Sin Acritud…
Aniceto Setién (29/4/2023)
Hace unos días, decíamos en Espacios Europeos que quizá iba siendo hora de que el otrora brillante y hoy gagá Josep Borrell descanse, que buena falta le hace (a él y a nosotros, la verdad). Luego volvemos a Borrell pero ahora quería hablar de otra cosa.

¿Qué tienen el común Oscar Wilde, Einstein, Groucho Marx, Winston Churchill, Bertold Brecht, Rick Blaine, Sherlock Holmes o Napoleón Bonaparte? Lo has adivinado: nunca dijeron la mayoría de esas cosas por las que los conoce la ciudadanía media. “Cuando China despierte, el mundo temblará” es una cita atribuida, a veces, a Churchill (que tampoco fue curado de niño por un ancestro de Alexander Flemming, como narra otra conocida leyenda urbana). Una mirada por Google nos confirma que la frase “es” de Napoleón. El problema es que el general corso jamás pronunció semejante cosa; de hecho, fue una atribución apócrifa, puesta en boca de David Niven por el guionista Bernard Gordon para 55 días en Pekín (Nicholas Ray, 1963). Se non è vero, è ben trovato.

Pocas cosas son más difíciles de cambiar que los hábitos, las inercias intelectuales, los pensamientos “innatos”, los sustratos culturales… Y con China, en España, admitámoslo, tenemos un problema. Y mucho me temo que el problema no se ciñe a nuestro país. Veamos algunos ejemplos.

Desde canciones infantiles hasta frases hechas: “engañar como a un chino”… ¿Y qué me decís,    lectores añosos, lectoras de cronología provecta, de aquellas huchas con forma de cabeza ¡¿de chino?! que adornaban los mugrientos mostradores de colmados, chigres, tabernas y ultramarinos hasta finales de los setenta? Se intoxicaba nuestra inocencia con el rumor de que sellos usados de correos, bolas de papel “de plata” y el duro (traduzco para los más jóvenes: tres céntimos) que dejábamos en aquella feísima hucha se destinaban a “las misiones” y tenían como objetivo primordial “bautizar chinitos”. Los “moritos” también solían ser objeto de nuestro desinteresado proselitismo, es verdad.

Allende nuestras fronteras, recordemos aquella escena del magnífico film El Dorado (Howard Hawks, 1966), en la que Alan Bourdillion Traherne (Mississipi), interpretado por James Caan, se disfraza de una cosa que él dice que es un chino para parecer más tonto que un haba y engañar a los malos. El que en Madrid haya una ingente cantidad de establecimientos con género barato y calidad, con frecuencia cuestionable, y unos horarios de apertura incompatibles con una vida saludable, tampoco ayuda. En Barcelona, los titulares de estos establecimientos provienen de otra potencia nuclear: Pakistán.

Llevamos tanto tiempo riéndonos de los chinos que es difícil, a estas alturas, tomarlos en serio. Bueno, no sé, Borrell, desde luego, muy en serio no los toma.

¿De qué hablamos cuando hablamos de China? ¿De una cultura milenaria? ¿De la mayor potencia demográfica del orbe (puesto hoy disputado, otro día hablamos de India)? ¿De la tecnología capaz de crear centrales nucleares de torio, pequeñas, eficientes y baratas? ¿Del único país capaz de comunicarse con la cara oculta de la Luna? ¡Por supuesto! Todo esto es verdad, como es verdad su legendaria prudencia en política exterior. Recordemos la inteligente forma en que administró sus recursos, equilibrios y colaboraciones en las guerras de Vietnam o Corea y, aún hoy, el soporte inmutable, rocoso y casi inapreciable al pintoresco régimen Zuche y a la no menos pintoresca familia Kim, que va por la tercera generación.

Y si rascamos más, nos encontramos con la mayor reserva de dólares del mundo, –muy por encima de la de Estados Unidos, por muchos que estos sean los dueños de la imprenta de billetes verdes–, un ejército que supera en más de un millón de efectivos al de Estados Unidos y… Sigamos rascando.

Quizá, algunas de nuestras sagaces lectoras o nuestros siempre atentos lectores desconozcan que un elevadísimo porcentaje de las faraónicas obras públicas que están en marcha en la mayor parte de África o América del centro o del sur ¡son chinas!

Vladimir Zelenski

China, a diferencia de la diplomacia colonialista y postcolonialista estadounidense o de la vieja Europa, nunca ha puesto especial empeño en “parecer”, desde una mirada de superioridad moral-cultural-económica-religiosa y depredadora. La potencia asiática no necesita que se note que mira por encima del hombro: se limita a estar y ganar.

Y viene Borrell a decir que la Unión Europea debería “patrullar” (quizá quiso decir “apatrullar” y tenía puesto al Fary) el estrecho de Taiwán.

Sobre esta ocurrencia conviene recordar algunas cuestiones. Taiwán, desde el punto de vista del derecho Internacional, forma parte de la República Popular China. No es un país como tal, no tiene asiento en la ONU y, por lo tanto, carece de relaciones diplomáticas formales. Tema distinto es que el juego de equilibrios que es, con frecuencia, la geopolítica, provoque que los distintos gobiernos chinos hayan permitido un extraño status quo.

Tampoco debemos obviar que Borrell, como antes su compañero de partido Javier Solana, son antiguos demócratas reconvertidos al marxismo más fanático. Me refiero, claro está, al marxismo de Groucho Marx: “mis principios son estos, si no te gustan, tengo otros” y las varas de medir en Taiwán o Tíbet pueden ser unas, en Kosovo, otras, en Crimea las contrarias y todas agitadas con vehemencia propia de “disciplina inglesa” y cuyo único elemento de coherencia es alimentar la idea de un mundo unipolar que, honestamente, ni beneficia a nadie ni es posible.hDijimos la semana pasada,

Dijimos la semana pasada, en estas mismas páginas, que o la Unión Europea se quita el corsé del seguidismo trasatlántico con el asunto ucraniano o China se ocupará de lo que no nos atrevimos a hacer.

Por cierto, hoy Zelenski se reúne con Xi Jinping.