Apuntes de la Dictadura Humanitaria (VII): Elegía por Pablo Iglesias

Sin Acritud…
JF-Cordura (21/6/2021)
Ahora que el foco ya no está sobre el personaje, empieza a ser más fácil aproximarse sin tanto apasionamiento a este simple mortal que ha centrado como nadie el interés político español en los últimos seis o siete años. Solo un ser humano más, pese a su notable ego y al extremo odio ajeno. Justo por ello, seguramente digno de otro tipo de atención que el que ha venido recibiendo hasta ahora.

«La multitud, que era muy numerosa, […] aclamaba, diciendo: “¡Hosana al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!” […] Pero ellos [la multitud] gritaban aún más, diciendo: “¡Sea crucificado!”» (Mateo 21: 8-9;  27: 23). 

 Chivo expiatorio. Sostenía el antropólogo bíblico René Girard (1923-2015) que en tiempos de crisis aguda en el seno de una comunidad (tribal, nacional…), la gente necesita buscar un “chivo expiatorio” al que culpar de sus males para descargar sobre él su miedo, su frustración y su rabia. Un chivo expiatorio, por supuesto, al que sacrificar.

Como ejemplo crucial usaba el caso de Jesucristo, pero añadía que «la transformación de ese todos contra todos que desintegra a las comunidades en un todos contra uno que las reagrupa y reunifica no se limita solo al caso de Jesús» (Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona: Anagrama, 2002, p. 40).

Girard se basaba en la idea del deseo mimético como algo consustancial al ser humano. Ese deseo de lo que tiene el otro, de ser como el otro, o de pertenecer a su mismo grupo (tiene que ver, pues, con el afán humano por colmar el sentido de pertenencia). Usado para no sentirme inferior en el seno de mi grupo y, a la vez, para sentirme superior a los integrantes de otros grupos. En cuanto deseo que suele ser codicioso, es comprensible que dé lugar a conflictos entre el deseador y quien posee el objeto deseado. El autor francés explicaba cómo evolucionan los conflictos miméticos, o más bien cómo degeneran en forma de rabia, provocando la rivalidad. Una rivalidad también mimética: «Cuanto más desean diferenciarse los antagonistas, más idénticos resultan» (Girard, p. 41). Para comprender el acierto de esta conclusión, basta darse un paseo por las redes sociales (en especial Twitter, un auténtico escaparate superconcentrado de rivalidades miméticas, de odio y violencia latentes y muy a menudo patentes).

Un caso digno de estudio. Populista acomodaticio y demagógico, idealista genuino, socialdemócrata posmoderno, marxista por devoción, agente de Soros, bolivariano, feminista “radical” (un tanto) impostado, ególatra, humilde a su manera, dialécticamente agresivo, cordial, supercalculador, temperamental, excelente analista político, estratega arruinado por su ego, con mucho sentido del humor… Son etiquetas que o bien le han sido asignadas o se le podrían asignar a Pablo Iglesias. Seguramente todas ellas con razón, incluso las que suenan incompatibles (el ser humano es básicamente contradictorio).

En los comienzos de Podemos, la formación llegó a liderar las encuestas y parecía tener opciones de gobernar. Uno o dos años después (cabe datarlo en 2016, como hacíamos aquí), su líder ya era un cadáver político, aunque todavía tardase varios años más en confesarlo públicamente. Un ascenso meteórico seguido de un descenso no mucho menos vertiginoso. Salvando las gigantescas distancias, el esquema recuerda al de Jesús de Nazaret, quien en cuestión de días pasó de ser aclamado por el pueblo a escuchar cómo este, vociferando, exigía su crucifixión. Una de las diferencias, claro, es que el Maestro no era ningún populista.

El motivo de fondo de esta elegía no es la cuestión política, sino las lecciones morales que cabe extraer del “caso Pablo Iglesias”. Parto de la convicción de que ya apenas queda margen para reformar el Sistema, no digamos para transformarlo, así que de la acción política no podemos esperar mucho en ese sentido. Las razones de ello son múltiples, pero pueden resumirse sobre todo en dos: 1. Pese a los cantos de sirena “multilateralistas”, asistimos a una concentración de poder global planetario nunca vista desde hace milenios, que está culminando su objetivo de cerrar el mundo. 2. Los errores, en muchos casos graves, de las fuerzas (supuestamente) alternativas no han hecho sino reforzar las posiciones de la Élite. Y aquí incluiríamos sus errores morales, mucho más influyentes de lo que la izquierda real, tan a menudo dogmática y mecanicista (como escasamente autocrítica), suele contemplar. Y me refiero a izquierdistas reales partidarios de Podemos y contrarios a este partido.

Persecución.  Como Jesús, y de nuevo salvando las distancias, Iglesias también ha sufrido una intensa persecución. Los medios controlados por el Poder (en manos del Sistema y del Régimen, por este orden) no han escatimado recursos, por inmorales que fueran, para acosarlo durante todos estos años. Lo han hecho con una saña que en muchos casos parecía desproporcionada. El fenómeno se explica en una época en que las élites económicas se sienten totalmente crecidas y lo quieren todo (ya parecen míticos los tiempos del temor al contagio soviético). Hoy se diría que no están dispuestos a renunciar ni a las migajas.

A fin de cuentas, estilo “radical” aparte, el líder de Podemos solo defendía un paquete de medidas que ni siquiera podía homologarse con el de la socialdemocracia europea de los años ochenta. A años luz del “socialcomunismo” como etiqueta que se le acabó poniendo a su presencia en el gobierno. No es raro que la izquierda real tradicional (la “IU de siempre” y demás comunistas) pronto empezara a ver en Iglesias una especie de reencarnación del Felipe González de la transición. Pero no sería esto, desde luego, lo que precipitaría su caída.

El decisivo punto de inflexión. Tampoco bastó la propia persecución mediática. Persecución que sin duda le hizo mucho daño, sobre todo entre los sectores peor informados de la sociedad (entre quienes, por causa de ella, apenas tuvieron peso detalles como la negativa de Podemos a financiarse recurriendo a los bancos, o la renuncia de sus cargos públicos a la mayor parte de sus sueldos). Pero que también confirmaba a ojos de muchos, como los “indignados” del 15-M, la “genuina” rebeldía de Podemos. Y que permitía al líder exhibir, para gozo de aquellos, sus dotes dialécticas y su agresividad verbal en respuesta a los ataques recibidos. El giro decisivo llegaría en mayo de 2018. La pareja IglesiasMontero dio entonces un paso que le valdría el reproche, incluso, de casi un tercio de los inscritos en Podemos (datos ofrecidos por el propio partido). Se trataba del famoso chalet. Hasta entonces las expectativas electorales llevaban ya más de dos años declinando pero con relativa lentitud. Estaba claro que, con ese líder, Podemos (y Unid@s Podemos) había tocado techo. Como autodeclarado aspirante a presidente del gobierno, ya no era más que un zombi. Esto era efecto del constante acoso mediático y de los errores e incoherencias de su líder máximo (p. ej., sus numerosas autocontradicciones ideológicas y programáticas, unidas a un estilo “sobrado” y demagógico que a menudo rechinaba).

Pero fue a raíz de la compra del “casoplón” cuando el pueblo en masa empezó a dar la espalda al “partido de la gente” (ver por ejemplo). O en concreto a Iglesias (y Montero). Y ya de manera irreversible. Aquel sería el error moralla gran incoherencia que heriría de muerte a la formación y la llevaría a su presente condición marginal, superada incluso por el partido más duro de la Derechosa (ese sector que, gracias a que Podemos canalizaba la indignación, no tendría representación parlamentaria, según Pablo Iglesias). Curiosamente el grupo político que más odia a los “morados”.

Poco importaba que el hecho en sí, tomado aisladamente, no fuera ni por lo más remoto tan grave como infinidad de casos de corrupción de los principales partidos de gobierno del “Régimen del 78”. Es más, ni siquiera cabía considerarlo un “caso de corrupción” en el sentido habitual del término (uso o apropiación indebida de dinero o recursos públicos). Daba igual. Podemos, con Iglesias a la cabeza, había subido como la espuma poniendo el listón moral muy alto, incluso apelando a lo más visceral del pueblo. Condenando verbalmente a líderes de PPSOE que residían en viviendas muy caras a diferencia de la mayoría de la población, y jactándose de que él mismo no descartaba seguir en su pisito de Vallecas aun si llegara a presidente del gobierno. ¿Podía asombrarnos que millones de personas se sintieran de repente traicionadas por “el campeón de los indignados”? He ahí buena parte de la explicación del veloz despegue de Vox, producido meses después de la “bomba del chalet”, aún en 2018.

La rabia. Un politólogo podía haber previsto estos efectos, pero lo de menos es si Pablo e Irene, al realizar aquella transacción, eran o no conscientes de lo que pasaría. El hecho es que lo del chalet dejó sin argumentos a los suyos, muchos de los cuales lo abandonaron (aquello fue “la gota que colmó el vaso”). Y los que se quedaron tuvieron que dedicarse a distraer la atención (que si la hipoteca a treinta años, que si el precio, que si todos tienen casa, que si la de otros es más cara…). Incluso no pocos se pasaron a Vox, bien directamente o bien tras haber atravesado por una fase abstencionista (ver también). Muchísimos indignados del 15M quedaron defraudados. Es necesario entender que para gran número de personas Pablo Iglesias había llegado a encarnar la última esperanza regeneradora en tiempos de crisis económicas brutales, pérdidas irreversibles de derechos y descarada corrupción de los partidos más integrados en el Poder. Y ahora veían que su líder no parecía tan distinto de aquellos a los que fustigaba (el colmo llegaría cuando amplió los periodos de reelegibilidad de los cargos internos en Podemos y relajó la norma de quedarse con un porcentaje menor de los sueldos). Observar ese paso supuso para ellos una repentina sensación de desamparo y, sobre todo, de haber sido traicionados. Iglesias había perdido ya toda credibilidad, sepultada bajo promesas incumplidas que, como tales, habían trocado la esperanza en desesperación. Y en rabia. A quienes sufrieron semejante decepción ya solo les quedaban las vísceras. Y eso, en tiempos de crisis sucesivas, profundizadas por una atmósfera de miedo generalizado debido a la “pandemia”, acaba exigiendo el sacrificio del traidor.

Pablo Iglesias no improvisa nada.

En esta fase del ciclo (“mimético”, lo llamaría Girard), se entiende mejor por qué es tan peligroso el populismo en general, y más cuando es claramente demagógico. El líder populista, o es moralmente íntegro, intachable en su coherencia, o acabará generando la peor de las frustraciones, a la vez que contribuye a un mayor desapego popular hacia esas instituciones políticas que, supuestamente, había venido a regenerar, e incluso a cambiar por otras más justas. En realidad, estamos ante una constante histórica, lo que pasa es que no aprendemos. Ni siquiera cuando tuvimos tan cerca a quien fuera, tal vez, el mejor de los humanos maestros.

La demonización definitiva. No es raro que circulen por ahí reflexiones tituladas “Por qué odiamos a Pablo Iglesias” (difundidas, ojo, por defensores de la trayectoria política del personaje). Se ha dicho y repetido muchas veces que Iglesiasno suscita indiferencia”. Admitamos que eso era un eufemismo para no decir que, llamativamente, llegó a odiarle la gran mayoría de la población; y que solo un reducto, cada vez más escuálido, mantiene hacia él una adhesión incondicional, paradójicamente sin apenas entusiasmo.

En la traición del líder a las masas encontraron sus enemigos políticos y mediáticos (valga la redundancia) la excusa perfecta y definitiva para acabar de demonizarlo. Contra él se especializó, implacable, gran parte de la prensa, la radio y la televisión, aunque algunas de ellas (las “de izquierdas”) con un disimulo no mucho menos dañino para su reputación. Paradigmática quizá sea la radio de Federico Jiménez Losantos, un hombre culto y siempre cabreado que en su notable acervo intelectual incluye un apreciable repertorio de insultos, y cuya obsesión contra Iglesias con frecuencia ha rozado (¿traspasado?) lo criminal. Si singularizo esta cadena radiofónica (a la que, digo yo, le cuadraría mejor el nombre de esRabia), es por ser Losantos desde hace décadas el principal proponente de una derecha “sin complejos” (léase, sin escrúpulos). Y, como tal, el mayor impulsor del talante y actual éxito de Vox, con permiso de Intereconomía. Lo de menos es que Pablo Iglesias nunca haya ejercido como comunista –todo lo contrario– desde que lideró Podemos. La fijación con él de esRabia, pese a no ser exclusiva de dicho medio, resulta destacable porque es seguramente Losantos, un ya curtido odiador, quien mejor y más abiertamente ha encarnado, utilizado y propulsado el odio de esa creciente masa de españoles “traicionados” contra uno de sus compatriotas. Y eso a la vez que, sobre todo intelectualmente, favorecía el surgimiento de su némesis más extrema, hoy el nuevo refugio de los “indignados”.

El apasionamiento mimético. Esta expresión (Girard, p. 43) describe la fase en que la colectividad la emprende, ya violentamente, contra el individuo al que hay que sacrificar. Durante muchos meses, entre otros múltiples gestos, Pablo y su familia recibieron el hostigamiento físico junto a su propia vivienda por parte de ciudadanos cabreados (bajo el liderazgo, al parecer, del dueño de un bar de Madrid). Los hechos han sido justificados o incluso jaleados por los citados adversarios mediáticos y políticos de Iglesias. Es decir, por sujetos que se declaran contrarios a los escraches pero que avalan este prolongado asedio y que llaman así, “escrache”, a lo que obviamente no es sino acoso basado en el odio. En todo caso, el dato remite al componente popular que ha llegado a revestir la rabia contra Iglesias. No solo por la reiteración de las manifestaciones ante su vivienda, no pocas de ellas con nutrida asistencia (y lo de menos es el nivel económico de los acosadores). Es sobre todo porque esa conducta ha encontrado enorme eco en las redes sociales y en “la calle”, que es lo único que permite explicar que haya durado tanto (de hecho, según parece, hasta la retirada de la política por parte de Pablo Iglesias).

El sacrificio. ¿Llegó el sacrificio deseado por la colectividad enfurecida? Un momento culminante tuvo lugar durante la última campaña electoral para la Comunidad de Madrid. En un debate en la SER, Rocío Monasterio “logró” echar de allí al líder de Podemos. La actitud de esta señora no estuvo muy a la altura de la fe que dice profesar. Iglesias, por su parte, mostró dignidad quizá entreverada de oportunismo. A fin de cuentas, su salto a las elecciones de Madrid desde la vicepresidencia del gobierno ya había sido un sacrificio, ¿por qué no redondearlo en una ocasión como aquella, en que esa dama “cristiana” se lo servía en bandeja?

Al final, todos contentos: ella, no menos calculadora que fanática, podía exhibir ante los suyos el trofeo de haber “expulsado” a su némesis de un debate (echarlo de la política ya estaba más cerca). Él, por su parte, preservaba la coherencia desde la famosa (y quizá precipitada) “alerta antifascista” de año y medio antes, además de mostrarse dispuesto a la inmolación pública con tal de asegurar el máximo de votos (su partido superaría con creces el peligroso 5% requerido para entrar en la Asamblea).

Escasos días después, Iglesias presentaba su dimisión. Sus palabras, que muchos han querido reducir a victimismo, no podían ser más lúcidas cuando hablaba de “mi conciencia absoluta de haberme convertido en un chivo expiatorio que moviliza los afectos más oscuros”. No sé si Pablo conoce a René Girard y en qué medida, pero no tengo la menor duda de que el extinto antropólogo francés habría visto en su caso una palmaria ilustración de sus tesis sobre la mímesis y la violencia humanas.

Tampoco estamos, evidentemente, ante un caso perfecto. Iglesias, mal que le pese a sí mismo, no es tan importante. Y aun si lo fuera, su caída, gracias a Dios no sangrienta en sentido estricto, llegó mucho más tarde de lo aconsejable, pero no tanto como para permitir cerrar del todo el ciclo mimético. Una amplia colectividad se unió, sin pretenderlo necesariamente, para odiar e incluso perseguir a este hombre en una cacería sin parangón en nuestra historia (micro)democrática (hasta los acosos sufridos en su día por Suárez y más recientemente por Zapatero se quedan muy cortos frente a la extrema inquina dirigida contra Pablo). En tiempos de crisis por partida doble (o triple, si a las dos sucesivas recesiones económicas se añade la crisis sanitaria con todo el recelo y la angustia que la acompañan), se buscaba verter sobre él toda la rabia acumulada desde su singular traición de índole inmobiliaria. De ahí que se le acusara virtualmente de “todo”, por ejemplo imputándole –sin base, claro está– los miles de muertes en las residencias durante la primera ola “pandémica”, y motejándole como el “Vicepandemias”, junto a los más burdos pero siniestros ataques personales. [Aunque él nunca ha sido tan dado a personalizar sus acusaciones, reconozcamos que el provocador Pablete llevaba años dando pie a reacciones de la otra parte. “Quien siembra vientos recoge tempestades”, dice un sabio refrán perfectamente aplicable al líder de Podemos. Concedamos, eso sí, que también en este caso las tempestades son más violentas que los vientos.]

“Lapidando” a Iglesias se esperaba conseguir la anhelada catarsis. Sobre la base de esta, habría llegado la no menos deseada reunificación social de España y, quién sabe, con el tiempo hasta la posible “canonización” de la odiada víctima (otro detalle apuntado por Girard, maestro en descubrirnos la paradójica condición humana).

Conclusiones morales. Ya hemos dicho que Iglesias ha funcionado como chivo expiatorio pero parcialmente fallido, pues a raíz de su “sacrificio” no se ha reagrupado socialmente la comunidad, ni lo hará en función del mismo. En un mundo globalizado, los ciclos miméticos también tienden a ser globales y requieren víctimas como un “Bin Laden” o el “SARS-CoV-2” (sí, a ser posible invisibles). Solo así se puede conjurar a la comunidad entera contra ellas y, llegada la victoria, consumar la liberadora catarsis.

Pese a ello, lo de Pablo Iglesias, a su escala, ilustra bien la mímesis que desemboca en violencia contra alguien elegido como chivo expiatorio, aun limitado a la escala de un microcosmos, este a su vez no aislado –sino dependiente– del presente macrocosmos global. Pero lo valioso de ello es que nos muestra de manera lacerante la condición humana. Es decir, lo que como seres supuestamente racionales somos capaces de hacer o desear –que tanto da– sobre todo cuando nos amparamos en la masa. Los mayores crímenes, vamos. Para los que, por supuesto, siempre encontraremos justificación, pues solo nos basta mirar al “demonio” miméticamente creado (lo que es a la vez la mejor manera de ahorrarnos la penosa tarea de explorar nuestro propio corazón).

Decía el teólogo protestante Castellio, en su amarga y lúcida queja contra el también teólogo protestante Calvino, que «matar a un hombre no es defender una doctrina [una idea, una postura]; es matar a un hombre». Pablo Iglesias, ya está dicho, no es más que un simple mortal. Él puede creerse el genio que, según Jonathan Swift, resulta visible cuando todos los necios se conjuran contra él. Si se lo cree, lo único que probará es su propia debilidad moral. Pero, cuidado, eso nunca eximirá de responsabilidad a todos los “necios” que contra él se conjuraron. Contra un ser humano que, con sus luces y sus sombras, es como ellos mismos, como tú y como yo. Y a quien, pese a ello, mil y una veces intentaron matar.

Post scriptum: Por si aún no ha quedad claro, las mismas consideraciones –mutatis mutandis– valdrían si el chivo expiatorio fuera el citado dueño del bar, Rocío Monasterio o Santiago Abascal.

N. de la R:
Este artículo se publica con la autorización de Apuntes de la Excepción.





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Editor y Director: Eugenio Pordomingo Pérez. Editado en Madrid. ISSN 2444-8826

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