Fernando Polanco
Fernando Polanco

Mi Columna
Eugenio Pordomingo (31/10/2015)
Una llamada telefónica de Venancio Díaz Castán me da la noticia del fallecimiento de Fernando Polanco, amigo común, con el que compartí cuitas y remembranzas, que no son más que la memoria vuelta a pasar por el corazón, como algún erudito dejo escrito.

A Fernando Polanco, le gustaba –medio en broma, medio en serio- que le llamaran Fernando de Polanco, Príncipe de La Navata. Ha vivido lo suyo; una vida algo lujuriosa según relataba, que no le impidió adquirir una sólida formación cultural, aunque se olvido –y mucho- de cuidarse el cuerpo que le envolvía.

Era tal el número de enfermedades –según él- que tenía, que a uno se le hacia harto dificultoso creer que fuera cierto. No es necesario hacer un relato pormenorizado de las pócimas, mejunjes  y placebos que a diario engullía su ya débil cuerpo, eso es parte del sumario secreto que se lleva allí donde él creía que no hay nada, que no hay más allá que el de acá. Ahora entenderá la reflexión del teólogo Hans Küng cuando en El atardecer de la vida se preguntaba por la muerte. Para él, para el teólogo, la muerte es parte de la condición humana, y un misterio, aunque creía en la vida después de la muerte. “La confianza racional en Dios, en el Dios eterno –escribió el filósofo- me permite confiar asimismo en la vida eterna” ¿Y si estuviera equivocado?, se preguntaba. Pues si no fuera a la vida eterna de Dios, “sino a la nada, al menos habré vivido una vida mejor y más llena de sentido que si no hubiese albergado esta esperanza”. No me extraña que Polanco, a pesar de sus discursos escatológicos, estuviera en esa misma línea de pensamiento, sobre todo en estos últimos meses cuando se sintió seriamente mermado en lo físico y en lo psíquico, y con el aliento de la Señora en su espalda.

Su Curriculum Sanitario –el de Polanco– lo conocen bien Venancio Díaz Castán y Luís Lapuente, galenos de Galapagar que le han asistido, y por lo que hemos visto, de forma científica y acertada. Hace años le diagnosticaron unos meses de existencia terrenal, pero el –aunque aparentaba flojedad física- les llevó la contraria y se agarró como puedo a la existencia.

Recuerdo esos días de invierno, charlando con él, en su habitáculo del “despacho de billetes” en el apeadero ferroviario de la estación de RENFE en La Navata, donde ejercía de “facultativo despachador de billetes”. En ese pequeño habitáculo, con su radiador eléctrico para aliviar el eterno frío que padecía, plagado de papeles, libros, periódicos, notas de lo más variopinto, y algún que otro vaso, vacío, por supuesto, trasegaba tratando de cumplir con su tarea: despachar billetes y dar explicaciones, una y otra vez, a viajeros con “encefalograma plano” –como le gustaba decir-, mientras se devanaba los sesos leyendo, escribiendo y hablando de sexo, uno de sus temas preferidos. Lo lívido era algo fundamental en su vida. Al menos eso decía, vayan ustedes a saber.

Recuerdo de él algunos extraordinarios textos –Fernando era muy culto, pero escribía “a lo raro”, a decir de un lugareño amigo suyo-, uno de esos escritos, La Abarrotería, el otro, El Diario de Kürtz: La mandrágora y la acacia. Los dos publicados en el digital espacioseuropeos.com,

En el primero contaba la “historia de Goyo y la señora Carmen”. Madre e hijo. Los dos vivían abarraganados –según El Príncipe de La Navarra-, compartiendo lecho y casa. Goyo, alcohólico, y horrible como un pecado, pero, como todos los pícnicos, jovial. Daba una imagen tan patética como siniestra. Cuenta Polanco que una mañana un amigo suyo, médico y escritor sobresaliente y acuarelista más que notable, recibió un aviso de emergencia: la madre de Goyo se desangraba. El doctor –diligente él- acudió  en su destartalado “Citroên” y, nada más acostumbrarse a la húmeda tiniebla de la casa, descubrió una escena escalofriante: el catre donde dormían Goyo y su madre se había venido palo abajo con el traqueteo, y a la señora Carmen le habían reventado las varices. Ambos chapoteaban en un inmundo charco de sangre apenas cubiertos por una manta de impreciso color oscuro.

El galeno hizo lo que pudo, a decir de Polanco, y unas semanas después, la lívida señora Carmen dejó de aparecer en la puerta de la abarrotería, y Goyo comenzó a “chupar de manera frenética”: apenas se tenía en pie pasadas las 10 de la mañana. Por último, cerró el negocio, colocando un cartel que decía: “Se vende, traspasa o alquila”. Madre e hijo murieron al alimón, “como habían vivido”. Una de un infarto y el otro de un ictus. La muerte del hijo la atribuye Fernando a la constante pitanza.

En el segundo texto al que aludo, El diario de Kürtz: la mandrágora y la acacia, Fernando Polanco cita un sucedido –en la finca Los Rosales- que tuvo lugar allá por los años 40. De todos es sabida la existencia de la mandrágora, que brota a expensas del semen de los ahorcados. Pues bien, este relato se refiere a un antecesor suyo (de Polanco), como despachador de billetes, que se prendó de la hija de un General, “que, a su vez, le correspondía. Sin embargo, la familia de la enamorada no compartía sus gustos, de modo que los amantes se pusieron de acuerdo para dejar este mundo cruel”. El instrumento elegido para acabar con sus vidas fue una escopeta de caza. Primero fue la joven, después el empleado de RENFE se descerrajo un escopetazo, “recostándose en una acacia”.

Tras “varios arrolllamientos” y protestas vecinales, RENFE se decidió a construir un paso elevado en La Navata, y los “obreros, por ignorancia o por incuria, prácticamente vaciaron la acacia en la que se había apoyado el ferroviario suicida, que es la que se encuentra, por cierto, justo enfrente de la estación”.

Nada hacía suponer que el árbol, la acacia, que había quedado reducida a la nada, pudiera volver a “retoñar como si nada. Y así, cada primavera”. Y Fernando, en una más de sus elucubraciones, dejó escrito que “no dejo de pensar que el prodigio anual se debe a que la sangre del suicida, que no el semen, como empapó su día la tierra donde se yergue la acacia, es la que permite la resurrección  pasmosa del sufrido árbol”.

Cito estos acontecidos, relatados por Polanco, como una pequeñísima muestra de su valía literaria y de su cáustico, ácido y corrosivo humor.

El viernes por la noche, día 30 de octubre, incineraron a Polanco. Poca gente fue a despedirse de él. “En la soledad no se encuentra más que lo que a la soledad se lleva”, escribió Juan Ramón Jiménez.