Estatua de Don Jacinto Benavente en Galapagar (Madrid).
Estatua de Don Jacinto Benavente en Galapagar (Madrid).

Sin Acritud…
Venancio Díaz Castán (15/9/2016)
Siempre es buena la ocasión de glosar la figura de un escritor que dejó huella profunda entre los españoles del siglo XX, y que estuvo entre los pioneros en considerar Galapagar como un buen lugar de segunda residencia, como otros escritores madrileños, políticos y algún artista de fama internacional. La finca El Torreón acogió en los últimos años de su vida a este madrileño en el cénit de su fama, y en ella se recogía para trabajar febrilmente en las comedias que no dejó de escribir hasta su muerte en 1954. Y me atrevo con el reto, no por mis conocimientos de teatro, que son parcos aunque suficientes, sino por esa costumbre inveterada que tenemos algunos médicos de indagar en las trayectorias vitales de los protagonistas de la Historia, viéndolas desde una perspectiva más humana y cercana que desde la biografía basada en sus obras.

Tuve como paciente a un galapagueño de grato recuerdo que se llamaba Martín Baltasar. Su esposa Antonia y él lo atendían en los últimos años y a Martín debo algún detalle anecdótico como la costumbre que tenía el escritor de dar caramelos a un pequeño burro que en el jardín se comía las flores, sin que por ello quisiera reprimir su conducta. A mi amigo, el fallecido escritor Felipe García Ibáñez, le refirieron cómo don Jacinto solía escribir en el jardín cuando hacía buen tiempo. Pasaba por allí el que lo contaba y al verlo sentado, a modo de saludo le espetó:

Qué, don Jacinto, ¿descansando?
– No, trabajando
– contestó.

A la vuelta del vecino, el escritor se entretenía en podar unas plantas, hecho que de nuevo hizo hablar al lugareño:

– Qué, don Jacinto, ¿trabajando?
– No, descansando.

Casi no quedan galapagueños viejos que nos puedan contar historias de don Jacinto por haber pasado más de sesenta años desde su muerte.

Nos vamos a entretener tratando de ubicar a don Jacinto en su finca, y lo imaginamos ya viejecito. Puede calcularse en torno al año 1944 (1) cuando compró esta finca del camino de las Tejoneras de Galapagar, probablemente porque desde ella tenía un panorama incomparable. Siendo como era un hombre de naturaleza esencialmente urbana, desde aquel lugar del campo podía seguir viendo Madrid. La construcción se desarrolló en torno a un antiguo telégrafo óptico (2) hasta que tomó las dimensiones que aún conserva en la actualidad. Pertenecía a la primera línea de telégrafos ópticos Madrid-Irún, cuyo proyecto había comenzado en 1844. Era una de las seis estaciones que estaban dentro de la Comunidad de Madrid, y al ser de las primeras sirvió junto con la de Torrelodones para «Escuela General» de prácticas para torreros (3). Las vistas desde allí son verdaderamente privilegiadas. Era sobre todo durante el buen tiempo cuando más disfrutaba don Jacinto de este lugar en el que permanecía apartado del ajetreo madrileño. Allí quedaba también conjurada la posible soledad de su soltería con la compañía de unos amigos que serían su verdadera familia. Me refiero a Diego Hurtado, a su esposa Mary Carrillo y a sus hijas.

Lo encontramos en el jardín y vemos un hombrecillo enjuto, bajo de estatura, que cubre su calva con una gorra blanca de grandes dimensiones y a veces con una boina. Su rostro es afilado y lo alarga una menguada y rala barba que, junto al bigote, contribuye a darle ese aspecto mefistofélico que coinciden algunos en atribuirle. Tras los cristales redondos de sus gafas, escrutan al interlocutor unos ojillos cansados de tanto leer y escribir. Cuando escribe lo hace en el jardín, en su despacho y las más de las veces en su cama hasta que se le hace casi la hora de comer. La mano que esgrime el lápiz, de manera nerviosa y precisa, ostenta un anillo con una esmeralda de buen tamaño (4). Fuma puros de los grandes, varios al día y no se sabe que fuese bebedor de alcohol, al menos en gran cantidad. Tiempo atrás quedaron algunos excesos etílicos cuando presidía la tertulia de El Gato Negro y se veía precisado de la ayuda de Felipe Sassone para retirarse al lecho, según declaraciones de Federico Carlos Sáinz de Robles.

Don Jacinto Benavente
Don Jacinto Benavente

Apenas tiene relación con los vecinos de Galapagar, si no es con quien le presta servicio doméstico para la casa y el jardín. Es preciso aprovisionarse de las pocas tiendas que hay en el pueblo. A veces va un mozo montado en una bicicleta y compra una merluza en la pescadería de la tía Matea, en la plaza. Es para don Jacinto, dice. Y vuelve a toda mecha a El Torreón. Tampoco era excepcional verlo comiendo en el Restaurante Trinidad, regentado por el señor Aurelio y la Señora Victoria (5). El lugar quedaba cercano a su casa y podía ir dando un paseo.

Mucho se ha hablado sobre la incomunicación que mantenía don Jacinto con los vecinos del pueblo, y ello me ha dado qué pensar si tenemos en cuenta que su carácter era abierto y que gustaba de hablar con la gente sencilla, habiéndole servido esta costumbre en no pocas ocasiones para inspiración de sus obras. No olvidemos que estamos hablando del último decenio de su vida y que, por tanto, aquel hombre que desarrollaba un trabajo intelectual de una fecundidad portentosa se recogía allí para descansar. Tampoco me parece cuestión baladí el hecho de padecer una sordera que en los últimos años había progresado rápidamente. Esta situación nos es descrita por el prestigioso otorrino argentino Eduardo López Lacarre, quien lo visitó en Buenos Aires hacia 1947. Este médico se había formado en Madrid con el catedrático de la especialidad Antonio García Tapia, sordo también a su vez, que hacía bromas con su apellido. Éste último también da amplia noticia de la sordera de don Jacinto (6). A nadie se le oculta que una persona anciana en estas condiciones, lo que menos desea es el esfuerzo a voces que conlleva una charla.

Existe la creencia generalizada que supone El Torreón como lugar donde escribió el drama rural La malquerida, hecho que produce extrañeza si tenemos en cuenta que esa obra se estrenó en 1913 y se inspiró en unos hechos reales que sucedieron en el lugar toledano de Adea en Cabo, a los pies de la sierra de Gredos. De acuerdo con lo publicado por el historiador local José Palomo Martín (7), don Jacinto también se había hecho construir allí una morada en 1905 en la que pasaba largas temporadas, a la que bautizó con el nombre de «Villa Rosario», en honor a su hija Rosario Benavente Martínez, a quien había adoptado como tal en 1903 según consta en escritura notarial.

Según cuenta el Sr. Palomo allí fueron escritos los dramas rurales Señora ama (1908) y La Malquerida (1912), y tiene mucho sentido su afirmación. Allí lo recuerdan como un hombre afable que invitaba a algunos aldeanos a su casa para jugar partidas de tresillo.

Don Jacinto siempre perdía, pero a lo que realmente se dedicaba era a la observación de los giros y expresiones del lenguaje de aquella gente para luego plasmarlo en su obra La Malquerida, obra que junto a Los intereses creados, le harían acreedor al Premio Nobel en 1922. En fecha actual puede verse el grabado en hueco «Villa Rosario» en la puerta verde de la finca. Entre 1944 y 1954, años probables de su estancia en Galapagar, escribió la friolera de veintitrés comedias, siendo la última El marido de bronce. De modo que en El Torreón tuvo que escribir, y mucho, pero no La Malquerida. En idéntico sentido se expresa el periodista Enrique Sánchez Labián en su escrito «La malquerida cumple cien años» (8).

Pero volviendo al anciano de El Torreón lo encontramos en la posguerra, ya tranquilo, tras haberse liberado en parte del ostracismo al que le había sometido el régimen de Franco, esencialmente por haber colaborado de manera activa con las autoridades del Gobierno del Frente Popular en Valencia. El inicio de la guerra le había pillado en Barcelona, a donde había ido con el actor Diego Hurtado, el hijo de su secretario, con ánimo de pasar unas vacaciones en la Costa Brava. Max Aub nos lo sitúa en el Hotel Colón en el momento de su detención por las fuerzas republicanas (9). Era de antiguo conocida su germanofilia, pero ya era una celebridad internacional y Premio Nobel, y su detención, a pesar de fundadas sospechas de simpatías con los nacionalistas, podía ser un problema para la República, por lo que fue liberado de inmediato. No había tenido la misma suerte el escritor Pedro Muñoz Seca, con quien había coincidido en las dependencias policiales. Éste último fue trasladado a Valencia y luego a Madrid, siendo por último tristemente fusilado en Paracuellos. Don Jacinto pensó en volver a Madrid, pero en la estación de Francia una actriz, Isabel Pallarés y su esposo, le convencieron de lo peligroso de su intento y de lo conveniente de ir a Valencia, para lo que le invitaron a ir con ellos (10). Allí permanecería los tres años de la guerra, allí disfrutaría de los honores que le tributaron el Ayuntamiento y la República y allí se manifestó firmemente solidario con el Gobierno legítimo hasta que el franquista general Aranda entró en Valencia y tuvo que convencerle de que todas sus actuaciones políticas habían sido dictadas por la amenaza de muerte a que estaba sujeto por las autoridades (Ya sabe, mi general: me obligaron, me obligaron).

A la vuelta a Madrid, la producción teatral, que había estado estancada durante la guerra, volvió a la fecundidad anterior, pero hubo dificultades para su representación, a pesar de que el contenido de algunas era de un halago impudoroso al nuevo Régimen. Hechas manifestaciones públicas en este sentido, don Jacinto recibió el perdón de los vencedores, volvió a llenar en breve los teatros y pudo soñar con un lugar de descanso en la Sierra de Madrid, que no tardaría en encontrar. Tenía ya setenta y ocho años, más o menos y era el autor más completo y variado en su temática desde Lope de Vega. Pero Benavente, el Premio Nobel, el considerado como el genio del teatro contemporáneo, había quedado atrás con Los intereses creados y La Malquerida. Desde antes de la guerra, a pesar del fervor con que asistían los espectadores a sus estrenos, no parece que sus obras tuviesen el valor y la garra de las mencionadas. Había recibido todos los honores posibles para un escritor:

– Ingreso en la RAE en 1912
– Diputado en el Congreso 1918
– Premio Nobel en 1922
– Hijo adoptivo Nueva York (1923)
– Hijo Predilecto Madrid en 1924
– Gran Cruz de Alfonso X el Sabio en 1944 (inicio del reconocimiento del Régimen)
– Presidente honorario de la Asociación de Escritores y Artistas de 1948 a 1954

Benavente y los libros.
Benavente y los libros.

Describe Víctor Ruiz Iriarte a don Jacinto en sus últimos años como «un viejecito nervioso, delicado de salud, un poco malhumorado…» (11) En verano, en su casa de Galapagar, de vez en cuando invitaba a algunos amigos a almorzar. Refiere estas reuniones como cordiales, alegres y simpáticas, aunque en aquellas comidas del jardín habían de someterse a sus costumbres, pues el aperitivo se servía a las doce y se comía a la una. Tras el almuerzo se suscitaba alguna partida de póker, juego que no le gustaba. Entonces sacaba un tapete verde y una pequeña ruleta con la que organizaba una timba. También era un experto jugador de ajedrez, y nada le hacía disfrutar más que hacer trampas en este juego.

Siendo más joven que el anterior escritor, le entrevistó César González Ruano en su casa de la calle de Atocha de Madrid. En verano, González Ruano vivía en Torrelodones, y más de una vez se planteó visitar a don Jacinto en Galapagar, pero decía que le causaba un poco de reparo tener que hablarle a gritos en su lugar de descanso (12). Describe a don Jacinto como un hombre inverosilmente pequeño, delgado, sentado, hundido en su butaca con timidez y desmayo, diciendo cosas vagas con voz gangosa, mimada y displicente, y sobándose una sortija de oro en la que dos serpientes engarzaban una piedra. Evidentemente, a él y a los de su generación les había interesado poco el teatro, y además la figura del dramaturgo no le resultaba ni genial ni atractiva, a pesar de que siempre lo recibió con amabilidad. A quien recibía también todos los años era a los de la junta directiva de la Asociación de Escritores y Artistas Españoles quienes, hasta el año anterior a su muerte, iban a Galapagar a felicitarle por el día de San Jacinto el 17 de agosto, como así muestran unas fotografías del ABC (13). Con 87 años presentaba un aspecto deteriorado por la senilidad, y en una de las fotografías en la que está en pie puede advertirse una prominencia de la parte inferior del abdomen que podría corresponder a su patología de vejiga causante en parte de su final.

Don Jacinto estaba siendo tratado desde 1948 por los urólogos Luis Cifuentes Delatte y Carlos Younger de la Peña, del Hospital de la Princesa, de una afección vesical. Al segundo lo vemos con su paciente en una fotografía hecha en El Torreón, en donde muy probablemente le visitaría profesionalmente (14). La casualidad quiso que también padeciese de lo mismo su amigo y rival de tertulia Valle-Inclán.

El empeoramiento progresivo de su salud hizo que apenas saliese ya de su domicilio madrileño, en donde residía con su secretario Luis Hurtado y su familia. En febrero le hizo un retrato al óleo la pintora Aurora Lezcano por encargo del Museo del Teatro. Ella había intentado localizarle en Galapagar previamente, pero don Jacinto le dijo que ya habría de ser en Madrid, de donde los médicos ya no le dejaban salir (15). Comenta la artista que, salvo la terrible sordera que padecía, conservaba bien todas sus facultades. Terminada la obra, le pidió que le escribiese algo en su libro de firmas, a lo que accedió el escritor poniendo con su lápiz:

PLEGARIA
A la hora de morir solo quisiera,
para aliviar el trance doloroso,
una mano querida entre mis manos,
una cruz y una rosa ante mis ojos.

El primer signo de alarma se produjo en la mañana del 19 de junio de 1954 (16). Recibió la visita del célebre doctor Jiménez Díaz quien se desplazó a su casa en dos ocasiones. Posteriormente fueron a verle los urólogos que antes he mencionado. Younger estuvo a verle también a las cuatro de la mañana. El paciente se sabía al final de sus días y había solicitado la presencia de un sacerdote de la parroquia de San Sebastián. Durante el proceso sufrió momentos de inconsciencia producidos por colapsos circulatorios que intentaban remediar con inyecciones de cardiazol y aceite alcanforado, fármacos hoy en desuso por su ineficacia. Se dispuso oxigenoterapia con la vana intención de prolongarle la vida. Con independencia de la afección urológica era su corazón senil lo que estaba fallando. En palabras de Younger lo que acababa con don Jacinto eran los ochenta y ocho años.

Tras una ligera mejoría fueron pasando los días. El paciente apenas probaba alimento. Todo le sabía mal. Se le iba manteniendo con suero y con cardiotónicos y se le aplicaba oxígeno cuando daba manifestaciones de ahogo, pero se mantenía consciente y procuraba estar levantado el mayor tiempo posible. Llegado el día 14, a don Jacinto casi no le quedaban fuerzas; aun así quiso estar en su butaca, frente a la mesa de trabajo sobre la que le habían dispuesto la prensa como todos los días.

Y sentado en ella murió. Eran las 12:50 horas y solo se dio cuenta la familia Hurtado de su final por la inclinación de cabeza. En el certificado médico de defunción consta como causa de la muerte: Miocardiopatía (17)

A partir de este momento la prensa madrileña y nacional se hace eco de una serie de acontecimientos que finalizarían en la inhumación del cadáver en el cementerio de Galapagar. Don Jacinto hacía años que había tomado esta resolución y la había dispuesto en testamento que se leyó aquel mismo día en su domicilio de la calle Atocha 26. Nuevamente aparecían los versos con que había firmado el libro de Aurora Lezcano:

Entre mis manos poned una cruz, y una rosa… y después…

También cuenta el testamento -y el escritor y amigo Manuel Díez Crespo así lo refiere- que había dispuesto ser amortajado con sayal de monje franciscano. Y de esta guisa podemos verlo en las fotografías de la época, y así fue como entró en la fosa del cementerio en donde reposan sus restos. Quiso la casualidad que aquel jardín de El Torreón que había dado flores variadas en cantidad, pero nunca rosas, a pesar de haber sido plantados varios rosales, a partir del día de su muerte salieron profusamente (18).

Último viaje a Galapagar
Son de imaginar las decenas y decenas de automóviles con personalidades que tomaron rumbo a Galapagar aquella tarde del 16 de julio de 1954 siguiendo al furgón fúnebre. La comitiva llegó a la iglesia hacia las siete de la tarde, siendo recibida por el alcalde don Lucas Guadaño y el párroco, don Valentín Navío López. Asistió casi todo el pueblo, que se formó ordenadamente en dos filas. Se dirigieron desde la parroquia al cementerio, y eran las ocho menos cuarto cuando el ataúd se posaba en el suelo de la fosa (19). Rodeaban la sepultura la familia Hurtado, yerno y nietos de Benavente, escritores, actores, etc.

En la mente de don Jacinto había obrado el deseo de terminar con sencillez franciscana una vida rodeada de éxito y reconocimiento social casi permanente a lo largo de muchos años. Desde niño había disfrutado de privilegios y abundancia, así como de una mente literaria brillante y una capacidad de trabajo nada desdeñable. Y habiendo visto aquel sencillo cementerio en el lugar conocido como El Chopo, solitario al final de la cuesta, casi desierto y con el azul de la sierra cercana, debió pensar que era un buen lugar para expiar lejanas culpas después de tanto uso de la sátira y el sarcasmo. Vestido de franciscano, con una rosa y una cruz en el pecho, cerca de su colega Ricardo León, que le estaba esperando desde hacía doce años, dio nombre y prestigio cultural a un pueblo que solo usaban los reyes para dormir cuando iban camino de El Escorial.

El autor: Venancio Díaz Castán.
El autor: Venancio Díaz Castán.

Pero ya entonces iba fraguándose lo que sucedería después. El periodista Víctor de la Serna, varios días más tarde, entre elogios ditirámbicos refiere la presencia en el óbito de unos mocetones que portaban al costado a modo de tahalí, unas fundas de cuero con unos enormes alicates. Se trataba de los electricistas de la línea elegantísima de los Saltos del Sil con su guirnalda de cables de aluminio y sus estilizados heraldos del hierro que llaman ya a las puertas de Madrid… (20) Allí mismo, en el cementerio. No sé qué vería de elegantísimo Víctor de la Serna en estos monstruos metálicos que afean el paisaje, pero estoy seguro de que al fino esteta don Jacinto no le hubieran hecho ninguna gracia y se hubiera cambiado de cementerio.

Sea como fuere, Galapagar se honra de contar entre sus vecinos a don Jacinto, y en este año celebra el 150 aniversario de su nacimiento. Cualquier motivo es bueno para el desarrollo de actividades culturales, y más cuando el protagonista ha sido tan importante. Podrá gustar o no su teatro, su poesía e incluso su cine, pero nadie puede negarle la trascendencia literaria.

1.- Desde que don Jacinto habitó su finca de campo El Torreón hasta que salió de allí para no volver -unos diez años- nunca hubo rosas…» Las rosas de El Torreón» Manuel Díez Crespo. ABC
2.-La Sierra de Madrid. EQUO Collado Villalba. Abril 2005.
3.- HISTORIA DE LA TELEGRAFÍA ÓPTICA EN ESPAÑA. Sebastián Olivé Roig. Madrid 1990.
4.-Eduardo Zamacois. ABC Entrevista a Jacinto Benavente.
5.-«Recuerdos y testimonios de las mujeres de Galapagar» Ed. Concejalía de la mujer. Coord. Nieves Crespo.
6.-Exilio y depuración política en la Facultad de Medicina de San Carlos.
7.-Torrijos y su comarca. Blog. José Palomo Martín. 30/12/2013
8.-ABC Toledo 17/12/2013
9.-Max Aub. «Campo cerrado» Ed. Alfaguara. Pag. 220
10.-«Sesenta años sin Benavente… en Valencia». Rafael Brines. Levante-emv.com.
11.-V. Ruiz Iriarte «Tres maestros: Arniches, Benavente y Valle-Inclán. Conferencia de inauguración del curso académico 1965-66 en la Escuela Superior de Arte Dramático.
12.- Memorias. Mi medio siglo se confiesa a medias… César González Ruano.
13.- Archivo fototeca ABC
14.-Archivos Españoles de Urología. v.60 n.8 Madrid octubre de 2007
15.-ABC 6/12/66, pag.55
16.- Datos extraidos del ABC de las fechas indicadas.
17.- Parroquia madrileña de San Sebastián. Matías Fernández García, Pbro. «Algunos personajes…»
18.- Manuel Díez Crespo «Las Rosas de El Torreón» ABC edic. Sevilla.
19.-ABC Viernes 16 de julio de 1954, pag, 18
20.-«Reyes, poetas, labriegos…» Víctor de la Serna. ABC 17 de julio de 1954, pag, 19