Edward Snowden

«No me arrepiento de nada», le dijo Snowden a The Guardian 10 años después de la filtración

Internacional
Tomás Aguerre (28/5/2025)
Un administrador de sistemas para la CIA y la NSA toma un avión a Hong Kong para una revelación que cambiará la historia de internet.

Sitio de interceptación de cables submarinos para Tempora – GCHQ Bude, Reino Unido

El 20 de mayo de 2013 el ciudadano norteamericano Edward Snowden tomó un avión a Hong Kong desde EEUU. No volvería jamás al suelo que lo vio nacer.

Su historia y la de EEUU venían caminando de la mano en la primera década del siglo XXI. El 11 de septiembre de 2001, el joven Edward era un entusiasta del mundo de la programación, a la búsqueda de una carrera profesional en el área. Mientras iniciaba sus estudios, colaboraba con una mujer en el desarrollo de software de su pequeña empresa. Su marido, todo el día fuera, trabajaba allí cerca, en la Agencia de Seguridad Nacional, la NSA. A Snowden, de familia con algunos antecedentes militares y vocación pública, le despertaba curiosidad.

Vio junto a su empleadora, de quien lentamente comenzaba a enamorarse, que dos aviones se estrellaban contra el edificio del World Trade Center, en Nueva York, y tomó la decisión de que debía hacer algo más. Así se alistó en el Ejército. Quería hacer algo más que estar detrás de una computadora. Pero a los pocos meses sufrió una lesión en la rodilla y pidió la baja. Entonces abrazó su destino norteamericano.

Edward fue criado en internet. En una diferente a la que actualmente conocemos y eso es parte de esta historia. Esa primera internet de los años ´90, escribe el propio Snowden, está haciendo una revolución que no aparece en los libros. Es anónima, llena de conocimiento, de opiniones relevantes, de información al alcance de la mano.

Nuestro protagonista asume entonces el credo reinante de la época. La tecnología, piensa, puede funcionar allí donde fracasó la violencia. «La democracia no podía imponerse nunca a punta de pistola pero quizás sí pudiera sembrarse esparciendo silicio y fibra óptica». Una nueva sociedad basada en la libre circulación de información se estaba creando. Junto al preámbulo de la Constitución americana, el programador alojó en su memoria otro texto:

«Estamos creando un mundo donde cualquier persona, en cualquier lugar, pueda expresar sus creencias, sin importar cuán singulares sean, sin temor a ser obligado a guardar silencio o a conformarse. Sus conceptos jurídicos de propiedad, expresión, identidad, movimiento y contexto no nos aplican. Todos se basan en la materia, y aquí no hay materia».

Es la Declaración de Independencia del Ciberespacio, de John Perry Barlow, uno de los pioneros de aquella nobel internet. La historia de Snowden será, de aquí en más, el comienzo de la contrarrevolución.

Su carrera recorrerá diversos puntos geográficos del planeta e instituciones vinculadas con lo que se denomina «Comunidad de Inteligencia de los EEUU». Ingresará en ella a través de una empresa privada. No se trata de un hecho anecdótico, sino estructural de la época. Snowden explica que la inteligencia no terceriza servicios para eludir la responsabilidad, para hacer cosas ilegales que ella no puede. El motivo es más mundano. El Congreso le impone a las agencias federales, como la CIA, un tope de empleados. Pero nada dice de servicios externos, que pueden contratar un infinito número de trabajadores tercerizados. La justificación, como para todo lo que venga a partir de ahora, será siempre la misma luego de septiembre del 2001: la guerra contra el terrorismo.

Así que trabajar en inteligencia se convierte entonces en trabajar, en los papeles, para Dell, Lockheed Martin o Booz Allen Hamilton, entre otros. A veces, alguna de esas empresas compra la de al lado y los empleados simplemente cambian el color de su credencial. La línea es tan difusa que no existe. Snowden lo demuestra. Desde Dell pasará directo a la CIA, luego volverá a otras contratistas y terminará en Hawai, trabajando para Booz Allen Hamilton en una central de la NSA.

En el medio, residirá unos meses en Japón, donde tuvo su primera gran sospecha. Estaba a cargo de conectar allí los sistemas de la CIA y la NSA. A Snowden lo sorprendió que la NSA no tuviera entonces un sistema de copias de respaldo ante cualquier eventualidad en alguna parte del mundo. Estaba trabajando para solucionar eso cuando un simple evento cambió su vida. Algo tan simple como una conferencia.

El tema de la conferencia era China y tendrían lugar allí distintas sesiones informativas del mundo de la inteligencia: la NSA, la CIA, el FBI y el Ejército. Se trataba de poner en común las experiencias con los servicios secretos chinos y cómo enfrentarlos. No era ni cerca el tema que Snowden trabajaba pero, algunas horas antes, el único expositor sobre cuestiones tecnológicas avisó que no iba a poder asistir.

Un jefe mencionó su nombre y al día siguiente era Edward Snowden quien estaba exponiendo en el panel. Había pasado toda la noche en vela, navegando en la red de la NSA y la CIA, descargando informes sobre el trabajo chino en ciberinteligencia. Quería hacer un resumen de la evaluación que la inteligencia norteamericana hacía sobre la capacidad china para rastrear electrónicamente a los agentes enemigos. Leyendo lo que EEUU sabía sobre lo que China hacía tuvo la primera revelación. No había manera de que su país tuviese tanta información sobre lo que hacía China sin hacer lo mismo.

La exposición fue un éxito. Pero cambió el estado de ánimo de Snowden para siempre. Ya estamos a mediados de 2009. Aquel entusiasmo inicial se había esfumado con los resultados de «la guerra contra el terrorismo». Ya no hacía falta trabajar en la comunidad de inteligencia para saber que Irak no había tenido nunca armas de destrucción masiva. Que había existido Abu Ghraib, Guantánamo, los centros clandestinos de tortura de la CIA. Que un programa de espionaje centrado en escuchas sin orden judicial, el President´s Surveillance Program (PSP), había sido denunciado en 2005. Edward Snowden no pudo evitar seguir investigando. Corría con una ventaja. Tenía delante de sus ojos la base de datos más grande de la historia de la humanidad y un acceso casi pleno a ella.

La CIA es el PODER.

Leyó todo lo que estaba a su alcance, pero no podía encontrar el informe clasificado que el gobierno había utilizado para defender el programa PSP. Había despertado polémica porque permitía a la NSA recopilar comunicaciones por teléfono e internet entre EEUU y el extranjero, sin una orden judicial especial. El gobierno de George W. Bush dijo que había terminado con ese programa, una vez descubierto. Después de pasar un tiempo buscándolo, Snowden abandonó la tarea. Y así es como las cosas aparecen. Dejando de buscarlas.

El informe estaba archivado en un compartimiento especial, que ni siquiera los directores de la agencia podían ver. Tampoco Snowden, apenas un administrador de sistemas. Pero alguien había cometido un error copiando ese documento, que quedó como borrador en uno de los sistemas a los que el programador tenía acceso. Allí encontró un informe totalmente distinto al que se había hecho público. Y encontró el cambio de paradigma total que explica toda esta historia.

A la NSA se le pidió, luego del 11 de septiembre, que intensificara sus prácticas de recopilación de información. La agencia de inteligencia sostenía que la legislación vigente sobre vigilancia databa de 1978, cuando las comunicaciones viajaban por radio o teléfono. La llegada de la fibra óptica y los satélites suponían un desafío: el volumen y la velocidad de la comunicación contemporánea. No habría tribunal capaz de emitir órdenes en tiempo real para seguir ese ritmo. Así, concluyeron, se necesitaba la recolección masiva e indiscriminada de comunicaciones en internet. Esta iniciativa se llamó STELLARWIND. Y fue el único componente que, una vez que el programa se hizo público, se mantuvo. Y creció.

Este cambio sustancial en la historia de la inteligencia estaba sostenido en una sutil cuestión semántica. El gobierno sostenía que la NSA podía recoger masiva e indiscriminadamente datos de comunicaciones porque no los estaba «adquiriendo» ni «obteniendo» sin orden judicial. Simplemente los acumulaba y el momento de la obtención o la adquisición recién se producía cuando un agente los buscara y recuperara en esa gran base de datos. Edward Snowden quedó absorto cuando lo leyó. El gobierno norteamericano estaba creando la capacidad de una agencia de inteligencia eterna. En cualquier momento, el gobierno podía indagar en las comunicaciones pasadas de cualquier persona a la búsqueda de un delito.

Sería falso trazar un camino recto desde esa revelación hasta su viaje a Hong Kong, donde entregaría a un grupo de periodistas los documentos que probaban su historia. Se trata de un joven que no cumplió sus 30 años, que tiene un buen trabajo en aquello que le gusta, una vida confortable, una familia, una novia. Que, aunque trabaja para un servicio de inteligencia, no tiene contacto en el terreno con otros agentes, no disparó un arma, no necesariamente está dispuesto a terminar en una prisión. Pasan casi tres años entre esas dudas. Pero en medio sus sospechas no solo crecen y se confirman. Son cada vez peores. Y Snowden toma la decisión. Debe revelar el contenido de lo que sabe.

Su escape con la información está contado en su libro, «Vigilancia permanente». Simplemente avisa en el trabajo que tomará unos días de licencia y le avisa a su novia que tendrá que viajar por trabajo. Quería hacer su revelación a través de la prensa. Buscaba evitar que lo que tenía para decir simplemente se perdiera en el mar de las filtraciones de internet. Intentó conectar con algunos de ellos pero no tuvo éxito. Hasta que la periodista y documentalista Laura Poitras (que registró todo el episodio luego en «Citizen Four») respondió al llamado. Viajaría a Hong Kong para reunirse allí con él.

«No me arrepiento de nada», le dijo Snowden a The Guardian 10 años después de la filtración.

Lo que había conseguido recolectar era muchísimo más grande que STELLARWIND. En el proceso de entender cómo funcionaba el sistema de recolección de inteligencia, Snowden fue comprendiendo que el cambio había sido cualitativo. Aquella interpretación de la legislación terminó en dos métodos de vigilancia: el programa PRISM y Upstream.

Con PRISM, la NSA podía acceder rutinariamente, y sin intermediación, a los datos de las grandes empresas de tecnología almacenados en sus nubes: Microsoft, Yahoo!, Google, Facebook, PalTalk, YouTube, Skype, AOL y Apple, entre otros. Se recogía, decían, «solo la metadata». Las empresas, claro, lo sabían.

Upstream era un método aún más invasivo. Permitía la recolección de datos directamente desde la infraestructura de internet del sector privado. Era la intervención directa de la materialidad sobre la que está construida internet, sus enrutadores, sus satélites y los cables de fibra óptica que viajan bajo el océano. «Todos se basan en la materia, y aquí no hay materia», sostenía aquella Declaración de la Independencia del Ciberespacio. Finalmente sí había materia. Y estaba intervenida por los servicios de inteligencia de los países más poderosos del mundo. Entre PRISM y Upstream, los servicios de inteligencia eran capaces de someter a vigilancia la información de cualquier persona en cualquier punto del planeta.

Entre 2012 y 2013, mientras dudaba sobre qué y cómo revelar, Snowden tuvo esperanza. Quizás alguien iba a hacer el trabajo por él. Después de todo, ¿cuánta gente sabía sobre la existencia de estos programas de vigilancia y recolección masiva?

El primer momento de esperanza fue cuando la NSA anunció la construcción de un gigantesco centro de acumulación de datos en Utah, que incluía unos 2.300 metros cuadrados de servidores. Podía albergar, dice, un historial agregado del patrón de vida del planeta entero. ¿Quién necesitaba semejante nivel de acumulación? Alguien se lo preguntaría.

Abu Ghraib

Nadie se lo preguntó. Apenas una nota en Wired, en marzo de 2012, pero nada más.

Otro evento pudo haber facilitado su tarea. Edward ya tenía todo preparado para su gran filtración. Era marzo de 2013. El jefe de la NSA había negado, ante el Congreso, que la NSA recolectara datos privados de los ciudadanos. Días después, tendría lugar la aparición pública de Ira Hunt, el entonces director de tecnología de la CIA. Era un evento marginal, al que se podía asistir por cuarenta dólares o ver directo por internet, con transmisión gratuita. Snowden lo estaba viendo en vivo por otra razón. Días antes, la CIA había asignado un contrato enorme a Amazon, para alojamiento de información en la nube, rechazando las propuestas de Dell, su antiguo empleador y de HP. Snowden tenía curiosidad sobre lo que diría Hunt al respecto, en medio de una ola de rumores de que el proceso de selección había estado manipulado en favor de Amazon. Pero fue mucho mejor.

El máximo responsable técnico de la CIA se paró frente a un grupo de civiles y dijo: «En la CIA, básicamente intentamos recopilarlo todo y guardarlo para siempre. Tenemos prácticamente a nuestro alcance la posibilidad de procesar toda la información generada por el ser humano». Había periodistas entre el público, mientras Hunt confesaba que la agencia podía rastrear sus teléfonos incluso cuando estaban apagados. Pero no pasó nada. Apenas una nota en The Huffington Post. El video todavía está colgado en YouTube.

Fue entonces que Snowden comprendió que, si quería no solo exponer el caso sino lograr que se entendiera la magnitud de la revelación, iba a tener que hacer algo más que entregar un par de documentos a un grupo de periodistas.

Así fue que en mayo de 2013, Edward Snowden se encerró durante varios días en un hotel junto a los periodistas que seleccionó y accedieron a publicar la información. La inteligencia norteamericana, en cooperación con Gran Bretaña, Australia, Canadá y Nueva Zelanda, había desarrollado un sistema que permitía colectar masiva y discriminadamente las comunicaciones que se realizaban a través de dispositivos tecnológicos. Los ciudadanos norteamericanos tenían un resguardo pésimo. La NSA debía consultar a un tribunal especial para acceder a esos datos. El tribunal respondía en el 99% de las oportunidades que sí. El resto de los ciudadanos del mundo no tenían resguardo alguno.

«No me arrepiento de nada», le dijo Snowden a The Guardian 10 años después de la filtración.

En cada oficina de inteligencia conectada a ese sistema, un analista podía ingresar al programa XKEYSCORE y hacer búsquedas sobre los registros de la vida de un ciudadano particular. Sus emails, sus chats, los archivos que envió, las llamadas que recibió, las que hizo, las páginas que visitó. Todo. Fue, escribió Snowden, «lo más parecido a la ciencia ficción que yo haya visto en la realidad científica: una interfaz que te permite introducir la dirección, el número de teléfono o la dirección IP de casi cualquier persona, y luego, básicamente, repasar el historial reciente de su actividad online».

La preocupación de Edward Snowden no terminó cuando abandonó EEUU. Ni siquiera cuando llegó a Hong Kong. Tampoco cuando logró contactarse con Laura Poitras, Glenn Greenwal y Ewen MacAskill, los periodistas que publicaron las primeras filtraciones. Su máxima preocupación, además de dónde terminaría el resto de su vida, era que se entendiera lo que estaba explicando. Había una enorme cantidad de documentos, imposibles de entender.

Había tomado la decisión de ponerlos a disposición de la prensa para que fueran ellos los que tomaran las decisiones sobre qué publicar y cómo. No le interesaba el contenido del espionaje: si se había espiado a Angela Merkel, a la Unión Europea, a las embajadas de otros países o a las redes de telecomunicaciones de Brasil. Le interesaba denunciar una estructura de espionaje que contrariaba, primero, las reglas nacionales e internacionales del estado de derecho y la protección de la privacidad. Y, segundo, que aquello que conocíamos como internet había mutado hacia otra cosa.

Para cumplir con esos objetivos, tenía que superar un último obstáculo. Evitar convertirse él mismo en una noticia. Quién era, a qué se dedicaba, por qué hizo lo que hizo. Tuvo que hacerlo, es cierto. A los pocos días, en la misma habitación de hotel de Hong Kong, grabó junto a los periodistas su testimonio a cámara, revelando su identidad y dando sus motivoLa historia posterior es más conocida. EEUU lo acusó de violar la ley de espionaje y pidió su extradición. Hong Kong le negó el asilo como refugiado. A través de una abogada de WikiLeaks, Snowden consiguió salir del país en un avión.

Viajarían a través de Rusia, luego Venezuela, hasta Ecuador, donde el gobierno de Rafael Correa lo recibiría como asilado político. Pero nunca pudo llegar.

Tomás Aguerre

En la zona de tránsito del aeropuerto de Moscú, se enteró que el gobierno norteamericano le había suspendido su pasaporte, por lo que no pudo ni entrar a Rusia ni continuar viaje. Estuvo unos dos meses allí, mientras en paralelo se continuaba revelando las historias. Durante esos días, el avión de Evo Morales que volvía a Bolivia desde Moscú fue desviado a Austria, luego de que Portugal y Francia no le permitieran volar por su espacio aéreo, bajo la sospecha de que llevaba a Snowden en él. No era cierto. Un tiempo después, Snowden logró asilo en Rusia, donde vive desde entonces.

«Somos las primeras personas en la historia del planeta -escribe en su libro- para las que esto es una realidad, las primeras personas que llevan a sus espaldas la carga de la inmortalidad de los datos, del hecho de que nuestros registros recopilados puedan tener una existencia eterna. Por eso tenemos un deber especial. Hemos de asegurarnos de que nadie pueda volver en contra de nosotros, o de nuestros hijos, esos registros de nuestros pasados».

Fuente:
cenital.com


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