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Diego Camacho (12/1/2012)
En 1814, Fernando VII regresa a España, obligado por Napoleón, después de haber protagonizado junto a Carlos IV, seis años antes, el acontecimiento político más abyecto de la historia española. El indeseable «deseado» fue recibido por los absolutistas en olor de multitud al grito de «¡vivan las caenas!». Poco tardó el nuevo monarca en abolir la Constitución de 1812 y en fusilar a muchos de los que habían luchado contra los franceses para defender un trono mancillado por su cobardía. Su reinado haría bueno el aserto de Chateaubriand «la ingratitud es cosa de reyes, los Borbones exageran».

Es inevitable recordar lo ocurrido hace 200 años, cuando se asiste hoy día al triste espectáculo que ofrece la Jefatura del Estado, coreado por cortesanos que aunque se han quitado la peluca y la casaca siguen animados por el mismo espíritu servil que tenían sus antepasados, al pretender desviar la atención y cargar todas las culpas sobre los  plebeyos más a mano.

Es raro el día en el que no surjan nuevos datos sobre las andanzas «sin ánimo de lucro»  de los duques de Palma. Entre las últimas la utilización del palacio de Marivent y la embajada española en Washington. La primera, vincula directamente a la Casa Real, la segunda al Estado. Resulta patética la débil queja del embajador Dezcallar a su ministro Moratinos sobre los manejos del duque. Para este diplomático predomina más el respeto al consorte de la Infanta al dejarle hacer, que la defensa de la dignidad del Estado. España  alcanza así un alto nivel bananero de desprestigio internacional sólo al alcance  des los países más corruptos.

Como resulta imposible tapar, paliar o disimular la apropiación indebida de fondos públicos, el falseamiento de facturas o el cobro de servicios inexistentes. Se intenta cargar todo este desmadre sobre Urdangarín para posteriormente anular sus  responsabilidades penales por: defecto de forma, por prescripción o por cualquier nueva modalidad que algún leguleyo se invente.

En lo que se refiere a los temas económicos, es la Infanta Cristina responsable al 50%, que es la cantidad de su participación mercantil en el negocio «sin ánimo de lucro». En lo que se refiere al «comportamiento ejemplar» y en la pérdida de prestigio internacional de la nación española. Es la hija del Rey la principal responsable como titular, por ello recibe su asignación y su posición institucional privilegiada. El campeón de balonmano es sólo el consorte y por ello subordinado y sujeto institucionalmente a la Infanta. Esto es así, a pesar del esfuerzo de los responsables del Museo de Cera en convencernos de lo contrario.

No obstante, los duques no eran unos desconocidos que pasaran allí por casualidad. La cuestión de fondo estriba en que las «dádivas», que tan generosamente recibían con dinero público, se le daban a la Casa Real. Ésta llevaba décadas aceptando regalos monetarios o en especie de sus servidores más entusiastas. El Rey no es responsable por el blindaje que le proporciona la Constitución, pero la utilización de este privilegio sin tasa durante tantos años ha incidido e influido de manera negativa y perversa en la Corona, tanto entre los miembros más próximos de su familia como entre las personas vinculadas a la Casa Real. No se puede obviar que todo el chiringuito ducal era conocido por la Zarzuela desde el año 2005, por lo menos. Esta circunstancia obliga, moral que no penalmente, al monarca a reembolsar al tesoro la cantidad afanada por sus hijos antes de celebrarse el juicio, aunque a lo peor tampoco se celebra.

El nombramiento del nuevo Presidente del Consejo de Ministros ha vuelto a evidenciar la intromisión de la jefatura del Estado en un ámbito que no es de su incumbencia, el nombramiento del ministro de Defensa. Para preservar las formas y la apariencia de legalidad ha sido necesaria, como lo fue con Aznar, la complicidad de Rajoy. Este hecho es la primera objeción que puede hacérsele al líder del PP, pues supone una traición a la soberanía popular que reside en los ciudadanos y que le habían investido nada menos que con la mayoría absoluta.

Los negocios reales, nunca explicados a la ciudadanía, y la invasión de campos políticos que no le pertenecen, son en el primer caso un abuso al privilegio constitucional que se le concedió para afianzar el trono y en el segundo una clara vulneración de sus atribuciones constitucionales. Ambas han generado la pérdida de apoyo popular que ni siquiera los medios de comunicación más cortesanos han podido ocultar. La solidez de la Corona sólo puede fundamentarse en una «acción ejemplar» en lo material y en el escrupuloso respeto constitucional. Ambas cosas, lamentablemente, brillan por su ausencia.

Una monarquía parlamentaria sólo puede perdurar si los ciudadanos rechazan el servilismo, las «caenas», de nuestros antepasados. El primer paso para lograrlo es no desearlas.

N. de la R.
El
autor es coronel diplomado en Operaciones Especiales, licenciado en Ciencias Políticas y miembro de la Junta Directiva de APPA (Asociación para el Progreso de los Pueblos de África).


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