Sin Acritud…
Manuel Funes Robert (9/5/2911)
En estos días en los que el proceso de beatificación de Juan Pablo II ha ocupado gran parte de la actualidad y en la que se han destacado su virtudes, me llama la atención el olvido de un mérito quizá olvidado: ha sido el único Papa que ha condenado expresa y públicamente a la Santa Inquisición, ordenando el fin del carácter secreto de los documentos vaticanos referentes a esa institución.
La historia de esta negra institución comienza a principios del siglo XIII, cuando el Papa Inocencio III ordena acabar por el fuego las herejías de cátaros y albisenses. La frase relativa al fuego no dice con claridad que se deba quemar vivos a los herejes, pero los intérpretes y ejecutores queman vivos al que osara pensar que dada la inmensidad de los meritos de Cristo ganados en la cruz, el hombre se salva por la fe sin necesidad de las buenas obras.
Los papas siguientes aceptan la interpretación de que la quema se refiere a las personas y no a las obras y documentos heréticos. A esta interpretación se añade la creación de legados pontificios que iban a los países en los que se producían brotes de herejía, ordenando que todas las autoridades se pusieran a las órdenes de los legados papales.
Y he encontrado documentos donde el legado del papa en Suecia llama al marido de una supuesta hereje y le dice que puede estar contento porque la iglesia ha vuelto a admitir a su esposa en su seno tras haber confesado y comulgado pero «tiene que pagar una gran cantidad de dinero». Pregunta el marido que por qué. Contesta el legado: «porque el escribano ha gastado mucho papel y mucha tinta en el proceso y porque se necesitan dos haces de leña para quemarla». Se refería al alma, no al cuerpo.
Otro detalle de esta nefasta institución es que no condenaba nunca a los presuntos herejes cuando los hallaba culpables sino que se limitaba a enviarlos al brazo secular a los que había impuesto la pena de muerte por esos motivos. De ahí la afirmación tendenciosa de que la Inquisición no condenó a muerte a nadie, pues los que ejecutaban eran el brazo secular.
En España aparece con los Reyes Católicos pero alcanza su máxima expresión en la segunda mitad del siglo XVI con los famosos autos de fe de Valladolid en1559 y de Sevilla en 1562. En el primero se queman vivos a nueve personas, entre ellas al bachiller Herrezuelo y al famoso Doctor Cazalla, que había sido consejero de Carlos V. El referido auto lo relata con detalles Menéndez Pelayo en su «Historia de los Heterodoxos Españoles» y en nuestros días, Miguel Delibes dedicó a esta historia una de sus mejores novelas, «El Hereje». Carlos V, desde Yuste había escrito a su hijo pidiéndole que no tuviese piedad con los herejes y que él se sentía culpable por no haber matado a Lutero cuando lo tuvo a su alcance en la Dieta de Worms. Voltaire describe otro auto de fe con esta frase: «Después de las devotísimas oraciones, los quemaron vivos a fuego lento con lo cual, la familia real quedó muy edificada». («Viajes de escarmentado»).
La inquisición, para defender el tesoro de la fe lo primero que hacía con los presuntos era privarles de todos sus bienes y fue tal la acumulación que se creó un cuerpo especial para administrarlos, los llamados «familiares del Santo Oficio».
En España la inquisición está vigente hasta la llegada de Napoleón, que la suprime desde su estancia en Chamartín. Fernando VII la restablece y a mediados de siglo desaparece definitivamente. Eliseo Reclus, el famoso geólogo francés escribió: «para ver el progreso de España hay que saber que las brujas, duendes y demás siervos del demonio estaban presentes en este país hace poco más de cincuenta años».
Menéndez Pelayo, que defiende la inquisición con estas palabras: «también Europa enciende hogueras. Un español muerto en Ginebra. Se refiere a Miguel Servet, medico aragonés, quemado vivo por orden de Calvino. Nuestro Juan Valera, el famoso autor de «Pepita Jiménez»: «En verdad que era una delicia vivir en aquella época, con el sambenito, la muerte en la hoguera y mas allá de este mundo, con las inextinguibles llamas del infierno».
De estos rigores y asesinatos no se libraban ni los príncipes de la iglesia. El arzobispo Carranza, primado de España estuvo cinco años preso por haber escrito en un catecismo dedicado a su diócesis que «si la fe no bastaba para salvarse estaba presente en la base de las buenas obras».
Juan Pablo II ha sido el único Papa que ha condenado estos bárbaros hechos y la institución y creo que se le hace justicia, recordándolo en estos días.