Alberto Montero Soler (13/2/2007)zapatero1
Un reciente informe del Instituto de Política Familiar acaba de poner de manifiesto que España es el país de la Unión Europea que menos porcentaje de su PIB gasta en prestaciones familiares: un 0,52%; muy por debajo de la media europea que se encuentra en el 2,2% del PIB.

Este diferencial, que tan fríamente expresado pudiera parecer una cuestión menor, se traduce por el contrario en tremendas desigualdades en los niveles de prestaciones que los distintos Estados de la Unión Europea conceden a las familias.

Así, por ejemplo, la desigualdad se hace más patente y cercana si se expresa en estos términos: una familia española necesitaría tener doce hijos para recibir las ayudas que una familia alemana percibe por tener dos y ello siempre y cuando la familia española careciera de recursos económicos, ninguno de esos hijos hubiera cumplido los 18 años -momento en el que se la retirarían- y, además, las prestaciones estarían sujetas a gravamen.

Evidentemente, y como señala el informe, este hecho tiene una repercusión importante sobre la tasa de natalidad de nuestra sociedad. España es, junto a Italia y Grecia, el país de la Unión Europea con menor índice de fecundidad (1,32 hijos por mujer), siendo la mujer española la europea que presenta la edad media de maternidad más elevada de Europa (casi 31 años de media cuando concibe a su primer hijo).

De hecho, es la elevada tasa de natalidad de la población inmigrante la que está manteniendo la tasa de crecimiento de la población española. Baste un dato para justificar esta afirmación: la tasa de crecimiento de la población inmigrante multiplica por 16 la tasa de crecimiento natural del conjunto de la población.

Estos datos no vienen sino a confirmar el enorme retraso que el raquítico Estado de Bienestar español sigue manteniendo con respecto a los europeos.

Según los últimos datos publicados por Eurostat y referidos al año 2003, en España sólo se gasta en torno al 19,7% del PIB en los servicios públicos y las transferencias asociadas al gasto social propio del Estado de Bienestar (excluyendo educación). Este porcentaje es mucho más bajo que en el promedio de países de la UE-15, en donde se gasta de media en dichas partidas alrededor del 28% del PIB.

Estas diferencias se vuelven más pronunciadas si en lugar del gasto social como porcentaje del PIB se toma el gasto público social por habitante expresado en unidades de poder de compra. En ese caso, mientras que el gasto social por habitante de la media de la UE-15 es de 6.926 unidades de poder de compra, el de España es de 4.186 unidades, es decir, el gasto social por habitante en España apenas supera el 60% del gasto social medio en la Unión Europea.

Por otro lado, hay que tener en cuenta que el PIB per cápita en unidades de poder de compra de España era, para el año 2003, el 89,7% del de la UE-15. Ese diferencial en el grado de desarrollo de nuestra economía con respecto a la media comunitaria debería ser, lógicamente, el que también mostrara el gasto social en España con respecto al europeo porque ese es, teóricamente, el gasto social que le correspondería a este país dado su nivel de desarrollo.

Quiere decirse con ello que el gasto social per cápita en España debería ser el 89,7% del gasto social per cápita europeo o, incluso, aún mayor dado que el porcentaje de población anciana en España es superior al del promedio de la UE-15. Sin embargo, y como se ha señalado más arriba, nuestro gasto social per cápita apenas superaba el año 2003 el 60% de la media comunitaria. Este diferencial de casi 30 puntos ofrece una idea bastante precisa del desfase tan importante que presenta el Estado de Bienestar español con respecto a los de los países de su entorno político y económico.

Esta situación choca frontalmente con el saneado estado de las finanzas públicas de nuestro país. Los últimos datos muestran que el superávit de la administración pública en los 9 primeros meses de 2006 alcanzó casi el 4% del PIB, lo que supone un incremento del 42,4% respecto al mismo periodo del año anterior y de casi un punto en porcentaje sobre el PIB.

Y es que, no satisfecho con los ya de por sí restrictivos compromisos en materia fiscal adquiridos en el marco europeo perfilado por el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, el ministro Solbes se ha mantenido firme en la dogmática defensa de la estabilidad presupuestaria, uno de los pilares esenciales del credo neoliberal que el gobierno del Partido Popular elevó a rango de ley en el año 2001, sin que hasta el momento haya sido revocado.

Durante estos años, el anuncio recurrente de la existencia de superávit presupuestarios en la administración pública ha sido celebrado con euforia, como si fuera un objetivo deseable en sí mismo y a cuya consecución debieran aplicarse los responsables económicos del gobierno sin considerar que ese ahorro público es, entre otras cosas, la contrapartida monetaria de una gran cantidad de programas sociales que no han llegado a aplicarse por falta de recursos o, mejor dicho, por falta de voluntad política de crear esos programas sociales y asignarles los recursos necesarios.

De esta forma, esos anuncios han convivido en plena armonía con el vergonzoso silencio guardado por esas mismas autoridades sobre las carencias en materia de servicios sociales que padece la población española y, dentro de ella, quienes menos tienen y más los necesitan. Carencias que se vuelven mucho más sangrantes si, como he apuntado, se comparan con las prestaciones sociales que gozan los ciudadanos de los países europeos con los que España aspira a homologarse en niveles de renta.

Es por ello que creo que va siendo hora de pedir explicaciones. Va siendo el momento de que este gobierno nos explique por qué esos recursos no son destinados a salvar la brecha que nos separa de Europa en el gasto social; de que nos cuente por qué en una situación de superávit presupuestario se procede a reducir los impuestos, como si el Estado no supiera qué hacer con unos ingresos que se van acumulando sin encontrarles destino como si en este país estuviera ya todo hecho; de que nos diga cómo pretende acercarse a los estándares de bienestar europeos, y no sólo a su renta media, sin hacer un esfuerzo social suplementario.

Digo yo que tenemos derecho a ello, ¿no? ¿O me estoy volviendo muy exigente?

N. de la R.

Este artículo se publica gracias a la gentileza del autor, profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga miembro de la Fundación CEPS, que también pueden ver en su bloq, La otra Economía.