Mi Columna
Eugenio Pordomingo (18/10/2013)
En la madrugada del miércoles, de forma inesperada, Alberto Magno Obama Eyahg nos abandonó. Dejó de existir físicamente de madrugada, horas antes de que apuntaran los primeros rayos del Sol. Lo hizo en silencio, sin llamar la atención, de forma queda, en su lecho y en compañía de su mujer. Alberto era, seguro que ahora más, una buena persona, amante de su familia y de sus amigos; y, por supuesto, de su país, Guinea Ecuatorial. Su natural discreción impedía, a los que no le conocían bien, apreciar su inteligencia, sus certeros análisis de los aconteceres de su querida Guinea Ecuatorial.
Alberto y yo éramos amigos, aunque no nos viéramos de forma asidua; últimamente nuestros contactos eran por teléfono. Conocí a alguno de sus hijos, buenos estudiantes dos de ellos –los mellizos-; supe de algunos de sus problemas económicos sobrevenidos, que supo aceptar con resignación, con tranquilidad, sin aspavientos ni lamentos. “Que le vamos a hacer”, me dijo. Recuerdo que le aconsejé que no se metiera en una modesta operación, pues ese no era su mundo.
Trabajaba en el servicio de limpieza de un ayuntamiento de la zona Sur de Madrid, donde residía con su familia. Él se merecía otro trabajo, pero los tiempos que corren no son para exigir mucho. Aguantó estoicamente una bajada salarial a la que les obligó su empresa, mientras los directivos se lo subían obscenamente, también normal en los tiempos que corren. Lo aceptó con serenidad, “no puedo hacer nada; que le vamos a hacer, es el destino”.
No se sabe la causa de su muerte. Los facultativos del servicio médico de urgencias dijeron a su mujer que de “un infarto”. Su familia ha ordenado que se le realice una autopsia. Quieren saber la causa, la inesperada y maldita causa que nos ha arrebatado a Alberto. Yo creo, y espero, que no haya sorpresas, pero nunca se sabe.
Me viene a la memoria una canción de Antonio Machín, cantante cubano, negro, que hace años hacía las delicias de nuestras madres. La letra dice así:
Aunque la virgen sea blanca,
píntame angelitos negros,
que también se van al cielo
todos los negritos buenos.
Pintor, si pintas con amor
por qué desprecias tu color
si sabes que en el cielo
también los quiere Dios.
Siempre que pintas iglesias,
pintas angelitos bellos,
pero nunca te acordaste
de pintar un ángel negro.
A ti no hace falta que te pinten, Alberto, tu has ido al Cielo por méritos propios.