Alberto Montero Soler(13/4/2008)
Los datos son escalofriantes y la tendencia alarmante. En esta Europa del capital de la que forman parte la mayor parte de las economías desarrolladas del mundo; en esta Europa que se postula como paradigma de la generación de riqueza y bienestar para sus ciudadanos nos encontramos con que existen 78 millones de personas pobres, de las cuales 19 millones son niños. Y los datos serían aún peores si se incluyeran en ese recuento a los solicitantes de asilos e inmigrantes indocumentados.

Pero lo grave es que esto no es nada nuevo. Hace un par de años, UNICEF publicaba un informe sobre la pobreza infantil en los países desarrollados que ponía los vellos de punta. Allí nos enterábamos de que, durante la última década, la proporción de niños que vivían en situación de pobreza había aumentado en 17 de 24 países de la OCDE, esto es, en los 24 países del mundo más desarrollado. Da pánico pensar lo que ha ocurrido en el resto del mundo.

También nos enterábamos de que el porcentaje de niños que viven en situación de pobreza en Estados Unidos es de casi el 22%; en el Reino Unido, de más del 15%; en Japón, del 14,3%; en Alemania, del 10,2%; y en Francia del 7,5%. Esto es, cuatro de las cinco principales economías del mundo tienen tasas de pobreza infantil por encima del 10%.

Por la parte que nos toca, la situación no es como para sentirse orgullosos. En España, el 13,3% de los niños son pobres, con el agravante de que la misma va en aumento: durante  la década de los noventa, la pobreza infantil aumentó en nuestro país en un 2,7%.

Frente a los datos de esos países, incluido el nuestro, contrastan los de los países nórdicos, todos ellos con tasas inferiores al 5%: Suecia, el 4,2%; Noruega, el 3,4%; Dinamarca, el 2,4%; y Finlandia, el 2,8%.

Como cualquiera puede imaginarse, estos resultados no son producto de la casualidad. El informe de UNICEF también pone de manifiesto que cuanto mayor es el gasto público en prestaciones familiares y sociales, menores son las tasas de pobreza infantil.

Además, hay que tener en cuenta que uno de los principales determinantes de esa pobreza infantil es la falta de ingresos de los padres producto tanto del deterioro y la inestabilidad de los mercados laborales como de las reducciones en los salarios de los trabajadores de ingresos más bajos. Así, en 7 países de la OCDE el 10% de las familias peor pagadas vieron reducirse sus salarios durante la última década.

Ello implica que la pobreza infantil sólo podrá reducirse si los gobiernos instrumentan políticas activas -incluidas ayudas directas- para tratar de corregir las desigualdades que generan las fuerzas del mercado. Ese es el caso, nuevamente, de los países nórdicos en donde las actuaciones compensatorias del Estado reducen las «tasas de pobreza del mercado» en un 80% o más; mientras que, por su parte, aquellos países que presentan unos porcentajes de pobreza infantil más elevados, esto es, Estados Unidos y México, sólo consiguen reducir la «tasa de pobreza» del mercado en el 15 y el 10%, respectivamente.

Pero, además, de nada sirve que se produzcan aumentos en los gastos sociales si los mismos se asignan casi mayoritariamente al pago de pensiones de jubilación y a la financiación de la sanidad mientras se mantiene estancada la protección a la familia y a la infancia.

En este sentido, y como ya escribí (El raquítico Estado de Bienestar español: ¿Las familias españolas? Bien, gracias) hace algo más de un año, el caso de España es paradigmático: es el país de la Unión Europea que menos porcentaje de su PIB gasta en prestaciones familiares.

Mientras que la media europea se sitúa en el 2,2%, en España apenas alcanzó en 2007 el 0,52%. ¿Puede alguien luego asombrarse de que más del 13% de los niños de este país vivan en la pobreza?

Como puede apreciarse, el panorama es desolador. La pobreza, que nuestros gobernantes nunca han considerado una prioridad en sus programas y han gustado de describir, a lo sumo, como atolones aislados en un mar de opulencia generalizada, va extendiendo sus brazos y atrapando a quienes apenas tienen posibilidades de defenderse de ella.

Al tiempo, muchos de esos gobiernos se hallan embarcados en una carrera por ofrecer a sus electores crecientes reducciones en sus impuestos con lo cual las posibilidades de financiar mayores gastos sociales se ven consecuentemente mermadas en la misma proporción. Y todo ello se complementa, además, con la asunción generalizada de que cualquier intervención sobre los mercados -que no sean, al parecer, los monetarios- es ineficiente y que, por lo tanto, el Estado debe limitar su presencia en los mismos.

Si ese sigue siendo el rumbo en el que mantienen a la nave europea, ya veremos en unos años de cuántos niños pobres estamos hablando.

N. de la R.

Este artículo se publica gracias a la gentileza del autor, profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga, y miembro de la Fundación CEPS, que también pueden ver en su bloq, La Otra Economía.