En la foto: delante, Raúl Peña Mateo, a la izquierda, con camisa blanca, Aniceto Setién, detrás de este, Eugenio Pordomingo y Javier Castro-Villacañas; al otro lado de la mesa gastronómica, Raúl Peña y Javier España. La foto fue tomada el pasado 11 de noviembre.

Sin Axcritud…
Aniceto Setién (9/1/2023)
Vaya título más raro para un obituario. Además, seguro que para buena parte de la gente que lee estas líneas, parecerá que estoy insultando a Javier, a nuestro querido Javier, al que casi perdemos con la Covid y al que, finalmente, se ha llevado por delante un cáncer rápido y demoledor, con 58 años. Deja esposa, tres hijos y montones de amigos de las más diversas procedencias y familias ideológicas.

Sobre el cuerpo de Javier, expuesto en el tanatorio de Tres Cantos, lucía un ramo de cinco rosas sujetas por una bandera de España. Sí, Javier era falangista, por herencia familiar, por convicción, porque era un patriota. Javier Castro-Villacañas era un patriota pero de verdad; no militaba –de hecho, despreciaba– en ese patriotismo impostado e histriónico del que hacen gala quienes se empeñan en que en España solo caben ellos y los que son como ellos. «Y si no te gusta, te vas a Cuba (o Venezuela o Corea del Norte o…)», no, Javier no era de esos.

Castro-Villacañas, falangista, antifranquista, republicano, azote intelectual de la monarquía y los Borbones, periodista, abogado, culto, reflexivo, honesto, católico, brillante y agudo escritor, polemista, tertuliano (de los de verdad) pamplonés de origen y corazón y bon vivant («disfrutón de la vida», nos decía su viuda), era un patriota.

También eran patriotas Cervantes, Quevedo, Feijóo, Jovellanos, Larra, Ortega… El elenco de intelectuales que amaban España pero no tuvieron el mínimo pudor en criticar, a veces con saña, los usos y costumbres de la piel de toro es inmenso. Ya no podremos saber si la talla intelectual de Javier Castro-Villacañas era comparable a la de los personajes citados pero sí podría competir con ellos en esto tan infrecuente, cada día más infrecuente, que es la honestidad intelectual.

En un mundo, en una España, en la que las corrientes ideológicas parecen caber en compartimentos blindados y si uno opina «esto» debe defender también «esto y aquello y lo de más allá» y además uno debe ser amigo de «estos» y enemigo acérrimo de «aquellos otros», personas como Javier son un verso suelto que, digámoslo sin ambages, en más de una ocasión le provocó gravísimas complicaciones personales.

Ser honesto no significa tener razón ni estar en lo cierto, significa solo que, si uno defiende un punto de vista, es porque racionalmente ha llegado a la conclusión de que es el correcto, con independencia radical y absoluta de quién defienda lo mismo o lo contrario. Y ser honesto, en esta España nuestra, está mal visto, es peligroso. Los intelectuales honestos son gente imprevisible, poco confiable, con la que el sectarismo –los sectarismos– no pueden contar.

Nos conocimos, hace ya unos cuantos años, en la Tertulia Espacios Europeos, una especie de oasis de libertad de opinión que cabía en el Club de la Vida Buena, cuya titularidad era de personas que la prensa tilda de ultraderechistas y cuyos destinos fueron sinuosos –por decirlo de manera amable– porque cometieron uno de los mayores pecados que se pueden perpetrar en España: enfrentarse con todas sus armas con poderes sagrados del Estado, como la gran banca o la familia del Rey.

De la mano de otro inefable de la honestidad y la libertad de expresión, Eugenio Pordomingo, nos veíamos una vez por semana a analizar la realidad española e internacional sin gritos, sin insultos, con tranquilidad, a veces, con coincidencias y, muchas otras, con tremendas discrepancias que siempre acababan en un abrazo con caña en el bar de al lado. Nunca, jamás, a quien firma este modesto obituario, se le hizo indicación alguna sobre qué podía y no decirse, qué podía y no opinarse. Espacios Europeos era una tertulia de verdad, de opiniones y pareceres, alejada radicalmente de ese modelo de debate-espectáculo en el que cada interviniente se limita a hablar para «los suyos» en una suerte de competición de a ver quién la echa más gorda. Y Javier era pilar fundamental de aquellos ejercicios de exposición retórica en los que este humilde comunista tuvo ocasión de participar.

De izquierda a derecha, Javier Castro, Eugenio Pordomingo, Ana Camacho y Aniceto Setién. Foto archivo.

Desaparecido manu militari el Club de la Vida Buena, con el tremendo coste que supuso para Javier, Espacios Europeos siguió su andadura en otros andurriales, sin la participación ya de nuestro amigo.

Años después, nos hemos seguido frecuentando por el mero placer de la amistad, de la charla, de hablar de esa manera libérrima que solo se experimenta en ambientes de muchísima confianza y cariño. Esas comidas con sobremesa que se alargaban hasta que el ayuntamiento de Madrid encendía las farolas.

Quizá muchas personas de distintas procedencias albergamos, en estos días, sentimientos enfrentados, controvertidos. Se nos ha ido Javier, ¡qué tristeza! Pero, ¡qué privilegio el poder decir «Javier Castro-Villacañas y yo hemos sido amigos, nos respetábamos y nos queríamos»! En fin, querido Javier, si tus convicciones escatológicas son correctas, estarás debatiendo con san Pedro sobre el modo adecuado de gobernar la Gloria; si no lo son, siempre te quedará lo que le queda a las buenas personas, nuestro recuerdo y nuestro cariño.

N. de la R:
Aniceto Setién es analista político, entre otros medios, en Espacios Europeos y ha ocupado distintos puestos de responsabilidad en partidos de izquierda, incluido el PCE.


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