Manifestacion por la Sanidad PublicaEspaña
Venancio Díaz Castán (29/7/2013)
Sería prolijo hacer una historia pormenorizada de lo que fue la asistencia sanitaria en el medio rural y en los ambulatorios de las ciudades, cuando el médico se enfrentaba a tres tipos de pacientes: los del seguro, los particulares y los de beneficencia, y por ello acometeremos un breve resumen que, como es habitual resultará insuficiente e insatisfactorio. El Estado, consciente o no de la escualidez y mal trato que daba tanto a profesionales como ciudadanos, toleraba la existencia de sistemas de remuneración abiertamente ilegales en unos casos, con lo que el profesional se convertía en rehén de sus pacientes por pequeñas cantidades que cobraba en forma de “igualas” para poder sobrevivir a cambio de ser esclavo de su puesto de trabajo las veinticuatro horas del día.

En los casos de aquellos que carecían de seguridad social la iguala era más sustanciosa pero igualmente esclavizante y onerosa. Así se estuvo funcionando por un periodo de unos cincuenta años, atendiendo en clínicas rurales muchas veces miserables, siempre en función de la buena voluntad de los alcaldes respectivos que quisieran o pudieran dotar físicamente el servicio. En las ciudades las cosas eran algo diferentes. El compromiso con los pacientes era algo inferior, y su atención de segunda categoría se reducía a la obligatoriedad de dos horas de consulta y avisos hasta las cinco de la tarde. En aquellas dos horas había quien atendía hasta sesenta y ochenta personas de manera siempre precaria. El trato era distinto si accedían a la consulta privada: la de casa. Esta numerosísima consulta del seguro era la fuente que nutría las consultas privadas de eminentísimos y famosísimos especialistas y médicos generales. El trabajo en las consultas era abrumadoramente burocrático por los centenares y miles de recetas y partes que había que evacuar a diario y había escaso tiempo para seguimiento de patologías con un mínimo de garantía científica. En líneas generales la higiene era escasa y el uso de instrumental estéril inexistente. En la inmensa mayoría de los consultorios rurales la desinfección de pinzas, tijeras, hilo de sutura y agujas se llevaba a cabo por inmersión en alcohol y a veces con hervidores. No existían apenas registros. La historia clínica residía en la memoria del médico y con él se iba a la jubilación o a la tumba. Como el Estado daba por hecho que el médico o el enfermero usaba su consulta privada para atender a los pacientes de la Seguridad Social, le indemnizaba con una cantidad ridícula en la que debían ir incluidos todos estos auxiliares imprescindibles, como material quirúrgico, material de cura, iluminación, limpieza, etc.

En cuanto a los medios de diagnóstico diremos que para un simple análisis de sangre los pacientes habían de desplazarse a los hospitales comarcales, a veces a más de dos horas de viaje. En mi caso pude comenzar a solicitar radiografías en los años ochenta y sólo podían ser de tórax. Los seguimientos de la hipertensión los llevaba a cabo el cardiólogo, y excuso decir que ante los diabéticos lo único que se podía hacer era cumplimentar las recetas que ordenaba el endocrinólogo. Las posibilidades de formación continuada eran prácticamente nulas por la obligatoriedad de permanencia en el puesto de trabajo sin posibilidad alguna de suplencia. Las únicas actualizaciones eran las que propiciaba la industria farmacéutica y, aunque siempre iban acompañadas de intencionalidad comercial, eran muy de agradecer. El Estado vivía feliz en esta mediocridad asistencial porque la compensaba edificando enormes hospitales en los que se llevaban a cabo importantes progresos médicos y quirúrgicos. Hospitales como La Paz, el Ramón y Cajal y las ciudades sanitarias Francisco Franco, eran el espejo en que se miraba la autocomplaciente política de aquellos años. Sin embargo, los infartos eran mortales en su mayoría, los diabéticos padecían úlceras y cegueras sin cuento, el dolor crónico no se trataba adecuadamente, etc., por falta dramática de una red asistencial pública de calidad.

La salud global de la población era paralela a la de la ignorancia de sus derechos elementales.

En este estado de cosas estuvimos inexplicablemente hasta finales de los ochenta. Lo público era sórdido, sucio, agolpado, triste, mientras que lo privado era limpio, con habitación individual, trato exquisito, etc. Fue entonces cuando, de la mano de la recuperación o implantación del sistema democrático, apareció la revolución asistencial más importante que ha conocido España en su historia. El territorio nacional se pobló de centros de salud excelentemente dotados de medios y de personal, con atención de urgencia las 24 horas, con garantías asistenciales a distancia sideral de los anteriores consultorios. El diagnóstico electrocardiográfico, la cirugía menor, la esterilización, el registro de las patologías y su evolución en las historias clínicas se convirtió en una rutina que hoy todo el mundo ve con naturalidad; pero es conveniente recordar que nada de esto existía hasta aquel comienzo de los noventa. Fue durante el gobierno de Felipe González cuando comenzaron a sonar por vez primera las tres características fundamentales de nuestra salud: pública, gratuita y universal.

La especialización en medicina de familia comenzó a dar sus primeros frutos, el sistema acercó la pediatría a todos los puntos, enfermería dejó de ser una profesión que se dedicaba prioritariamente a poner inyecciones, los administrativos daban información, proporcionaban citas, facilitaban documentos allí donde no existía absolutamente ningún procedimiento, algo sólo posible en las ciudades. Las unidades de Salud Mental se acercaron a las áreas asistenciales y comenzaron a trabajar conjuntamente con el médico de familia, algo totalmente impensable pocos años antes.

Comenzó con rapidez la formación continuada y aparecieron los primeros protocolos para atender con rigor las principales patologías prevalentes, como la hipertensión y la diabetes. Los salarios de unos y otros se dignificaron despareciendo para siempre el ejercicio con pagos coactivos. Ya no era preciso compatibilizar consultas privadas con la pública, entre otras cosas porque la pública era considerablemente mejor que cualquier consultorio privado domiciliario. Pero todo aquel despliegue debía tener un sentido, unos objetivos de salud, no estrictamente políticos, que habían de recaer en la calidad, en el estado de bienestar de un país que se pretendía moderno y europeo. Había que pensar en sistemas de gestión que hiciesen el proyecto eficaz y eficiente. Por encima de todos ellos se decidió que la administración por objetivos de salud había de primar sobre el modelo gerencial, autoritario, basado en el gobierno por decreto. Por ello pareció conveniente que los centros de salud, distribuidos en sus áreas correspondientes, debían gestionarse con cierto grado de autonomía, siempre dentro de unas normas básicas de funcionamiento general. Había que estimular la motivación de los profesionales lejos de la costumbre secular adquirida en la Administración de ir a cumplir un horario y poco más. La medicina preventiva se veía como un logro a aspirar, del mismo modo que la erradicación del analfabetismo y el incremento generalizado de la cultura y el deporte.

Sin embargo, no hubo que esperar a que cambiase el gobierno hacia la derecha para constatar los primeros arrepentimientos y los primeros síntomas de autoritarismo. En los años 91, 92, 93, 94 y siguientes, ya habían desaparecido las reuniones de los equipos con las gerencias; los consejos municipales de salud, como organismos participativos con la población, no habían llegado siquiera a implantarse. Hubo un intento de ingenuidad casi emotiva que cristalizó en el decreto de Educación para la Salud en la Escuela, un año entero de formación conjunta de sanitarios y docentes con un gasto considerable, que se estampó contra la terrible resistencia al cambio de unos y otros. Evidentemente, el cambio tenía que empezar por la escuela, pero al profe de matemáticas no le sacaba nadie de sus raíces cuadradas y a médicos y enfermeras no se les descabalgaba de sus batas y zuecos, ni se les incrementaba su jornada laboral ni un solo minuto de lo acordado por unos sindicatos que jamás estuvieron a la altura de las circunstancias. Estábamos en España.

Conclusión: el modelo preventivo era más caro que el curativo. Pero para ese viaje no hacían falta unas alforjas tan grandes. Para seguir haciendo recetas y derivando a los especialistas no eran necesarias tantas contrataciones ni unos edificios tan bien dotados.

Para colmo, la tecnología y la industria farmacéutica complicaron las cosas en vez de venir a favorecerlas. La cultura sanitaria de los pacientes, que no la educación, los había hecho altamente demandantes de remedios y procedimientos de alto precio. Todo ello, ayudado por una legislación garantista que pone al médico en el punto de mira de la escopeta, condujo a que no se escatimasen medios las más de las veces innecesarios a fin de evitar demandas e indemnizaciones. El crecimiento del gasto puede ser exponencial a todas luces si todo aquel a quien le duele la cabeza alguna vez exige que le hagan un scanner cerebral, por poner un ejemplo.

Venancio Díaz Castán
Venancio Díaz Castán

Si sumamos a lo anterior el advenimiento de la famosa crisis, de la que no tenemos la menor culpa la mayoría, el terreno no podía estar mejor fertilizado para los gobiernos de corte ultraliberal, enemigos declarados de cualquier tipo de protección estatal. Tras echar unos cuantos globos sonda, como obligar al copago de fármacos a activos y pensionistas, basándose en la declaración de renta y haciendo pagar mucho a los trabajadores activos con nómina y casi nada a los millonarios que eluden la declaración de sus rentas, pasan directamente a la privatización de la gestión de hospitales y centros de salud afirmando que con ello van a mejorar la calidad asistencial. A pesar de fracasos estrepitosos previos (Alzira) insisten en el error, con especial encomio en la comunidad de Madrid, en donde hay mucho de donde sacar, muchos favores que devolver. La no universalización asistencial ha comenzado a cobrarse las primeras víctimas y elementos tan básicos como las vacunas comienzan a escatimarse. Y todo esto no tiene una causa económica, sino única y estrictamente ideológica: la privatización es el centro de gravedad del gobierno actual y no sé si de los que han de venir.

Poner soluciones corresponde a cabezas privilegiadas, que en España hace mucho que no se dedican a la política, pero hay que seguir insistiendo en los aspectos educativos, especialmente en los de escuela; en los legislativos para garantizar la igualdad y la protección adecuada de los agentes de salud; en los políticos, logrando acuerdos amplios que impidan impunidades de corte funcionarial (reforma, no desaparición de la función pública); en los económicos, haciendo asumibles y racionales el gasto farmacológico y tecnológico. Y muchos más, porque la salud es una categoría horizontal que afecta a todos los niveles y estamentos de la vida. Pero, por desgracia, con las mentalidades que se gastan por estos pagos no hay muchos motivos para sentirse optimistas.

N. de la R.
El autor es Médico y escritor.


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