Sin Acritud…
Alberto Buela (7/1/2012)
Alrededor de la época del Centenario (1910) se escribieron una cantidad significativa de textos en torno al criollismo. Lo inauguró Rafael, el hermano de José Hernández, el autor de nuestro Martín Fierro, con una conferencia en Peuhajó en 1896:
Nomenclatura de sus calles, lo siguió Lucien Abeille en 1900 con El idioma nacional de los argentinos. Vino luego Ernesto Quesada quien en 1902 publicó El criollismo en la literatura argentina. Ricardo Rojas con La restauración nacionalista de 1909 y Leopoldo Lugones con El Payador, conferencias dictadas en 1913 y publicadas en 1916, cierran este ciclo brillante de la literatura específica sobre lo criollo y el pensamiento nacional argentino ( ).
Hoy pasado un siglo y algo más, es interesante echar una mirada retrospectiva sobre el asunto que tantos desvelos ocasionó y que a nosotros nos parece tan distante.
Esquema breve
Hagamos un poco de historia de literatura criolla para poder situarnos en el asunto. El primer autor gauchesco es el oriental Bartolomé Hidalgo (1788-1822), quien desarrolló toda su vida en Buenos Aires, murió en Morón y escribió en la época de la independencia (1810) cielitos patrióticos y le canta a las Provincias Unidas del Río de la Plata. Era de profesión barbero y escribe como tal. “Utiliza la verba descosida propia de su oficio”, afirma Lugones. No nació gaucho pero supo interpretar su sentir y escribió con el modo de decir de este nuevo tipo humano que había surgido en América: el gaucho.
Luego por la época de Caseros (1852) surge Hilario Ascasubi (1807-1875), quien nació cordobés y murió en Montevideo, con su trilogía, Santos Vega, Aniceto el gallo y Paulino Lucero. Su poesía fue más política que poética y pasando el tiempo pierde interés su lectura. Su poesía se denominó gauchi-política y fue siempre unitario. “el mulato Ascasubi resolvió explotar el género gauchesco a favor de su partido”, afirma R. Hernández en 1896. Y Lugones terminante, como de costumbre, dice: “No tenía de gaucho sino el vocabulario, con frecuencia absurdo”.
Le sigue luego, como su discípulo, Estanislao del Campo (1834-1880, quien bajo el pseudónimo de Anastasio el Pollo publica en 1866 Fausto.
Es el autor más criticado por gringo y por su desconocimiento de todo lo gaucho. El primero que lo critica es Rafael Hernández en la mencionada conferencia, donde sostiene: “Su obra está llena de incongruencias y artificios. Del campo ha creado en su Laguna un domador de opereta desconocido en el país. El gaucho Laguna monta un flete escarciador y coscojero que aunque era medio bagual, él lo deja con las riendas arriba. Este parejero se llama Záfiro, piedra preciosa que ningún gaucho conoce. Y es de pelo overo rosado, justamente el pelaje que no ha dado ningún parejero, y conseguirlo sería tan difícil como un gato de tres colores”.
Por su parte Ernesto Quesada dice: “Del Campo siempre fue un pueblero, que tan solo superficialmente conocía al gaucho. De ahí que su libro sea una obra que nada tiene de gauchesco en las ideas y sentimientos: únicamente se sirve del disfraz del dialecto gaucho”.
Lugones es definitivo cuando afirma: “Puede observarse en el primer verso: ningún criollo jinete y rumboso como el protagonista, monta un overo rosado: animal siempre despreciable cuyo destino es tirar el balde en las estancias, o servir de cabalgadura a los muchachos mandaderos; ni menos lo hará en bestia destinada a silla de mujer, como está dicho en la segunda décima, por alabanza absurda, al enumerarse entre las excelencias del overo, la de que podía “ser del recado de alguna moza pueblera”. Además en la misma estrofa habíalo declarado medio bagual; lo cual no obsta para que inmediatamente pueda creerlo “arricionado”, es decir manso y pasivo. Por último, y para no salir de las dos primeras décimas, que ciertamente caracterizan la composición, ningún gaucho sujeta su caballo sofrenándolo, aunque lo lleve hasta la luna. Esta es una criollada de gringo fanfarrón que anda jineteando la yegua de su jardinera”.
Agreguemos nosotros que al potro no se le pone de entrada freno sino bocado (tira de cuero ablandada que ata la cabezada al maxilar inferior del yeguarizo). Que sofrenar es un tirón de riendas muy fuerte que ensangrienta la boca del caballo y lo vuelve “quebrado de boca o estrellero”. Lo vuelve de difícil conducción. Sofrenar el caballo no es propio del gaucho sino del gringo enojado. El gaucho clava espuelas, el gringo golpea la cabeza del animal.
Finalmente Jorge Luís Borges, que fue un internacionalista liberal, aunque no pudo dejar de ser criollo, reconoció: “Yo me declaro indigno de terciar en estas controversias rurales; soy más ignorante que el reprobado Estanislao del Campo”( ).
En el mundo de los gauchos, del que ya no queda casi nada, se solían enseñar ciertos versos para determinar la calidad de los yeguarizos. Así nuestros viejos padres criollos nos enseñaban versos como estos:
Calzado de una,
jugale tu fortuna.
Calzado de dos,
guardalo para vos.
Calzado de tres,
no lo prestes ni lo des.
Calazado de cuatro,
vendelo, caro o barato.
Y a los pelajes desde siempre se le atribuyó cualidades. Así, el moro fue acero, siempre se lo consideró un animal superior. Martín Fierro va con su moro a la frontera:
“Yo llevé un moro de número
¡sobresaliente el matucho!
Con él gané en Ayacucho
más plata que agua bendita”
Está el moro de Facundo Quiroga, que se lo roba Estanislao López y casi van a una batalla por recuperarlo.
Los tordillos (color blanco) son grandes nadadores. El oscuro es pájaro, gran corredor.
El zaino (color negro) sirve para todo. El tobiano, como pelo brasileño que introduce
Urquiza cuando desfila por Buenos Aires después de Caseros, no sirve para nada (hay acá un mensaje ideológico). El blanco es quitilipe, que no ve de día. El alazán es chasquero, de corto y rápido galope. Y el tostado, antes muerto que cansado.
Después de este “salto atrás” que es el Fausto de Estanislao del Campo aparece en 1872 el Martín Fierro. Y en él José Hernández ( ) se agotó como poeta y agotó la poesía gauchesca más genuina. Todas las obras posteriores del género o cayeron en la vulgaridad como fueron los dramones o sainetes criollos inaugurados por Eduardo Gutiérrez para burla y escarnio del gaucho y continuados por el circo del gringo Anselmi y sus diálogos y payadas en cocoliche.
Cocoliche es el nombre de un personaje del drama gauchesco Juan Moreira, también de Eduardo Gutiérrez, quien habla una jerga mezcla de italiano y español.
La polémica del Centenario llega en ese momento histórico (amasijo de cocoliche y gauchesco) en donde se plantea la posibilidad de la existencia de un idioma nacional argentino distinto del castellano, así un autor francés (Lucien Abeille) y un presidente suizo francés (Carlos Pellegrini) son partidarios de tal empresa ¿qué raro esto de ir contra todo lo español por parte de los franceses o sus descendientes?. Nos suena a historia repetida. Mientras que Ernesto Quesada, Eduardo Wilde, Miguel Cané y otros sostienen la defensa del castellano como lengua nacional. A ellos se sumó el insobornable don Miguel de Unamuno, quien a pesar de ser raigalmente vasco y estar contra la Academia de la Lengua, juzgó el intento como un desatino. Es más, el filósofo español se extendió incluso sobre lo latino, previniéndonos sobre la espuria tesis de los franceses, luego adoptado por el pensamiento único, de denominarnos “latinoamericanos”. Y así afirma: “Ganas me dan de hablarle del latinismo, suponiéndole acaso enterado de que siento poco entusiasmo hacia él y de que estoy cada vez más convencido de que los españoles, y creo que también los hispanoamericanos, tenemos poco de latinos y que es locura querer latinizarnos torciendo nuestro natural”( ).
Vienen luego los trabajos de Rojas, Lugones, Gálvez, Ugarte que son los que inauguran, propiamente, el pensamiento argentino. Pensamiento que encarna, por un lado, la reacción contra el positivismo de las generaciones del 80 y del 96 (José M. Ramos Mejía, Florentino Ameghino, Carlos Octavio Bunge, José Ingenieros) y por otro, la respuesta a la pregunta por la identidad nacional e hispanoamericana.
El criollismo en el bicentenario
¿Qué quedó de todo esto?. Hoy a doscientos años del primer grito de independencia se puede hablar de criollos y criollismo en Argentina?
Hoy los filósofos argentinos, si es que los hay, se limitan a media docena de investigadores del Conicet, algunos profesores universitarios, y tres o cuatro pensadores sueltos.
Los investigadores se ocupan como sus antecesores de “la inmortalidad del cangrejo”, temas abstrusos e incomprensibles que les dan de comer de por vida colgados de “la teta del Estado” con viajes y canonjías por todo el mundo “hablando por hablar sin decir que nada es verdadero o falso”. Los profesores siguiendo los amorfos programas, copia en su mayoría de los de USA o Europa. Y “los sueltos”, mirándose el ombligo” en tesis individualistas y personales que le importan un bledo a la comunidad argentina.
El hecho cierto, el hecho bruto impuesto por el peso de su evidencia, es que no hay en Argentina hoy (2012) filósofos criollos como los había en el Centenario. Y así la pregunta por la identidad, por la mismidad se ha transformado en una pregunta por “lo Mismo”. Con acierto observa mi amigo Alain de Benoist que: “la ideología de lo Mismo se encuentra más que nunca en marcha. El irresistible movimiento
de globalización, de esencia tecnoeconómica y financiera, cada día tiende más a desarraigar a los pueblos y las culturas, a las identidades colectivas y los modos de vida diferenciados. Los poderes públicos disponen además, hoy en día, de medios de control que los antiguos regímenes totalitarios apenas pudieron soñar. ¿No sería posible llegar con suavidad, e incluso con el consentimiento de las víctimas, al estado de uniformidad que los sistemas totalitarios intentaron instaurar mediante la
violencia?”( ).
Y nuestros pocos filósofos argentinos no han podido romper el corset del pensamiento único y políticamente correcto.
Ya no más un Guerrero, un de Anquín, un Taborda, un Virasoro, un Casas. Hoy los pocos que hay llevan apellidos extraños. Como dice el tango: yo sé que ahora vendrán caras extrañas.
Pero, vayamos al grano y no nos distraigamos con “el gringaje” intelectual.
En primer lugar habría que distinguir entre lo criollo y lo gaucho. El viejo principio filosófico de distiguere ut iungere (distinguir para unir) es fundamental para dilucidar este tema. En un trabajo que leímos en la Quiaca y en Tupiza (Bolivia) a propósito del primer combate de la guerra de la Independencia, el del 7 de noviembre de 1810 en las márgenes del río San Juan del Oro, titulado El orden criollo afirmábamos: Este fue el orden que se dio fácticamente con la cultura del caballo, que se dio políticamente con los gobiernos que privilegiaron y defendieron lo nuestro y que se dio culturalmente cuando pensamos con cabeza propia. El orden criollo implica la existencia de una cosmovisión, es decir, una visión totalizadora, hoy se dice holística, del hombre, el mundo y sus problemas, expresada en el estilo de nuestros hombres de campo o del hombre de ciudad que siente el campo.
Y acá viene y hay que hacer una distinción fundamental entre lo gaucho y lo criollo. Distinción que hiciera Juan Carlos Neyra en un impecable, breve y profundo ensayo. El gaucho y lo gaucho término peyorativo hasta que lo recuperan San Martín y Güemes y es bueno que se recuerde y se lo recuerde desde acá, desde la Quiaca, implica una forma de vivir que necesariamente se da en el campo, en donde el gaucho muestra todas sus habilidades camperas, todas sus pilchas como en esta fiesta, todas sus destrezas en juegos como el pato, la taba, la sortija y en danzas como el triunfo, el gato, la zamba, la cueca, la chacarera o el chamamé. En donde los silencios tienen sus sonidos y los trabajos sus tiempos en un madurar con las cosas, tan propio del tiempo americano.
¿Y lo criollo entonces?. Criollo es aquel que interpreta al gaucho y lo criollo es un modo de sentir, una aproximación afectiva a lo gaucho. Es por eso que lo gaucho es necesariamente criollo pero un criollo puede no ser gaucho. De allí que esos viejos camperos de antes decían: Nunca digas que sos gaucho, que los otros lo digan de vos.
Así, pudo acertadamente escribir Neyra: Si gaucho es una forma de vivir, criollo es una forma de sentir” ( ).
Y esta distinción se ve claramente en la estrofa del poema nacional que dice:
“Tiene el gaucho que aguantar
Hasta que lo trague el hoyo,
O hasta que venga un criollo
En esta tierra a mandar.”
Nosotros tenemos que demandar, que exigir que nuestros gobiernos sean criollos porque es la forma más genuina de sentir lo propio. Lo criollo funda la preferencia de sí mismo en los argentinos y americanos.
Si hace cien años atrás Quesada, Lugones, Rojas, Rafael Hernández, Ugarte afirmaban que ya no se encontraban más gauchos y que los pocos que quedaban se iban al tranco para que no se piense que huyen de miedo y llevaban sobre sus hombros su poncho como bandera arriada.
Hoy podemos afirmar que no hay más gauchos y que el gravísimo daño que se hace a su figura es representarlos en los centros tradicionalistas a través de “gauchos de tienda”, hombres disfrazados de gauchos.
Pero, si bien el gaucho desapareció, lo que perdura es lo criollo como la forma de sentir lo gaucho.
El gaucho es el tipo humano en donde se plasmó de mejor manera lo criollo, pero lo criollo es el fondo, es el núcleo aglutinado de valores que le da sentido a lo gaucho. En una palabra, que desaparezca la forma, en tanto que apariencia (hoy los centros tradicionalistas son solo apariencia de lo gaucho), no nos autoriza a colegir que murió su contenido; esto es, el alma gaucha, o sea, la expresión más propia de lo criollo. Muy por el contrario, lo que se tiene que intentar, a partir de este bicentenario, es plasmar bajo nuevas apariencias o empaques los valores que sustentaron a este arquetipo de hombre, como lo son: a) el sentido de la libertad, b) el valor de la palabra empeñada, c) el sentido de jerarquía y d) la preferencia de sí mismo. No existe ningún pensador nacional iberoamericano, más allá de las disímiles posiciones políticas, que no sostenga estos cuatro principios fundamentales del alma hispanoamericana.
Así el orden criollo nace a partir de allí y es expresión política y cultural de esa esencia propia y específicamente nuestra, esto es, de la ecúmene, de esta gran casa que es América, que como lo hóspito nos recibe, nos hospeda a todos nosotros (aborígenes, gauchos y gringos) que desde lo inhóspito hemos llegado a América buscando la posibilidad de ser plenamente hombres.
Una genuina lectura del bicentenario consistiría en la interpretación en clave criolla de los sucesos y acontecimientos que estamos padeciendo o sintiendo.
Si bien hoy no nos está permitido hablar de “los gauchos”, ni de “los gringos”, ni de “los indios”, hoy estamos obligados a hablar de “lo criollo” como forma de expresión más propia y connatural de los argentinos y americanos.
Y hablando así podemos mandar al traste a todo indigenismo y a todo cosmopolitismo que nos extrañan de nosotros mismos, “torciendo nuestro natural” como dice Unamuno.
N. de la R.
Alberto Buela es filósofo, o mejor arkegueta, eterno comenzante, como él suele decir. Miembro del CEES- Centro de Estudios Estratégicos Suramericanos y de la UTN-Universidad Tecnológica Nacional.
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