Arshin Adib-Moghaddam (24/10/2008)
EN LOS CÍRCULOS POLÍTICOS E INTELECTUALES del país en el que vivo, y tal vez más allá, en el continente europeo y norteamericano, puede darse por sentada una actitud ignorante e insidiosamente complaciente hacia la guerra en Afganistán. En el momento en el que se escriben estas líneas, ello puede verse reflejado en los pocos editoriales, análisis académicos y talleres políticos sobre el pasado, presente y futuro del país. Intelectualmente, Afganistán es el Estado huérfano por excelencia. Los iraníes, árabes y sudamericanos que se quejan de la escasa representación de sus pueblos deberían echar un vistazo al triste apuro de los afganos, una nación y un lugar aparentemente sin contornos.

«Muchos militares estadounidenses han confirmado tener una actitud más bien despreocupada hacia las matanzas civiles en países extranjeros». Mucha gente se mostró exuberantemente complacida cuando Kabul cayó y cuando las fuerzas de la OTAN y la armada norteamericana se hicieron con el control del país en 2001. Desde el principio, los planificadores estadounidenses atribuyeron un valor más bien escaso a las vidas de los civiles afganos, así como a los pocos activos materiales del país. El personal militar norteamericano en general, desde luego, no sale a asesinar afganos por principio, pero muchos de ellos han confirmado tener una actitud más bien despreocupada hacia las matanzas civiles en países extranjeros. No tengo dudas respecto a que muchos de estos jóvenes chavales fueron promocionados por la cultura de guerra del Pentágono inducida por el eje Rumsfeld-Wolfowitz-Cheney, y por el irracionalmente belicoso temperamento del país tras los ataques de septiembre de 2001.

El Equipo América se encontraba fuera para vengar lo que estos oscuros musulmanes hicieron a su país, y Afganistán resultó ser el primer lugar para aplicar el shock y el temor experimentados.

POCOS ATESTIGUAN LAS TRAGEDIAS DIARIAS
Cuando la guerra comenzó, «¿Cuántos editoriales ha leído sobre el informe de la ONU acerca de la matanza de 90 civiles, entre ellos 60 niños en el pueblo de Nawabad, en el área de Azizabad, del distrito de Shindand?», surgieron algunos ultrajes en diarios británicos más bien más perspicaces como «The Guardian» y «The Independient«, especialmente en alusión al bombardeo sobre el sistema de telecomunicaciones de Kabul, las centrales eléctricas, la oficina de la Televisión de Al-Jazeera, los camiones y furgonetas repletos de refugiados afganos, y el pueblo agrario Chowkar-Karez en el que murieron en torno a cien civiles. Sin embargo hoy, tras las fotos de torturas tomadas en la prisión de Abu-Ghraib, tras Guantánamo, tras el horror de Irak, la gente no se escandaliza ya tan fácilmente. El público está saturado de muerte y destrucción.

Afganistán ha dado docenas de Hadithas y Fallujas, que han sido sólo ligeramente relatados. ¿Cuántos editoriales ha leído sobre el informe de la ONU acerca de la matanza de 90 civiles, entre ellos 60 niños en el pueblo de Nawabad, en el área de Azizabad, del distrito de Shindand? ¿O sobre los 33 civiles asesinados en Nuristan hace pocos meses, en abril de 2008?

El problema es que no existe discurso que pegar en la historia afgana. Gente sin voz son gente sin narración. Están condenados a permanecer sin identidad en un mundo en el que la identificación nacional, religiosa, de casta o clase social han desarrollado enormes potencialidades destructivas. «En los últimos meses, los Taliban han extendido su insurgencia por ciudades afganas, incluida la fuertemente fortificada ciudad de Kabul».

A los que creen que tales cuestiones normativas no tienen el valor analítico de una naturaleza estratégica, déjenme apuntar unos pocos factores que califican el título de mi análisis. Cada año, desde la ocupación del país, el número de tropas extranjeras se ha incrementado. George W. Bush, en su camino hacia lo que solamente puede ser considerado una de las más desastrosas presidencias de la historia de Estados Unidos, ha anunciado recientemente una oleada adicional de tropas estadounidenses reorientando su guerra al terror hacia esta región (también dirigida mediante ataques aéreos ilegales al territorio pakistaní).

Sin embargo, a pesar de esta incrementada actividad militar, los neo-Taliban han aumentado asimismo sus campañas militares. En los últimos meses, los Taliban han extendido su insurgencia por ciudades afganas, incluida la fuertemente fortificada ciudad de Kabul. «La guerra se está extendiendo y los Estados vecinos están pagando la equivocación». De hecho, el embajador británico en Afganistán, Sir Sherard Cowper-Coles, en un intercambio filtrado con François Fitou, de la Embajada francesa en Kabul, fue citado afirmando que la estrategia estadounidense en el país está destinada al fracaso y que al aumentar el número de tropas nos identifica aún más como una fuerza de ocupación y multiplica los objetivos de los Talibán. El general de la Brigada Carleton-Smith, alto comandante británico en Afganistán, se ha mostrado igualmente inflexible en dejar implícitamente claro para Estados Unidos que no vamos a ganar esta guerra (ver «The Sunday Times» de Londres, 28 de septiembre de 2008). La única solución aceptable para el barrizal afgano, según Cowper Coles, sería un dictador aceptable.

UNA SITUACIÓN INSOSTENIBLE
La guerra se está extendiendo y los Estados vecinos están pagando la equivocación. «El cultivo de amapolas y la producción de opio se han incrementado proporcionalmente desde la ocupación de Afganistán». Asif Ali Zardari, el nuevo presidente de Pakistán, se encuentra ahora ante dos amenazas a la seguridad: las incursiones transfronterizas no autorizadas, por parte del Ejército estadounidense, por un lado, y la campaña terrorista lanzada sobre el país, por parte de la alianza Al-Qaeda-Taliban, por otro.

Cuanto más sometimiento demanda Estados Unidos a sus aliados -Pakistán, Arabia Saudí, Egipto, Jordania-, más volátil se torna su legitimidad en casa. La inseguridad en Afganistán ha causado un profundo impacto también en Irán. El cultivo de amapolas y la producción de opio se han incrementado proporcionalmente desde la ocupación de Afganistán. El Ejército iraní, auxiliado por las Naciones Unidas, ha estado luchando una batalla perdida contra las cuadrillas de tráfico de drogas, quienes mediante contrabando introducen en el país heroína, cocaína, crack y toda suerte de drogas, que luego, vía Turquía, llevan a las calles de París, Londres, Berlín, Roma y Madrid.

Para el pueblo afgano la situación es horrible. Sus opciones oscilan entre los ocupadores extranjeros, cuyos eslóganes de libertad y reconstrucción suenan vacuos tras siete años de guerra y destrucción, y los terroristas talibanes, hordas de hombres furiosos de todas partes del mundo que merodean el capital humano del país en nombre de un ideal mayor que la mayoría de los afganos ha rechazado hace mucho tiempo. Ante todo esto, la historia afgana es una triste historia. Y aún más preocupante resulta el que allí haya tan pocas personas comprometidas a contarla.

N. de la R.
Arshin Adib-Moghaddam, de origen iraní, es profesor de política en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos (SOAS) de la Universidad de Londres. Fue previamente profesor las Universidades de Oxford y Cambridge. Es autor de «La política internacional en el Golfo Pérsico: una Genealogía Cultural» (Routledge, 2006) y de «Irán en la política mundial: la cuestión de la República Islámica» (Hurst & Co., 2007). Estudió en las Universidades de Hamburgo y Cambridge.
Este artículo se publica gracias a la gentileza del autior y de  Sage Democracy.