
Sin Acritud…
A. L. Martín (13/6/2023)
París siempre fue una fiesta, así me lo pareció cuando llegué con mi amigo Juan Manzaneda, en aquella década donde lo impensable era pensado y hasta hecho. Tal es así que llegamos a París en autostop desde Madrid. París es ciudad para ver con mucha hambre y pocos años. Esto es esencial. Dormíamos los dos en aquellas sillas metálicas de alquiler, frente a la torre Eiffel, gigantesca desde lo sedente y a pleno día. Los dineros no daban para piltra o cama. Aquel gendarme, con uniforme a la vieja usanza, es de recordar. Paso por alto nuestra invasión de la sillería sin pagar….
El bueno de Juan Manzaneda, nuestra despedida, que sin subir decibelios, me sigue pareciendo emocionante, tanto entonces como ahora… Se supone que la memoria idolatra o menoscaba, pero no es el caso… En la estación de Austerlitz ocurrió, allí fue la última vez que nos vimos con nuestro abrazo de camaradas fraternos. Él debía tener más resistencia al hambre pertinaz que yo y allí lo deje, en París. Pero la resistencia de Juan no estaba en sus tripas sino en la mente y en la voluntad, en una búsqueda que solo él intentaba entender.
Bastante tiempo después, en una librería de Madrid, en la calle Juan Bravo, descubrí por casualidad un libro escrito por él, debe ser que la casualidad es cosa de todos los días. En la contraportada explicaba que había sido monje budista en un monasterio de Nepal y regresaba a España porque ya había completado su fase monacal, le habían dicho. Me acuerdo ahora de mis paseos de vagabundo por los jardines de Luxemburgo bajo la hermosa y otoñal lluvia parisina, admirado de la arquitectura decimonónica perfectamente armonizada. En alguno de aquellos balcones, por los años de entreguerras, en este momento se recorta el perfil de Trotski, que aparece sentado en una butaca. Cerca de él, la silueta estilizada de Simone Weil. Parecen hablar entre ellos.
El apartamento está siendo refugio de Trotski que siempre mira a su espalda por si algún enviado de Stalin apareciera de improviso, dispuesto a cumplir órdenes y liquidarlo. El apartamento es propiedad de la familia de Simone, lo suficientemente amplio como para albergar a los guardaespaldas y familia de Trotski. Ahora, Simone le comenta a Trotski que cuando estuvo en Alemania, los socialdemócratas y los comunistas andaban a la greña, que los nazis parecían subir como la espuma de la cerveza y que el miedo, la pobreza, la ausencia de futuro se palpaba nada más pisar las calles, en las miradas…
– La dictadura del proletariado tiene en cuenta al ser humano, Lev Davidovich.
– Sí, claro que sí -contestó Trotski -pero el ruido de un autobús pasando por la calle ahogó el resto de sus palabras.
Simone, yo la veía desde la calle, se llevaba la taza de café a la boca. Alta, delgada. Miraba a través del balcón y nuestras miradas se encontraron. Tras los visillos podía ver media cabeza de Trotski, el cabello denso y alborotado, las gafas redondas, la perilla en punta…
También me miraba, alerta y preocupado. Simone salió del portal y vino hacia mí. De esta forma nos conocimos y luego nos fuimos paseando hasta la terraza del café de La Rotonde. Nos sentamos, hablamos y simpatizamos tras los primeros minutos de desconfianza por parte de ella. Aún no hablaba español, lo aprendería más tarde, durante la guerra civil española, en el frente de Aragón, formando parte de la columna Durruti.
Nos volvimos a encontrar en Barcelona durante la guerra, estaba anímicamente afectada, corporalmente era un tallo resistiendo los embates de la vida feroz.
– En cuanto a los hombres se les permite matar sin temor a represalias, empiezan a matar unos y los otros animan -lo dijo con las pupilas que han visto lo peor del ser humano. Simone venía acompañada de un hombre que se presentó como José Luis Rey. Tenía acento andaluz y por concretar, de Cádiz. Simone le rodeó el cuello.
– Es un artista, un dibujante excepcional y también pintor -dijo ella, mientras él sonreía.

Años después supe que se trataba del célebre Sim, su pseudónimo, autor de las mejores creaciones plásticas sobre la guerra civil. Los pseudónimos son muy procelosos. Simone y Sim. Y claro, no es posible la casualidad. Sim y Simone estaban contemplando Barcelona desde una azotea, no es que fuera un día radiante pero lo suficiente como para esos besos largos que no vienen a cuento.
Simone, conforme a su apariencia, era un ser de extrema profundidad y sensibilidad, se diría que de una espiritualidad mística a la altura de Teresa de Jesús o Juan de la Cruz. Un amigo, que la conoció en Londres en 1940, cuando ella trabajaba para la Francia Libre, intentó resumirme, tarea imposible, sus conversaciones con ella. Las conversaciones nunca se sabe por dónde van a ir, si a dique seco o a mar intenso. Pero mi amigo lo intentó.
«Sólo ocultándose ha podido Dios crear. De otro modo, sólo Él existiría.»
«Ver un paisaje tal y como es cuando no estoy allí. Cuando estoy en algún sitio profano el silencio del cielo y de la tierra con mi respiración y los latidos de mi corazón».
Y allí, en Londres, se quedó para siempre el cuerpo de Simone. La muerte viene sin consultar, cuando quiere. La tuberculosis, enfermedad de los seres más celestes, se la llevó en 1943. Allí, en Londres, como si a la muerte le importará algo el lugar, el día o la hora, si hacía sol o luna menguante. El dibujante español Sim utilizó ese seudónimo a causa de Simone y no admito que nadie lo dude. Aunque nadie tampoco lo va a asegurar, salvo yo mismo.
Simone Weil, enjuta y aérea, apasionada de la justicia en el mundo. Te recuerdo y recuerdo tus palabras….
«Todo lo que se aprehende por medio de las facultades naturales es hipotético. Únicamente cuenta el amor sobrenatural».
«La muerte es el estado instantáneo, sin pasado ni futuro, indispensable para el acceso a la eternidad. Y al privar a mis ojos de claridad, la muerte vuelve pura la luz por ellos mancillada»
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Etiquetas:
Durruti, Guerra Civil española, Juan Manzaneda, Sim, Simone Weil, Trotski