones, a la eficacia de la vigilancia pública y a la transparencia del proceso en su conjunto. Los servicios de estructura militar son generalmente cerrados y jerárquicamente organizados, con una vigilancia pública reducida (se llega incluso a que las funciones de control estén ejercidas sólo por tribunales militares). La acumulación de poderes políticos y militares en un servicio de seguridad interior, concentra en una misma mano el acceso exclusivo a informaciones confidenciales, con el riesgo de transformarse entonces en un órgano de decisión poderoso e independiente, es decir en una fuerza operativa con metas muy alejadas de los objetivos oficiales. Para evitar tales problemas (y otros aun más inherentes a las estructuras cerradas y jerárquicas), recomendaría que los servicios de seguridad interior actúen en un marco civil y sean sometidos a un control civil. Los servicios de

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seguridad interna de carácter militar no presentan ninguna ventaja desde el punto de vista de la democracia y los derechos del hombre.

III) Poderes específicos que representan un riesgo elevado de abuso de poder.

18.En sus funciones, la mayor parte de los servicios de seguridad interior se limitan a la protección de la seguridad nacional y del orden democrático del Estado, y en sus métodos a la recogida de información así como al análisis y a la interpretación subsiguiente de los datos (aunque a veces sean autorizados a utilizar métodos de intrusión, como escuchas telefónicas o vigilancias personales). A veces, existen servicios de seguridad cuyo papel se extiende al mantenimiento del orden público y a las diligencias penales, y de cuyos poderes se desprenden métodos preventivos y represivos que con frecuencia implican la coerción, y en particular las persecuciones, las investigaciones judiciales62, los arrestos63 e incluso la detención64.

19.Por su propio carácter, estas capacidades y funciones se prestan al abuso de poder. Sería sin duda preferible transferir todo lo que se refiere al mantenimiento del orden público y a la persecución penal hacia otras instancias represivas (por ejemplo, la policía o la gendarmería), para evitar la duplicidad con la función policial tradicional y prevenir la violación de los derechos individuales. Sí se continúa atribuyendo tales actividades y poderes a los servicios de seguridad, haría falta al menos asegurarse que no hay diferencia entre la práctica de estos servicios y la llevada a cabo por las instituciones represivas ordinarias, en lo que concierne, por ejemplo, a la manera y duración de la detención preventiva del sospechoso antes de que sea conducido ante un juez. Las excepciones no pueden ser autorizadas más que en el estricto interés de la seguridad nacional y conforme a las normas reglamentarias. Sin embargo, desde que un juez ordena una detención preventiva a la espera del proceso65, la persona detenida debe ser colocada en un centro normal de detención preventiva, fuera del control de los

servicios de seguridad interna. Nada justifica la existencia de detenciones

62Según la información disponible, tal es el caso en Dinamarca, Grecia, Irlanda y Rusia.

63Según la información disponible, tal es el caso en Dinamarca, Finlandia, Irlanda, Polonia y Rusia.

64Por lo que se conoce, solamente el FSB ruso goza de esta prerrogativa.

65En ciertos países en transición, el poder de expedir mandatos de internamiento continúa siendo ejercido por la Sala.

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especiales por parte de los servicios de seguridad interior66, ya que todas las precauciones necesarias, tales como el mantenimiento de la detención en secreto, pueden ser tomadas en un centro ordinario. Lo mismo hay que decir de las investigaciones judiciales, que deberían incumbir a la policía y a la Sala correspondiente, y no a los servicios de seguridad interior67.

20. Las escuchas telefónicas y la vigilancia auditiva y visual de particulares en locales privados (por ejemplo mediante dispositivos electrónicos y cámaras de vídeo), presentan riesgos igualmente importantes en lo que concierne a la violación de los derechos del hombre, en concreto el derecho a la vida privada. Por tanto, es necesario subrayar que las escuchas están prohibidas por ley en Bélgica y en Malta, lo que lleva a preguntarnos sí se trata de un método tan necesario como a veces pretenden los servicios de seguridad, en el caso de que estos servicios sean habilitados para recurrir a este método. Las medidas posibles para reducir los riesgos de violación de los derechos del hombre consisten, principalmente, en:

Subordinar las escuchas telefónicas a una autorización previa, expedida preferentemente por un juez (o también por una comisión parlamentaria restringida, por varios ministros o por el procurador general).

Exigir a los servicios de seguridad interior:

-La demostración de que existe una sospecha fundada o pruebas reales, o que una infracción penal que compromete la seguridad nacional o el orden democrático del Estado esta a punto de ser cometida, lo ha sido o lo va a ser.

-La demostración de que las informaciones necesarias no pueden ser obtenidas de otra manera.

Imponer la obligación de informar a la persona que ha sido sometida a escuchas telefónicas, cuando concluya la vigilancia de la que ha sido objeto.

66 Desgraciadamente, el servicio ruso (FSB) continúa gestionando su propio centro de detención preventiva, mientras ciertos servicios del Ministerio del Interior siguen gestionando igualmente otros centros similares, que en marzo de 1998 contaban con 160 detenidos. En el contexto de la reforma general del sistema penitenciario ruso, estos centros deberían ser adscritos bajo la autoridad del Ministerio de Justicia en el curso de los próximos años.

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21. A fin de permitir a los servicios de seguridad interna trabajar de forma eficaz (con frecuencia operan en un lapso de tiempo extremadamente corto), sería conveniente que un juez o un magistrado esté a su plena disposición (veinticuatro horas al día) para facilitar las autorizaciones previas, siendo preciso que una petición de este tipo sea tramitada como máximo en el plazo de algunas horas.

C. Actividades de los servicios de seguridad interna en Europa: control democrático

I) La necesidad de un control democrático.

22.En ausencia de control, los servicios de seguridad se arriesgan al abuso de poder. De hecho, sí no operan en el interés nacional, pueden llegar a ser un medio de sometimiento y de presiones indebidas (con frecuencia ese ha sido el caso durante la guerra fría). Es, por tanto, esencial que estos servicios ejerzan sus funciones solamente en aras del interés nacional y que no lleguen a convertirse en el instrumento de no importa qué partido en el poder o, peor todavía, en un poder en sí mismo: un Estado dentro del Estado. No puede impedirse una evolución de este tipo más que sometiendo los servicios de seguridad interna a un control democrático riguroso. Sí se admite que, por su propia naturaleza, las actividades de estos servicios algunas veces deben ser realizadas sin el control normal de los órganos constitucionales (legislativos o judiciales), y que ello conlleva el riesgo particular de no poder oponerse a estas actividades solicitando una protección previa, no se debería discutir si una persona o a un organismo puede situarse por encima de la ley o darles sin más la posibilidad de conculcar los derechos humanos y las libertades fundamentales.

23.En consecuencia, aunque se reconozca la necesidad de permitir a los servicios de seguridad interior el funcionar rápidamente, con eficacia y de manera preventiva, con la menor injerencia posible en cuanto a los métodos y medios de los que disponen, sus actos deben ser objetos de un control democrático real para reducir al mínimo las violaciones de los derechos y libertades esenciales de las personas expuestas a sus actividades e investigaciones. Evidentemente, sería

poco realista el solicitar que los servicios de seguridad ejerzan siempre sus

67 El FSB continúa ejerciendo esos poderes y su transferencia a la autoridad policial o a la Sala no parece próxima.

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funciones con una transparencia total, pero deben ser responsables de sus acciones en el cuadro jurídico y en el marco en el que operan. Las medidas que ellos mismos tomen deben estar, pues, sometidas a verificaciones y a un control que pueda asegurar la ejecución correcta de su mandato.

24. Los Estados miembro del Consejo de Europa parecen tener como visión común el admitir que el control de los servicios de seguridad no puede ser simplemente interno, o dicho de otra manera confiado a sus jefes o a los ministerios y agencias de los que dependen. Bien al contrario, parece que bajo una u otra forma en todos los Estados antes citados existe, al menos aparentemente, una vigilancia exterior del Parlamento, de los órganos ejecutivos o del aparato judicial. Esto no quiere decir que un control interno no pueda completar la vigilancia exterior, o no constituya una primera etapa útil (con la posibilidad, por ejemplo, de procedimientos disciplinarios en caso de abuso de poder). Sin embargo, el control interno tiene inconvenientes mayores: si existen infracciones penales o se cometen violaciones a derechos de la persona, puede que no se hagan públicas de forma obligatoria (lo que permite disimularlas), y, de otro lado, las vías de recurso ofrecidas a las víctimas por estas infracciones y violaciones suelen ser insuficientes.

II) Los diferentes tipos del control democrático exterior.

25.Se pueden considerar varios tipos de control exterior: a priori y a posteriori, el control del ejecutivo, el de los órganos legislativos y el control ejercido por el aparato judicial o por otras instituciones independientes (mediadores, comisarios para la protección de datos, auditores independientes, etcétera) y los de la sociedad civil.

26.El poder ejecutivo no interviene habitualmente más que en un control a priori (uno o varios ministros deben, por ejemplo, autorizar una medida de intrusión en la vida privada, como son las escuchas telefónicas), que sustituye a la autorización judicial previa68 (preferible en mi opinión). En algunos Estados, el poder ejecutivo ejerce cierto control, generalmente débil: a posteriori, por ejemplo, obligando a que sus servicios de seguridad interna realicen informes anuales de actividad. La importancia del control del ejecutivo podría ser singularmente reforzada sí la responsabilidad política de supervisar los servicios

68 Tal es el caso, por ejemplo, en los Países Bajos.

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de seguridad interior fuera asignada a un solo ministro y si éste tuviera todos los medios necesarios para poder asegurar un control efectivo día a día.

27.Los órganos legislativos tienen varios medios de ejercer un control sobre los servicios de seguridad interior. El primero y más evidente es el de adoptar leyes claras y apropiadas que den a estos servicios una base estatutaria. Estos textos deben precisar las categorías de actividad que, implicando un riesgo elevado de violación de los derechos individuales, pueden ser ejercidos y en qué circunstancias, estableciendo las garantías deseadas contra el abuso de poder. Tal legislación habrá de estar evidentemente en armonía con la Constitución y con las obligaciones internacionales del Estado, en particular con las que conciernen a los derechos humanos (la CEDH, en los Estados miembros del Consejo de Europa). Es importante que en este dominio tan delicado, los órganos legislativos no deleguen sus poderes frente al ejecutivo, dado que los decretos y disposiciones nacidos en éste ámbito pueden, en numerosos casos, no ser publicados. La transparencia es una de las garantías más eficaces de la constitucionalidad y del carácter democrático de las disposiciones legales.

28.En segundo lugar, los órganos legislativos pueden participar en el control cotidiano de los servicios de seguridad. En muchos países existe, por ejemplo, una condición mínima según la cual el Parlamento aprueba el presupuesto de los servicios de seguridad interior, incluso aunque el detalle de la formulación presupuestaria sometida a esta aprobación varíe mucho de unos países a otros. De hecho, los imperativos de un control operativo y presupuestario exigirían una compatibilidad estricta del financiamiento de los servicios contemplados. Igualmente, los órganos legislativos pueden controlar de manera estricta el presupuesto de los servicios secretos, obligándoles, entre otras cosas, a facilitar informes anuales detallados sobre la utilización de sus recursos. La necesidad de poner a estos últimos al abrigo de motivaciones subjetivas y parciales, justificaría que sus gastos fuesen imputados exclusivamente a los presupuestos del Estado. Por ello recomendaría encarecidamente que para la financiación de sus servicios de seguridad interna los Estados miembro no recurran a fuentes diferentes de las gubernamentales.

29.Del mismo modo, se puede conseguir que los servicios de seguridad e información deban rendir cuentas de sus actos creando comisiones parlamentarias encargadas de su control y supervisión. Estas comisiones son generalmente

restringidas (por razones evidentes) y pueden estar formadas por

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parlamentarios69 y por expertos designados por el Parlamento70. La medida en la que estos servicios de seguridad son responsables ante estas comisiones, varía. Evidentemente, desde el punto de vista de los derechos humanos es preferible no proporcionarles sólo informaciones generales, sino autorizarles a interesarse sobre asuntos diversos (se sobrentiende que el detalle de las operaciones debe ser confidencial, a menos que los servicios de seguridad no estén comprometidos en actividades ilícitas). Además, para comprometer la responsabilidad del gobierno sobre la actividad de los servicios de seguridad, podría ser deseable que éste designe un representante de alto rango responsable ante el Parlamento (o la Comisión Parlamentaria).

30. La supervisión del aparato judicial es uno de los raros ámbitos donde el control a priori (bajo la forma de una autorización para llevar a cabo ciertas actividades muy sensibles de cara a la violación de los derechos humanos, tales como la vigilancia, escuchas telefónicas, entradas domiciliarias y arrestos) es en efecto posible, y realizable sin restringir de manera inaceptable la eficacia y las funciones de los servicios de seguridad interior. Los jueces llamados a tomar estas decisiones deberían tener una formación específica que les sensibilizara sobre el respeto a la vida privada, pero también en cuanto a la importancia de la vigilancia y de otras medidas de intrusión para la seguridad y el mantenimiento del orden. Al mismo tiempo, la legislación debería definir los parámetros a tener en cuenta antes de autorizar estas actividades, debiéndose dar algunos de los casos siguientes:

Existen razones verosímiles para creer que una persona ha cometido, comete o esta a punto de cometer, una infracción delictiva.

Existen razones verosímiles para pensar que ciertas comunicaciones y pruebas específicas en relación con dicha infracción podrán ser obtenidas por su interceptación, o en su caso con la violación del domicilio, o para que la comisión de la infracción pueda ser evitada de forma indirecta con un mandato de arresto.

69 Tal es el caso, por ejemplo, en Alemania. El inconveniente de este método puede ser que los parlamentarios sean sensibles a una política de partido, y que, en general, no se produzcan votaciones sobre cuestiones de seguridad nacional. Es decir, al incluir a los parlamentarios en el círculo de los iniciados se corre el riesgo de reprocharles, cada vez con más frecuencia, determinadas actuaciones de los servicios que supuestamente tienen que controlar, lo que puede limitar su sentido crítico.

70 La Comisión de Control de los Servicios de Seguridad y de Información canadiense es un ejemplo de solución similar, aunque designada por el Parlamento. Esta Comisión es independiente y no incluye a ninguno de sus miembros.

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El recurso al procedimiento normal de investigación ha fracasado, ofrece pocas posibilidades de llegar a un resultado efectivo o puede resultar muy peligroso.

31.La autorización para emprender este tipo de actividades debe ser limitada en el tiempo (por ejemplo, tres meses). Cuando la vigilancia o la interceptación de las llamadas telefónicas han llegado a su fin, el interesado debe ser informado de las medidas tomadas al respecto.

32.No obstante, el aparato judicial debe ejercer igualmente un control a posteriori, bien sea por un intermediario de las jurisdicciones de derecho común, o bien sea por un órgano judicial ad hoc. El primer principio a mantener es el de que los tribunales son competentes para determinar sí los funcionarios de los servicios de seguridad interna han ejecutado correctamente su misión, tal y como se define legalmente. Así, el tribunal debe de tener el derecho a establecer si ha habido acoso injustificado de la persona o abusos discrecionales por parte de la Administración71.

33.Algunos órganos independientes como los mediadores, los comisarios que ejercen la protección de datos y los auditores independientes (por ejemplo, la Bundesrechnungshof en Alemania), pueden jugar también un papel en el control de los servicios de seguridad interna. El mediador, por ejemplo, puede obrar por propia iniciativa o estar movido por demandas particulares. Su primera función sería investigar sobre las alegaciones de infracciones a la ley. Esta investigación, que podría ser llevada de manera informal, permitiría que el mediador encargado tuviese entero acceso a todos los documentos que fueran pertinentes para presentar de inmediato un informe con sus conclusiones, que eventualmente se haría público en el caso de producirse un abuso flagrante de poder por parte de los servicios de seguridad interior. El trabajo de los comisarios responsables de la protección de datos puede seguir una orientación similar, mientras que los auditores independientes permiten garantizar una utilización del presupuesto de estos servicios en conformidad con los objetivos y métodos estipulados.

71 Como se ha señalado anteriormente, en ciertos países en transición estos poderes son ejercidos por la Sala. Ello plantea un problema espinoso, puesto que es difícil concebir como una institución cuya función primordial es la acusación (en caso de infracción penal, por ejemplo) y que, a priori, defiende los intereses del Estado, pueda enfrentarse al mismo tiempo contra ese mismo Estado, imponiendo indemnizaciones a las personas cuyos derechos han sido violados por otros órganos del Estado (aquí, los servicios de seguridad interior).

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34.La sociedad civil puede jugar también un papel importante en el control de los servicios de seguridad. Este papel es generalmente indirecto: puede acometerse, por ejemplo, con personas que estén capacitadas para el acceso a las informaciones recogidas y almacenadas por los servicios de seguridad interior. Estas medidas contribuirían a garantizar que las actividades de estos servicios queden, efectivamente, circunscritas en los límites previstos por la ley. Sin embargo, en ciertos casos, las informaciones son de tal naturaleza que el coste de su divulgación sería superior a las ventajas. Este es el caso, por ejemplo, de las informaciones específicas sobre los movimientos de tropas en tiempo de guerra, el emplazamiento de material nuclear o los códigos de seguridad indispensables para acceder a instalaciones militares. En este número limitado de casos, el interés legítimo del Estado en el ámbito de la seguridad nacional debe prevalecer necesariamente sobre el derecho de los ciudadanos a la información. No obstante, recomendaría la adopción de medidas legales que confirieran a la persona responsable un derecho general de acceso a las informaciones recogidas y archivadas por los servicios de seguridad interior, definiendo claramente las derogaciones legales a este derecho. También sería deseable que todos los litigios concernientes al poder que tienen estos servicios para prohibir la divulgación de las informaciones, sean sometidos a control jurisdiccional.

35.Como ha remarcado M. Robin Robison en su documento de experto sobre la responsabilidad de los servicios de seguridad (AS/Jur, 1998, 28), toda instancia de control, ya esté residenciada en el ámbito del poder ejecutivo o del legislativo (e incluso, aunque en menor medida, en el poder judicial) debe ser dotada de personal a tiempo completo y con recursos suficientes, como condición esencial previa. Para ser eficaces, estas instancias de control deben estar habilitadas por ley para tener derecho de acceso a todo documento de los servicios de seguridad interior, así como (preferentemente) la capacidad de poder llevar investigaciones, antes que deberse a atender las peticiones del Gobierno o del Parlamento. La capacidad de guardar la necesaria confidencialidad y la de hacer públicos los abusos de poder, es también muy importante.

36.Los métodos de control actualmente en vigor en los Estados miembros del Consejo de Europa varían considerablemente. Lo más conveniente sería tratar de armonizar estos métodos, aunque es cierto que algunos países aducirían que su sistema funciona muy bien en aquello que concierne a la prevención de los abusos de poder por parte de sus servicios de seguridad. En el último apartado del

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presente informe, haré algunas recomendaciones sobre las líneas directrices para llegar, a escala europea, a un denominador común en materia de control de los servicios de seguridad interior.

D. ¿Cuál es el papel de los servicios de seguridad interior en la lucha contra el crimen organizado?

37.El papel tradicional de los servicios de seguridad interior consiste en recoger, verificar y evaluar las informaciones a fin de proteger al Estado contra eventuales actos de espionaje, terrorismo y sabotaje cometidos por potencias extranjeras, y también en investigar toda acción cuyo objetivo sea socavar la democracia y, finalmente, vigilar a los elementos subversivos. Sin embargo, numerosos servicios de seguridad interna, en particular (pero no exclusivamente) los de Europa del Este, están deseosos de jugar un papel más importante en la lucha contra el crimen internacional organizado. En este ámbito se trata, por lo general, de luchar contra infracciones tales como la corrupción, el blanqueo de dinero y el tráfico de armas, mujeres, niños y drogas.

38.Los partidarios de que estos servicios tengan un papel en la lucha contra el crimen organizado afirman que, dado que tal actividad amenaza seriamente el contexto social y la estabilidad económica, pone igualmente en peligro la seguridad nacional y el orden democrático del Estado y, en consecuencia, es perfectamente compatible con la misión asignada a los servicios de seguridad.

39.Por el contrario, los representantes de las organizaciones no gubernamentales consideran que se trata de una evolución muy peligrosa. Sostienen que los servicios de seguridad tratan de intervenir en ese ámbito sólo para justificar su existencia en el futuro y defenderse contra una reducción inevitable de sus efectivos tras concluir la guerra fría. Señalan también que los métodos empleados por estos servicios no están adaptados a los procedimientos judiciales. Puesto que sus actividades están menos controladas, estos servicios son más proclives a cometer abusos de poder y a desconocer las garantías de procedimiento como sucede en las instancias represivas tradicionales. Los representantes de las ONGs recomiendan, por tanto, revisar previamente los poderes de la policía y de los jueces.

40.Con respecto a la pregunta de sí los servicios de seguridad interna deben jugar un papel con respecto al crimen organizado, conviene tener en cuenta los

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criterios siguientes: En primer lugar, y en lo que concierne a los fines, ¿constituye el crimen organizado una amenaza clara y real con respecto a la seguridad nacional o del orden democrático del país? En segundo término, y en lo que concierne a los medios, ¿los métodos utilizados por estos servicios (en particular los de los espías e informadores) están adaptados a la lucha contra el crimen organizado, sobre todo en lo que concierne a la provisión de pruebas ante los jueces?

41.En respuesta a la primera pregunta, conviene señalar que ciertamente existen algunos países donde se podría afirmarse que el crimen organizado constituye una amenaza clara y real con respecto a la seguridad nacional (Italia y Rusia son los primeros países en venirme a la mente, pero se podría citar igualmente en una menor medida a Ucrania, Rumania, Lituania y Letonia). La ironía de esta situación reside en el hecho de que, en muchos de estos países, los agentes de los servicios de seguridad están vinculados a la mafia (en particular por el sesgo de la corrupción): ellos mismos forman, pues, parte del problema contra el que se supone han de luchar. En consecuencia, es preciso concluir con que, en todo caso, las actividades de estos servicios en ese ámbito deben limitarse a situaciones en las que la criminalidad amenace directamente la seguridad nacional; aunque, incluso entonces, conviene estar particularmente atentos para hacer la “limpieza” dentro del mismo servicio antes de confiarle una misión de estas características. En ausencia de todo peligro claro y real que amenace la seguridad nacional, los servicios de seguridad interna no deberían estar implicados en la lucha contra las mafias, misión que es propia de la policía.

42.En respuesta a la segunda pregunta, conviene admitir que, por su propia naturaleza, los métodos empleados por los servicios de seguridad interna no están verdaderamente adaptados a las exigencias de procedimiento en materia de investigación judicial y de proceso penal. Una gran parte de las informaciones recogidas por los métodos habituales de estos servicios (por ejemplo, en la intermediación de agentes o informadores, cuya fuente es necesaria proteger) no serían admitidas como medios de prueba ante un juez. En general, toda investigación judicial y todo proceso público exigen más transparencia y conformidad con las normas de garantía reconocidas internacionalmente. Por otra parte, los servicios de seguridad deberían cumplir otra condición: establecer una cooperación eficaz con la policía y la Sala jurisdiccional (lo que supone la transferencia de pruebas).

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43. Personalmente, litigaré en contra de que los servicios de seguridad luchen contra las mafias, salvo cuando la seguridad nacional o el orden democrático del Estado sean visibles y realmente se encuentren bajo amenaza. No obstante, en el caso de que ciertos países deseen que sus servicios secretos representen un papel en ese ámbito, todas sus actividades deberían ser sometidas a una exigencia: el examen de los asuntos en audiencia pública ante un juez.

CONCLUSIONES Y RECOMENDACIONES

44.En primer lugar debo precisar que nada de lo que se ha dicho en este informe debe ser interpretado como el deseo o la recomendación de suprimir completamente los servicios de seguridad interior o de limitar sus poderes, de tal suerte que se les incapacite para cumplir su única misión legítima: la defensa y protección de la seguridad nacional y el orden democrático del Estado en libertad. Conviene, por tanto, precisar que las recomendaciones que siguen no se aplican a situaciones de urgencia pública real, inminente o potencial: en este tipo de casos, otras consideraciones podrán ser eventualmente tomadas en cuenta. Mis recomendaciones tratan de limitar un riesgo creciente de violación de los derechos humanos en ciertas situaciones específicas, por ejemplo cuando los servicios de seguridad no están suficientemente controlados, cuando poseen una organización semi-militar o cuando disponen de poderes muy importantes. No coloco a priori los derechos del individuo por encima del interés general vinculado a la seguridad nacional o viceversa. En mi opinión, convendrá determinar, caso por caso, cual de estos derechos es prioritario, aplicando el principio de la proporcionalidad descrito en el segundo apartado del presente informe, salvo, claro está, cuando se afecte a derechos del hombre imprescriptibles (como el derecho de protección contra la tortura).

45.Para evitar los abusos de poder, hay un cierto número de líneas directrices constatadas en el anteproyecto de recomendación, que deberían ser respetadas. Sería conveniente integrar todas estas directrices en un instrumento internacional, tal como un acuerdo-marco del Consejo de Europa. Eso permitiría a cada país satisfacer eficazmente sus propias exigencias en materia de seguridad interior, garantizando unos métodos adecuados de control conforme a una norma democrática uniforme. Esta última permitiría asegurar que el servicio en cuestión obra motivado exclusivamente por el interés nacional y no a favor del partido en

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el poder, ni tampoco en beneficio de cualquier otro partido o institución, ni que sirva de medio de opresión o de presión injustificada, y que, sobre todo, opere con el más completo respeto de las libertades fundamentales.

Proyecto de recomendación y proyecto de directiva adoptados de forma unánime por la Comisión el 1 de marzo de 1999.

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INDICE ONOMÁSTICO

Abril Martorell, Joaquín: 187 Acebes Paniagua, Ángel: 188 Adenauer, Konrad: 240 Aguilar Olivencia, Mariano: 94

Aguirre, Julen (seudónimo conjunto de Eva Forest y “Argala”): Alamán Castro, Francisco:

Alarico II (rey visigodo): 24

Alberto (Archiduque de Austria casado con Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II): 28 Alcaraz Masats, Luís Felipe: 206

Alcázar de Velasco, Ángel: Alcubilla Pérez, Antonio: 95

Alejandro Magno (Rey de Macedonia): 23 Alejandro II Romanov (Zar de Rusia): 39 Alonso Baquer, Mariano: 96

Alonso Manglano, Emilio: 81-87, 107, 180-183, 197, 198, 212 Alonso Palate, Carlos:

Alonso Vega, Camilo: 91

Altozano Moraleda, Hermenegildo: 91 Álvarez de Miranda, Fernando: 245 Álvarez Serrano, Rafael: 91 Álvarez-Arenas Pacheco, Félix: 65

Álvarez-Cascos Fernández, Francisco: 188, 189 Allende Gossens, Salvador: 97, 233, 240 Amilibia, Marisa: 15

Ana de Austria (Reina de Francia, casada con Luís XIII): 30, 31 Arafat, Yasser:

Areilza y Martínez de Rodas, José María de (Conde de Motrico): “Argala” (José Miguel Beñaran Ordeñana):

Arias Navarro, Carlos: 71, 79, 98, 227 Arias-Salgado y de Cubas, Gabriel: 91 Arias-Salgado Montalvo, Rafael: 187, 188 Aristóteles: 16, 18

Armada Comyn, Alfonso: 83, 92, 98, 180, 190, 208

351

Armero, José Mario:

Armstrong, Neil: 76 Arzalluz Andía, Xavier: 128 Atarés Peña, Emilio: 72 Aub Mohrenwitz, Max: 181

Augusta Nel (Reina de Prusia y Emperatriz de Alemania): 39

Aznar López, José María: 9, 10, 93, 156, 161, 187, 188, 195, 204, 205 Baker, James A.:

Baker, Lafayette C.: 37 Ballester Berenguer, José: 81 Ballester Gallego, Enrique: 81

Bañuls Navarro, Salvador: 71, 243 Bardavío, Joaquín: 78

Barrera de Irimo, Antonio: 227 Barrionuevo Peña, José: 9, 86

Barroso y Sánchez-Guerra, Antonio: 73 Baturone Colombo, Adolfo: 91

Bély, Lucien: 31

Ben Laden, Osama: 202 Benaissa, Mohamed:

Benéitez Cantero, Valentín: 81 Benso, Camilo (Conde de Cavour): 37

Beñaran Ordeñana, José Miguel (“Argala”): Bismarck, Otto von: 11, 36, 39

Blasco Sancho, Carmen: 65

Bonel Huici, Francisco: 66, 67

Borbón y Battenberg, Juan de (Conde de Barcelona): 76, 84, 90, 182 Borbón y de Grecia, Felipe de (Príncipe de Asturias): 183, 186 Borbón y de Grecia, Elena de (Infanta de España): 183

Borbón de Grecia, Cristina de (Infanta de España): 183 Borbón y Orleáns, María de las Mercedes de: 182 Borrás Betriu, Rafael:

Bourgón López-Dóriga, José María: 81, 99, 154 Bravo Murillo, Juan: 200

Buján González, Francisco: 212

352

Busquets i Bragulat, Julio: 95, 97, 99 Cabanillas Gallas, Pío: 227

Cabeza Calahorra, Manuel: 65

Calderón Fernández, Javier: 77, 78,82, 85, 95, 96, 98-101,109, 154, 155,165, 167-171, 177, 178, 189-191, 195, 198, 199, 209, 210, 212, 213

Calvo Serer, Rafael: 90, 228 Calvo-Sotelo y Bustelo, Leopoldo: 84 Calleja Fernández, Saturnino: 65

Camacho López-Escobar, Diego: 78, 156, 194 Cambó i Batlle, Francesc: 34

Campano López, Ángel: 243

Campmany y Díez de Revenga, Jaime: 86 Campo Vidal, Manuel:

Cánovas García, Cirilo: 91 Cantero González, Mario: 212 Carlos II (Rey de España): 32 Carrasco Verde, Manuel: 91 Carreras Mata, Narciso: 155

Carrero Blanco, Luís: 54, 64, 79, 80, 91, 92, 153, 241 Carrillo Solares, Santiago: 228

Carter, Jimmy:

Cassinello Pérez, Emilio Andrés: 80, 153 Cassola Fernández, Manuel:

Castañón de Mena, Juan: 91 Castellano Cardalliaguet, Pablo: 86 Castiglioni, Vieri: 28

Castillo Algar, Ricardo: 190

Castillo Quero, Carlos: 179

Castlereagh, Robert Stewart (Marqués de Londonderry): 11 Castro, Fidel:

Castro Sanmartín, Víctor: 91

Catalina de Aragón (Reina de Inglaterra, casada con Enrique VIII): 26 Cembrero, Ignacio:

Cernuda, Pilar (Pilar García-Cernuda Lago): 78, 208 Cerón Ayuso, Julio: 152

353

Cías Sánchez, Alfonso de: 81 Cisneros Laborda, Gabriel: Clausewitz, Carl von: 15, 16 Cleary, Thomas: 15, 17, 18 Clinton, William J. (Bill): 129 Conde Conde, Mario: 93 Conde-Pumpido Tourón, Cándido: Conesa Escudero, Roberto: Cortina Prieto, Antonio:

Cortina Prieto, José Luís: 77, 98, 99, 101, 154, 155, 180, 187, 189, 190, 193, 201 Cotoner y Cotoner, Nicolás (Marqués de Mondéjar): 92, 182

Coty, René: Cromwell, Oliver: 29 Crozier, Brian: 94 Chang Kai Chek: 15

Chia Lin (citado por Sun Tzu): 20 Churchill, Winston: 43, 51 Danvila Rivera, Julio: 75

De Gaulle, Charles: 50, 51, 101, 208

De Juana Chaos, José Ignacio (Iñaki): De la Cierva y Hoces, Ricardo:

De la Torre Arredondo, Luís:

De Pompadour, Jeanne Antoinette Poisson (Marquesa De Pompadour): 32 De Santiago y Díaz de Mendívil, Fernando: 71, 241

De Vilallonga y Cabeza de Vaca, José Luís (Marqués de Castellvell): 182 Del Olmo Gálvez, Juan:

Del Olmo Pastor, Jesús: 190

Dezcallar de Mazarredo, Jorge: 109, 213

Díez de Rivera Icaza, Carmen (Marquesa de Llanzol): 84 Díez-Alegría Gutiérrez, José María: 98

Díez-Alegría Gutiérrez, Luís: 97

Díez-Alegría Gutiérrez, Manuel: 69, 70, 79, 97, 98, 240, 243 Dionis Soler, Lorenzo: 91

Doménech Ybarra, José Manuel: 89 Dominguez Martín-Sánchez, José Ignacio: 99

354

Donovan, William J. (“Wild Bill”): 43 Dumas, Alejandro: 30

Eduardo VII (Rey de Inglaterra): 39 Eisenhower, Dwight D.: 63 El-Sadat, Anwar:

Elizalde González, Antonio: 91 Engels, Friedrich: 130

Enghien, duque de (Louis Antoine Henri de Condé): 36 Enrique IV (Rey de Francia): 31

Enrique VIII (Rey de Inglaterra): 26 Enrique y Tarancón, Vicente: 80

Escrivá de Balaguer y Albás, José María: 89, 90, 92, 93 Espinosa Pardo, José Luís:

Esquivias Franco, Fernando: Estacio Civizapa, Diego Armando: Estévez, Carlos:

Evren, Kenan: Farnesio, Alejandro: 29

Faura Martín, José: 80, 82, 101

Felipe II (Rey de España): 27, 29, 32 53, Felipe III (Rey de España): 28

Felipe IV (Rey de España): 28, 31

Felipe V de Anjou (Rey de España, Duque de Anjou): 32 Fernández Campo, Sabino: 34,78, 189

Fernández Lago, Manuel: 99 Fernández López, Javier: 72, 78 Fernández Ordóñez, Francisco: 86 Fernández Santander, Carlos: 239

Fernández Vallespín, Carlos: 70, 91, 153 Fernández-Miranda y Hevia, Torcuato: 183, 241 Fernando I de Médicis (Gran Duque de Toscana): 27 Fernando II el Católico (Rey de la Corona de Aragón): 26 Ferrer Fores, Francisco: 81

Fonati, Jerónimo: 28

Fontán Lobé, Jesús: 91

355

Fontán Pérez, Antonio: 183 Ford, Richard: 40

Forest i Tarrat, Genoveva (Eva): Fortes Bouzan, José: 99

Fouché, Joseph (Duque de Otranto): 35, 36 Fraga Iribarne, Manuel: 65, 76, 99, 154, 199, 227

Franco Bahamonde, Francisco: 53, 62-65, 70, 73-77, 80, 83, 90-92, 98, 152, 153, 183- 186, 215, 227, 230, 240, 242

Franco Salgado-Araujo, Francisco: Fraga Iribarne, Manuel:

Franco Ibarnegaray, Carlos: 65 Frisch, Peter: 260

Frunda, György: 253, 258

Fuente Lafuente, Ismael: Fuentes Gómez, Andrés: 180 Fuentes Quintana, Enrique: 183 Fueyo Álvarez, Jesús: Fundación Friedrich Ebert: Fundación Friedrich Neumann: Fundación Konrad Adenauer: Gabaldón Irurzun, Isaac: 67 Gabeiras Montero, José: 69, 72 Galdón Brugarolas, Eugenio: 91

Galera Sánchez-Serrano, José: 83 Garcés, Joan E.: 126-128

García (citado en el Segundo Manifiesto de la UMD): 240 García Carrés, Juan:

García Damborenea, Ricardo: 93 García de Dios, Rogelio:

García González, Javier Ignacio: García Hidalgo, Víctor:

García Márquez, Antonio: 96, 99

García Martínez de Murguía, Prudencio: 98 García Trevijano, Antonio: 93

García Vargas, Julián: 197

356

García Villalonga, Rogelio:

García-Abadillo, Casimiro:

García-Almenta Dobón, Francisco: 101, 190, 193 García-Conde Ceñal, Emilio: 182

Garrigues Walter, Joaquín: Girón de Velasco, José Antonio: Gironella Seno, José María: 95 Gómez, Manuel: 28

Gómez Bermúdez, Javier: Gómez Iglesias, Vicente: 155

Gómez de Salazar y Nieto, Federico: 65, 99 González Cebrián, Juan:

González Márquez, Felipe: 9, 80, 85, 93, 160, 195, 205, 217 González-Mata, Luís M.:

González Vidaurreta, Joaquín: 91 González Vicén, Luís: 68

Grande Marlaska, Fernando:

Grecia, Federica de (casada con Pablo I, Rey de Grecia): 183

Grecia, Sofía de (casada con Juan Carlos I, Rey de España): 71, 84, 183 Grimaldos Feito, Alfredo:

Güell y Churruca, Juan Claudio (Conde de Ruiseñada): 74, 75 Guerrero Carranza, Carlos:

Guillermo II Hohenzollern (Emperador de Alemania): 39 Guitián García-Aldave, Álvaro:

Gutiérrez Sánchez, Fernando: 92

Gutiérrez Mellado, Manuel: 65-72, 81, 98, 152, 153, 243 Haig, Alexander:

Hall, sir Reginal: 43

Haro y Guzmán, Luís Méndez de: 28 Hassan II (Rey de Marruecos): Hernández Bocos, Vicente: 89 Herrera Ruiz, Carlos: 99

Herrero Lima, Antonio: 93

Herrero Tejedor, Fernando:

Hitler, Adolf (Führer): 15, 52, 74, 240

357

Hoffman, Slim: Hollis, Roger (Sir): 43

Hurtado de Mendoza, Laura: 92 Ibarra Renes, Fermín: 99 Iglesias García, Antonio: Iglesias Posse, Pablo: 187 Informe Jáudenes: 208

Iniesta Cano, Carlos:

Iribarren Udobro, Ramón María:

Isabel I (Reina de Inglaterra, la Reina Virgen): 28, 29

Isabel Clara Eugenia (hija de Felipe II y de Isabel de Valois): 28 Jáuregui Campuzano, Fernando: 78, 208

Jiménez Benamú, Enrique: 243 Jiménez Vargas, Juan: 89

Joll, James: 51

Josefina (María Josefa Tascher de la Pagerie, llamada): 36

Juan Carlos I (Rey de España): 70, 75, 76, 84, 86, 90-92, 99, 110, 180-186, 188, 189, 191, 192, 216

Juan Pablo II (Karol Wojtyla): 89 Juste Fernández, José:

Justi, Karl: 27 Kennedy, John F.:

Kissinger, Henry A.: 51, 129, 140, 148 Lacalle Leloup, Álvaro: 91, 92

Laín Entralgo, Pedro: 183

Laína García, Francisco: Lake, Anthony: 129 Lao Tse: 16

Lasa Arostegui, José Antonio: 245

Lawrence, Thomas Edward (llamado Lawrence de Arabia): 149 Lejarza Egia, Mikel (alias “Gorka”, alias “Lobo”): 80

Li Ch’uang (citado por Sun Tzu): 19 Liberal Lucini, Ángel: 91

Lincoln, Abraham: 37 Liniers Pidal, Tomás de: 65

358

Lombo López, Juan Antonio: López Amo, Ángel: 92 López Borrero, Julio: 86

López Bravo, Gregorio: 227, 241 López Rodó, Laureano: 79, 91, 92, 183 Luís XIII (Rey de Francia): 30

Luís XIV (Rey de Francia, el Rey Sol): 30-32 Luís XV (Rey de Francia): 32

Luís XVIII (Rey de Francia): 11, 35, 36

Luís Felipe I de Orleans (Rey de Francia): 61 Lundum, John: 260

Llanos Pastor, José María de: 94-97 Macovei, Mónica: 260, 261 Madrigal Díez, Aurelio: 181, 260 Mao Tse Tung (Mao Zedong): 15 Marey Samper, Segundo: 245

Mardones Sevilla, Luís: 157, 166, 171, 176, 206

María Antonieta de Habsburgo-Lorena (casada con Luís XVI, Rey de Francia): 32 María I Estuardo (Reina de Escocia, casada con Francisco II de Francia): 29 María I Tudor (Reina de Inglaterra, casada con Felipe II): 26, 27, 29

Marías Aguilera, Julián: 192

Mariñas Romero, Gerardo: 82, 96, 155 Martín-Consuegra y López de la Nieta, Jesús: 99 Marsal i Muntalá, Jordi: 177, 207

Martín Alonso, Pablo: 91

Martín Villa, Rodolfo: 71

Martínez Campos y Serrano, Carlos (Duque de la Torre): 182 Martínez Inglés, Amadeo: 190

Martínez Simancas, Víctor: 81

Martínez Teixidó, Antonio: 81 Marx, Karl: 98, 130

Mas Oliver, Pedro: Massignon, Louis: 149 Massu, Jacques-Émile:

Maxwell, Johnny (“El Afortunado”):

359

Mayor Oreja, Jaime: 93

Mazarino, Giulio Raimondo: 30, 31 Medina Cruz, Ismael:

Méndez Encinas, Manuel: 91 Mendizabal Sesma, Ángel: 83 Mendoza Fontela, Ramón. 86 Menéndez Gijón, Manuel Ángel: 208 Menzies, sir Stuart: 43

Merry Gordon, Pedro: 243 Metternich-Winnerburg, Klemens Lothar: 11, 36 Meyer Pleite, Willy Enrique: 196

Mikolajczyk, Stanislaw: 51

Milans del Bosch y Ussía, Jaime: 72, 83 Milosevic, Slodoban: 171

Miranda Robredo, Félix: 86, 107

Módena (Francisco I de Este, Duque de): 28 “Mohamed El Egipcio” (Rabei Osman el-Sayed Ahmed): Monge Segura, Rafael:

Monreal Luque, Alberto: 91 Montes, Fernando: 15 Mola Vidal, Emilio: 65 Mora-Figueroa, Javier: 91 Moreno Barberá, Antonio: Mountbatten, Louis (Lord): Múgica Herzog, Enrique: 86

Muniesa Peña, Fernando J.: 74, 180

Muñoz Alonso, Alejandro: 177, 198

Muñoz Grandes, Agustín: 74-77, 97 Muñoz Jofre, Emilio: 91 Muñoz-Grandes Galilea, Agustín: Mussolini, Benito: 62

Napoleón I Bonaparte (Emperador de Francia): 11, 21, 33, 35, 36, 50, 56, 130 Napoleón III (Emperador de Francia): 36

Navarro Benavente, Juan Manuel: 86 Navarro Estevan, Joaquín: 179

360

Navarro Rubio, Mariano: 90

Nicolás II Romanov (Zar de Rusia): 39 Nicolson, Harold. 23, 38, 39, 44

Nieto Rodríguez, Juan Miguel: 86 Nixon, Richard Milhous: 129 O’Boyle, Michael: 260

O’Donnell y Jornis, Leopoldo (Conde de Lucena): 201 Oliart Saussol, Alberto: 168, 171, 177-179, 190, 191

Olivares, Conde-Duque de (Gaspar de Guzmán y Pimentel, llamado): 30 Oliveira Salazar, Antonio de:

Orbe Cano, Rafael: Ortega y Gasset, José: 12 Ortín Gil, Constantino: 81

Ortuño Such, Juan: 99, 101, 154, 189, 190, 193, 201 Osman el-Sayed Ahmed, Rabei (“Mohamed El Egipcio”): Ossorio y Gallardo, Ángel: 34

Otero Fernández, Luís: 96, 99 Pablo I (rey de Grecia): 183 Pacelli, Eugenio (Pío XII): 182 Palacios López, José Antonio: 89

Palacios Tapias, Jesús María: 209, 210 Palmerston, Henry Temple: 30

Pardo de Santayana, José Ramón: 81 Pardo Zancada, Ricardo: 83, 92 Paredes Laína, Teodosio: 67

Pareto (Vilfredo Frederigo Samaso, Marqués de): 199 Pascal, Jean Jacques: 173

Patiño Galán, Visitación: 86

Peñaranda y Algar, Juan María: 82, 101 Peñas Pérez, José: 81

Pérez, Antonio: 27 Pérez Crusells, Juan: 81

Pérez Embid, Florentino: 183 Pérez Rubalcaba, Alfredo. Pericles: 23

361

Perote Pellón, Juan Alberto: 86, 87, 180, 190, 208 Pinilla Soliveres, Luís: 94-96, 98

Pinochet Ugarte, Augusto José Ramón: 240 Pío V (Antonio Ghislieri): 166

Pío XII (Eugenio Pacelli): 182 Pita da Veiga, Gabriel: 241 Planell y Riera, Joaquín: 91

Platón (Aristocles, llamado): 16, 17 Plutarco de Queronea: 22

Poole Pérez-Pardo, Fernando: 92 Posada Moreno, Jesús María: 187, 188 Pradas Linares, Elena: 190

Prat González, Carlos: 240 Prego de Oliver, Victoria: Prieto, Joaquín:

Prieto Tuero, Indalecio: 65

Primo de Rivera y Sáenz de Heredia, José Antonio: 94 Primo de Rivera y Orbaneja, Miguel: 230, 240

Puell de la Villa, Fernando: 66, 70 Pullicino, Joseph Said: 260

Quevedo y Villegas, Francisco de: 181 Quintana Lacacci, Guillermo: Quintero Morente, Federico:

Ramalho Eanes, António dos Santos: Rajoy Brey, Mariano:

Reagan, Ronald: 44, 115, 132

Reinlein y García-Miranda, José Fernando: 99 Reventós i Carner, Joan:

Rey, Bárbara (María García García): 189 Rey Jimena, Manuel: 78

Reyes Católicos (Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla): 25 Ricardo, David: 130

Richelieu, Armand-Jean du Passis (Duque de Richelieu): 30, 31 Ríos Capapé, Joaquín: 75

Riquer Morera, Martín de: 183

362

Robison, Robin: 260, 272 Rodríguez de Austria, Gonzalo: Rodríguez Galindo, Enrique: 9 Rodríguez Sahagún, Agustín: 82

Rodríguez Zapatero, José Luís: 204, 205 Rogers, William P.:

Romero Gómez, Emilio: 68

Roosevelt, Franklin D.: 43

Rosel Martín, Rafael: 209 Royo-Villanova, Segismundo: 183 Rueda Rieu, Fernando: 190

Ruiz del Castillo, Carlos: 183 Ruiz Cillero, Abel: 96, 99 Ruiz Mateos, José María: 86

Ruiz Platero, Florentino: 77, 99, 154, 189, 201, 213 Ruiz-Giménez y Cortés, Joaquín: 227, 228

Rupérez Rubio, Francisco Javier: 172

Sáenz de Tejada y Fernández de Bobadilla, José María: 91 Sainz Rodríguez, Pedro: 75, 76

Saiz Cortés, Alberto:

Salazar, Antonio de Oliveira: 230 San Agustín de Numidia: 18

San Ignacio de Loyola: 55

San Martín López, José Ignacio: 77, 79, 84 Sánchez Gómez, Olga:

Sánchez González, Juan Bautista: 74, 75 Sánchez Montero, Simón: Sánchez-Valiente Portillo, Gil: 155

Sanjurjo Secanell, José (Marqués del Rif): 89 Santaella López, Jesús Enrique: 208

Santos Bobo, Ángel: 91 Sanz Roldán, Félix: Sastre Salvador, Alfonso: Saura Laporta, Joan: 204

Savary, Anne Jean Marie René (Duque de Rovigo): 36

363

Schulmeister, Karl: 36

Serra Rexarch, Eduardo: 104, 110, 156, 162, 164, 167, 168, 170-172, 177,187, 188, 190, 191, 199

Serra i Serra, Narcís: 85, 160, 197 Severin, Adrian: 260

Shi Huang-di (primer Emperador de China): 15 Silva Pais, Fernando Eduardo da: 97

Sintes Obrador, Francisco: 243 Siurana i Zaragoza, Antoni: Smith, Adam: 130, 134 Soares, Mário:

Sobolev, Valentín: 260

Solana de Madariaga, Francisco Javier: Solana de Madariaga, Luís:

Soler i Padró, Joaquím: 243

Solís Ruiz, José: 227, 241 Soriano Navarro, Manuel: 34

Soto, Helga (Helga Diekhoff Soto):

Stalin (Iósiv Vissarionovich Dzgashvili, llamado): 51, 52, 233

Stoffelen (miembro de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa): 259 Suanzes Jáudenes, Pablo: 91

Suárez González, Adolfo: 70-72, 80, 152-154 Suárez Pertierra, Gustavo: 86, 107

Suárez Verdeguer, Federico: 92

Sun Tzu: 15-21, 24, 46, 47, 100 Suviranta, Antti: 260

Taix Planas, Antonio: 243

Taldmage, Benjamín: 37

Talleyrand-Périgord, Charles-Maurice: 11, 36, 47, 50 Tarradellas i Joan, Joseph: 80

Tejero Molina, Antonio: 190 Thomas, Gregory H.: 44

Tito (Josip Broz, llamado): 52 Tocqueville, Alexis Clével de: 57 Todman, Terence:

364

Tomasi di Lampedusa, Giuseppe (Príncipe de Lampedusa): 165 Torrente Sánchez, Francisco José:

Torres Rojas, Luís: 72 Tostón de la Calle, Ramón:

Trias i Vidal de Llobatera, Xavier: 177

Trillo-Figueroa Martínez-Conde, Federico: 93, 167, 170, 188, 201, 202 Truman, Harry S.: 43

Tu Mu (citado por Sun Tzu): 19 Tucídides: 22

Ullastres Calvo, Alberto: 90 Ungría Jiménez, José: 64-66, 68

Urbano Casaña, Pilar: 74, 77, 80, 198 Utrera Molina, José:

Valenzuela y Alcibar-Jáuregui, Joaquín (Marqués de Tahuarda): 178, 182 Valero Ramos, Restituto: 99

Vallejo León, Francisco: 86 Valverde Díaz, Juan: 79 Vega y Carpio, Lope de: 28

Vega Rodríguez, José Miguel: 243

Velasco Alvarado, Juan: 97, 233 Velázquez, Diego Rodríguez de Silva y: 27 Vera Fernández-Huidobro, Rafael: 9 Victoria I (Reina de Inglaterra): 39

Vida Molina, José María: 86

Vigón Suerodíaz, Jorge: 91 Villaescusa Quilis, Emilio: 65, 71

Villar Palasí, José Luís: 77, 91, 227, 241 Vinuesa Parral, Arturo: 190 Walshingam, sir Francis: 29

Walters, Vernon: Washington, George: 37, 43

Westendorp y Cabeza, Carlos: 171 Wilson, Thomas W.: 45

Yeltsin, Boris: 126

Ynfante Corrales, Jesús: 74, 91-93, 97, 221

365

Zabala Artano, José Ignacio: 245

Zarandona Antón, Pedro: 91

366

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