Internacional
Javier García (6/1/2024)
Estamos acostumbrados a contemplar las tragedias del mundo, a ser testigos de tremendas injusticias y brutales sufrimientos en las noticias a la hora de comer. La interminable serie de conflictos y matanzas que nos ha brindado la hegemonía planetaria de EEUU desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, y especialmente desde la caída de la Unión Soviética, nos ha desarrollado una suerte de callo de autodefensa. Uno no puede pasarse el día pensando en bombardeos, cuerpos destrozados o torturadores porque la vida es también y, pese a todo, bella y preservar la alegría debe ser uno de nuestros principales empeños.
Pero esto se está volviendo muy difícil para cualquiera que siga con un mínimo de atención lo que sucede en Gaza. Nos creíamos curados de espantos y pensábamos que lo peor del ser humano había tocado fondo. Pero las imágenes que vemos a diario nos confirman que todavía no es así. Qué puede haber peor que bombardear niños, que segar para siempre la inocencia de su corazón y su mirada. Qué más inhumano que acabar con sus vidas a millares (más de 10.000 hasta el momento, según Euromed) y cercar a los que quedan en el horror, obligarlos a vivir bajo las bombas en improvisadas tiendas de campaña, sin agua ni alimentos y al albur de las enfermedades.
Qué más puede hacerse después, sino destruir las universidades, las bibliotecas, las escuelas, las mezquitas, los hospitales, las infraestructuras, convertir la franja de Gaza en un terreno baldío en la que las promotoras israelíes anuncian ya “el sueño de tener una casa en la playa”.
Obligar a sus 2,3 millones de habitantes -la inmensa mayoría refugiados que ya habían sido expulsados de sus tierras originales- a abandonar sus casas de nuevo, empujándolos hacia la frontera con Egipto, mientras se les mata de hambre intencionadamente (cerca del 90% han sido ya desplazados).
Detenerles además y humillarles públicamente, haciéndoles desfilar por las calles en ropa interior. A cirujanos, a enfermeros, a maestros, ninguno de ellos, por lo que se ha sabido después, con alguna relación con Hamás o la violencia.
Y todo, no lo olvidemos, con el beneplácito de Occidente. En primer lugar, del hegemón estadounidense que envía las bombas y claramente las alienta, por mucho que en público sus dirigentes pidan moderación. Pero también de su cohorte de seguidores europeos y otras partes, que solo en los últimos días se han atrevido por fin tímidamente a votar por el alto el fuego en la ONU, pero siguen sin tomar ninguna otra medida efectiva que pueda contribuir a detener esta colosal tragedia.
El genocidio al que asistimos en directo en Gaza es el infame epílogo del declive del dominio occidental sobre el mundo, su más ilustrativa imagen. Es el derrumbe absoluto de todos los valores que Occidente alguna vez proclamaba. Nadie que apoye lo que está pasando por acción u omisión, nadie que habiendo podido hacer algo para evitarlo no lo ha hecho, podrá después de esto volver a hablar de derechos humanos sin que se le caiga la cara de vergüenza.
No hace falta reflexionar demasiado para darse cuenta de que el modelo occidental hace aguas por todas partes. Hace aguas en la salvación ecológica del planeta, en la solución de las injusticias o de la pobreza, en respetar la libertad de expresión del que piensa diferente, en la convivencia pacífica, en la búsqueda de cualquier tipo de prosperidad compartida entre las naciones o las gentes.
Pero también hace aguas a borbotones en los valores más básicos por los que el ser humano se ha hecho digno de ese nombre desde el origen de los tiempos: el humanismo, la compasión, la bondad, la solidaridad, el cuidado del prójimo, la empatía.
Cuando la periodista gazatí Kholoud Faqawi describía cómo temblaban en sus estanterías bajo los bombardeos los libros de Camus, de Shakespeare o de Kafka, no hacía otra cosa que expresar en una magnífica metáfora cómo el mundo occidental de la justicia, los derechos humanos y la libertad se le venía abajo. Cómo se apagaba brutalmente el siglo de las luces, mientras los aviones israelíes dejaban también sin luz a su ciudad.
Como dice Kholoud, la ecuación se ha vuelto más clara que antes: nosotros, los muertos, fuera del ataúd sellado con alambre de espino y, ellos, los vivos. El jardín y la jungla que tan bien describió Borrell. No, no hay escapatoria para quienes viven en la jungla, no hay, por supuesto, un proyecto común que los englobe. El modelo occidental ha dejado claro que es un sistema cerrado y excluyente: la idea no es cultivar un jardín global, sino reforzar los muros que lo separan y crear más guetos. Una Gaza planetaria, en palabras de Rafael Poch.
Lo malo es que el resto del mundo se ha dado cuenta de ellos hace tiempo y la masacre de la franja palestina ha acelerado el convencimiento y la indignación de millones de seres humanos que salen a las calles en todos partes a decir basta.
Ante la impotencia a la que nos abocan, nos queda pensar que los abismos de bajeza moral a los que estamos llegando son el último estertor de un modelo que se derrumba. El colofón final de un sistema de dominación salvaje.
Y nos queda también la certeza de que no queremos ese jardín ensangrentado. La vida está en otra parte. Ya es hora de salir a defenderla y reclamarla.
NOTA:
Javier García es periodista. Ha sido jefe de corresponsalías en Medio y Extremo Oriente, Latinoamérica, Europa y África, además de enviado especial a diferentes conflictos bélicos. Actualmente, es profesor de Periodismo en la Universidad Renmin de Pekín. Su último libro es China, amenaza o esperanza.
Fuente:
Globalter.
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