El Demacre, de Juan Muñoz Flórez
El Demacre, de Juan Muñoz Flórez

España
Luis Sarabia (25/10/2016)
Situémonos: Madrid. Un verano de esos de calor homicida. Un tipo inteligente con alergia al trabajo. Drogas. Amigos banqueros o doctorandos. Amigos de barrio sin la ESO. Drogas. Una serie de brillantes ideas catastróficas. Un amor digno de poema épico que parece amenazado. Drogas.

Estos (y muchos otros) son los ingredientes de El Demacre, una novela magistralmente escrita por Juan Muñoz Flórez e incluida entre las cinco finalistas al Premio Guillermo de Baskerville 2016 a mejor novela independiente, que se falla a principios de 2017.

Para los amantes de las etiquetas, podríamos catalogarla como novela negra, una especie de thriller trepidante en el que los habitantes de las trastiendas de la sociedad entran en conflicto porque la mentira siempre parece el camino más directo hacia ingentes cantidades de dinero fácil. Y como en toda buena novela negra, la trama hace de trasfondo de lo realmente importante: las reflexiones acerca del inframundo tentador y decadente en el que se mueven los personajes; pero, sobre todo, del mundo luminoso oficial, tan podrido como aquel, del que huyen despavoridos cuando terminan de tomar cañas en sus entrañables terrazas.

Con todo, las etiquetas llegan hasta donde llegan, y si alguien lee El Demacre pensando en encontrar una novela negra, se sorprenderá de que se pasa tanto tiempo riendo como hiperventilando de emoción. Riendo en alto. Riendo en alto incluso en un vagón de metro rodeado de desconocidos. En estos extraños tiempos de la posmodernidad, en los que parece necesario elegir entre entretenido e inteligente, Juan Muñoz consigue aunar narrativamente ambas virtudes. Sin embargo, en ningún caso El Demacre es una comedia; al contrario, el protagonista, Diego Valente, sufre más que un cerebro sano en un plató cualquiera de Telecinco. No, es un drama constante con el que empatizamos entre carcajadas.

Por su parte, la trama se desarrolla armónicamente, siempre dejándonos al borde de un abismo emocional que nos hace prometer, en vano, que venga, que solo un capítulo más y lo dejamos. Los personajes, desde el ya mencionado protagonista Diego (caradura, inteligente, mordaz, profundamente enamorado de sí mismo), hasta los camareros secundarios menos relevantes, están construidos con personalidad propia. La atmósfera refleja a la perfección, tanto en sus escenarios como en su lenguaje, todo ese Madrid de la cara B, ese Madrid de los que se van a dormir cuando los demás entran a trabajar. O mejor aún, cuando se acaba la droga.

Eso sí, una advertencia: si usted es de esas personas que pierde el monóculo ante la grosería que le supone alguien diciendo “pompis” en público, tal vez, como ya habrá adivinado, este libro le va a entrañar cierto choque cultural. Pero tanto mejor. Leer es siempre un acto de comunicación, un acto de empatía, es forzarnos a sentir cómo es ser otra persona. Ahí está el verdadero placer y reto de leer grandes novelas: poder ver cómo otros nos ven al resto y cómo esos mismos otros se ven a sí mismos.


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