Fernando Polanco (19/1/2010)fernando-polanco
«Me pregunto si es de buen gusto preguntarse si algo es de buen gusto».
James Hook.

De todo hace ya casi cincuenta años. Como Mínimo. Esta historia tiene medio siglo.

Durante muchos años -seguramente demasiados- viví en casa de mis padres. Me recogía de madrugada, y para mí amanecía después del almuerzo. Fuera, la calle estaba pletórica de tipejos con bigotito, mujeres orondas -a lo Sofía Loren-, y una atmósfera de asfixia y prohibición absolutas.

El piso de mis padres, de alquiler, era exterior, luminoso y frío -desde mí habitación se divisaba la nieve de La Sierra-, y lo habían diseñado de la manera más disparatada: posiblemente, algún arquitecto farlopero parroquiano de «Chicote». El piso formaba parte de un vasto edificio de ladrillo visto que ocupa una manzana, Es una de las escasas muestras del -valga el oxímoron- racionalismo español. Lo llaman «La Casa de Las Flores», porque así lo bautizó el sicario Neruda durante la Guerra Civil, y está a una cuadra de la calle de La Princesa. En el proyecto original figuraban una piscina y un jardín, pero la pileta no llegó a hacerse. El conjunto presenta un aspecto bien sinsorgo tirando a híspido.

Había, es verdad, vecinos conspicuos, como Fernando García de Cortazar y su esposa, Mamen Cañedo, del CIS; María Jesús Mingot, escritora y catedrática de Ética; y los célebres -tristemente célebres- hermanos Rámila, bohemios anarcoides que vivían el bajo, y disponían, por tanto, de fácil acceso «A El Jardín». Sin embargo, el vecindario, en general, era todo lo contrario: clase media con ínfulas y dos cachitas pero lentejas -con suerte- toda la semana, franquistas, adúlteros alcohólicos, y suicidas: en cierta ocasión, por ejemplo, una vecina despechada se lanzó desde el 5º, se estornilló y dejó malherido, de paso, a un infeliz transeúnte.

En verano -aquellos veranos eternos de la infancia sin televisión-, El Jardín era una delicia perfecta. Después de la obligada siesta bajábamos en tropel y no esparcíamos hasta el oscurecer. Y, si se había hecho de noche, nos colábamos saltando la ferriaguada verja. Las chicas jugaban a dar saltitos con la comba y a «La Rayuela»; y los chicos, a lanzarnos pellas de barro de parterre a parterre; o le arrebatábamos al pobre jardinero su rígida y fúnebre gorra. «La manga riega, que aquí no llega», y todo eso. Luego, ellas y nosotros, compartíamos el «tú la Llevas».

A menudo, Carmen, Remigio y yo nos encaramábamos a una de las parras. Allí, los juegos eran de distinta manera. Carmen que preparaba unas pintorescas -y, claro, repulsivas- meriendas a base de cazuelitas rellenas de barro (sin babosas), era una morocha más bien retraída, pero muy guapa y simpática. Vivía en el 2º, y yo le dejaba, debajo del felpudo, unas esquelas bastante explícitas: «Me voy a comer ese bollo tuyo hasta atragantarme, niña». Y lisuras por el estilo. Los padres sabían a carta cabal la autoría, pero, por conveniencia, porque mi padre era militar ferroviario, sólo en alguna ocasión dieron cuenta los míos, que, por otra parte -y para mi asombro- no se mostraron demasiado disgustados (mi hermano es gay). Carmen no tenía el menor empacho en jugar a «médicos y enfermeras», y me lo consentía todo. Juntos, aplaudimos la visita imperial de Eisenhower, «Ike»: además, en el colegio nos regalaron dos botellas de «Coca-Cola» durante el recreo.

Remigio era brasileño -circunstancia que yo no acababa de explicarme (porque no era godo)-, y tenía el mismo aspecto que un rinoceronte de Sumatra. Era muy feo, pero también muy cariñoso y cordial. Vivía en un espléndido bajo rebosante de corotos exóticos, y los cristales de su habitación, muy luminosa, los aninos-jugando-a-la-combacariciaba un magnolio de flores carnosas, obscenas. Remigio era pájaro, y toda su obsesión consistía en amasarse la pinga cuando me encalomaba en la parra para darme el calentón con Carmen. Incluso llegamos a practicar un menaje à tríos en la alcoba de los padres de Remigio, criollos, o eran muy ingenuos. O -lo más probable- muy pícaros.

El problema – el primer problema- surgió cuando Remigio reportó de nuestros entretenimientos al director del colegio. Fue recién empezado el curso: en octubre del gélido 1960. El colegio de marras estaba al cargo de los Siervos del Padre Damián -o algo por el estilo-, un hatajo de zopencos del Norte me decían Ezkiroz en lugar de Polanco, porque eso les recordaba su tierra. Esa fue, por cierto, la segunda parte del primero de los problemas.

¡Ay, Dios! En el colegio, los tocamientos no es que fueran alentados, pero sí eran vistos como algo habitual, casi normal, incluso obligatorio, como en los colleges. Al menos, inevitables. Pero lo de Carmen -el bocazas de Remigio-, no. Se trataba de «una niña tonta» que me distraía de los estudios a mí, matrícula y medalla anual de oro, todos los años en «El Palacio de la Música».

La historia -como todas y sobre todo las de amor- terminó fatal: me expulsaron.

Es -dijeron- un peligro moral para sus compañeros.

Así que, epígono -sin saberlo- de Bataille. Me dediqué, compinchado con Remigio, al Mal. En ese sentido -era ya el mes de julio-, tuvimos dos actuaciones «definitivas y generales». La primera fue atrincherar a un pobre saltamontes que previamente habíamos introducido en un cucurucho. La segunda, puso fin, por suerte, a nuestra amistad. No sé si a instancias mías o de Remigio, tumbamos el puestecillo de «La Abuela», que vendía pipas y golosinas en la calle de Gaztambide; nos abalanzamos, como de mandado, y toda la mercancía rodó por el suelo, en batiburrillo, hasta el macadán, donde los autos -escasos entonces pero asilvestrados- la hicieron añicos. «La Abuela», desconsolada, lloraba a moco tenido. Pero nos había identificado, porque, al fin y al cabo, éramos parroquianos suyos.

No me explico cómo, al día siguiente, los niños del El Jardín ya estaban al tanto de la tropelía. Nos rodearon y nos exhortaron, obligaron, a confesar. Horas más tarde, entre lágrimas sentidas, resarcíamos, con creces, a «La Abuela»; y ella, en plan franciscano, nos concedía un perdón no menos sincero.

Llegó otoño, y al padre de Remigio, que ejercía un cargo diplomático de escasa monta, lo destinaron al extranjero, me parece que a Dahomey. Luego, yo pasaba de vez en cuando frente ala casa, que daba a la calle y a «El Jardín»; pero los postigos siempre permanecían cerrados, y cada día acumulaban más polvo y humedad. Por último, olvidé por completo a Remigio, me dediqué a una de mis primas, y hasta hace unos días -no sé por qué-, no he rememorado la historia. O sea, que han tenido que pasar cincuenta años.