Sin Acritud…
Fernando Polanco (12/1/2010)fernando-polanco
Según nos apeamos en El Romeral, una  poblachón manchego cercana a Tembleque, cuya estación de ferrocarril es Los Yepes, no hay más que tomar la dirección del río y, sin llegar hasta el puente sobre el Guadianilla, uno topa con la que fue la abarrotería de «El Goyo». Es bajando a mano derecha, junto a la acacia seca donde se apoyó mi antecesor antes de suicidarse. Ahora, la tienda de ultramarinos es una ruina recostada sobre la ribera del río, donde anadean losazulones y, de vez en cuando -según los jubilados, tan propensos a la fabulación- se divisa a una nutria que toma el sol bajo los sauces, en una roca pulida que atrinchera la corriente.

La historia de Goyo y la señora Carmen es como sigue.

Yo había tomado posesión de mi cargo como responsable del apeadero ferroviario en 1981, y la señora Carmen, que frisaba los 80, hacía años que había enviudado y vivía abarraganada con un hombre algo más joven, apodado «El Brujo», porque decían que, si no le saludabas, te echaba mal de ojo. Este paisano era alcohólico, y se bajaba una copa de brandi después de la anterior como si nada. Bebía en un velador donde la carretera del pueblo, distante cuatro kilómetros, hace chaflán y bordea una colonia de chalets pareados. Allí permanecía mientras hiciese calor, observando hierático el trasiego de la gente que acudía a sus quehaceres. Al mediodía, sin falta, se retiraba al sombrajo que flanqueaba el timbiriche y, enseguida, desaparecía. Tenía aspecto de imbécil y, como he dicho, no articulaba palabra. Al poco, murió fulminado.

Mi mujer y yo habíamos rentado una casuca terrera, húmeda y más bien inhóspita, al otro lado del río, a unos 300 pasos. La mayoría de nuestros vecinos, inmigrantes de Extremadura, era gente tosca, cruel y maledicente, aficionada a la fiesta, los naipes y la pitarra. Ellos eran impotentes, y ellas, decían, tenían «los nervios agarrados a la cabeza»: yo siempre las imaginaba con un pulpo agarrotándoles el hipocampo. Vivían al día, embrutecidos y absortos en su trabajo: viticultores de Quero, ganaderos de Alcázar y demás.

Un buen día, recién llegado, acerté a pasar por el colmado de Goyo, que ya compartía, además de casa, lecho con su madre. En el umbral, un cartel rojo y blanco, tiznado de mugre, rezaba: «Gocar. Comestibles». El interior del negocio me sobrecogió: la luz, lúgubre porque era noviembre, se filtraba entre las desvencijadas paredes iluminando un género escaso, polvoriento y definitivamente misterioso.

Goyo también era alcohólico y horrible como un pecado, pero, como todos los pícnicos, jovial. Daba una imagen tan patética como siniestra. Me alargó la barra de pan con manos embarradas de grasa, y yo, pretextando una diligencia urgente, salí mandado de aquel antro a donde no regresé más.

Goyo solía arrimarse a la barda del jardín paredaño, y sin desabrocharse la portañuela por inadvertencia o por incuria, se desahogaba mientrla-abarroteria-de-goyo-y-carmenas los mozos se mofaban de él. Su vida transcurría entre el bancalito, donde no pisaban sino los forasteros desprevenidos, y un bar contiguo a la estación. Allí, las cucarachas que campaban por sus respetos en la barra, le hacían compañía de madrugada. Se decía que mantenía relaciones con su madre, y que sucedía con el consentimiento de la anciana, que se mostraba somnolienta y cavilosa.

El caso es que, en la primavera de 1982, que fue muy ventosa y fría, mi buen amigo, el doctor R., escritor sobresaliente y acuarelista más que notable, recibió un aviso de emergencia: la madre de Goyo se desangraba. R., diligente, acudió desde Alcázar en su destartalado «Citroên» y, nada más acostumbrarse a la húmeda tiniebla de la casa, descubrió una escena escalofriante: el catre donde dormían Goyo y su madre se había venido palo abajo con el traqueteo, y a la señora Carmen le habían reventado las varices. Ambos chapoteaban en un inmundo charco de sangre apenas cubiertos por una manta de impreciso color oscuro.

R., que es fértil en recursos y un profesional consumado, hizo lo que pudo. Pero poco podía hacerse. Unas semanas después, la lívida señora Carmen dejó de aparecer en la puerta de la abarrotería, y Goyo comenzó a chupar de manera frenética: apenas se tenía en pie pasadas las 10 de la mañana. Por último, cerró el negocio: debajo de «Gocar. Comestibles», un albañil que habían contratado rubricó: «Se vende, traspasa o alquila».  A comienzos de mayo falleció la señora Carmen. Un infarto. Y, antes del verano, Goyo siguió el mismo camino: un ictus fatal. Murieron al alimón: como habían vivido.

Muy pronto, la maleza fue invadiendo puertas, postigos y ventanas. Los cimientos de la casa, además, se fueron desplazando, casi un centímetro por día, hacia la ribera del río: allí continuaban los azulones, anadeando con su aspecto estúpido y ensimismado.

La casa la ocupan, desde hace años, unos inmigrantes rumanos. Mientras los herederos, parados, aguardan.