Sin Acritud…
Randall Wray (2/7/2011)
Para quienes entienden la Teoría Monetaria Moderna (TMM) resultó siempre obvio que el lanzamiento de la Unión Monetaria Europea cometió yerros fatales. Sabíamos que a la primera crisis financiera y económica seria, se vería amenazada su misma existencia. En cierto sentido, ha pasado desde el principio como en los EE. UU. de 1929, en vísperas de la Gran Depresión: un fraude crediticio excesivo, una excesiva deuda de las familias y de las empresas, y un boom económico que duró demasiado tiempo.
Cualquier cosa podría haber disparado la crisis que siguió, pero fue el descubrimiento de que Grecia había estado cocinando su contabilidad lo que selló el destino de Eurolandia. Y como en los EE. UU. posteriores a 1929, Eurolandia pugna por comprender y por lidiar con la crisis. Ahora se desliza hacia otra gran depresión.
Muchos economistas y muchos responsables políticos -incluso algunos suficientemente ortodoxos- empiezan a reconocer que el obstáculo atravesado en el camino es la incapacidad para armar una respuesta en términos de política fiscal efectiva. Esa incapacidad nace de la ausencia de una autoridad fiscal a escala europea. De aquí las semimedidas tomadas por el BCE y otras autoridades para poner parches al problema de la deuda.
Ello es que hay un conflicto entre las distintas autoridades respecto de la solución al problema, como no podía ser de otra manera, dada la ausencia de una autoridad fiscal. Muchos desean imponer una austeridad equivalente a las sangrías «terapéuticas» medievales. Sostienen que el problema real es la falta de autodisciplina en los países periféricos. Y no puede dejar de observarse que esa idea es ampliamente compartida por las elites de esos mismos países. Esas elites se sentirían felices arrojando a sus propios países al abismo de la depresión, a fin de desbaratar toda resistencia a los recortes salariales y de llevarse por delante todos los programas sociales a favor de la población trabajadora. Esa es siempre la solución preferida por las elites ignaras. Con este método se pretende rebajar los costos salariales en las naciones periféricas y hacer más competitiva la producción.
Esa es también, huelga decirlo, la posición de los miembros más poderosos de la UE. La prudente Alemania ha mantenido a raya los salarios durante la pasada década, disparando la productividad. Consiguió así convertirse en el país con producción de menos coste en Europa, y pasito a pasito, podría llegar a poder competir hasta con Asia. No, desde luego, en la producción fundada en trabajo intensivo barato, sino en la producción que de verdad cuenta, en el sector exportador de alto valor añadido.
Y esa es también la perspectiva más común también entre las clases trabajadoras en los países centrales, que comparten el prejuicio de unas poblaciones periféricas tan holgazanas como exageradamente remuneradas. Más asombroso aún que la falsedad de esa actitud, es el hecho de que si la sangría fiscal y el recorte de los salarios se pusieran efectivamente por obra en los países periféricos, no tardarían las fábricas en comenzar a salir de Alemania buscando trabajadores menos costosos. En otras palabras, el éxito de la periferia sería a costa de los trabajadores alemanes, que tendrían que aceptar salarios más reducidos para poder competir. Lo que de todos modos ocurrirá, espoleado por la pérdida de puestos de trabajo, si Alemania no puede encontrar ventas para sus productos fuera de la UE, en donde la demanda caerá indefectiblemente a medida que las naciones periféricas se hundan más en la depresión. El resultado será una bonita carrera hacia el abismo, de la que sólo puede beneficiarse la elite europea. Muy bonito.
Para decirlo todo, yo no creo que la UE pueda llegar a chupar suficiente sangre de los griegos (y españoles e italianos e irlandeses y portugueses) para que eso pueda funcionar. Harto más razonable sería ahora un aumento salarial en Alemania para conseguir competitividad dentro de la UE por la vía de elevar el nivel general. Pero tampoco eso parece nada probable, habida cuenta de que Alemania mira hacia más allá de las fronteras europeas, sobre todo en dirección al Este. Por consiguiente, seguirá empeñada en recortar sus propios costes laborales, y las naciones periféricas nunca conseguirán atrapar a Alemania en el común despeñadero.
Eso deja sólo dos alternativas. La primera es una reestructuración continua de la deuda, con compras del BCE por la puerta trasera (permitiendo a los bancos centrales comprar la deuda), y con garantías y préstamos del propio BCE. Todo en la esperanza de que las instituciones financieras tenedoras de toda la deuda pública periférica puedan, o bien sacarla de su contabilidad, o bien servirse del método norteamericano de ir proponiendo el ajuste a la baja de sus balances alargando indefinidamente el proceso de ajuste para no reconocer su insolvencia. El problema es que casi todos los datos económicos de las últimas semanas son malos -en prácticamente todo el mundo-, lo que hace más probable que se produzca algún tropezón en algún sitio y que se propague a través de los mercados financieros tan rápidamente como lo hizo en la Crisis Financiera Global de 2007.
Muchos bancos europeos quedarán con las nalgas al aire como insolventes sin remedio, y la deuda pública de los PIIGs será un problema añadido. Además, el BCE está legítimamente preocupado por los «precedentes» y los «efectos de incentivos». No se trata de las normas reguladoras de lo que el BCE puede o no hacer: tiene tanta licencia como la Reserva Federal para intervenir en una crisis y comprar o prestar a cambio de prácticamente cualquier tipo de activo. Se trata de lo que el BCE entiende que es su independencia. Los mercados verían un rescate de estilo norteamericano del sistema financiero europeo (con garantía de la deuda pública de la distintas naciones, por añadidura) como una pérdida de independencia. Lo cierto es que el BCE ya la ha entregado, pero se agarra a la esperanza de poder recuperar de algún modo la virginidad perdida.
Eso deja sólo una tercera posibilidad: crear la necesaria autoridad fiscal. Eso permitiría al BCE limitarse a la política monetaria, cediendo al Tesoro europeo las riendas para lidiar con la crisis. Yo he venido sosteniendo desde 1996 que este es el único camino para hacer viable el proyecto de la UE. La teoría económica subyacente a ese punto de vista es sencilla, y es la que vale por doquiera en todos los países desarrollados. En efecto: los EE. UU. son en realidad una Unión Monetaria Norteamericana (UMN), pero una unión monetaria bien constituida, que dispone de un Banco Central y de un Tesoro. Sin embargo, por razones políticas, eso no va a ocurrir en la UME. Estamos ahora más lejos de ello aún que en 1996, porque la crisis ha hecho crecer la hostilidad entre sus miembros. Nadie quiere ceder poderes al centro.
Así pues, nada de todo eso va a suceder. ¿Qué queda? Salir de la unión.
N. de la R.
Randall Wray
es uno de los analistas económicos más respetados de Estados Unidos. Colabora con el proyecto newdeal 2.0 y escribe regularmente en New Economic Perspectives. Profesor de economía en la University of Missouri-Kansas City e investigador en el «Center for Full Employment and Price Stability». Ha sido presidente de la Association for Institutionalist Thought (AFIT) y ha formado parte del comité de dirección de la Association for Evolutionary Economics (AFEE). Randall Wray ha trabajado durante mucho tiempo en el análisis de problemas de política monetaria, macroeconomía y políticas de pleno empleo. Es autor de Understanding Modern Money: The Key to Full Employment and Price Stability (Elgar, 1998) y Money and Credit in Capitalist Economies (Elgar 1990).
La traducción es de Casiopea Altisench. Este artículo se publica con la autorización de SIinpermiso.