la-gran-depresionJosé Manuel G. Torga (14/2/2009)
El semanario británico «The Economist» ha levantado una buena polvareda con las 14 páginas de su informe especial dedicado a España tras el título general en la portada, «La fiesta ha terminado».

Michael Reid es el autor, como enviado especial, de los textos publicados, entre los cuales destacan los referidos a los problemas de Cataluña. A los políticos del  tripartito, adueñado de la Generalitat, les ha ofendido el contenido de la revista que les afecta más de lleno. Hasta el punto de considerarlo difamatorio e insultante, y de solicitar que rectificaran y se disculparan, algo que demuestra una reacción atípica en los predios de la democracia.

Entre otros colegas, la corresponsal de «Newsweek» en Cataluña, Eva Wisocka, considera «provinciana» la pataleta de la Generalitat ante el informe de «The Economist». Un epíteto bastante hiriente para quienes alardean de  nación.

La información y los juicios de valor de Reid contienen elementos que no han de ser admitidos por todos sin matizaciones; pero, básicamente, están apoyados en realidades.

A posteriori, Mike Reid dialogaba con su colega Eduardo Suárez, corresponsal de «El Mundo» en Londres:

– ¿Es la política ligüística un lastre para la economía catalana?

– Sí. En dos sentidos. En primer lugar, laboralmente: ¿cómo va a instalarse un profesional en Cataluña si sabe que sus hijos tienen que recibir su educación en catalán?

Un economista catalán me decía que los trabajadores que llegaron de Andalucía y Extremadura para trabajar, en el siglo XIX, elegirían hoy cualquier otra región de España. En segundo lugar, los catalanes desperdician la ventaja comparativa que supone un idioma como el español, que hablan más de 400 millones de personas.

Parece mentira cómo algunos -no pocos- pierden el «seny» atribuido al catalán medio. Prescindir de ese buen tino resulta especialmente peligroso en tiempos de crisis/recesión/depresión económica, en el trayecto del camino.

La situación, además, tanto en España como en la esfera internacional, no tiene trazas de resolverse a corto plazo.

La cumbre del Pato Cojo
La tan cacareada cumbre de Washington no impresionó a los medios informativos estadounidenses. Entendían que el presidente salientlibro-torgae –Bush II– ya cargaba con el apelativo de «Pato Cojo», que distingue a los ocupantes de la Casa Blanca cuando ya hay otro presidente electo, a la espera del relevo en la residencia del poder decisivo.

«The Wall Street Journal» hacía constar que el grupo de políticos internacionales «… se reunió durante menos de seis horas en el Museo Nacional de la Construcción (y) dejó la mayor parte de las decisiones concretas a reuniones futuras».

Ese magro balance no justificaba el entusiasmo de Rodríguez Zapatero por participar, sin la enseña española, agregado a la representación del presidente francés y europeo de turno, Nicolas Sarkozy. Ni esa situación, ni casi cualquier otra imaginable, daba pié para la promesa de ZP: «Te daré todo lo que me pidas», una expresión que recuerda la tercera tentación de Satanás a Jesucristo. Por supuesto que ni las circunstancias, ni los personajes actuales guardan la menor simetría con el relato evangélico.

La desconcertante situación de las finanzas lleva a mirar, con miedo y con recelo, al espejo de la Gran Depresión de Wall Street, en 1929. Economistas versados en la materia glosan las similitudes y diferencias.

Con el retrovisor en la ruta histórica de los EE. UU., podemos mirar algo más atrás y fijarnos en un célebre jugador de Bolsa, Thomas William Lawson, que llevó los entre-bastidores de la lucha libre de unos magnates contra otros a la Prensa y al libro.

Lawson empezó trabajando de botones. Antes de cumplir 20 años aprovechó un tobogán en la cotización de acciones de ferrocarriles para ganar cincuenta mil dólares y,  a continuación, volver a probar suerte en una operación que le dejó con lo justo para invitar a cenar a unos amigos y dar una propina al camarero.

Su tendencia incoercible a especular ya no le abandonó y, con treinta años, traspasó el umbral que imprimía carácter: el del primer millón de dólares. Consejero aúlico y socio de potentados del gas y del cobre, vivió por dentro las tensiones, las mañas y las trampas ejercidas por protagonistas de grandes negocios.

Mientras tanto, públicamente se convertía en una especie de oráculo para bolsistas de muy variados niveles. Jugador de riesgo, después de éxitos que cimentaron su fama, perdió su fortuna, su enorme palacio en una extensa finca de la costa sur de Massachusetts y su «limousine», a la vez que veían volatilizarse sus ahorros, modestos inversores que se fiaron de su pericia para las finanzas, también sujeta a error.

«El sistema»
Lawson pasó de la humildad del botones a la posesión de treinta  millones de dólares.

En las últimas semanas de su vida, arruinado y enfermo, aparecieron, en una pequeña caja fuerte, quinientos cincuenta dólares olvidados. Hizo que le instalaran un hilo directo, desde su cama con Wall Street y, así, telefónicamente, volvió a transmitir sus órdenes, siguiendo las turbulencias de las cotizaciones. Obtuvo cuarenta mil dólares que repartió entre sus hijos y expiró, según parece con la satisfacción de conservageorge-sorosr o haber recuperado ciertas facultades para vadear el riesgo en el mercado bursátil.

Lo que singulariza de modo especial a Lawson fue su larga serie de artículos en la revista «Everybody’s Magazine», llevados, en 1905, a un libro. Las traducciones del título general difieren entre «Finanzas frenéticas» y «Finanzas locas», bastante próximas. El libro ha tenido sucesivas ediciones y la colaboración en la revista supuso un fuerte impulso para ascender de los doscientos mil ejemplares a setecientos treinta y cinco mil. Los lectores, evidentemente, querían que alguien, metido en los muy selectos aunque no tan impolutos círculos del poder económico, les revelara asuntos habitualmente herméticos para acceder desde fuera.

Lawson dejó un término –«el sistema»– que hizo fortuna, para designar las trapacerías de grandes grupos financieros y económicos en general, destinadas a tratar de satisfacer su sed insaciable de riqueza y de poder con el ahorro de los demás.

Muchos años después, en España,  Mario Conde, tras ascender a un pináculo del dominio económico-financiero con Banesto y su grupo de empresas, -que gobernó y desgobernó a su antojo-  vería intervenido el banco. Terminó publicando un libro con el título «El Sistema», a saber si conociendo o desconociendo el antecedente de Lawson. El subtítulo de Conde era «Mi experiencia del Poder». Él se sentía víctima de intrigas de los poderes fácticos, en cuyo seno, por otra parte, había estado; pero lo habían desalojado.

El diagnóstico de Soros
En cambio, quien mantiene el tipo internacionalmente es George Soros, presidente del fondo de inversiones identificado con su propio apellido. Nacido en Budapest, graduado por la London School of Economics y nacionalizado estadounidense, su fortuna está calculada en cerca de siete mil doscientos millones de euros. Ha realizado envites muy fuertes: ganó una buena tajada haciendo caer la libra esterlina frente al Banco de Inglaterra; en cambio no logró impedir la reelección de Bush II, pese a que lo intentó.

Soros ha alternado también sus actividades de tiburón de las finanzas, con labores filantrópicas y la publicación de ensayos sobre la sociedad y el capitalismo.

Soros confiesa que accedió a los mercados financieros como  medio para ganarse la vida; pero que, luego, aprovecha la reputación que posee para lanzar sus ideas. Lo malo es que, después de haber analizado sucesivas crisis, en 1999, escribía: «Ha llegado el momento de reconocer que los mercados financieros son intrínsecamente inestables». Conclusión particular: el sistema, con sus pros y con sus contras, salta de una crisis a otra, de importancia mayor o menor, incluidas las grandes, como la actual. También la Biblia, a través de la historia de José, reveló la economía cíclica, con el sueño interpretado como la sucesión  de años de vacas gordas y de vacas flacas.

Con antecedentes tan antiguos hay que ver lo que le ha costado a Zapatero reconocer la crisis asentada en España. Tuvo que percibirla por los ecos de la norteamericana. ¡Eso del adanismo resulta insoportable a estas alturas!

N. de la R.
Este  trabajo ha sido publicado en el nº 95 de «Cuadernos de Encuentro».