Bomba atomica sobre Hiroshima

Estados Unidos/Japón
espacioseuropeos (6/8/2013)
Desde hace ya muchos años, la mayoría de los medios de comunicación y varios gobiernos se empeñan en negar lo evidente: que las bombas atómicas que cayeron sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki no llovieron del Cielo, como el maná, sino que fueron lanzadas por Estados Unidos, por orden del presidente Harry S. Truman.

La terrible bomba había sido probada con “éxito” por el Ejército estadounidense en Alamogordo, Nuevo México, y así se lo comunicaron al presidente Truman que en ese momento estaba reunido con el Premier británico, Winston Churchill y Josef Stalin. Los dos primeros trataban de convencer al soviético de que declarase la guerra a Japón.

La decisión de lanzar la bomba estaba tomada. La bomba había sido un éxito y sólo faltaba comprobarlo.

Nuestro colaborador, Eduardo H. López, publicó en 2008 un excelente artículo sobre esta macabra fecha, que no nos resistimos a editar alguna de sus partes:

“El Jefe de Estado Mayor accidental, general T.T. Handy, en un documento sellado y contrasellado como “confidencial” y “secreto”, ordeno al Comandante en Jefe de la USASAF, general Carl Spaats que el 509 Composite Group, de la 20ª Fuerza Aérea estuviese listo para lanzar una bomba especial en uno de estos cuatro objetivos: Hiroshima, Kokura, Niigata o Nagasaki. Que tan pronto como se contase con más bombas, otro de dichos objetivos sería atacado. Resulta destacado el punto tres de dicha orden, que literalmente dice: “La diseminación de parte o toda la información concerniente al uso del arma contra Japón está reservada al Secretario de Guerra (equivalente a nuestro Ministro de Defensa) y al Presidente de los Estados Unidos. Ningún informe sobre este tema o aportación de información será suministrada por los Comandantes en campaña sin una autorización específica previa. Cualquier texto de noticia tendrá que ser enviado al Departamento de Guerra para una autorización especial”.

Así, con todo el secretismo posible, se determinó el destino de varios cientos de miles de personas. Y mientras Stalin seguía boicoteando la firma de un tratado coherente en Postdam, exigiendo a la vencida Alemania una cantidad tan ingente en concepto de “reparaciones de guerra” que habría condenado al hambre, si no a la extinción, a los sucesores de Goethe, una masa metálica de casi 5.000 Kg. de peso, y apodada “Little Boy” (“Muchachito”), era cargada en la bodega de un bombardero B-29.

El avión recibió el mote de “Enola Gay”, nombre de una heroína de novela gótica que le había sido impuesto en el bautismo a la madre del coronel Paul W. Tibbets, Jr., piloto y jefe del aparato.

Cuatro aviones del mismo modelo (tres de ellos repletos de científicos y técnicos cuya misión era, permaneciendo a bastante distancia del punto de deflagración, tomar medidas y realizar todo tipo de análisis con relación a la explosión) se pusieron en vuelo para, aquella aciaga mañana del 6 de agosto de 1945, exactamente a las 9:15 horas (hora USA, 7:35 hora local), dejar caer la bomba más destructiva jamás empleada contra seres humanos.

La destrucción fue de tal magnitud, que las palabras se resisten a ser utilizadas para poder describirla: dantesco es un adjetivo periclitado e insuficiente. En estas ocasiones, los fríos números pueden resultar más informativos, aun cuando sean incapaces de transmitirnos una mínima porción del horror desatado: la bomba tenía una capacidad de destrucción equivalente a 20.000 Tm de TNT. El 60% de la ciudad de Hiroshima fue literalmente borrado del mapa. El 80% de los edificios fueron destruidos, y el 20% restante, severamente dañados. Entre 70 y 80.000 japoneses murieron, y una cifra similar fueron heridos, la mayoría terriblemente quemados. Un mes después seguía falleciendo gente a consecuencia de las radiaciones.

Una media hora después del lanzamiento de la bomba, el rapidísimo recalentamiento del aire que había sido enviado por la explosión a la atmósfera, produjo una fina lluvia que empapó las ruinas durante cinco minutos. Los expertos indican que esta lluvia, que introdujo en la tierra y en la epidermis de los supervivientes los agentes radiactivos producto de la deflagración, aumentaron sensiblemente el número de víctimas a largo plazo.

Pero no era suficiente. A pesar de conocer con todo lujo de detalles lo acontecido, el 9 de agosto, tan solo tres días después, otro artefacto atómico era lanzado contra la ciudad de Nagasaki, con resultados similares, aunque la mortandad fue menor, debido en no poco al perfil rugoso donde se asienta la población. Ciertos distritos, que se encontraban más bajos que otros, fueron protegidos por esos otros barrios menos afortunados y un mayor número de habitantes logró sobrevivir a la hecatombe.

Tras varios días de duras discusiones, el Consejo de Guerra Supremo se rindió a la evidencia y el día 14 se decidió por la capitulación. El día 15, el Emperador Hirohito se dirigía por primera vez en su vida a su pueblo a través de la radio.

Las primeras palabras de su discurso merecen ser recordadas: “Nos, el Emperador, hemos ordenado al Gobierno Imperial que notifique a los cuatro países, los Estados Unidos, Gran Bretaña, China y la Unión Soviética, que Nos aceptamos su Declaración Conjunta. Para asegurar la tranquilidad de los súbditos del Imperio y compartir con todos los países del mundo las alegrías de la co-prosperidad, como es la ley que nos dejó a Nos el Fundador del Imperio de Nuestros Ilustres Ancestros, que Nos hemos perseverado en seguir. Hoy, sin embargo, la situación militar ya no puede tomar un giro favorable, y las tendencias generales del mundo tampoco están en nuestro favor. Lo que es peor, el enemigo, quien recientemente ha hecho uso de una bomba inhumana, está incesantemente sometiendo a gente inocente a terribles heridas y masacre. La devastación está tomando unas proporciones incalculables. Proseguir la guerra en estas condiciones no solo llevaría a la aniquilación de Nuestra Nación, sino también a la destrucción de la civilización humana…”

El 2 de septiembre de 1945, sobre la cubierta del acorazado Missouri, anclado en la bahía de Tokio, una triste delegación japonesa firmó formalmente la rendición.

Por suerte para la humanidad, desde ese terrible 9 de agosto en que Nagasaki fue destruida, ningún ingenio nuclear ha sido explosionado en el transcurso de una acción bélica. Pero su sombra, como la de los cipreses de Gironella, es alargada.La tripulacion y el avion Enola Gay

Un efecto colateral tuvo lugar: el 80% del uranio utilizado en las bombas de Hiroshima y Nagasaki procedía de África, del entonces Congo Belga, de la provincia de Katanga, de la mina de Shakolobwe. Los trabajadores (nativos) que extrajeron el mineral eran forzados, y estaban obligados a servir un mínimo de 180 días de manera gratuita al Gobierno belga, en unas condiciones laborales más cercanas a los esclavos de otras épocas. Allí eran azotados y recibían una mala alimentación, además de interminables jornadas de trabajo.

Terminada la Guerra Fría y, supuestamente, disipados los temores de, como cantaba Alphaville, ¿are you go to drop the bomb or not? (¿vas a tirar la bomba o no?), hemos entrado en otra etapa igual de terrible. El club de los países con arsenal atómico ha aumentado, y el control sobre un buen número de dichas armas de la extinta U.R.S.S. es cada vez más tenue…

Esperemos que, en un incierto futuro, sólo haya que seguir recordando a las dos ciudades mártires de Hiroshima y Nagasaki, esos dos funestos cumpleaños cada 6 y 9 de agosto.

Cuando finalizó el conflicto, solo se juzgó en Nüremberg a los jerarcas del Reich, y había muchos otros que debían haber pasado por el banquillo. ¡Vae Victis!”

Hoy Japón vive el 68 aniversario del bombardeo sobre Hiroshima, la primera ciudad que padeció los terribles efectos de la primera bomba atómica lanzada contra seres humanos. El 6 de agosto de 1945, el hombre fue menos humano.