España
Javier Castro-Villacañas (21/8/2020)
El autor critica la posición de quienes aceptan o justifican los escándalos e irregularidades del Rey Emérito, actitud que califica de «servidumbre voluntaria«.
Es muy conocida la anécdota protagonizada por Fernando VII en su regreso a Madrid una vez finalizada la Guerra de Independencia. El entusiasmo popular, perfectamente organizado por los absolutistas, superó cualquier expectativa y al célebre grito de “¡Vivan las caenas!” se le unió el intento de centenares de madrileños (algunos lo consiguieron) de desuncir las acémilas que tiraban del carruaje Real y sustituirlas por sus propios torsos. Estupefacto ante el espectáculo, Fernando VII no pudo más que sonreír y agradecer el vasallaje popular afirmando irónicamente que “no era necesario” que él “prefería quedarse con las mulas”.
El anterior pasaje representa a la perfección una categoría en la historia de España. No sólo por lo que simboliza respecto a la dependencia en la modernidad del pueblo español hacia sus dirigentes, sino fundamentalmente por la consideración que tiene el poder político respecto al comportamiento sumiso de sus gobernados.
Este tipo de sumisión libre y aceptada es conocida en política como “la servidumbre voluntaria”. Fue en el siglo XVI cuando el filósofo francés Étienne de La Boétie reflexionó en torno a ella manifestando la estupefacción que le producía la mansa aceptación popular ante el abuso de un poder despótico. Para La Boétie “el secreto de denominación, el sostén y el fundamento de la tiranía” no es otro que la corrupción del cuerpo social en su conjunto: “Al final se halla casi tanta gente para la cual la tiranía parece ser beneficiosa, como gente para la cual la libertad sería agradable”.
Aquel tipo antiguo de servidumbre ha transmutado hoy en la forma moderna de sumisión ante la oligarquía que nos dirige: el gobernante comete los abusos que libre y voluntariamente le son permitidos. En el caso español, la monarquía de partidos (partitocracia para los que no quieran ver la relevancia de la Jefatura del Estado) se configura como un régimen cerrado de poder que hace posible lo anterior. Únicamente un sistema abierto de libertad política haría desaparecer la servidumbre voluntaria inherente a todo régimen oligárquico.
En España hemos asistido desde hace décadas a una cadena interminable de escándalos de corrupción protagonizados por dirigentes relevantes de nuestro orden constitucional. Frente a ellos, son numerosos los sectores de nuestra sociedad que los aceptan, justifican y defienden, anteponiendo su servidumbre voluntaria (política, ideológica, partidista o simplemente reaccionaria), en lugar de oponerse a los mismos dada su manifiesta gravedad.
Los casos conocidos de los ERE durante los gobiernos del PSOE en Andalucía; la financiación irregular del PP; la corrupción familiar e institucional de Jordi Pujol en Cataluña, y los nuevos escándalos de administración desleal que señalan a Podemos, son ejemplos de cómo, ante hechos injustificables de corrupción, determinados sectores de la sociedad no solamente los disculpan, sino que incluso llegan a exculparlos con argumentos de lo más peregrinos que van desde intentar colocar en una balanza anteriores bonanzas del implicado, pasando por la denuncia de conspiraciones políticas, mediáticas y judiciales, hasta llegar a la última ratio justificadora que consiste en considerar a los corruptos como parte de ellos mismos: “serán unos mangantes, pero son mis mandantes” aderezado con el confeso “¡Y tú más!” tan habitual en nuestros debates políticos.
El cúmulo de las servidumbres citadas, han florecido en la actualidad en la defensa del comportamiento más que irregular de Juan Carlos de Borbón. Quizá la más peculiar de todas ellas haya sido la esgrimida por la Conferencia Episcopal. La Iglesia católica española, ante un comportamiento a todas luces alejado de las más mínimas exigencias morales, ha emitido un comunicado respaldando la ejemplaridad y referencia histórica del Rey Emérito. Una demostración más de cómo una vez perdida la auctoritas, a uno ya sólo le queda arrastrarse ante la potestas del César de turno.
Otras defensas del juancarlismo se han centrado en la advertencia de que no se puede enjuiciar su presente sin recordar el papel relevante jugado en el pasado (a la manera de la justificación que hacen los correligionarios de Jordi Pujol). En este caso, tendríamos que hacer verdad el lema que se puso de moda durante los primeros años de la Transición y que podría enmarcase como resumen de su reinado: “Los españoles tenemos un Rey que no nos lo merecemos”. Lo anterior es más propaganda que realidad y, por lo tanto, sería conveniente revisar las hagiografías del personaje para dar un poco de luz sobre los numerosos aspectos borrosos de su vida pública.
Sin embargo, la cuestión que más partidarios ha aglutinado en torno a la defensa de Juan Carlos I en particular, y de la institución monárquica en general, ha sido la servidumbre del miedo ante la posible llegada a nuestro país de una fantasmagórica República bolivariana. Una conspiración disparatada que estaría dirigida por el mismísimo presidente Sánchez y que pretendería debilitar primero a la Corona y acabar después con el sistema constitucional del 78.
Sigue sorprendiendo aún, después de 45 años de monarquía parlamentaria, que la derecha y sus principales medios de comunicación todavía no hayan asimilado que, para su subsistencia, el principal aliado de la Monarquía es la izquierda del PSOE y que, en contrapartida, la Monarquía prefiere al PSOE en el poder como garante y defensa de sus intereses antes que al PP o a Vox.
Se podrían seguir desmontando una por una las razones abanderadas en la defensa de Juan Carlos y su Monarquía que no son tales (se presenta como símbolo de la unidad de España a quien no es capaz de mantener la unidad de su familia; se argumenta que la Monarquía es instrumento de estabilidad cuando su historia es una sucesión de venganzas y desencuentros familiares; se afirma que el Rey carece de intereses personales y políticos cuando hemos escuchado que mantenía a pleno rendimiento una máquina para contar billetes en Palacio…).
En definitiva, el asunto seguirá dando mucho de sí y se convertirá, con absoluta seguridad, en el tema de nuestro tiempo. Por ahora, basta con señalar una de las características innegables de nuestra situación política: el miedo a la verdad y a la libertad de una parte importante de la sociedad española.
Según contó Montaigne, la idea de escribir el Discurso de la servidumbre voluntaria se le ocurrió a La Boétie leyendo un pasaje de Plutarco donde contaba cómo se mantenía en los pueblos asiáticos la tiranía de un solo hombre porque no sabían pronunciar la sílaba no. A los españoles quizá nos falte conocer algunas cosas. En mi opinión, la más importante de todas ellas, convencerse de que para poder decir sí a un futuro de unidad, libertad y democracia para España, hay que empezar por decir no a todo lo que ha significado la oligarquía del juancarlismo.
NOTA:
Javier Castro-Villacañas es abogado y periodista. Autor del libro ‘El fracaso de la monarquía’ (Planeta, 2013).
Fuente: El Español.
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