Sin Acritud…
Fernando Polanco (31/5/2009)la-siesta
Imaginemos un cuenco macizo, sin oquedad ninguna. Sin duda se trataría de un cuenco, pero de un cuenco inútil (1). O pensemos en la cachimba de Magritte que no sirve para fumar pese a su aspecto (2).

Así sucede también con una jornada sin ocio. En este caso, sin siesta, otium cum dignitate. Aunque, en realidad -todo hay que  decirle-, el ocio se concibe en plan social, no de una ristra de actividades: horas ante la tv (fútbol, etc.), horas ante internet, horas ante «MacDonald´s», etc.

Sin embargo, la siesta, a solas o en buena compañía, resulta ser la antítesis de la vida laboral, de la vida social y del ocio activo: es, por así decirlo, tiempo vacío, muerto,  perfectamente inútil e improductivo. De hecho, si hay dos cosas en este país que me resultan simpáticas son -creo que en el siguiente orden- la siesta y el gazpacho. Más, hélas, el gazpacho viene ya envasado en cajas, y la costumbre de la siesta se ha extinguido como no sea para reintegrar a los trabajadores, ya revitalizados -en plan japonés, a sus ergátulas correspondientes.

En rigor, la siesta, a diferencia del reparador sueño nocturno, no se concibe para ejercer el derecho a  la pereza; y si bien los meses del verano y del estío (3) la vuelven casi inevitable, cualquier tiempo es apto para esa actividad pasiva. La siesta es una especie de adormecimiento, es más  parecida a  la petite morte que sigue el ejercicio amoroso que al sueño nocturno. La siesta es antes modorra que onirismo: no debe exceder de los 60´ -para que no se alboroten los ciclos REM y toda esa vaina- y, como ya se ha señalado, si bien no es imprescindible, si resulta, en cambio, sabrosa, deseable.

Siestas hay, desde luego, para cada gusto: quiénes se recuestan sin más en el sofá y frente al televisor prendido -abominable parafilia-, y apicazan (4); y quiénes, más clásicos, y por supuesto mfernando-polancoás sensatos, se acogen al cómodo formato de la piltra, el bacín y el pijama o la mera pelota.

De todo eso, como de todo lo fruíble, saben mucho los clérigos, siempre tan avispados, que entre la santa misa, regada de copioso vino, y el almuerzo se entregan a la llamada «siesta del Canónigo»  y también -vaya usted a saber por qué-  «siesta del Carnero».  Mientras, el ama, o el monaguillo -según las inclinaciones del cura-, se ocupa de aviar el condumio.

La siesta -probablemente de la hora sexta de los romanos-, «costumbre», como reza el tópico, «de toda la vida», se ha convertido, igual que la tertulia de café, en anacronismo, lo que no deja de ser una lástima, un verdadero drama. Sólo algunos supérstiles analógicos seguimos conservando el noble rescoldo de la siesta, y así lo proclamamos en plan español, o sea,  «a rajatabla» y «a machamartillo», tal si fuera una de esas verdades que son como puños  (5).

Notas:
(1) Lao-Tsé: Tao – te -King, XXVI.
(2) Ceci n´est pas une pipe.
(3) Antiguamente se distinguía entre el verano, i.e. la baja primavera, y el estío principalmente dicho. Vid. J. Pla: La Horas passim.
(4) Apicazar (intr.): en Asturias, dormitar, « trasponerse ».
(5) Vid. R. SÁNCHEZ-FERLOSIO: Españoleces. Madrid, «El País», 19 II, 2009.


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