Fernasndo Polanco (10/8/2009)
A Leire García Sáez.
En un principio fue el Verbo, o sea, Shakespeare, capaz de combinar con acierto lo lascivo (Falstaff) y lo sublime (Lear). Han pasado los siglos, y su corifeo, Harold Bloom ha sancionado el canon: Shakespeare; y así viene crocotorándolo sin desfallecer desde lo alto de su campanario crítico. Hay otros cánones -es evidente, y sin duda alguno de ellos debería incluir, en terrenos ajenos a la literatura, a Velásquez y a Bach, y, si me apuran, a Serena Williams.
De Shakespeare acá se han escrito muchas obras, algunas sobresalientes, y Cyril Connolly (1), a quien estoy releyendo al cabo de muchos años -por cierto, no ha perdido ni frescura ni desparpajo-, se tomó en su día el empacho de agrupar lo mejor de esos libros en, por decirlo así, dos grandes corrientes: la mandarín y la vernácula o coloquial (2). El trabajo de Connolly se ciñe, en lo principal, al ámbito anglosajón. Nosotros, en cambio, nos referiremos al español, quizás más conocido en nuestro país (sólo quizá).
Me ocuparé de un grupo de escritores a los que he tenido el placer de tratar a lo largo de varias décadas: Villena, Marías y Reverte. Reverte -voy a anticiparme- supone una vuelta de tuerca del estilo mandarín: el supermandarín.
Pero antes de proseguir, extrapolaremos estas corrientes literarias al mundo del cine, la pintura y la música. Así valiéndonos de ejemplos, nos ahorramos trabajo, algo que siempre es saludable. La Muerte en Venecia, de Visconti, sería, según Connolly, una película mandarín; La Diligencia, de Ford, coloquial; y Matrix, con su profusión de programas informáticos y recetas Zen de recuelo, supermandarín. Mutatis mutandis, Bach es mandarín, Falla coloquial y Satie (que, a propósito, no sabía solfeo) supermandarín. Y, por último, Velázquez es mandarín, Barceló coloquial y Matisse supermandarín. En todos los casos, por supuesto, con los matices pertinentes.
Y, ahora sí, volvamos a la literatura. Villena es, en toda su obra, el clásico mandarín: lo que se denomina, exagerando lo mínimo, «una auténtica perdiz con ligas», Marías, que empezó siendo mandarín (y posconradiano), ya es, como Savater, coloquial; y Reverte, en fin, que comenzó como vernáculo, se ha convertido en un perfecto supermandarín (3).
Villena, como Vicent -con sus picasianas cabras picudas- puede hablar -es un decir- de «estilizados muchachos perfumados de ámbar»; Marías, a menudo tan deslavazado como el supervernáculo Baroja -y con esa puntuación tan suya, tan de oído más que sintáctica-, declarará -es un decir- «y que no me vengan con esas majaderías de que estamos en Semana Santa y se puede dejar el sueño para otro día; y Reverte, no menos atrabiliario, puede muy bien expresar algo así como: ¿política y realidad?: ése sí que es un oxímoron de cojones».
Para concluir, Villena escribe en culto, para un cenáculo de dandis, decadentes y todo eso; Marías, a salto de mata y rehuyendo el estilo; y Reverte, en plebeyo pero con ciertas pinceladas de distinción, más o menos como él querría que hablara la gente, que, desde luego, no habla como él quiere; no se suele adosar oxímoron a cojones. ¿Y yo mismo? Pues supongo que escribo en meta o ultra mandarín, así que, en penitencia, me aplicaré durante bastante tiempo a los retruécanos (juegos de palabras) del maestro Cervantes.
* (1) Obra selecta Barcelona, «Debolsillo», 2009
* (2) La escritura mandarín -como se verá en seguida- equivaldría, según mis conjeturas, al ego de Freíd, y la vernácula a un híbrido del cerebro del caballo de Koestler y nuestro noecórtex.
* (3) Vid, respectivamente, Travesía del Horizonte (Barcelona, «La Gaya Ciencia», 1971) y El Húsar (Madrid, «Akal», 1986)