Alberto Montero Soler (17/4/2009)
La gravedad de la situación de la economía española y sus perspectivas actuales de empeoramiento a corto y medio plazo resultan, a estas alturas, evidentes para cualquier ciudadano.
El deterioro de las principales variables económicas, llegando muchas de ellas a niveles desconocidos en nuestra historia reciente, y la velocidad del proceso son rasgos indicativos de que se trata de un fenómeno sin precedentes cercanos que permitan las comparaciones salvo, tal vez, la crisis de 1992-93.
Es difícil cuestionar que la celeridad con la que está aumentando el desempleo constituye la manifestación más evidente de la gravedad de la crisis actual: desde enero de 2008 a finales de enero de 2009 aumentó en más de un millón de personas y se ha colocado en su nivel más alto desde 1996, con 3.327.800 desempleados (el 14% de la población activa). Por su parte, los datos de afiliación a la Seguridad Social recogen que en 2008 se destruyeron más de 840.000 puestos de trabajo.
Además, lo que tanto se temía, ha ocurrido: España ya se encuentra técnicamente en recesión dadas las caídas del PIB de los dos últimos trimestres de 2008 y todas las estimaciones indican que la contracción del PIB superará el 1,5% en 2009.
Hasta aquí pudiera parecer que no hay elementos diferenciales entre los rasgos de la crisis económica española y los de otras economías occidentales: en casi todos los países, la crisis financiera internacional está deteriorando, con intensidad y velocidad dispares, las principales variables de la economía real, aquéllas que en mayor medida inciden sobre la generación de riqueza y bienestar.
Este hecho ha favorecido que las autoridades económicas españolas hayan encontrado en la crisis financiera internacional el chivo expiatorio perfecto para atribuirle toda la responsabilidad de la situación actual y, remarcando machaconamente su carácter internacional, traten de eludir la cuota de responsabilidad que pudiera corresponderles por el estado de cosas actual.
Sin embargo, existe un importante elemento diferencial que, a simple vista, encaja mal con el recurso al automatismo simplista de atribuir al contexto de crisis internacional la causa única del curso que está siguiendo la crisis en España. Y es que, mientras que en el resto del mundo la crisis financiera ha adoptado diversas expresiones de esa naturaleza, ya sea en forma de quiebras y/o problemas graves de solvencia de instituciones financieras, en España esos problemas aún no se han manifestado. Lo cual, evidentemente, no quiere decir que no existan y puedan encontrarse latentes bajo una forma diferente esperando el momento de explotar.
Lo extraño es que, a pesar de ello, la intensidad y celeridad con la que se está deteriorando la situación económica es, con diferencia, la mayor de la Unión Europea y las perspectivas de que la situación mejore no son muy halagüeñas. ¿Cuál puede ser la razón?
Los desequilibrios que nadie quería ver
La comparación de la crisis en curso con la de 1992-93 permite destacar un importante elemento común: en ambos casos, los desajustes internos y externos de la economía española acaban por hacerse insostenibles y provocan la necesidad de un ajuste que, al no ser reconocido y conducido de forma ordenada por los respectivos gobiernos de turno, termina siendo impuesto sin contemplaciones por la vía del sector exterior.
Así nos encontramos con que, nuevamente, es la restricción externa la que está forzando el reajuste de la economía española, situándola frente a sus profundas contradicciones y poniendo en evidencia a los gobiernos de distinto signo político de las últimas legislaturas. Unos gobiernos que son responsables tanto de estimular un patrón de crecimiento insostenible económica y ambientalmente como de no embridarlo cuando los primeros síntomas de desequilibrio comenzaron a aparecer, confiando en que las fuerzas del mercado facilitarían un ajuste «suave» de la economía española.
En el origen de esos desequilibrios se encuentran una serie de circunstancias ampliamente vinculadas al nuevo contexto económico y de política económica resultante tras la creación del euro.
Y es que si una economía ha aprovechado con intensidad las ventajas de la creación del euro y, al mismo tiempo, ha descuidado los efectos perversos que de esas ventajas pudieran derivarse a medio plazo sobre sus equilibrios económicos básicos ha sido la española.
La etapa de bajos tipos de interés que se inaugura con la aparición del euro permitió que España, que había comenzado una larga fase de expansión económica en 1997, se beneficiara de unas condiciones que, dado el diferencial de inflación de la economía española respecto a sus socios europeos, distaban ampliamente de los que el Banco de España hubiera debido mantener de no haber cedido su soberanía monetaria al BCE.
Esto provocó que, en determinados períodos, los tipos de interés reales en España fueran negativos y, consiguientemente, que los incentivos al endeudamiento generalizado fueran casi irrefrenables. Pero, también, que España pudiera financiar en condiciones muy ventajosas este largo periodo de crecimiento de casi diez años consecutivos de crecimiento del PIB real por encima del 3%.
Esa fase expansiva estuvo acompañada de un importante proceso de creación de empleo (entre 1998 y el segundo trimestre de 2007, se crearon casi 7 millones de nuevos puestos de trabajo) y del incremento de las rentas económicas internas, siendo la construcción el principal motor de esta fase de expansión.
De esta forma, este largo periodo de expansión económica unido a las ventajosas condiciones para el endeudamiento permitieron que el incremento en la oferta de viviendas residenciales encontraran una demanda nacional en condiciones absorberla, reforzada por el incremento de la población inmigrante y el turismo residencial europeo.
Conforme la dinámica de revalorización continuada del precio de los activos inmobiliarios se mantenía en el tiempo, esa demanda fue adoptando progresivamente un perfil más especulativo; circunstancia que se acentuaba dada la baja rentabilidad ofrecida por los tradicionales activos financieros utilizados por la población para el mantenimiento del ahorro.
Este círculo, aparentemente virtuoso y, como tal, ensalzado por sucesivos gobiernos, entró pronto en una dinámica que acabó por tornarlo vicioso.
Los factores que coadyuvaron a esa mutación fueron, básicamente, tres. Por un lado, la hipertrofia del sector inmobiliario convertido en motor de la economía y espoleado por las expectativas de incremento continuado de los precios de la vivienda. En segundo lugar, el recurso generalizado al endeudamiento masivo por parte de familias y empresas. Y, finalmente, la dependencia para el mantenimiento engrasado de todo este engranaje del acceso por parte del sistema financiero a recursos financieros externos a bajo coste para poder atender la demanda de crédito interna habida cuenta de la baja tasa de ahorro nacional.
La burbuja inmobiliaria estaba servida y, como todo fenómeno especulativo, su continuidad dependía de que ninguno de los factores que la alimentaba colapsara.
Si a este patrón de crecimiento desequilibrado y de naturaleza especulativa se le suma el ya referido diferencial de la tasa de inflación española con respecto a las de sus socios europeos y sus menores niveles de competitividad, encontraremos el otro gran desequilibrio de la economía española: su tremendo déficit por cuenta corriente que llegó en 2008 al 10% del PIB.
Un déficit que ha persistido porque los distintos gobiernos han sido incapaces de atajarlo por la vía de reformas estructurales y porque, además, la pertenencia al euro, al tiempo que protegía a la economía española del ajuste por la vía de los ataques especulativos, también hacía inviable el instrumento que en varias ocasiones había permitido corregir este desequilibrio: la devaluación de la moneda.
Frente a estos desequilibrios, la economía española gozaba de dos importantes fortalezas.
Por un lado, la posición de superávit fiscal y los reducidos niveles de endeudamiento público en relación al PIB que le han permitido contar con un mínimo colchón de seguridad cuando la crisis comenzó a manifestarse pero que rápidamente, al menos en lo que al saldo fiscal se refiere, se han agotado.
Y, por otro lado, la relativa robustez de su sistema bancario y financiero como consecuencia de que desde el año 2000, el Banco de España obligaba a bancos y cajas de ahorro a dotar provisiones genéricas para que, en caso de que se produjera un aumento de la morosidad, la posición financiera de las instituciones no se viera afectada. Si a esas reservas, que cuando comenzaba la crisis eran de más de 30 mil millones de euros, se le añaden las inyecciones de liquidez desde el BCE, el Fondo de Adquisición de Activos Financieros creado por el gobierno y los avales del Estado para las emisiones de deuda que realicen, podremos entender por qué no ha quebrado aún ningún banco o caja de ahorros españoles.
Las burbujas siempre explotan
En todo caso, estas fortalezas han sido insuficientes para contener la intensidad con la que la crisis financiera internacional ha acelerado el proceso de ajuste de la economía española. Un ajuste que era de todo punto necesario pero que nadie se atrevía a enfrentar.
Y, así, cuando la desconfianza generalizada se extendió por los mercados monetarios mundiales, las instituciones financieras comenzaron a mostrar una preferencia absoluta por la liquidez y ésta desapareció de los mercados quebrándose, de esa forma, uno de los pilares sobre los que se había sustentado la fase de crecimiento acelerado de la economía española.
A ello se unió el endurecimiento de la política monetaria por parte del BCE, empecinado en contener el incremento de una tasa de inflación estimulada por el aumento de los precios tanto del petróleo como de los alimentos. La subida de los tipos de interés acabó por afectar al segundo de los pilares del «milagro» español: el endeudamiento de familias y empresas.
Las condiciones estaban servidas para que la burbuja inmobiliaria estallase y el ajuste fuera de todo menos de suave dada la importancia relativa de la construcción en el PIB y el empleo y sus importantes efectos multiplicadores sobre numerosos sectores económicos.
Lo grave es que a todo esto hay que añadir un factor adicional que puede condicionar en gran medida la duración de la crisis. Y es que el énfasis que el gobierno ha puesto en las necesidades del sistema bancario y financiero, como si el grueso de la crisis recayera sobre ese sector, contrasta con la tardía respuesta y los limitados recursos con los que está atendiendo los problemas de la economía real, ámbito en el que efectivamente está teniendo lugar el proceso de ajuste.
Una crisis de la economía real que se agrava por momentos por la restricción crediticia a la que han sometido las instituciones financieras a consumidores y empresas, destinando el dinero que tan generosamente les ha concedido el gobierno al saneamiento de sus balances en lugar de a la reactivación económica.
Es por ello que no cabe seguir atribuyendo a la crisis financiera internacional la responsabilidad absoluta del deterioro de la economía española sino que ésta obedece a dos causas fundamentales.
De un lado, a los desequilibrios acumulados durante un largo periodo de crecimiento y que la crisis internacional ha desatado con una virulencia tan sólo equiparable a la negligencia mostrada por los últimos gobiernos para reconducir los excesos de este patrón de acumulación.
Y, de otro lado, a la restricción crediticia impuesta por unas instituciones financieras que se niegan a realizar su función tradicional: canalizar el ahorro hacia las necesidades de financiación de consumidores y empresas a los que, en su momento, incentivaron a endeudarse y ahora se niegan a socorrer.
¿Cuánto puede durar esto? Es difícil de predecir dada la multiplicidad de factores en juego y la magnitud de los desequilibrios. ¿Podía haberse evitado? Se podía, hubiera bastado con unas menores dosis de autocomplacencia y de confianza en la supuesta tendencia inherente de los mercados para mantenerse en equilibrio.
Una vez más, la mano invisible de Adam Smith está acabando, a bofetadas, por poner las cosas en su sitio.
N. de la R
Alberto Montero Soler es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga (España). Otros textos suyos se pueden leer en su blog «La otra economía«. Este artículo se publicó en Le Monde Diplomatique.