Sin Acritud…
Manuel Funes Robert (5/2/2013)
sogaEntre los abolicionistas hispanos de l linaje de los Funes, figura en nuestro tiempo el que fue catedrático de Derecho Penal en Murcia, Mariano Ruiz Funes, que para contradicción dramática con su actitud contraria a la pena de muerte, tuvo que aceptar ser Ministro de Justicia en la España de 1936. Sobrevivió poco a la carga que se echó sobre él.
 En fechas más remotas podemos anotar, si no como abolicionista pleno, que nadie osaba serlo en público en nuestro Siglo de Oro, al menos como defensor de las víctimas de la Santa  Inquisición, el Doctor Funes, letrado defensor en el famoso pleito contra F. Luis de León («Vida de Fray Luis de León»), Pedro de Lorenzo.  Uno mi nombre al de tan preclaros varones que ennoblecieron mi apellido, para reforzar con argumentación novísima lo mucho que se ha escrito desde siempre contra el crimen perfecto que no es sino aquel en que por las circunstancias del que lo comete, queda libre e impune a perpetuidad: en la pena de muerte se da como en ninguna otra privación violenta de vida humana, esta circunstancia anhelada por los asesinos de todo tiempo y lugar. Nos referimos en lo que sigue a la pena de muerte de siempre, la legal y a los crímenes de siempre.En la etapa siniestra de las guerras de religión, se cubría de pez el cuerpo de los condenados a la hoguera para facilitar la mejor combustión de su cuerpo. En la cabeza, el verdugo, de siempre con antifaz, como indicio externo de la reprobación íntima que su oficio producía, ponía una corona de paja mezclada con azufre, con la misma finalidad de garantizar la perfecta quema del reo.

Era la Edad Media, “eran siglos pasados” y afortunadamente lejanos y superados, se diría. Pues no: hoy, a los condenados a la silla eléctrica en EE UU se les obliga a tomar una ducha antes de atarlos entre cuatro a la silla, a fin de que el cuerpo, humedecido por el agua, atraiga y fije con más intensidad y facilidad el paso de la corriente que, como la leña medieval, mata por combustión.

Ayer, la hoguera iba precedida de años de cárcel incomunicada en las dependencias secretas, bajo mando de los católicos o protestantes. Desde los años 20 –Sacco y Vanzetti o Haupman en 1932- hasta hoy, por término medio, en EE UU el condenado a muerte lo es además a siete años de cárcel (o doce en el caso de Chessman, 2-5-60). No se diga que ese plazo consumido en recursos legales es un regalo para la víctima: es sofístico el argumento, que en el caso Chessman dio  el Tribunal Supremo de EE UU: “esa argumentación sirve para lamentar no haberlo ejecutado antes”. No es así: para evitar la pena adicional a la pena máxima –un contrasentido-  la solución no es abreviar trámites, sino elegir el mal y agravio menor. Si l pena máxima sin aumentar ese máximo, con años o decenios de prisión, empleados muchas veces –caso Chessman– en viajes de ida y vuelta a la cámara de la muerte, lo justo es suprimir esa pena. Este preámbulo no añade mucho a lo ya conocido y debatido. La razón por la que tomo la pluma es para presentar los argumentos de siempre, desde otro campo y ángulo de razonamiento.

“La pena de muerte ha existido siempre”. Y el crimen también, respondemos los abolicionistas.  No es esa pena un freno y castigo al crimen, sino otra forma, la más odiosa, de crimen. Ambas formas de quitar la vida tienen el mismo y común origen: (aquí comienza mi tesis) la componente criminal, el gusto por matar, que late en el corazón del hombre, donde puede coexistir tal inclinación con las más sublimes y puras tendencias. El alma no es simple, sino compleja: todos somos buenos y malos al mismo tiempo. La santidad y la perversidad pueden convivir en una misma persona. La Iglesia, al imponer el rezo del “Yo, pecador”, está admitiendo lo invencible de la malicia.

La pena de muerte ha existido siempre, pero siempre ha sido discutida. En EE UU, junto a un Estado en que se aplica hay otros que no la admiten en su ordenamiento jurídico. El que la rechaza, no lo hace porque no le guste, sino porque la considera un crimen. Por tanto, quien la aplica convive y coexiste con quien no sólo la rechaza, sino que la considera crimen. El que la rechaza considera criminal a quien la aplica.  Se pueden rechazar muchas conductas sin considerarlas criminales: la pena de muerte solo se puede rechazar por considerarla no solo ilícita sino criminal.

El que la aplica sabe que el abolicionista puede llegar a sustituirlo en el cargo de juez o gobernador. El que la aplica puede cambiar de opinión posteriormente y considerar mañana crimen lo que hoy toma por acto lícito. En ambas hipótesis, el que la aplica tiene motivos serios para pensar que en un futuro que puede estar próximo, tendrá motivos para creer que ha cometido crimen. Por lo que digo como aportación doctrinal al tema: que el rechazo a la pena de muerte no es ni será nunca discrepancia o disconformidad, sino condena de un crimen.  La poderosa y eterna corriente doctrinal contra  la pena de muerte no  ve en este castigo un exceso, un error, etc., sino un asesinato encubierto en formalidades, y con todos los agravantes de indefensión, alevosía, etc., con coartada perfecta.

En estas condiciones, bajo la imposibilidad de suprimir la pena de muerte en base a razonamientos menores  y distintos de considerarla criminal, y seguros de que la tesis abolicionistas que tal origen tiene  puede triunfar, no solo fuera de la mente y de la acción del que hoy la aplica,  sino dentro de su mismo espíritu, no ya la humanidad, sino  la lógica encaminada a evitar en el gobernador o juez un terrible arrepentimiento posterior, debiera dar razón suficientísima para no aplicarla jamás. Razonamiento tanto más válido y vigoroso cuanto menos posibilidad de reparación ¿Pueden darse argumentos nuevos contra la pena de muerte?existe. En la pena de muerte esa posibilidad es nula.