Raquel Sánchez Bujaldón (29/10/2008)
LA ACTUALIDAD ESPAÑOLA QUE REFLEJAN estos días los medios de comunicación, bien puede servir para sacar una fotografía de la idiosincrasia del país, o de la percepción que se tiene de ella.

Entre recesiones, ascensos del número de parados, huelgas de los funcionarios de justicia, ex presidentes negacionistas del cambio climático… Dos cuestiones, sobre todo, definen hoy las conversaciones populares, las discusiones de la calle, incluso, las desavenencias entre vecinos. Por un lado, la iniciativa del reconocido juez Baltasar Garzón, que, acostumbrado a lidiar con toros que no suelen pasar desapercibidos, se ha propuesto investigar los crímenes acaecidos durante la Guerra Civil española y la posterior etapa del Franquismo.

Por otro, la dudosa presencia de España en la próxima cumbre financiera internacional, en la que sí participará los países del G-20, para abordar lo que ya se ha llamado la refundación del capitalismo internacional. Si bien el primer ministro británico celebraba públicamente hace unos días la fuerza de la economía española y su peso a nivel internacional, poco después su homólogo francés hacía unas declaraciones que obligaban casi ipso-facto al presidente Rodríguez Zapatero a salir al paso para calmar la indignación de sus ciudadanos, ofendidos en su orgullo y reviviendo reminiscencias pasadas, aquéllas que hacían sentir al español medio inferior respecto a sus vecinos del norte. Así es, al afirmar Sarkozy que no hallaba razón para la cual España debiese asistir a la cumbre, a más de uno le tocó la fibra… ¡cómo no vamos a asistir, siendo la octava economía del mundo! La furia roja salió de nuevo al campo, y sin árbitro mediante. Como no era suficiente con la algarabía interna, échale sal, que la comida está sosa.

GARZÓN, EL JUEZ
La figura del juez Baltasar Garzón es cualquier cosa menos indiferente. Probablemente, cause más admiración fuera de nuestras fronteras que dentro, «En España, tras más de treinta años finalizada la trágica y despreciable dictadura franquista, sigue habiendo, sobre todo, dos ideologías, dos maneras de pensar, dos cristales tras los cuales ver el mundo», pero ya sabemos que nadie es profeta en su tierra. Para algunos es un hombre ante todo fiel a sus principios, para otros un señor con demasiado ego. Esto es, cualquier causa que decida investigar y posteriormente juzgar, será, con toda probabilidad, presa de comentarios, y no sólo por parte de las voces más acreditadas.

Sin embargo, tal vez sea la actual causa que lleva entre manos la que mayores sensibilidades y por ende opiniones despierte: no en vano, ha osado a desempolvar lo que llevaba mucho tiempo bajo el polvo… Como mínimo, más de tres décadas, el tiempo transcurrido desde la transición española. Algunos afirmarán que quiere revivir a las dos Españas, que desea volver a enfrentar a republicanos con nacionales, que qué gana con rememorar las penas rojas y sus iguales azules… Pero lo cierto es que el juez Garzón no ha revivido nada… porque nada estaba muerto.

En efecto, en España, tras más de treinta años finalizada la trágica y despreciable dictadura franquista, sigue habiendo, sobre todo, dos ideologías, dos maneras de pensar, dos cristales tras los cuales ver el mundo. No importan los grupos minoritarios o las valientes iniciativas que, en cada cita electoral, intentan convencer de la policromía del arco iris: a la postre, siempre pesan más esas dos visiones, aun en forma de voto útil. Y ésa sea probablemente la razón que explique por qué resulta tan delicado siquiera plantear un debate sobre la institución monárquica: en el fondo, la monarquía española es el paraguas que encubre a todos, su existencia simboliza no sólo la continuación de una forma de poder histórica -hoy atenuada en sus capacidades-, sino que también representa la voluntad unánime de pasar página a cuarenta años de franquismo, con sus víctimas y verdugos.

Y he aquí que llega Garzón a remover fantasmas, de víctimas y verdugos, a remover heridas, de los que ya no están y de sus descendientes, que pese a ello no logran cicatrizar. Si Garzón ha osado a hurgar en heridas chilena y argentina, respectivamente, ¿cómo no va a hurgar aquí? Pero, para unos, Garzón es simplemente un héroe, un valiente, aquél que va a movilizar al fin la exhumación de su antepasado tan humillantemente quitado de en medio; para otros, el juez español es un iluminado, un defensor de las causas perdidas, e, incluso, se cuestiona la competencia del juez para investigar los crímenes, como ha expresado el fiscal-jefe de la Audiencia Nacional, Javier Zaragoza, en un recurso que ya ha sido rechazado por Garzón.

¿DÓNDE NOS PARAMOS?
Sin entrar a juzgar lo oportuno o inoportuno de la iniciativa de Garzón (pero sí comprendiendo, sin lugar a dudas, la necesidad de muchos ciudadanos que requieren dignificar la memoria de sus antepasados), «Que quede claro: el juez no ha reabierto herida alguna; ésta nunca cicatrizó. Y las heridas mal curadas, siempre corren riesgo de infección», lo que subyace de este toma y daca tanto judicial es que España, a nivel interno, tiene aún mucho de aquellas dos Españas. Hemos entrado hace mucho tiempo en la Unión Europea, paralelamente han ido afianzándose ciertos nacionalismos internos… pero ello no ha logrado borrar la división emocional de las dos Españas, la azul y la roja, la nacional o la republicana… Incluso los que, dichosos nosotros, nacimos en democracia, tenemos presente esa dualidad, pues se ha transmitido de abuelos a padres, de abuelos a nietos, de padres a hijos. En el inconsciente colectivo, sigue habiendo dos Españas. Tal vez dentro de dos generaciones ese dualidad emocional no traspase la anécdota de los libros de historia, pero aún hoy sigue viva.

Que quede claro: el juez no ha reabierto herida alguna; ésta nunca cicatrizó. Y las heridas mal curadas, siempre corren riesgo de infección.

Si con este balbuceo interno no era suficiente, a ello cabía sumar la indecisión geopolítica. No sería extraño afirmar cierto nexo entre uno y otro, pues, quizás, sin los cuarenta años dictatoriales, España se hallaría hoy en otro nivel, pensemos superior o al menos más próximo al de nuestros colegas europeos occidentales, y no tendríamos hoy que asistir a este tira y afloja de si debemos o no personarnos con pleno derecho de participación en la próxima cumbre financiera internacional.

Rodríguez Zapatero salió raudo a la palestra a afirmar que luchará por que cuenten con nuestra presencia. España debe estar donde se merece, sentenció, sosteniendo posteriormente que la octava potencia del mundo no puede estar callada. Por cierto, que esta información que alega que somos los octavos en el ranking de los ricos y famosos es más que discutida, pero qué más da, si de tanto repetirlo ha adoptado forma de verdad indiscutible, o al menos eso parece.

De nuevo, nos han tocado la fibra, se han despertado las reminiscencias… ya nos fastidia no poder estar manejando el percal -y que países como Argentina, hoy levantando cabeza y legitimando sus intereses pese a la compungida España, sí vayan a estarlo, o a intentarlo cuanto menos-, pero sobre todo nos fastidia volver a sentirnos menos, menos que franceses, que alemanes, que ingleses, que italianos. Ampliado con creces el club europeo, pareciera que por fin España estaba entre los peces gordos, dejando atrás la coletilla de que Europa termina en los Pirineos… y no. Nos vuelven a recordar que, bien, no somos emergentes (¡faltaría!), pero tampoco sobresalimos tanto en la superficie como para poder mirarla desde arriba.

ESTAR O NO ESTAR EN LA CUMBRE DEL G-20
Orgullos a un lado, se han podido escuchar asimismo toda clase de motivos por los cuales George W. Bush no ha transmitido formalmente la invitación a Rodríguez Zapatero: desde la poca empatía evidente, pasando por el feo que hizo el presidente español al no levantarse ante el desfile del Ejército norteamericano en 2003 -gesto correspondido al año siguiente por los estadounidenses-, hasta que España ya está de algún modo representada al integrar la cumbre cuatro países de la UE.

«España debe aprovechar la posición en la que se encuentra para dar un salto cuanti y cualitativo: aprovechar esta galopante crisis internacional para reorganizar su economía». Lo cierto es que, ateniéndonos a la naturaleza del G-20, éste aglutina a los países más desarrollados y aquéllos definidos como economías emergentes; desde ese punto de vista, España, objetivamente, no debería estar en la reunión. Bien es cierto que la economía es española, sin ser la octava fuerza económica, sí es de las más importantes a escala global, lo que lleva a pensar en alterar tal vez los criterios del G-20, directamente, hablar de G-21. Por otro lado, es indiscutible el papel de España como mediadora entre América Latina y la Unión Europea, y no hay que olvidar que en el G-20 sí participan países como Argentina, Brasil y México, con los que Madrid mantiene lazos muchos más estrechos -dando por hecho los históricos- que Roma, cuya economía, por cierto, no es tan claro que se encuentre muy por delante de la nuestra.

Paralelamente a todo lo anterior, es necesario enfrentarnos al espejo y mirarnos a nosotros mismos, además de echar balones fuera. Evidentemente, a España le falta protagonismo en el escenario internacional. Económicamente, somos fuertes sin duda, pero como ya se ha criticado en diversos medios, las razones de nuestra fortaleza económica no responden a la inversión en I+D o en grandes proyectos de industrialización y desarrollo, sino a la fe ciega en el poderío del ladrillo y de nuestras costas… una gallina demasiado vulnerable como para dar huevos de oro toda la vida, y asistimos ya a la huelga en el corral. Ser un país desarrollado no implica sólo pertenecer a una gran conglomeración como es la Unión Europea.

España debe aprovechar la posición en la que se encuentra para dar un salto cuanti y cualitativo: aprovechar esta galopante crisis internacional para reorganizar su economía, y, pasado lo peor de la tormenta, reorientar sus presupuestos e inversiones, de forma que el sector servicios siga siendo una atractiva fuente de ingresos pero que sobre todo sea en la educación donde se aplique el esfuerzo, invirtiendo en investigación, y cuidando el activo más valioso de un país: sus ciudadanos.

Claro que, y aquí cerramos el bucle, antes quizás de procurar reubicarnos en el escenario internacional, tendríamos que reencontrarnos en nuestro propio territorio. O quizás, alterando el lema de la Unión Europea, sea nuestro sino estar unidos en la ambigüedad. Hoy más que nunca España debe aprovechar la coyuntura, dentro y fuera, y salir de una vez por todas de su crónica indecisión.

N. de la R.
Raquel Sánchez Bujaldón es Editora Jefe de la Fundación Safe Democracy. Ha realizado un Master en Relaciones Internacionales y Comunicación en la Universidad Complutense de Madrid y es Licenciada en Periodismo por la misma Universidad. Ha colaborado con diversos medios españoles, como el diario ABC, la agencia de noticias Europa Press y el Diario Información (Alicante).