Mi Columna
Eugenio Pordomingo (18/5/2008)
Tras muchas dudas he llegado a la conclusión de que el 4 de mayo de este año va a ser una fecha memorable en todo el Continente Africano. Ese día, Guinea Ecuatorial celebró elecciones para elegir a los diputados en la Cámara de Representantes.
Con cierta parafernalia, días antes de esos comicios, la mayor parte de los medios de comunicación españoles recogían una noticia muy esperada en Malabo: la Policía Nacional había detenido a Severo Moto en la localidad toledana de Fuensaldaña, donde el opositor guineano se instaló no hace mucho huyendo de la contaminación madrileña que nos impone Alberto Ruiz-Gallardón. Allí, Moto habita con su prole, en el histórico castillo Severmonten, antaño propiedad de los Duques del mismo nombre, que con inusitado arrojo y mejor espada combatieron a las hordas moras, arrojándolas hasta cerca de Casablanca en el Gran Magreb.
Los pingües negocios de Moto le permitieron hacerse en una subasta en Londres, con el Castillo de Severmonten, tras pujar con lo más «granao» de los habituales a estos saraos. Una laboriosa y cuidada rehabilitación, a cargo de una de las innumerables empresas de Florentino Pérez (su mujer compartió escuela con Moto en Niefang), dejó a Severmonten en las mejores condiciones de habitabilidad.
Como digo, poco antes de los eventos democráticos en Guinea Ecuatorial, Moto se encontraba en sus aposentos, cuando su mayordomo le advirtió de la presencia de un importante dispositivo de las Fuerzas de Seguridad de España.
Tras ordenar a los criados que abrieran el portón, gratamente sorprendido por tan inesperada visita, inquirió al que parecía ser el Jefe de la Fuerza, por el motivo de tan grata presencia. «Tenemos orden de que nos acompañe, señor». A un chasquido de sus dedos, acudieron un enjambre de criados, todos ellos de raza aria, que con suma delicadeza le despojaron del lujoso albornoz de finas sedas, mientras otro siervo le preparaba un lujoso traje oscuro -hay que tener en cuenta que eran las 21 horas- y una bella camisa de seda y los correspondiente gemelos de oro con el escudo de armas de Niefang, en los que orfebres toledanos habían grabado sus «armas»: una nipa y un machete de chapear.
Tras unas indicaciones a su mayordomo, su familia (esposa, hija y nieta, entre otros) se acercaron a despedirse de él con enorme alborozo. En su lujoso despacho, los funcionarios policiales pudieron apreciar extraordinarios oleos de Antonio López y otros afamados pintores españoles, que con sensibilidad y creatividad extrema, habían plasmado las efigies de José Luís Rodríguez Zapatero, Miguel Ángel Moratinos y Teodoro Obiang Nguema.
«El Rolls Royce está preparado, señor», le dijo el mayordomo. Pero, el Jefe que mandaba la Fuerza, le sugirió que no, que ellos le llevarían en el suyo, un «K» policial de «camuflaje».
Pasaron dos días sin que se supiera nada de Severo Moto. Entre tanto, alguien llamó a su fiel e incondicional Armengol Engonga para decirle «¡Severo ha aparecido muerto en Gabón!; lo siento». De forma inesperada, una nota de prensa de la Audiencia Nacional nos aclaraba el asunto: «Severo Moto ha sido detenido por tráfico de armas con destino a Guinea Ecuatorial».
Unos medios de comunicación mencionaban eso de «presuntamente», otros nada. Ya le catalogaban como un vulgar traficante, aunque eso sí, adinerado. Una especie de Víctor Bout. Al día siguiente, tras hábiles interrogatorios, el Estado español invitaba amablemente a Moto a que comparta el módulo 10 de la Residencia Gubernamental de Navalcarnero (Madrid). Es lo que en caló se denomina trena.
Entre tanto, una llamadita de teléfono lograba calmar algunos ánimos: «Teo, tranqui, tío; todo arreglado. ¿Cuándo vas a Suiza?» Al otro lado de la línea de uno de los interlocutores se oían tremendos alaridos, como si alguien estuviese siendo torturado…
No podía ser Saturnino Nkogo, pues hacía pocos días que su cuerpo totalmente destrozado y sus intestinos llenos de brea (alquitrán), había sido entregado a su horrorizada esposa. «O lo entierras tu o lo enterramos nosotros», le dijeron. Pero allí, donde literalmente le machacaron, intentando sacarle cierta información que había llegado desde la Madre Patria, no hay el más mínimo sistema judicial. El «habeas corpus» es más bien un «habeas destrozatus».
El puesto de chatarra, no de armas, que Saturnino tenía en el mercado de Bata, se encontraba vacío. Su joven compañero estaba detenido, siendo «interrogado». Su madre, al conocer el asunto, murió de un maldito infarto de corazón. La «UVI» del ministerio de Sanidad guineano, donada por el PNUD, no llegó a tiempo pues se encontraba haciendo servicios de «taxi».
Obiang estaba satisfecho, aunque ninguno de sus hijos, ni el Primer Ministro ni otros «barones» del PDGE hubieran conseguido ser nominados para liderar su distrito en las elecciones generales deL 4 de mayo de 2008.
En el puerto de Sagunto (Valencia), pesadas máquinas descargaban decenas de contenedores con importantes alijos de armas encontrados en tres barcos de carga de gran tonelaje. No hacía falta preguntar por el «autor intelectual» de tamaña operación, todos lo sabían: Severo Moto.
Con esta grata noticia, la población de Guinea Ecuatorial, alborozada ella, inundó las calles, perfectamente asfaltadas, libres ya de infectos charcos donde los anófeles campean a sus anchas, entonando bellos cánticos. El alborozo por haber encontrado esas «armas de destrucción masiva», era general. Las campanas de las iglesias redoblaron sin cesar. Por cierto, aquí Su Santidad el Papa también podía pedir perdón -como en Estados Unidos- por ciertos desvíos sacerdotales acaecidos entonces y ahora.
¡Ya podemos celebrar elecciones con tranquilidad; ya no hay problema! ¡Nuestra democracia puede exhibir al mundo entero sus logros! ¡El Estado de Derecho ha triunfado!
De esta guisa, algunos medios titulaban «La oposición democrática inicia la campaña electoral». PDGE y CPDS se lanzan a la arena política en pos de los escaños de la Cámara de Representantes.
Los resultados electorales es lo de menos. Ya se sabía de antemano: 90 o 99 por ciento para el PDGE, el partido de Obiang Nguema; el resto a repartir entre los demás. Quizás hubiese que presionar un poco, pero eso se podía negociar después.
Los «observadores internacionales», pagados por Exteriores, se encontraban en la Bahía de Malabo, degustando una apetitosa «picuda» en el Club Náutico. Al día siguiente salía el avión de Iberia para Madrid y había que aprovechar las últimas horas… En esta ocasión no hizo falta que el senador Juan José Laborda negociase nada con el dictador.
De repente, no se cómo ni por qué, algo extraño me despertó. De forma instintiva puse la radio: «Importantes noticias nos llegan de Malabo, Guinea Ecuatorial, donde al parecer se ha producido un….»