España
José Manuel González Torga (6/1/2013)
A finales de 2012 formé parte del Jurado del Premio Nacional de Poesía, en representación de la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE). Eso me obligó a un tiempo de lectura intensiva de los libros presentados. Una inmersión que, por otra parte, propicia volver la vista sobre un preciado regalo de un gran amigo y paisano leonés: el doctor Alfredo Fernández Álvarez, que ejerció la ginecología y, desde hace años, ya jubilado, dispensa sabiduría general sin horario de consulta.
El obsequio al que me refiero es la primera edición facsimilar (año 1978) de los 48 números que forman la colección de la revista Espadaña, publicados entre mayo de 1944 y las postrimerías de 1950, en este último con un recuadro por el que desean a amigos y suscriptores un feliz año 1951, augurio que parece ajeno a un mal presentimiento sobre la continuidad. «Esa ha sido su corta historia -en palabras dictadas por el docto ginecólogo y humanista desde su silla de ruedas- pero una hermosa historia literaria, del llamado grupo leonés de poesía de aquellos ya lejanos tiempos. En Espadaña se conjugaba un heroico compromiso ético y estético con una atrevida y sagaz conciencia social. Todo ello suponía una auténtica aventura literaria -casi un milagro- porque eran unos años duros, difíciles, hostiles y de hambres».
A la línea de Espadaña se le ha atribuido la etiqueta de tremendismo poético. Leopoldo Rodríguez Alcalde, en su ensayo «Vida y sentido de la poesía actual» (Editora Nacional, Madrid, 1956) establece esa relación tipificadora: «Su renombre va unido al de la revista Espadaña, fundada y dirigida en León por el poeta Victoriano Crémer, turbulento y desigual, que tan pronto presenta en sus versos elevaciones portentosas como caídas monumentales, pero dejando a salvo, al final, su condición de poeta auténtico». Oponía una especie de frontalidad cruda en Espadaña al formalismo refinado de los vates que, en la corriente bajo el apelativo de Juventud Creadora, daban savia a la revista Garcilaso. Crémer no aceptaría ni el marbete de tremendismo ni el de poesía social; prefería hablar de humanismo.
Equipo responsable
En los dos primeros números de la revista leonesa figuraba, en la contraportada, a modo de títulos de crédito, el equipo responsable: «Hacen Espadaña, Antonio G. de Lama, Eugenio de Nora, Luis López Santos, M. Rabanal, V. Crémer Alonso«. Se habla del carácter colegial de la dirección, si bien no constituían un grupo homogéneo y Crémer reconocerá que las circunstancias le convirtieron en director real, dado su carácter de hombre orquesta que resolvió el arranque de la publicación gracias a su labor gratuita de tipógrafo. Sobre la trastienda económica, Eugenio de Nora deja dicho en letras de molde: «…no hace falta insistir en que ni una sola de las colaboraciones fue nunca retribuida, y todo ello hizo posible, sin la más leve aportación de dinero oficial u oficioso, el milagro y la prolongación del milagro».
¿Quién era quién en este caso? Veámoslo por separado.
Antonio González de Lama, de Valderas, en la esquina leonesa lindante con Valladolid y Zamora. Un hombre polifacético: sacerdote, profesor, escritor y periodista; dirigió el Diario de León en distintas etapas.
- Victoriano Crémer, quien sobrepasaría los cien años de edad escribiendo columnas de periódicos. Había empezado de niño voceando, en Burgos, el diario El Castellano, en calidad de «canillita», denominación rioplatense, sacada de un personaje de la obra teatral con ese mismo título, debida al periodista uruguayo Florencio Sánchez. Pues Crémer pasó de canillita, y luego tipógrafo, a firma reconocida en la Prensa y en la Radio; como también a ocupar un lugar propio en el Parnaso.
- Eugenio de Nora, de familia campesina, llegó a la capital leonesa, destinado a buscar nuevas metas por el estudio. Era jovencísimo y lo reconoció en prosas de ingenio, signadas con el seudónimo de «Younger». Compatibilizaba su veta poética con una firme orientación hacia el profesorado, que llegó a ejercer en España y en el extranjero.
- Luis López Santos, otro clérigo, canónigo, doctor en Teología, así como en Letras, catedrático de Literatura y director del Instituto de Enseñanza Media. La armonía entre los dos curas solo duró hasta el nº. 4 de la publicación.
- Manuel Rabanal, ex combatiente del bando nacional y catedrático de Griego, protagonizó un alejamiento progresivo de las incidencias de la revista por su destino en Santiago de Compostela.
Con carácter más general, la dispersión geográfica consiguió terminar pronto con la coexistencia del núcleo fundacional, dejando, a pié de obra, a Victoriano Crémer y a Antonio G. de Lama, mano a mano en lo alto del campanario. Pasa a ayudarles José Castro Ovejero, músico y hombre de letras, el cual, además, lleva los sencillos guarismos de una modestísima Administración.
Un soneto acusado de herejía
Menudearon los problemas suscitados por la libertad del estro y de la crítica literaria en las páginas de Espadaña. Un soneto de Blas de Otero motivó que se topara con la Iglesia, cosa que dejó fuera de juego en la coyuntura al Padre Lama.
Crémer recordará: «Como único superviviente responsable, me vi precisado a defenderme ante un tribunal eclesiástico de lo que consideraban «flagrante herejía». Afortunadamente, aquel no era el Tribunal de la Sangre. Pero herida quedó de muerte la Revista…». La agonía no se prolongó y un
jueves de enero de 1951, Lama, Crémer y José Castro Ovejero, a la sazón corresponsables de la existencia de aquella iniciativa cultural, acordaron clausurarla, dejando a salvo la honra por el camino recorrido.
Aunque no consta de forma singularizada en los comentarios preliminares de la edición facsimilar, suscritos por Eugenio de Nora y Victoriano Crémer, deduzco que el soneto de Blas de Otero, desencadenante del conflicto con derivaciones letales, debió de ser el incluido en el penúltimo número -el 47- en negrita del cuerpo 10, con blancos muy generosos para dedicarle toda la página quinta.
Considero conveniente reproducir aquí ese poema, para que los lectores estén en condiciones de opinar con conocimiento de causa sobre la tensión producida en el contexto de las circunstancias de la época. A continuación, pues, el soneto en cuestión, de Blas de Otero.
DÉJAME
Me haces daño, Señor. Quita tu mano
de encima. Déjame con mi vacío,
déjame. Para abismo, con el mío
tengo bastante. Oh Dios, si eres humano,
compadécete ya, quita esa mano
de encima. No me sirve. Me da frío
y miedo. Si eres Dios, yo soy tan mío
como Tú. Y a soberbio, yo te gano.
Déjame. ¡Si pudiese yo matarte,
como haces Tú, como haces Tú! Nos coges
con las dos manos, y nos ahogas. Matas
no se sabe por qué. ¡Quiero cortarte
las manos! Esas manos que son trojes
del hambre, y de los hombres que arrebatas.
Cada cual, en efecto, podrá valorar la significación del poema. Personalmente pienso que si no resulta ortodoxo como oración en el templo, tampoco tenía por qué ocasionar persecución alguna fuera del mismo.
Secciones y resquemores
Como es lógico la parte fundamental de Espadaña estuvo constituida por las muestras de la inspiración de los poetas recogidos en sus páginas. El subtítulo más habitual de «Poesía y crítica» -aunque sustituido en algunos números por el de «Poesía Total» -daba cobertura para la presencia de secciones variadas como «Crítica y Notas» (en el nº. 21, como curiosidad, acoge el libro poético de un periodista que descollaría en Le Monde y otros periódicos: José Antonio Novais); «Poesía y verdad» (artículos habitualmente de Antonio G. de Lama como «El perfil borroso de Dionisio Ridruejo«, pero hay también alguna otra firma, como la de Ricardo Gullón, con aportaciones sobre Enrique Gil y Carrasco y José Espronceda); «Poesía y vida»; «Noticias de libros y revistas»; «Filosofemas», de José Castro Ovejero; o «Tabla rasa» (apuntes intencionados, algunos de los cuales despertaron resquemores, sobre todo uno, dedicado al influyente y galardonado Ginés de Alvarado, a quien incluía entre poetas «… hasta hoy menospreciados e inéditos. Nos congratulamos pues, de este nuevo e ignorado vate…». La ironía soliviantó como un flagelo y, al parecer, concitó animadversiones. Las filias y las fobias estaban repartidas. César González Ruano, pongo por caso, en aquellas sus memorias en las que se confesaba a medias, opina para bien de Ginés de Albareda.
Con determinados números, vieron la luz suplementos, como el dedicado a Don Francisco de Quevedo y Villegas, en 1945, tercer centenario de su muerte.
Una constelación de nombres
El elenco de autores, que podemos leer en Espadaña descuella por su número a la vez que por su importancia; aparte, claro está, de los ya citados como creadores y mantenedores del invento.
Había nombres coetáneos indiscutibles, como los de Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Rafael Alberti o José María Valverde. Leopoldo Panero también disponía de sitio e incluso encontraba un hueco para que a su mujer, Felicidad Blanc, publicara «El cock-tail». El paso de unos años devastadores, deshabitaron la casa de Panero en Astorga, mostraron a los viandantes el jardín abandonado y, lo que es mucho peor, exhibieron a la viuda y a los hijos en una película que materializaba la idea freudiana de matar al padre y que producía vergüenza ajena, rompiendo moldes de la institución familiar. Leopoldo Panero no merecería la santificación; pero aún menos un auto inquisitorial de tales características.
Con algunos de los colaboradores de Espadaña he tenido trato personal. A José García Nieto le entrevisté para Prensa y TV. En Zaragoza asistí a la tertulia de Miguel Labordeta, en su casa, con su hermano José Antonio y otros concurrentes. Jaime Delgado, catedrático de Historia de América y buen conversador, explicaba humorísticamente cómo, en momentos de fuerte protesta universitaria, sus clases eran una balsa de aceite porque las ponía a hora temprana y tenía la experiencia de que «la Revolución no madruga». A Jesús Delgado Valhondo le conocí en Badajoz donde, en el diario Hoy, dio continuidad a una página semanal sobre Arte y Literatura que yo había iniciado. De José Hierro, recibía más tarde, como redactor-jefe en el periódico madrileño Nuevo Diario, la sección de crítica de Arte que tenía encomendada para el suplemento dominical. A Salvador Jiménez lo traté, aunque con menos asiduidad, en otros menesteres periodísticos.
Bastantes más poetas y escritores dejaron huella en aquellas páginas de Espadaña. Así, en un catálogo de marcados contrastes, José Luis L. Aranguren, Marcelo Arroita-Jauregui, Carlos Bousoño, Rafael Benítez Claros, José Luis Cano, Eugenio Frutos, Fernando Fernán-Gómez, Jacinto López Gorgé, Carmen Conde, Gabriel Celaya, José María Pemán, Demetrio Castro Villacañas, Ángela Figuera Aymerich, Luis López Anglada, Ramón González Alegre, José Luis Leicea, Antonio Pereira, Antonio Gamoneda, Pedro Lezcano, Leopoldo de Luis, Trina Mercader, Luis Rosales, Francisco Pérez Herrero, Luis Felipe Vivanco, etc., etc.
La prestigiosa revista de la capital leonesa no dejó de recordar a poetas anteriores, como Juan Ramón Jiménez, Unamuno, Lorca, Antonio Machado o Miguel Hernández.
El interés por la poesía hispanoamericana impedía, a su vez, orillar a figuras como César Vallejo o Pablo Neruda y acogía otras voces llegadas del otro lado del Atlántico, como la de Antonio Fernández Spencer (de la República Dominicana) o Pablo Antonio Cuadra (nicaragüense).
Encontramos traducciones de Claudel, Yeats, D’Annuncio, Rilke y algún otro autor antológico en lenguas extranjeras, como quien figura con su heterónimo de Miguel (de) Torga (en la partida de nacimiento Adolfo da Rocha). Traduce una muestra de sus «Poemas ibéricos», Pilar Vázquez Cuesta, y escribe una nota como introducción, sobre el que sería presentado varias veces para el Premio Nobel: «Nacido en San Martinho de Anta, aldea de Tras-Os-Montes, hijo de campesinos, con una adolescencia brasileña de plantación de café, y luego la carrera de médico en Coimbra…».
En repetidas ocasiones me han preguntado si tenía algún parentesco con el escritor luso. Tal hizo, en una entrevista, el entonces presidente de la Xunta de Galicia, Gerardo Fernández Albor. Como le aclaré, en mi caso es apellido lo que en el de aquél era seudónimo. Torga me viene de una aldea asturiana con esa denominación. En Portugal, como daba a conocer Espadaña, es el término que se aplica al urce (brezo), «planta sobria que se aferra con gruesas raíces al suelo pobre de la montaña para dar un paraíso de flores todas las primaveras». Algo sabía, más no tan claro como lo leído en esas páginas poéticas.
Repasar Espadaña proporciona todo un caleidoscopio de sugerencias.
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