Sin Acritud…
Fernando Polanco (12/1/2011)
«La música de Bach me arrebata el juicio: me gusta tanto, que me hace padecer». Carmen BRISTLE de La Cerda.
Juan Sebastián Bach (Turingia, 1685-Leipzig, 1750) nació el mismo año que Scarlatti y Haendel. Su trayectoria en cambio, fue distinta: fue genial. «Sólo quien sabe mucho puede enseñar bastante». Bach dedicó toda su vida al estudio y, a diferencia de otros talentos de la música, resultó ser un enseñante ejemplar. Esforzado, como el «Che», transcribió, durante meses y a la luz de la luna, valiosos cuadernos de músicos célebres que su infecto hermano Juan Cristóbal -fallecido, por suerte, en 1721- no había querido prestarle. Estas y otras actividades semejantes le valieron un empeoramiento de la vista, feble ya de nacimiento, y dos intervenciones de un tal Taylor, cirujano británico de apellido no muy acorde con su profesión. Las operaciones resultaron un fiasco, y a Bach le acarrearon una apoplejía, acompañada de altas fiebres, que le llevó a la tumba.
Bach era un snob -descendía de un panadero húngaro que le familiarizó con el violín- y, en general, disfrutó de la vida: engendró un sinfín de hijos de sus dos esposas – o bien padecía de eyaculación precoz, o bien era tan asombroso en la piltra como al clave-, patentó el Canon Cangrejo -una suerte de palíndromo musical que lo emparenta con Moebius, Escher y Gödel-, se regodeó, como Goya, en los ambientes áulicos, actuó en varios coros y dirigió otros tantos, y, en fin, llegó a convertirse en el supremo maestro del clave. El órgano y el clave -como él y su hermano Juan Cristóbal– son parientes muy cercanos, pero, a semejanza de las familias humanas, difieren casi por completo en lo que se refiere a melodía, armonía y movimiento. En ese sentido, Bach sostenía que la clave del clave era disponer las manos -las suyas eran jupiterianas- de suerte tal que los dedos formaran una línea recta. Algunos clavecinistas -afirmaba-, aunque provistos de indiscutible talento, parecía que tocaran el clave como si tuvieran cola de pegar en los dedos.
Bach era cordial y humilde -como su música, tan modesta en apariencia como grandiosa-, pero también arrebatado y festivo, amante -como ya se ha dicho- del fasto cortesano, del dinero -por más que ahuyentara a ciertos alumnos indiscretos elevando de manera disparatada los honorarios-, del lujo de su espléndida mansión, y de la compañía de amigos y familiares, la mayoría de ellos asimismo músicos. Adoraba los arenques al vino, la cachimba y la cerveza, y su música, en conjunto, de religiosa sólo tiene la apariencia, porque en ella hay un trasfondo de otra música, si no pagana, sí al menos goliardesca.
Bach, sin embargo, no repetía las cosas ni consentía un arpegio imperfecto: en una ocasión, en plena noche, saltó de la cama para arrearle una cachetada a uno de sus hijos, que estaba metiendo la pata. Las Variaciones Goldberg -interpretadas a ser posible por el inmarcesible pianista Glenn Gould– constituyen, en mi profana opinión, el epítome y culmen de la música de Bach.
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