loboGuinea Ecuatorial
Abaha (29/8/2010)
Cuentan que un día un enfermo fue a visitar al médico de su pueblo. Se encontraba mal desde hacía tiempo y a pesar de los remedios que él se ponía, los resultados no eran nada positivos; más bien al contrario. Hierbas, brebajes de mil y un tipo no le mejoraban su estado físico, que se extendió a su carácter y a su sique. Las viejas del lugar -conocedoras de los remedios tradicionales- le recomendaban y aconsejaban sobre qué hacer, qué tomar y cómo tratar de curarse.

Pero el enfermo a los suyo. Ni iba al galeno ni atendía las recomendaciones de las ancianas del lugar, cuyos remedios a otros les iban bien.

Mariano, así se llamaba el enfermo, dejó de atender a su ganado y animales de compañía. No salía de casa y a duras penas se ocupaba de la higiene corporal. Su alimentación, a base de los restos de tocino que le quedaban y queso rancio, era más que precaria. Sus fuerzas le fallaban. Y a veces hasta se orinaba en la cama, donde pasaba la mayor parte del tiempo.

Los vecinos murmuraban entre ellos sobre la ausencia de Mariano. Hasta que un día un grupo de hombres, con los que Mariano antaño jugaba a diario la partida de mus, decidieron ir a visitarlo.

El espectáculo que encontraron nada más llegar a la casa fue deprimente. Olor a orines y suciedad, animales abandonados; los perros casi famélicos no podían ni ladrar. Uno de esos caritativos hombres, con más de setenta años a la espada, organizó la reacción.

A uno le mandó al puesto de la Guardia Civil -el suceso tuvo lugar en Castilla allá por los años sesenta- a pedir ayuda, y de paso «ve a ver a don Julián, el médico, y le dices como está el Mariano«; a otro de los acompañantes le mandó a buscar comida para los animales, mientras a otro le encomendó que diera agua a vacas, burro, perros y gatos.

Él -el que organizaba- se dirigió a Mariano, tratando de consolarle, pero no pudo aguantar y le espetó: «Mariano, eres más tonto que Manolo -se refería al asno de Mariano-, mira que no querer ir al médico, o atender los remedios de Eufrasia -la curandera-; es que eres la leche…».

Buscó en las alacenas y no encontró más que aceite, sal, un poco de azúcar y nada más. Salió a la huerta y, ¡milagro!, allí encontró huevos recién puestos. Las gallinas -estaban perfectamente-, ya se saben perviven comiendo lo que sea.  Lavó como pudo un tenedor, un vaso y un plato, y se puso a preparar una tortilla de esas que, equivocadamente, llaman «francesa».

El repiquetear del tenedor batiendo los huevos, hizo que Mariano entreabriera los ojillos: «¿Qué haces; qué ruido es ese?»

Perico, que así se llamaba el organizador de aquella defensa numantina de la vida de Mariano, le soltó: «¡Anda y calla, que nos tienes hasta el escroto!»

Al poco, aparecieron dos Land Roover de la Guardia Civil, con el bigotudo sargento al mando. Y detrás, como un milagro, les seguía don Julián, en su recién estrenada Vespa.

Perico, tras poner en antecedentes a la Autoridad, dijo que lo primero que tenía que hacer Mariano es zamparse los tres huevos que le había batido; después lavarse un poco sus «partes», que ya olían que daba asco.

El sargento asintió: «Sí, sí, pues como llegue al hospital así de guarro, se van a creer que es un maqui… y al primero que joden es a mí»

Como pudieron le lavaron, le quitaron los calostros que adornaban, como una corona blanquecina, su blandengue pene, otrora fuerte, venoso y enérgico.   

Nada más terminar la operación de asearlo un poco, los dos Land Roover  y la Vespa, partieron hacia Valladolid, al hospital.

Al grito de «¡Paso a la autoridad!», el sargento se encaminó a «Urgencias», donde le atendió un engominado médico, que lucía un bigotillo negro y fino, de la época. ¿Qué pasa, ha sido un atraco, verdad?

El sargento, don Julián y Perico, todos a la  vez, pusieron al galeno en antecedentes.

Una rápida inspección del iris, párpados, pulso y tacto arterial, pusieron al doctor en el camino. «Lo que tiene es una anemia galopante. Esto se cura con una buena hogaza, un pedazo de jamón y queso y buena copa de vino Santa Catalina». Este vino era de obligado cumplimiento por entonces.

Unos quince días después, los amigos de Mariano, le visitaron. Estaba en el pabellón de tuberculosos. Una veintena de camas a cada lado del amplio pasillo, con monjitas que iban y venían con jeringuillas, vendas u otros artilugios sanitarios, era la escena que ofrecí la larga y amplia sala de los «tuberculosos». Un olor a «medicina» y el continúo repiquetear de toses lo impregnaba todo.

Una monjita les indicó la cama donde estaba postrado Mariano. Se acercaron lentamente. Lo primero que les llamó la atención fue un enorme gráfico a los pies de su cama, con un trazo en rojo, una flecha, en vertiginoso descenso.

Mariano estaba cetrino, parecía una vela de la Iglesia. Sudaba, olía como a pus; no tenía ni fuerzas para toser. Pero sus ojillos se alegraron al ver a sus paisanos.

– ¿Cómo estás? -dijo don Julián.   

– Que le voy a decir– balbuceó Mariano-, jodido, bastante jodido.

Perico, se acercó a Mariano y le dijo con lagrimas en los ojos: «Cabrito, si hubieras ido antes a ver a don Julián, o hubieras hecho caso a las mujeres -se refería a las curanderas-, otro gayo nos cantara».

Mariano, con enorme esfuerzo, sacó una mano de entre las sábanas y agarró la de Perico, mientras le dijo con un hílo de voz: «Sí, pero no lo hice…»

No sabemos si Mariano superó la galopante tuberculosis que minaba su ya endeble cuerpo o la superó, pero esta historia nos brinda una moraleja.

Si uno tiene un mal, hay que acudir a la ciencia, a los profesionales, para que, tras un análisis, determinen un diagnóstico, tras el cual vendrá la receta, el tratamiento. A los manuales…

Lo que ocurre en Guinea Ecuatorial -nos referimos a los fusilamientos del pasado día 21 de este mes y a las otras muchas muertes, torturas y encarcelamientos,  acaecidas desde hace ya muchos años, viene siendo denunciado de forma habitual por opositores, historiadores, periodistas, etc.. La posibilidad de que los cuatro guineanos, ahora fusilados, lo fueran,  ya había sido anunciada,  lamentablemente, por muchos de nosotros, especialmente por sus familiares, a los que desde aquí mandamos nuestro pésame más sincero.

Sin proyecto, sin táctica y sin estrategia, todo está perdido…. Así titulamos un artículo, en el que intentamos hacer un diagnóstico de la situación, al que se unió La farsa de Obiang Nguema y el «silencio de los corderos», y otros muchos.

Con una manifestación de una veintena, una cincuentena o un centenar -da lo mismo- ante la embajada de Guinea Ecuatorial en Madrid, tras ciertos enfrentamientos de los que de momento no vamos a dar cuenta, no se consigue nada. Los buenos deseos y la buena voluntad solos no valen para nada. Como tampoco valen las bonitas palabras y el autoagasajo. Papel mojado de un día.

Tampoco se consigue nada con un comunicado distribuido tarde y mal. Con el mismo escaso éxito, tampoco se conseguirá nada con uniones ficticias, arropadas con siglas que duran un día o una semana. No, no; así no.

Ahora hay que arropar a los familiares de los caídos, a éstos, y a los de antes. A las víctimas no hay que olvidarlas nunca.

Que quede claro, de poner la otra mejilla, nada de nada.

Hoy hay que reflexionar, analizar, saber quién está o no con nosotros; qué nos une y qué nos separa. Definir y señalar a nuestros enemigos y denunciar su actuación sin remilgos. Y golpear donde más duela.