Bahia M.H Awah (8/11/2009)
Barack Obama en su libro «Los sueños de mi padre» contaba que en un viaje de mochila por España cuando era estudiante conoció un emigrante africano al que describía en tono familiar y subrayaba las consecuencias de su emigración desplazado por su situación económica «un hambriento más lejos de su hogar, uno de los muchos hijos de las antiguas colonias -argelinos, hindúes, paquistaníes- abriendo brechas en las barricadas de sus antiguos amos, haciendo su propia harapienta y azarosa invasión». Y la historia aquí se repite porque los hechos tienen un punto de convergencia común.
A Abidin Saleh Bachir, lo conocí a mediados del 2000 en el barrio madrileño de Lavapies, ya en aquella época una barriada multirracial donde el emigrante se sentía como en su tierra por la variedad de restaurantes que desprendían olores a comidas de diferentes países y por los atuendos identitarios que lucían unos y otros venidos desde muy lejos y de diferentes culturas. Todo fue una casualidad. Yo realizaba un curso práctico de periodismo con la Cadena Ser, y residía en una calle cercana a la Gran Vía, La Ballesta 18, desde donde podía caminar hasta la representación saharaui en el barrio de Lavapies sin gastar en el «metro» las pocas pesetas de que disponía. No hacía mucho que había acabado mi curso práctico y ya estaba moviéndome en busca de un trabajo.
Una vez me acerqué a la representación y al entrar me fijé que desde un rincón habilitado para preparar té, se oía la conversación de dos personas, que al acercarme a ellas invadían mis sentidos el aromático olor del té verde y un especial olor a humo del tabaco típico más consumido entre los saharauis y los mauritanos, maneiya. Allí conversaban dos personas que afectuosamente me saludaron y me ofrecieron un vaso de una de las tandas del té. Uno de aquellos hombres era Abidin Bachir Kaid Saleh. Sostenía entre sus dedos una tuba, pipa saharaui, y sobre el tablero de un espacio que era cocina reposaba su gastada pitillera de un cuero bien trabajada. Estuvimos hablando un buen rato y luego me invitó a acompañarle a un piso en Moratalaz que compartía con un madrileño, compañero de trabajo, muy cerca de la salida del «metro», estación Vinateros. A causa de nuestra conversación sobre trabajo me propuso una cita el día siguiente para presentarme a unos amigos suyos que dirigían una nueva productora y estaban buscando un auxiliar de producción. Su misión era entrenar a un actor que debía en su papel hacer de árabe y adoptar un tono de no hablar bien el español. Tenía que hacer también otras tareas como cuidar el plató de noche y ayudar en imprimir los guiones y distribuirlos, un trabajo de auxiliar que no estaba mal por el ambiente y la gente del mundo del cine que se iba conociendo.
Al principio quedábamos en ocasiones para visitar unos amigos suyos de la diáspora saharaui en Madrid. Luego compartimos durante un mes una casa en San Martín de la Vega donde empecé con la productora y otra casa por muy poco tiempo en Fuenlabrada. En ese periodo de convivencia fui conociéndolo más y congeniando con su singular carácter. Coincidíamos en muchas reflexiones sobre nuestra situación en el exilio como individuos que pagábamos de forma personal las múltiples consecuencias de un proceso de descolonización mal acabado que nos dejó España. Me habló de sus dificultades en la urbe que conocía mucho antes de iniciar en ella sus nuevas andaduras en busca de un trabajo. Aún me acompañan sus consejos: «Tienes estudios y buena formación, trabaja en lo que sea para no pedir ni sufrir dependencia, esto es Occidente».
Era crítico con los políticos de forma general y tenía una visión de la vida que sólo se adquiere de los buenos hombres del desierto, sensible, bondadoso y solidario con los demás.
Congenié enseguida con su sentido del humor y sensibilidad humana, sentí su sinceridad y su filosofía de vida. Me fascinó con sus buenos conocimientos en literatura española y sus grandes referentes. Otra faceta que descubrí en él era el apego a sus raíces culturales y a la causa por la que luchan todos los saharauis. Era un gran orador, virtud que admiraba de él, la misma que constaté años mas tarde al conocer a Chedad, uno de sus hermanos mayores. Entablábamos al amor del té ricas charlas sobre los grandes poetas de la literatura española y hasania, y me recitaba algunos versos y complacido me preguntaba si conocía el autor.
Me comentaba que los años 70 en su casa de El Aaiún tenía la mejor recopilación de música de los discos de los grandes clásicos en hasania, Aulad Abba, Sidati y Chej, pero sin que se limitara sólo a éstos su gusto por la música. Su cultura estaba enraizada y bien cultivada a otros niveles que sostenía en su visión globalizadora y de carácter multicultural. Los Beatles, los Rolling Stones, y los Credence Clearwater eran sus ídolos en aquellos años de auge social anticolonial. Y otros cantantes protesta contra los sistemas políticos mundiales bipolarizados por los dos bloques, la OTAN y el Tratado de Varsovia, que lideraba la ex URSS. Teníamos diferencia en formación y en edad, elementos que nos situaba en épocas diferentes, pero compartíamos algo en común: el tener memoria de la tierra, las dificultades de la diáspora, y esa nostalgia que embriaga a los despojados de su entorno. Abidin formó parte de aquella generación de jóvenes saharauis que no pudieron continuar sus estudios universitarios en los últimos años de la colonia. Se matriculó en la Universidad de Granada en septiembre de 1974 para estudiar Ciencias de la Información pero la guerra truncó sus sueños.
Calderón de la Barca era su poeta preferido, memorizaba decenas de sus versos, que en muchas ocasiones me recitaba a propósito de nuestra situación de inmigrantes. Cuando el tema giraba en torno a las dificultades y los motivos que empujan a muchos africanos y latinoamericanos a emigrar de sus zonas por diferentes situaciones económicas y políticas, me decía «ya lo había advertido Calderón en sus versos». Razón por la que se sentía identificado por «la vida es un sueño». Bécquer era su poeta lírico cuando se refería a la belleza de una mujer o de nuestra madre naturaleza, García Lorca y su poesía para él representaban la lucha contra la injusticia y las locuras que cometen los poderosos contra lo justo.
Tenía una voz sonora y grave que simulaba la voz de un experto doblador de películas. Casaban sus graves armónicos de voz para recitar la poesía que tanto le gustaba del gran Calderón de la Barca.
Sueña el rey que es rey, y vive con este engaño mandando, disponiendo y gobernando…
…Sueña el rico en su riqueza, que más cuidados le ofrece; sueña el pobre que padece su miseria y su pobreza;… y en el mundo, en conclusión, todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende.
Tuvo un sentido del humor constante que nunca se vio afectado por los años más duros de su exilio, alejado de su familia, apátrida, doblemente refugiado y sin que le reconocieran la nacionalidad española que tenía como muchos de los saharauis durante la época de la colonia. Todos portaban el DNI, el libro de familia y el pasaporte españoles, no existían para ellos otros documentos que no fueran estos. En cierta ocasión me enseño su carné de estudiante saharaui cuando el territorio era provincia española.
Me comentó muchas veces que la vida en sus primeros años en Madrid le fue muy difícil, pero me decía que tenía un truco, y había que buscarlo con buen sentido del humor. Y ese truco, me decía, era conservar intacto el carácter de nuestra sociedad, «no desesperes nunca ni dejes de caminar las primeras horas de la mañana», porque según decía él, «Dios reparte muy temprano su suerte». A propósito me contó cómo encontró su primer trabajo con una productora de Madrid, «salí muy temprano de la casa donde residía, no tenía trabajo ni dinero y callejeando por las arterias de la ciudad me paré frente a una puerta muy grande donde se veía un letrero con una oferta de trabajo. Entré allí y me presenté en la recepción donde me atendió una señora. Le dije que quería hablar con la directora de la productora, y que venía justo para este trabajo que anunciaban en la fachada. La señora a la que le contaba todo no era la recepcionista ni la secretaria, como yo creí, sino la misma directora de la productora».
Impresionada por el acento castizo, el excelente manejo de la lengua y la profunda mirada de Abidin, enseguida le invitó a sentarse y le entrevistó para el trabajo, después de saber que era un saharaui. «Desde el día siguiente comencé un trabajo bien pagado», recuerdo que me lo contó con esas palabras en varias ocasiones. Y me decía: «¿Ves?, si ese día me hubiera quedado dormido o tomando té y escuchando el cotilleo de los demás no estaría aquí contándotelo». Tras terminar este trabajo puntual contactó con un amigo attrezzista que había conocido y con el que había trabajado en los campamentos saharauis cuando realizaba los preparativos de una película y le pidió ayuda. Finalmente Abidin consiguió un trabajo estable con la productora StarLine. En varías ocasiones me invitó a su trabajo y comíamos juntos en un bar cerca de la productora, sobre todo algunos fines de semana, cuando disponía de tiempo. Me llevó varias veces a visitar a otros chicos saharauis que residían en Leganés, a una casa compartida por los hermanos Ulad Ahel El Mahyub, creo que era una de las primeras en Madrid donde recalaban y encontraban acogida y cariño muchos saharauis sin trabajo y sin papeles.
Le gustaba mucho jugar con los niños y hacerles sentir felices con sus gesticulaciones y los cuentos que les relataba, siempre con su penetrante y sincera mirada de grandes ojos. A Javi, el hijo de una amiga común, le hizo creer que la foto colgada en el salón de su familia era de otro Javi y que no era él, y le decía «tú eres Javi pero el de la foto es otro Javi«, siendo la foto del mismo niño.
Una vez que íbamos de viaje en un tren de cercanías, enfrente nuestro iba sentada una chica rubia con un niño que se mostraba muy serio, con cara de pocos amigos. Abidin me dijo: «verás cómo cambiar esa carita». Le fue haciendo gestos con los ojos y la cara, le acercaba la mano y la retiraba sin tocarlo en un plan de juego y mucha complicidad con el niño. Cuando ya estábamos llegando a la estación de Nuevos Ministerios el niño empezó a sentir el cariño de Abidin extendiéndole la mano y lo miraba fijamente como si quisiera seguir el juego con él. Finalmente acabaron hablando y riéndose los dos. Disfruté toda la escena desde el principio, porque vi que el niño poco a poco se estaba animando y mostrando otra cara más risueña. El niño se contagió con una risa que sorprendió a la propia niñera que lo cuidaba, una chica polaca contratada para recogerlo del colegio. «Es la primera vez que veo al niño riendo a gusto», nos comentó la chica con un español bastante bueno, y saliendo ya de la estación nos contó que no era su madre como habíamos pensado en un primer momento.
Transcurridos más de seis años desde que nos dejó aquel guerrillero de fusil y cámara, un día en la Biblioteca Nacional, perdido yo entre archivos y catálogos en busca de las huellas de aquella generación de estudiantes saharauis, encontré el periódico «La Realidad«, que se editaba en el Sáhara en los años setenta y del que me habló Abidin muchas veces. Mis ojos se toparon con una foto y debajo, en los créditos, aparecía el nombre del fotógrafo, que era simplemente «Abidin». Corría el año 1975 y era la última foto que haría para «La Realidad», que dirigía el periodista y viajero Pablo Ignacio de Dalmases, quien años más tarde se convertiría en amigo mío.
En un viaje que hice en febrero a los campamentos visité un pequeño establecimiento de un ex fotógrafo de guerra amigo de Abidin, y charlando con él sobre su trabajo en aquellos años me enseñó un libro en el que aparecían algunas imágenes de ambos fotógrafos y me detuve estudiando una foto en la que Abidin vestía con los auténticos uniformes que utilizaban en aquellos primeros años los guerrilleros saharauis. La foto al final me la facilitó el Archivo de la Información saharaui.
Como un joven de aquellos que ingresaron en las filas polisarias en los años setenta, tras militar muchos años y compartir sueños e ilusiones de un Sáhara libre, Abidin posaba apoyado en el parachoques de un Land Rover Santana, y entre sus brazos portaba una metralleta AKM de las que capturaban al ejército marroquí. Vestía un pantalón militar de color verde gris y la mítica gandura que usaban las Agrupaciones de Tropas Nómadas, ATN, el cuerpo de infantería que fundó la metrópoli para defender sus fronteras coloniales. Doblaba sobre su cabeza el turbante gris de los guerrilleros polisarios, en su uso de campaña, y rodeaba su cintura un correaje del que se colgaba la funda donde se guardaba el puñal de emergencia del soldado, para luchar cuerpo a cuerpo y valerse de él para cortar en caso de extrema supervivencia. Posiblemente el cigarrillo que sujetaba entre los dedos de la mano izquierda era de un tabaco negro y muy malo que confiscaban aquellos años a los soldados marroquíes, o de los argelinos que distribuían como ayuda a los guerrilleros, tal vez de una marca que recuerdo se llamaba Afras o el L´Moudjahid.
Abidin tenía una especial inclinación por los grandes dirigentes militares saharauis, en ciertas ocasiones me hablaba de Biga uld Baali, un mítico guerrillero poeta y dirigente militar caído en los primeros años de la guerra. Me invitó una vez a acompañarle a La Rioja para visitar a su amigo Uld El Buhali, y en el camino me contaba que lo apreciaba por su visión de estratega militar y bravura en el combate, estuvimos con él un fin de semana.
Al descubrir la foto, que es en sí misma leyenda de todo un personaje, me di cuenta quién era Abidin y el por qué de su admiración a muchos de esos dirigentes saharauis.
El 18 de enero próximo se cumplirán siete años de su fallecimiento. El mejor homenaje a todos aquellos jóvenes de la generación de los 70 que ya no están con nosotros es recordarles tal y como un día fueron.